La historia de Francesca

La ves y no logras entender qué es exactamente. No te deslumbra, no, es verdad, y sin embargo tiene algo que te engancha, poco al principio, cada vez más, y terminas cautivado por una fascinación sensual. Serán esas facciones suyas, levemente orientales, que te embelesan por su exotismo, o ese color tan poco común de sus ojos, de un jade purísimo, que ilumina una mirada profunda e intensa. Francesca es así: no te produce ningún impacto inicial, pero luego hace que un calor pasional te envuelva en espirales potencialmente letales. Tiene poco más de treinta años y ya se ha realizado como mujer: seria, de confianza y firme en sus decisiones. Además, posee un rasgo que la distingue de muchas otras mujeres de éxito: la corrección. Ella nunca te pondrá la zancadilla ni te lanzará pullas, es más, si puede, te echará una mano para superar las dificultades. Ella también ha pasado por eso y sabe lo que significa tener que levantarse de nuevo después de una debacle afectiva o laboral.

Francesca es así.

La vida, que ciertamente no ha sido fácil para ella y la dejó marcada, pues le hizo sufrir desde niña en un continuo conflicto que derivó en la dramática separación de los padres, le ha concedido fuerza y éxito. Por eso, Francesca ha intentado pacificar el eterno conflicto de sus padres sublimando el sueño de un solo deseo de amor: el príncipe azul.

Tenía poco más de 14 años, aún lo recuerda; se llamaba Juan. Tenía su edad o quizás algunos meses más. Se habían conocido en la playa y en la orilla del mar le había dado aquel beso largo y tierno bañado de luz de luna. Francesca parecía haber hecho realidad su cuento de hadas, pero él era de todo menos azul.

Ya entonces soñaba con compartir su vida con él y poder vivir la historia feliz de un amor sin mancha ni obstáculo. Pero Juan no estaba por la labor. Lo dejaron de repente después del verano: no funcionaba. Y luego vino Alberto; él sí que era un príncipe azul de verdad. Estaba convencida al cien por cien. Duró bastante, poco más de un año; luego lo vio abrazado a Emma y no pudo hacer como si nada hubiese pasado. Se arrancó la cadenita de oro que le había regalado por el primer aniversario de su noviazgo y la tiró ostensiblemente a los pies del joven amante infiel.

Fue madurando poco a poco en su mente la idea de que su búsqueda podía no terminar nunca. Ella deseaba lo que no existía. Se convirtió en algo más que un deseo, se convirtió en un anhelo ansioso que se diluyó cuando, con poco más de 20 años, se licenció cum laude: el sublime autoengaño perpetrado durante años dejó paso en su ánimo a un frío desencanto.

Había hablado del tema abiertamente con su madre, a la que había quedado más vinculada por ese instintivo, aunque conflictivo, lazo que une al progenitor con su hija. «Es que el príncipe azul es una invención de los cuentos de hadas», le hizo ver su madre poco después de que se licenciara. Y lo decía tras considerar los pros y los contras, para hacerle entender a su hija que tenía que «conformarse» y así poner orden en su propia existencia. Aquella conformidad pronunciada con un sutil doble sentido había quedado impresa en la mente de Francesca cuando, en una cena de trabajo, conoció a Damián. Diez o puede que doce años mayor que ella, alto y apenas canoso, en un puesto inmejorable en la empresa en la que Francesca pronto había despuntado. Él la cortejó con sus maneras radiantes de tranquilidad y protección, consistentes en esas pequeñas atenciones que una mujer encuentra tan halagadoras.

Damián y Francesca, primero a la sordina, para no suscitar rumores en el trabajo, y luego cada vez más abiertamente, comenzaron a vivir con plenitud su historia de amor. Ella poco a poco volvió a dar alas a aquel antiguo sueño reprimido. ¡Damián era el príncipe azul! Breve encanto e inmediato desencanto. Muy pronto, su acomodada vida juntos empezó a hacer aguas porque él no era lo que parecía, pero, sobre todo, porque ella había dejado a un lado su sueño adolescente y como una pantera famélica iba buscando una pasión que la satisficiera y apaciguara de verdad. Francesca no se sentía con fuerzas para continuar fingiendo sentimientos. Con la lealtad que la caracterizaba, incluso antes de consumar una infidelidad hacia la que se sentía cada vez más abocada, le declaró a Damián su insatisfacción, y una vez más no consiguió llegar a la meta. Un «sin rencor» dicho casi al unísono ratificó el adiós entre ambos.

Francesca se puso de nuevo a buscar la piedra filosofal.

Relanzó su carrera, cambió de trabajo para evitar tener algo que ver con Damián y recorrió Italia a lo largo y a lo ancho para promover acuerdos de asociación como directora de marketing de una empresa de cosméticos, «la más joven de Italia», decía cada vez que se presentaba. Durante una reunión de reciclaje profesional vio por primera vez al que, sin ninguna posibilidad de equívoco, poseía todos los requisitos para ser su príncipe. De hecho, éste, personaje famoso e histriónico, encarnaba la imagen y la sustancia que Francesca había buscado desde niña. En cuanto lo conoció, afloraron adjetivos en su mente y le recordó un poco al Brad Pitt de Troya, película en la que el actor es el indomable Aquiles.

