Capítulo 33
Belcebú como hipnotizador profesional
Belcebú siguió así con su relato:
Cuando existí entre tus favoritos como hipnotizador profesional, proseguí mis experimentos con su psiquis sirviéndome principalmente del estado particular que los seres contemporáneos de allá llaman «estado hipnótico».
Para ponerlos en ese estado, recurrí primero a la acción que los seres del periodo de la civilización «Tikliamuishiana» ejercían unos sobre otros con ese mismo fin, es decir, que yo actuaba sobre ellos por medio de mi propio «Ghanbledzoin».
Pero más tarde, como el impulso eseral llamado «amor a los semejantes» comenzó a surgir frecuentemente en mi presencia, tuve que efectuar este proceso sobre muchos seres tricerebrados de allá, ya no solamente para mi meta personal, sino esta vez para su propio bien, y como este medio demostró ser perjudicial para mi existencia eseral, imaginé otro que me permitió obtener el mismo efecto, sin gastar mi propio «Ghanbledzoin».
Mi invención —que puse en práctica de inmediato— consistía en modificar rápidamente esa «diferencia de plenitud de los vasos sanguíneos» de la que ya he hablado, poniendo obstáculo de cierto modo a la libre circulación de la sangre en ciertos vasos.
Gracias a esta intervención, y sin dejar de mantener el ritmo ya automatizado de la circulación sanguínea propia a su «estado de vigilia», lograba hacer funcionar al mismo tiempo, en estos seres, el verdadero consciente, es decir, lo que ellos llaman su subconsciente.
Este nuevo medio se reveló, tal vez, incomparablemente superior al que todavía emplean en la actualidad los seres de tu planeta, y que consiste en obligar al sujeto que quieren hipnotizar a mirar un objeto brillante.
Desde luego, como ya te he dicho, es posible ponerlos en este estado psíquico haciéndolos mirar fijamente un objeto brillante o iridiscente, pero esto no tiene éxito con todos los seres de allá, ni mucho menos. Aunque en su circulación general, la «diferencia de plenitud de los vasos sanguíneos» se modifica cuando miran fijamente un objeto brillante, sin embargo el factor principal de este cambio reside en una concentración, voluntaria o automática, de pensamiento y de sentimiento.
Y esta concentración no puede ser obtenida sino gracias a un estado expectante muy intenso, o bien mediante un proceso que se efectúa en ellos y que expresan con la palabra «fe», o también por la emoción de miedo ante algo inminente, o en fin, por el desencadenamiento de esas «pasiones» tales como «odio», «amor», «sensualidad», «curiosidad» y otras, cuyo funcionamiento se ha vuelto inherente a la presencia de esos seres.
Es por esto, que en los seres que llaman allá «histéricos» y que han perdido temporalmente o para siempre toda facultad de concentración de «pensamiento» y de «sentimiento», es imposible provocar, por la fijación de la mirada en un objeto brillante, una «diferencia de plenitud de los vasos sanguíneos»; por consiguiente, es imposible desencadenar en ellos el mencionado «estado hipnótico».
En cambio, con el procedimiento de mi invención, es decir, mediante una acción determinada sobre los «vasos sanguíneos», yo podía poner en ese estado no solo a cualquiera de esos seres tricerebrados que te interesan, sino también a numerosos seres unicerebrados y bicerebrados de allí, entre otros, diversos «cuadrúpedos», «peces», «pájaros» y así sucesivamente.
En cuanto a ese impulso de amor hacia mis semejantes, que me obligó a buscar un nuevo medio de poner a tus favoritos en ese estado que ya se les había hecho propio, surgió en mí y llegó a ser poco a poco predominante sobre todo por la razón de que en el período de mi actividad como médico, los seres tricerebrados ordinarios de allí, cualquiera que fuese su casta, comenzaron pronto, casi en todas partes, a quererme y a estimarme, considerándome casi como si yo les hubiese sido enviado desde lo Alto para ayudarlos a liberarse de sus perniciosos hábitos; en resumen, comenzaron a manifestar hacia mí impulsos eserales sinceros de «Oskolnikú», o como ellos mismos dicen, de «gratitud» y de «reconocimiento».
Este Oskolnikú eseral o gratitud, no solo me era manifestado por aquéllos a quienes había salvado, o por sus allegados, sino por casi todos los que de lejos o de cerca habían tenido que ver conmigo, o habían oído hablar de mí, con la única excepción de los profesionales que eran sus médicos.
