El amor sabio

Antes de concluir este escrito debemos tratar un argumento realmente debatido: ¿existe el amor sabio? Es decir: ¿es posible construir una relación sentimental capaz de preservar la pasión más romántica y, al mismo tiempo, mantener una interacción de pareja equilibrada y constructiva?

Antes de dar una respuesta superficial a este dilema, hay que argumentar bien el problema.

Argumentación n.º 1: El amor pasional se opone por naturaleza a la sabiduría y, como efecto de impulsos viscerales, obviamente, no responde a la reflexión estratégica. De hecho, cito de nuevo a Pascal: «El corazón tiene razones que la razón ignora».

Argumentación n.º 2: Incluso el estímulo más excitante, si se hace recurrente, reduce sus efectos en virtud de nuestra adaptación perceptiva y fisiológica. Para que la excitación se mantenga alta, necesitamos de cambios continuos: o variedad de estímulos o estímulos alternados con ausencia de estímulos.

Argumentación n.º 3: En la fase de enamoramiento vemos en la otra persona lo que queremos ver: el amor es el más sublime autoengaño. Cuando este impulso inicial de la relación pierde fuerza, desilusionarse resulta inevitable.

Argumentación n.º 4: La pareja es una «cualidad emergente» que nace de la síntesis entre las características de sus miembros durante los intercambios que se producen en su relación. Así pues, no podemos reducir la relación únicamente a los individuos que la forman, sino que debemos considerarla como una nueva unidad superior.

Argumentación n.º 5: Para mantenerse, la relación debe satisfacer cada una de sus necesidades y deseos: en la pareja coinciden dos egoísmos; cuando dichos egoísmos no coinciden, la pareja no funciona.

Argumentación n.º 6: La complementariedad, por definición, no es buena; es más, la mayoría de las complementariedades en una relación se basan en los elementos disfuncionales de la interacción entre dos sujetos que se alimentan recíprocamente.

Argumentación n.º 7: La pareja, como un sistema vivo, para mantener su equilibrio debe adaptarse, mutando en concomitancia con los cambios evolutivos a los que, inevitablemente, la somete el tiempo.

Resumiendo, un amor perfecto nunca debería apagar el impulso pasional inicial; debería evitar acomodarse en cualquier aspecto, incluso, volviendo a citar a Oscar Wilde, en una larga serie de días felices.

Sin embargo, aunque mantuviéramos los estímulos y la pasión, deberíamos estar preparados para cuando se presente irremediablemente el desencanto de los autoengaños iniciales y empecemos a ver en nuestro compañero como defectos lo que antes nos parecían virtudes. Así pues, deberíamos aceptar este hecho como un proceso natural y no interpretarlo como un signo de lejanía y rechazo por parte del compañero.

Deberíamos evitar echarle la culpa a la otra persona en cualquier dinámica de conflicto, pues se trata de una consecuencia de la relación y no de las características del otro.

Deberíamos cultivar nuestros intereses personales incluso cuando no coincidan con los del compañero, de modo que garanticemos nuestra autonomía personal y esa importante simetría que compensa la posibilidad de caer en complementariedades patógenas.

En conclusión, se trata de aceptar previamente las fases del cambio, tanto estético como fisiológico, que el tiempo acabará presentando.

Imagino que la respuesta inmediata será otra pregunta: ¿quién puede ser capaz de un amor tan equilibrado?

La respuesta la obtenemos de la observación de esas pocas parejas que, de una manera excepcional, viven una relación intensa y feliz durante toda su vida.

La primera característica de estas parejas nos lleva a una observación etológica que tiene que ver, qué casualidad, con las pocas especies de animales monógamos: esto es, la continua práctica del rito del cortejo en su vida. En efecto, tanto estos animales como los seres humanos que permanecen unidos toda la vida se caracterizan por seguir cortejándose a lo largo de su historia sentimental, como si siempre se encontrasen en la fase inicial de su relación. Este fenómeno no se refiere sólo al ámbito erótico, sino que también tiene que ver con la seducción.

Por desgracia, como resulta evidente para todos, en la gran mayoría de las parejas se observa precisamente lo contrario: al cabo de un tiempo, el cortejo y la seducción se desvanecen y dan lugar a una envilecedora habituación a la vida en pareja y en familia.

Un segundo componente estrechamente relacionado con el primero, típico de las parejas felices para siempre, es la complicidad: es decir, los dos miembros de la relación mantienen un contacto continuo a través de una alianza de la que ambos participan. Si están rodeados de muchas personas, se lanzan miradas cómplices entre ellos; si uno de los dos se equivoca, el otro se pone de su parte sin criticarlo, y sólo más tarde le hace ver el error; ante cualquier problema del compañero, ella se pone de su lado, sin sustituirlo, sino haciéndole sentir presente su apoyo.

Lo contrario en este sentido también es evidente si observamos lo que sucede normalmente en las dinámicas de pareja.

Por último, la tercera característica, quizás aún menos frecuente, que connota la relación amorosa a largo plazo es la exclusividad: es decir, lo que ocurre entre las dos personas es único e irrepetible con otro sujeto. Esta característica no es una inclinación natural de la relación, sino algo que, como las dos anteriores, ha de construirse y cultivarse, y, como las flores más bellas, si no se riega, se marchita en una sola noche.

Lo que he escrito no pretende convertirse en una receta para la felicidad; se trata de una simple indicación que deriva de la observación empírica y de la reflexión acerca de lo que funciona y lo que no funciona en las dinámicas amorosas y sentimentales. La receta sería tan difícil de llevar a la práctica, por la singularidad de los ingredientes necesarios y la dificultad del procedimiento, que conseguirlo sería obra de un gran artista.

La imagen metafórica que, en mi opinión, mejor ilustra dicha capacidad es la de los dos acróbatas que caminan sobre la misma cuerda, ayudándose de una sola barra estabilizadora de la que se valen para mantener un funambulesco equilibrio.