Pinocho el astuto

Había una vez Pinocho. Pero no el del libro de Pinocho, otro. También era de madera, pero no era lo mismo. No lo había hecho Gepeto, se hizo él solo.

También él decía mentiras, como el famoso muñeco, y cada vez que las decía se le alargaba la nariz a ojos vista, pero era otro Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez de asustarse, llorar, pedir ayuda al Hada, etcétera, tomaba un cuchillo, o sierra, y se cortaba un buen trozo de nariz. Era de madera ¿no? así que no podía sentir dolor.

Y como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo se encontró con la casa llena de pedazos de madera.

—Qué bien —dijo—, con toda esta madera vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.

Hábil desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se quedó sin madera.

—Ya sé —dijo—, tengo que decir una mentira.

Corrió afuera y buscó a su hombre, venía trotando por la acera, un hombrecillo del campo, de esos que siempre llegan con retraso a tomar el tren.

—Buenos días. ¿Sabe que tiene usted mucha suerte?

—¿Yo? ¿Por qué?

—¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha ganado cien millones a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.

—¡No es posible!

—¡Cómo que no es posible...! Perdone ¿usted cómo se llama?

—Roberto Bislunghi.

—¿Lo ve? La radio ha dado su nombre, Roberto Bislunghi. ¿Y en qué trabaja?

—Vendo embutidos, cuadernos y lámparas en San Giorgio de Arriba.

—Entonces no cabe duda: es usted el ganador. Cien millones. Le felicito efusivamente...

—Gracias, gracias...

El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a beber un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca había comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse de una equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó, cepilló ¡y terminado! Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.

Cuando terminó de arreglar la casa, decidió dedicarse al comercio.

—Venderé madera y me haré rico.

Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros trabajando y doce contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles y dos autovías. Los autovías no le servían para ir de paseo sino para transportar la madera. La enviaba incluso al extranjero, a Francia y a Burlandia.

Y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba de crecer. Pinocho cada vez se hacía más rico. En su almacén ya trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables haciendo las cuentas.

Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la fantasía. Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar las mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos. Pero eran mentiras de poca monta y sólo hacían crecer la nariz unos cuantos centímetros de cada vez.

Entonces Pinocho se decidió a contratar a un «sugeridor» por un tanto al mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al día en su oficina pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe:

—Diga que usted ha construido la cúpula de San Pedro.

—Diga que la ciudad de Forlimpopoli tiene ruedas y puede pasearse por el campo.

—Diga que ha ido al Polo Norte, ha hecho un agujero y ha salido en el Polo Sur.

El «sugeridor» ganaba bastante dinero, pero por la noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.

—Diga que el Monte Blanco es su tío.

—Que los elefantes no duermen ni tumbados ni de pie, sino apoyados sobre la trompa.

—Que el río Po está cansado de lanzarse al Adriático y quiere arrojarse al Océano Indico.

Pinocho, ahora que era rico y super rico, ya no se serraba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados, con guantes blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos obreros: una por el trabajo que hacían y otra para que no dijeran nada. De vez en cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también los invitaba a un vaso de agua mineral.

Cuentos para jugar
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