Estos últimos, por el contrario, me detestaban con toda su fuerza, y se ensañaban en malograr las buenas relaciones que yo mantenía con los seres ordinarios; y me odiaban tan solo porque me había convertido rápidamente en un serio competidor para ellos.
Hablando estrictamente, tenían motivos para detestarme, pues, apenas algunos días después de haber comenzado mis actividades terapéuticas ya tenía centenares de enfermos cada día en mi consulta, y otros centenares trataban de convertirse en pacientes míos, mientras que mis pobres competidores se veían en la obligación de esperar con impaciencia durante todo el día, sentados en sus famosos «consultorios», hasta que algún paciente cayese en sus manos como una pobre «oveja perdida».
Y si esperaban con tanta impaciencia a estas «ovejas perdidas», era porque algunas de ellas a veces se convertían en lo que se llama «vacas lecheras», a las que los médicos ordeñan, como ha llegado a ser costumbre allí, para hacerles soltar lo que ellos designan con el nombre de «parné».
En su defensa, por otra parte, debo agregar con toda justicia, que allí sin este «parné», se hace cada vez más imposible existir en estos últimos tiempos, sobre todo para esa clase de seres tricerebrados que son sus famosos médicos contemporáneos.
Y así, querido nieto, como te decía, al comienzo ejercí mi actividad de médico hipnotizador en el centro del continente de Asia, en varias ciudades del Turquestán.
Comencé estableciéndome en las ciudades de la parte del Turquestán que más tarde se llamaría «Turquestán chino» para distinguirlo de la parte que, después de su conquista por los seres de la gran comunidad de Rusia, pasaría a llamarse «Turquestán ruso».
Entonces era muy grande la necesidad de médicos de mi especie en las ciudades del Turquestán chino, ya que en este período se habían desarrollado, más intensamente que nunca, entre los seres tricerebrados que poblaban aquella región de la superficie de tu planeta, dos de los perniciosos «hábitos orgánicos» que se les había hecho propio a los seres de ese infortunado planeta, adquirir en su presencia.
Uno de estos funestos hábitos orgánicos consistía en «fumar opio» el otro en «masticar anash», o como también se llama, «hachisch».
El «opio», como ya sabes, se saca de la flor de la amapola, y el «hachisch» de una formación supraplanetaria llamada allí «chakla» o «cáñamo».
Como dije, durante este período de mi actividad, mi existencia transcurrió primero en diversas ciudades del Turquestán chino, pero más adelante las circunstancias me indujeron a permanecer preferentemente en las ciudades del Turquestán ruso.
Entre los seres que pueblan las ciudades del Turquestán ruso, la primera de esas perniciosas costumbres —o como dicen ellos, de esos «vicios»— la de fumar opio, era muy rara y el «masticar» el «anash» había hecho muchos menos estragos allá que en otras partes. Por el contrario, el uso de lo que se llama el «vodka» ruso estaba en plena florescencia.
Este funesto producto se extrae principalmente de una formación supraplanetaria que lleva el nombre de «papa».
El uso de este «vodka», como el del «opio» y del «anash», no solo convierte el psiquismo de los infortunados seres tricerebrados de allí en algo absolutamente «sin sentido», sino que además acarrea la degeneración gradual de ciertas partes importantes de su «cuerpo planetario». Aquí, debo decirte que fue precisamente al comienzo de mi actividad entre tus favoritos cuando establecí, para orientar mejor mis investigaciones sobre su psiquis, las «estadísticas» en las que se interesaron vivamente más tarde ciertos Muy Grandes Santos Individuums Cósmicos, del más alto grado de Razón.
Pues bien, mientras yo existía como médico entre los seres que pueblan las ciudades del Turquestán, tuve que trabajar con tal intensidad, sobre todo en los últimos tiempos, que ciertas funciones de mi cuerpo planetario incluso llegaron a alterarse.
Por lo que comencé a pensar la manera de, al menos durante algún tiempo, dedicarme solo a descansar.
Por supuesto, con este fin, habría podido regresar a mi casa en el planeta Marte, pero entonces se irguió frente a mí mi propio «Dimtsoniro eseral», es decir, mi deber eseral hacia lo que se llama la «palabra de esencia» que me había dado a mí mismo.
Y esa «palabra de esencia» que me había dado al comienzo de mi sexto descenso, había sido la de existir entre tus favoritos hasta que hubiera aclarado definitivamente la razón de todas las causas de la formación gradual, en su presencia común, de ese psiquismo eseral tan singular.
