El mundo exterior y el mundo interior del hombre

La cuestión que tengo intención de tratar en este último capítulo de mis escritos es totalmente extraña al pensamiento de los hombres contemporáneos; y es precisamente de esta ignorancia que se desprende la mayoría, por no decir la totalidad, de los mal entendidos que sobrevienen en el proceso de nuestra vida en común.

Solo la comprensión de esta cuestión y el reconocimiento de su alcance verdadero permitirán resolver lo que constituye el problema principal de nuestra existencia, es decir, el problema de la prolongación de la vida humana.

Antes de comenzar a desarrollar este tema, quiero citar el contenido de un antiguo manuscrito que conocí por azar en circunstancias totalmente excepcionales.

El antiguo manuscrito, que tengo la intención de usar, es una de esas reliquias transmitidas de generación en generación por un muy pequeño número de hombres a quienes se les llama «Iniciados», no iniciados de la clase que se ha multiplicado recientemente en Europa, sino verdaderos Iniciados. En nuestro caso, pertenecen a una cofradía que aún existe en la actualidad, en lo más recóndito del Asia central.

El contenido de este manuscrito está expuesto, como era la costumbre en los tiempos antiguos, «podobnolizovany» o, como lo dice la ciencia esotérica, «analógicamente», es decir, simbólicamente, bajo una forma por completo diferente a la ya establecida en el pensamiento de nuestros contemporáneos.

Como estoy muy bien enterado de esta diferencia —por el más grande de los azares, por supuesto— me esforzaré por transmitir, tan exactamente como sea posible, el sentido de este texto, pero adaptándolo a la «forma de pensar» habitual entre los contemporáneos.

He aquí lo que dice este antiguo manuscrito:

«La psiquis general de todo hombre cuando alcanza la madurez —lo que ocurre en general para el sexo masculino a la edad de veinte años y, para el sexo femenino, desde que cumple los trece años— consiste en tres totalidades de funcionamiento, que no tienen entre sí casi nada en común».

«Las manifestaciones de estas tres totalidades de funcionamiento independientes en la presencia general de un hombre que haya alcanzado la madurez se desarrollan simultáneamente y sin interrupción».

«La formación en el hombre de diferentes factores, a partir de los cuales se elaboran esas tres totalidades de funcionamiento, comienza y concluye en diferentes períodos de su vida».

  • «Tal como ya se ha establecido desde hace mucho tiempo, los factores que determinan en el hombre la primera totalidad de funcionamiento se constituyen —a menos que se tomen ciertas medidas especiales— exclusivamente durante la infancia: en los muchachos hasta la edad promedio de once años y en las niñas hasta los siete años solamente».
  • «Los factores que determinan la segunda totalidad, comienzan a formarse en muchachos a partir de los nueve años y en las niñas desde la edad de cuatro años, durante un tiempo variable, según los casos, y que dura aproximadamente hasta la mayoría de edad».
  • «En cuanto a los factores de la tercera totalidad, comienzan a constituirse a partir del momento en que el hombre alcanza la mayoría de edad y en nuestros días no continúan formándose, en los hombres ordinarios, sino hasta la edad de 60 años y en las mujeres hasta la edad de cuarenta y cinco años».

«Pero para aquéllos que se perfeccionan conscientemente hasta el estado de ‘todos los centros despiertos’, es decir, hasta llegar a ser capaces de pensar y de sentir por propia iniciativa, la formación de estos factores puede proseguir, en los hombres hasta la edad de trescientos años y en las mujeres hasta la edad de doscientos años».

«La formación de los diferentes factores de manifestación de estas tres totalidades de funcionamiento, enteramente distintas, se efectúa en el hombre conforme a la ley universal, llamada Ley de Trinidad».

  • «A la formación de los factores de la primera totalidad contribuyen, por una parte, como ‘principio ánodo’, las impresiones exteriores accidentalmente recibidas, así como las impresiones resultantes de lo que se llama los ‘sueños de todos los centros’ y, por otra parte, como ‘principio cátodo’, los resultados de los reflejos del organismo, especialmente de aquellos órganos que presentan una peculiaridad hereditaria».
  • «En la formación de los factores de la segunda totalidad, concurren, como ‘principio ánodo’, las impresiones exteriores recibidas bajo cierta presión, teniendo como característica el haber sido implantadas intencionalmente desde afuera y, como ‘principio cátodo’, los resultados de la acción de factores constituidos a partir de impresiones similares anteriormente percibidas».
  • «Los factores de la tercera totalidad de funcionamiento se forman a partir de los resultados de la ‘contemplación’, es decir, resultados obtenidos a partir del ‘contacto voluntario’ entre los factores de las dos primeras totalidades, contacto al cual los resultados de la segunda totalidad sirven de ‘principio ánodo’ y aquéllos de la primera totalidad de ‘principio cátodo’».

