Primer Final
Por fin los bandidos se cansaron de buscar al pastor y se prepararon para regresar a los montes de Tolfa, donde tenían su guarida. El pastor, dejando el rebaño al perro, seguro de que lo guardaría bien, los siguió procurando no hacer ruido. A veces una hoja seca crujía bajo sus zapatos, o un guijarro saltaba sobre el sendero. Los bandidos se detenían, miraban alarmados alrededor, pero no veían nada ni a nadie y reemprendían el camino suspirando.
—Qué raro —refunfuñaba el jefe—, tengo continuamente la impresión de que alguien nos sigue.
El otro bandido decía que sí con la cabeza.
—Pero no hay nadie —añadía el jefe.
Y el otro bandido, con la cabeza, decía que no. Su regla era no contradecir nunca al jefe.
El pastor los siguió al bosque, los siguió al monte, hasta la caverna donde los esperaba el resto de la banda. Escuchó lo que decían en medio de ellos, que casi lo tocaban; pero si una mano o un brazo le caían muy cerca se echaba a un lado enseguida. A una hora determinada los bandidos se levantaron, tomaron las armas y se marcharon todos a asaltar un tren. Al quedarse solo, el pastor inspeccionó la caverna, levantó todas las piedras, miró bajo los jergones y por fin, en una trampilla oculta por una piel de lobo, encontró lo que buscaba: su tesoro, el fruto de sus rapiñas, oro, joyas y dinero en gran cantidad. Llenó la alforja y luego también la capa, extendiéndola en el suelo. Al volver, andaba encorvado debido al enorme peso. Pero no vayáis a creer que volvía al redil, con las ovejas y el perro. ¿Para qué quería un solo rebaño, ahora que era rico y si quería podía comprarse cien? Tomó el camino de la ciudad, eso es. Y al tiempo que andaba canturreaba para sus adentros: «Roma bella, llega a ti un pastorcillo más rico que un rey.»