Ahora bien, como todavía no había alcanzado la meta que me había jurado lograr, ya que no había llegado todavía a conocer todos los detalles necesarios para el esclarecimiento completo del problema, consideré prematuro un regreso al planeta Marte.
Pero en cuanto a permanecer en el Turquestán y a organizar allí mi existencia de forma que pudiese dar a mi cuerpo planetario el reposo necesario, era imposible, porque en casi todos los seres que pueblan esa parte de la superficie de tu planeta —del Turquestán ruso al Turquestán chino— ya se habían cristalizado, fuera por sus percepciones personales, o mediante descripciones, datos suficientes para reconocer mi apariencia exterior; al mismo tiempo cada uno de los seres ordinarios de aquel país quería hablarme, ya fuera acerca de sí mismo o de sus allegados, sobre tal o cual de dichos vicios, de cuya liberación había yo llegado a ser un especialista sin precedente.
Como consecuencia del plan que concebí y realicé, para escapar de aquella situación, el Turquestán —hacia el cual se cristalizaron entonces en mi presencia datos que me hicieron agradable su recuerdo para siempre— dejó de ser el lugar permanente de mi existencia en tu planeta durante el período de mi última estancia. Y desde entonces las ciudades de su «famosa» Europa, con sus cafés donde le sirven a uno un «líquido negro» de procedencia dudosa, reemplazaron totalmente para mí a las ciudades orientales con sus «chaijanés» y sus deliciosos tés aromáticos.
Entonces decidí ir a descansar al país del continente de África que llaman Egipto. Elegí Egipto, porque este país era realmente, en aquel tiempo, un lugar ideal de reposo. Por eso numerosos seres tricerebrados «acomodados», como dicen ellos, iban allí procedentes de todos los continentes.
Al llegar, me establecí en una ciudad llamada «El Cairo», donde organicé rápidamente la forma exterior de mi existencia ordinaria para poder gozar del reposo que reclamaba mi cuerpo planetario después de una labor intensa y agotadora.
¿Recuerdas? Ya te dije que estuve por primera vez en Egipto durante mi cuarto descenso a la superficie de tu planeta, al que vine para capturar, con la ayuda de varios seres de nuestra tribu que existían allá, cierto número de esos «malentendidos» surgidos por casualidad, y que llaman «monos»; asimismo, te he contado que visité allí numerosos edificios de arte, muy interesantes, erigidos por seres del país, edificios entre los cuales se encontraba el original observatorio destinado al estudio de las concentraciones cósmicas, y que había excitado tanto mi curiosidad.
En la época de mi sexto descenso, no quedaba casi nada de aquellos numerosos e interesantes edificios de los tiempos pasados.
Habían sido destruidos por los seres de allá durante sus «guerras» y sus «revoluciones», o bien estaban cubiertos por las arenas.
Aquí las arenas provinieron de los grandes vientos de los que te he hablado igualmente, así como de un temblor planetario que los seres de Egipto llamaron luego «terremoto Alnepussiano».
Durante ese temblor planetario, una isla entonces llamada «Siapura», situada al norte de la que existe todavía en nuestros días con el nombre de «Chipre», se hundió gradualmente, de manera muy original, en el interior del planeta, en el plazo de cinco de sus años, y mientras duró ese proceso, extraordinarias mareas altas y bajas se produjeron en las grandes extensiones Saliakuriapianas circundantes, depositando sobre la tierra firme enormes masas de arena que se mezclaron con aquellas que los vientos habían traído.
Pero ves, querido nieto, mientras te hablaba de Egipto y de todas aquellas cosas, poco a poco se me ha hecho aparente, hasta tomar consciencia de ello con todo mi ser, que había cometido un error imperdonable en mis relatos sobre los seres tricerebrados que pueblan el planeta Tierra.
¿Recuerdas que te dije que ninguno de los resultados alcanzados por los seres de las generaciones pasadas había llegado jamás a los seres de las generaciones posteriores?
He aquí justamente, ahora lo veo, donde residía mi error.
Durante mis relatos anteriores sobre los seres que te agradan, ni una sola vez ha pasado por mis asociaciones eserales el recuerdo del acontecimiento que se produjo la víspera misma del día en que dejé para siempre la superficie de tu planeta, y que prueba que algunos resultados alcanzados por los seres de tiempos remotos han llegado sin embargo hasta tus favoritos contemporáneos.