Francesca, emprendedora, quemó etapas y pronto consiguió entrar en contacto directo con él, Héctor, una lumbrera en el campo de las estrategias de marketing. Agresivo en el escenario, dulce y persuasivo en la platea, los dos se estrecharon la mano durante una pausa de la reunión. Francesca quiso congratularse por su relación a toda costa y Héctor la escuchaba, cautivado por la calidez de su mirada y de su voz. En un momento decidieron que debían conocerse más a fondo y, como buen príncipe azul, fue él quien la invitó a cenar.

Pocas fueron las palabras y muchas las miradas intercambiadas en el recíproco intento de capturarse. La pasión explotó incontenible, imprevista, como una tormenta de verano. En cuanto terminaron de cenar, se retiraron al fabuloso jardín del hotel y, en la oscuridad de la noche, se buscaron con manos cada vez más ansiosas por tocar y por tocarse. Francesca, como una fiera orgullosa por la presa devorada en el ardor de pocos y profundos mordiscos, se sintió satisfecha por primera vez. En cuerpo y alma.

Cada moneda, aunque sea de oro, tiene un reverso que Francesca conoció la noche del día siguiente, durante la cena de gala organizada para concluir el encuentro. Héctor se presentó con su mujer, y con la misma desfachatez del héroe griego con el que Francesca lo había asociado. El cuchillo se le clavó en el corazón, pero se consoló en cuanto vio al hombre, duramente conquistado y poseído la noche anterior, guiñarle un ojo con complacencia casi injuriosa. Francesca pensó en seguida que la situación podría evolucionar a su favor. Así, al dolor de la herida sufrida le sucedió una sutil esperanza, una verdadera ilusión. El deseo la mantendría en pie en la lucha contra su mujer, la leona que a sus ojos usurpaba la presa.

Héctor y Francesca: la pareja hacía su vida en habitaciones de hotel de amenas localidades donde él era huésped debido a los numerosos encuentros y congresos a los que lo convocaban. Francesca había logrado encontrar un subterfugio en el trabajo para poder seguir a su hombre. Se agazapaba en la habitación donde esperaba a su antiguo héroe. Todo cuanto sucedía más allá de aquella puerta no parecía importarle. Le daba fuerzas saber que la presa en esos días y en esos momentos iba a ser toda suya. Sus encuentros se consumaban en la cama, sin demora alguna. Ambos caían presos de un formidable rapto erótico; cada uno tenía la ilusión de poseer no sólo el cuerpo del otro, sino también aquella alma ardiente que prendía en las espirales flamígeras del sexo.

Francesca tenía miedo de pretender algo más, pero quería evitar convertirse en la amante complementaria del matrimonio insatisfecho de Héctor. Por primera vez con dudas sobre cuál sería el momento más oportuno para presentar sus legítimas peticiones, en el enésimo encuentro, era invierno, puso fin a la dilación y le declaró sus intenciones y su deseo de compartir plenamente la vida con él. Cuando dijo aquellas palabras, el color de la capa de Héctor pasó del azul vislumbrado por Francesca a un negro glacial y terrible. La réplica a su petición fue fría e impasible y aquel «¿cuándo se te ha ocurrido pensar que iba a dejar a mi familia?» y aquel «mi» tan acentuado frenaron a Francesca, que se acordó de tantos príncipes azules encontrados y luego desvanecidos. Héctor le habló de ingenuidad y le contó, hiriéndola nuevamente, que tenía otras amantes con las que se las ingeniaba en un hábil juego combinatorio de encaje de bolillos. Francesca comprendió y se marchó sin dar a Héctor ninguna satisfacción. No lloró, no gritó, no suplicó y no volvió sobre sus pasos. Lo dejó plantado en la habitación y punto.

Necesitó tiempo para recapacitar una vez más sobre los añicos de una relación iniciada con el pie equivocado y nacida de su búsqueda ilusoria. Francesca reflexionó mucho sobre sus sentimientos y sobre su apasionamiento, y por primera vez en su vida empezó a ver clara la idea de que la fantasía del príncipe azul era una enorme tomadura de pelo autoinducida. Es el deseo la verdadera posesión del objeto, ya sea sentimental o material, recordó Francesca de repente pensando en Leonardo, en el instituto y en el profesor Guidotti. Como un sueño que termina al despertar, todo deseo se desvanece al hacerse realidad. El amor más bello es el que nunca se cumple.

Al hilo de estas reflexiones o, más bien, como forma de autoengaño más evolucionada y consoladora, Francesca consiguió dar otro valor a su relación con Héctor, infiel honesto y declarado y, sobre todo, capaz de proporcionarle sensaciones jamás vividas con otros. De modo que decidió volver a verlo. Se reencontró con él mientras éste continuaba alegremente con su rocambolesca vida de mercenario. Llevaba el timón establemente enderezado hacia el rumbo de su matrimonio, coronado por la llegada de un hijo deseado a quien la devota mujer se dedicaba en cuerpo y alma, dejándole incluso más espacio para sus escarceos amorosos. Entre Héctor y Francesca la pasión tardó un segundo en volver a encenderse, sin ambiciones de ninguna clase y cada vez más circunscrita a una cama de hotel y poco más.

Francesca se ha rendido ante la vida. El deseo del príncipe azul sigue intacto y, cuando no se derrumba en llantos solitarios y prolongados, se cuenta siempre el mismo cuento de «Érase una vez…» y, en lo más profundo de su ser, sigue buscando a la persona adecuada, la que siempre soñó y deseó en el desencanto de la razón y en el delicioso placer del amor carnal.