La emanación de alegría que suscitaron entonces en mí el perdón concedido por NUESTRO TODOPODEROSO E INFINITAMENTE JUSTO CREADOR ETERNO y el favor que Él me otorgaba de regresar al lugar mismo de mi advenimiento, posiblemente me impidió percibir esta impresión con suficiente fuerza para que en las partes correspondientes de mi todo integral se cristalizaran totalmente los datos susceptibles de generar en los seres, en el curso de las asociaciones eserales provocadas por las manifestaciones de la misma fuente, la repetición de lo que ya ha sido experimentado.
Pero ahora, que me he puesto a hablar de ese Egipto contemporáneo, y que resucita a los ojos de mi esencia la imagen de ciertas regiones que me agradaron, en esa parte de la superficie de tu planeta, las débiles impresiones que había conservado de este acontecimiento se revisten poco a poco en mí de una cierta consciencia y me vuelven claramente a la memoria.
Antes de relatarte este acontecimiento, que no podría ser calificado sino como tristemente trágico, debo hablarte una vez más para darte una imagen más o menos clara, de esos seres tricerebrados del continente Atlántida que habían constituido la sociedad científica que llevaba el nombre de Ajldán.
Algunos miembros de aquella sociedad, que ya tenían alguna noción del Okidanoj sagrado Omnipresente descubrieron, después de grandes trabajos, cómo extraer sucesivamente de esta atmósfera, así como de diversas formaciones subplanetarias, cada una de las santas partes del Okidanoj, y luego cómo conservar en forma concentrada estas santas sustancias cósmicas «portadoras de fuerzas», y finalmente cómo utilizarlas para sus investigaciones científicas experimentales.
Los miembros de esa gran sociedad sabia llegaron también, entre otras cosas, a servirse de la tercera parte separadamente localizada del Okidanoj Omnipresente —la santa «fuerza neutralizante» o «fuerza de conciliación»— para llevar toda formación planetaria orgánica a un estado tal que su presencia conservara para siempre todos los elementos activos que se encontraban en ella en el momento dado; dicho de otra manera, podían suspender y hasta detener completamente su inevitable «descomposición».
El conocimiento de este poder de realización se transmitió por herencia a ciertos seres de Egipto, más precisamente a los seres «iniciados» que fueron los descendientes directos de los miembros sabios de la sociedad de los Ajldaneses.
Ahora bien, varios siglos después del desastre de la Atlántida, los «seres de ese Egipto», basándose en los conocimientos que habían arribado hasta ellos, llegaron a saber conservar para la eternidad —siempre mediante la santa «fuerza neutralizante» del sagrado Okidanoj— los cuerpos planetarios de algunos de ellos sin que se corrompieran ni se descompusieran después del «Raskuarno sagrado» o, como dicen ellos, después de su «muerte».
De hecho, querido nieto, en la época de mi sexta visita a ese planeta ya no existía ninguno de los seres que poblaban Egipto durante el tiempo de mi primera estancia en ese país, ni nada de lo que entonces se encontraba allí existía ya, y nadie había conservado de ello la menor noción. Sin embargo, los cuerpos planetarios a los que habían aplicado su procedimiento habían permanecido intactos, y existen incluso en la actualidad.
Estos cuerpos planetarios que han permanecido intactos han recibido de los seres contemporáneos el nombre de «momias».
Los seres de Egipto transformaban los cuerpos planetarios en «momias» de manera muy simple. Mantenían el cuerpo planetario destinado a ser momificado en lo que ellos llaman allá «aceite de ricino» durante aproximadamente dos semanas, luego introducían en él la santa «sustancia fuerza», después de haberla disuelto de manera apropiada.
Así, querido nieto, sucedió que un día —como fui informado después de mi partida definitiva de la superficie de tu planeta, por un heterograma que relataba la búsqueda e investigaciones de uno de nuestros compatriotas que aun hoy vive allá— la existencia de uno de sus «faraones» terminó justo al comienzo de un proceso de destrucción mutua entre los seres de la comunidad de Egipto y los de las comunidades vecinas, y los encargados de poner los cuerpos de esos seres meritorios en estado de conservarse eternamente, a causa del ataque enemigo, no tuvieron la posibilidad de mantener el cuerpo planetario de ese faraón en aceite de ricino todo el tiempo requerido, es decir, durante dos semanas. Sin embargo, pusieron el cuerpo en aceite de ricino y lo guardaron en una cámara herméticamente sellada; después de lo cual, tras haber disuelto la santa sustancia fuerza de cierta manera, la hicieron penetrar a ella también en esa cámara, para obtener de ella el resultado deseado.
Sucedió que esta «santa fuerza», realizando efectivamente lo que habían esperado, se conservó en esa cámara herméticamente sellada, como ocurre siempre bajo la acción de lo que se llama los «catalizadores», y se mantuvo en su integridad hasta muy recientemente.
Esa «cosa» sagrada habría quedado en estado puro durante largos siglos, en medio de esos seres tricerebrados, que en su esencia ya no tienen desde hace mucho tiempo ninguna «veneración» por nada. Pero al haber surgido una pasión criminal en la presencia de estos «inconscientes sacrílegos» contemporáneos, que generaba en ellos la necesidad de ir a atormentar hasta a los santos seres de las generaciones pasadas, no vacilaron siquiera en emprender excavaciones para abrir esta cámara que habrían debido considerar como un tesoro sagrado, altamente venerado; y fue así que se entregaron a la profanación cuyos resultados me conducen en este momento, con todo mi ser, a tomar consciencia de mi error —error que ha consistido en decirte con seguridad que nada ha llegado de los seres de las épocas remotas a los seres de la civilización actual— mientras que ese acontecimiento que ocurrió en nuestros días en Egipto, es precisamente la consecuencia de uno de los resultados alcanzados por sus antepasados en el continente Atlántida.
He aquí la razón por la que el resultado de las adquisiciones científicas hechas por los seres de las épocas más remotas han llegado a los seres contemporáneos y ahora forman parte de su patrimonio:
Tal vez sepas ya, mi querido Jassín —como lo saben, cualquiera que sea su grado de inteligencia eseral, todos los seres responsables de Nuestro Gran Universo, y también aquellos que no están sino en la segunda mitad de su preparación para la edad responsable— que la esencia de la presencia del cuerpo planetario de toda criatura, así como de toda unidad cósmica, grande o pequeña, «relativamente independiente», debe estar formada por las tres santas sustancias fuerzas, localizadas en ella, del Triamazikamno sagrado, es decir, por las sustancias fuerzas de la Santa Afirmación, de la Santa Negación y de la Santa Conciliación, y que ella debe continuamente mantenerlas en un estado de equilibrio apropiado. Y si por una u otra razón las vibraciones de una de estas tres santas fuerzas penetran en exceso en una presencia cualquiera, ésta sufre fatal e ineludiblemente el «Raskuarno sagrado», es decir, la total destrucción de su existencia ordinaria.
Entonces, querido nieto, como ya te dije, cuando apareció en la presencia de tus favoritos contemporáneos una necesidad criminal de atormentar hasta las reliquias de sus antepasados, y algunos de ellos, para satisfacerla, llegaron incluso a cometer la fechoría de abrir esa cámara herméticamente sellada, la santa sustancia fuerza de la Santa Conciliación, aisladamente localizada en ese lugar, al no tener tiempo de disolverse en el espacio, penetró en la presencia de esos hombres y se manifestó en ellos de acuerdo con la propiedad, conforme a las leyes, que le es inherente.
No diré nada ahora acerca de la manera en la cual el psiquismo de los seres tricerebrados que pueblan esa tierra firme de la superficie de tu planeta llegó a degenerar, ni bajo qué forma.
Te lo explicaré quizás también en el momento propicio; mientras tanto, volvamos a nuestro tema interrumpido.
En Egipto, mi programa de existencia exterior incluía entre otras cosas, dar un paseo cada mañana en dirección a las llamadas «Pirámides» y la «Esfinge».
Estas «Pirámides» y esta «Esfinge» eran los únicos pobres vestigios, que habían quedado por azar intactos, de los majestuosos edificios de arte erigidos por generaciones de muy grandes Ajldaneses, y por los grandes antepasados de los seres de ese Egipto, edificios que había visto con mis propios ojos construir, durante mi cuarta estancia en tu planeta.
Pero casi no me fue posible descansar en Egipto, pues las circunstancias pronto me obligaron a abandonar el país.
Esas circunstancias de mi prematura partida fueron por otra parte la razón por la cual las ciudades del querido Turquestán, con sus confortables «chaijanés», fueron reemplazadas de allí en adelante para mí, como ya te he dicho, por las ciudades de su famoso centro de cultura contemporánea, el continente de Europa, con sus no menos famosos «cafés restaurantes», donde le ofrecen a usted, en vez de té verde aromático, un líquido negro, del que nadie sabría decir de dónde lo sacaron.