«Una de las propiedades de tal coordinación de las tres totalidades distintas de funcionamiento que determinan la psiquis general del hombre es el suscitar —por diversas combinaciones de ‘contacto voluntario’ entre las manifestaciones de estas tres totalidades independientes— en una de ellas la grabación de los procesos que se desarrollan en las otras totalidades, así como de aquéllos que tienen lugar fuera del hombre y caen en la esfera de actividad subjetiva de sus órganos de percepción».

«Lo que los hombres perciben ordinariamente de esta propiedad inherente a su presencia general es lo que ellos llaman ‘atención’».

«El grado de sensibilidad de esta ‘atención’ —o, según la definición que de ella daba la ciencia antigua, su ‘fuerza abarcadora’— depende enteramente del nivel del ‘estado global del hombre dado’».

«Para definir la esencia de esta propiedad llamada ‘atención’ en el hombre, la ciencia antigua utilizaba la siguiente fórmula»:

«GRADO DE FUSIÓN ENTRE LO QUE ES SEMEJANTE EN LOS IMPULSOS DE OBSERVACIÓN Y DE COMPROBACIÓN DENTRO DE LOS PROCESOS DE UNA DE LAS TOTALIDADES, Y LO QUE SE DESARROLLA DENTRO DE LAS OTRAS TOTALIDADES».

«Este nivel del ‘estado global’ del hombre va, tal como lo define la ciencia, de la más fuerte intensidad subjetiva de ‘sensación de sí’, a la más grande ‘pérdida de sí’ mensurable».

«Este grado de fusión vuelve a ser siempre el factor de iniciativa para la realización de una función común de las tres totalidades independientes que representan la psiquis general del hombre en la cual, en un momento dado, el nivel del estado global tiene su centro de gravedad».

Si cité esta hipótesis, extravagante a primera vista, de nuestros antepasados lejanos, es porque constituye una excelente introducción a la cuestión y porque mis propios intentos por descubrir su verdadero sentido me han llevado a conclusiones que quiero compartir con los lectores del presente capítulo.

En cuanto a mí, lo que me ha intrigado particularmente, durante muchos años, de esta extravagante hipótesis científica, es la definición ya mencionada: «Grado de fusión entre lo que es semejante en los impulsos de observación y de comprobación dentro de los procesos de una de las totalidades y lo que se desarrolla dentro de las otras totalidades».

A la vez que atribuía una gran importancia a los otros elementos de esta hipótesis, no podía de ninguna manera captar el sentido de esta fórmula.

Me intrigaba especialmente la palabra «semejante».

¿Qué es esta «similitud»? ¿Por qué «similitud»? ¿Con qué fin esta extraña «similitud»?

Y, sin embargo, esta idea, «absurda» para todos los sabios contemporáneos, de que tres clases de asociaciones, de naturaleza independiente, se desarrollan simultáneamente en el hombre, no me sorprendía y la consideraba con un sentimiento de gran respeto por el saber de los Antiguos.

Y esto no me sorprendía, porque, desde la época en que efectuaba verificaciones especiales sobre la psiquis del hombre, sirviéndome de todos los medios experimentales puestos a mi alcance por la civilización contemporánea —y especialmente con la ayuda de la ciencia del hipnotismo— había comprobado y establecido claramente que en el hombre tienen lugar simultáneamente tres clases de asociaciones: de pensamiento, de sentimiento, y de instinto mecánico.

Estas tres clases de asociaciones independientes no solo tienen lugar simultáneamente en él, sino que en cada una de ellas participan los resultados de las tres fuentes que existen en el hombre para la transformación de las tres naturalezas de «vivificación cósmica».

Estas fuentes están localizadas en el hombre:

  • La primera, en una parte de la cabeza.
  • La segunda, en una parte del plexo solar.
  • Y la tercera, en una parte de la columna vertebral.

De esta manera, estas tres clases de asociaciones en un solo hombre explican la singular impresión, que cada uno experimenta en ciertos momentos, de sentir que viven en él varios seres diferentes. Para quienes quisieran conocer más sobre estas cuestiones, les aconsejaría el aprender, no por medio de una simple lectura, sino zambulléndose profundamente en el capítulo de la primera serie de mis obras titulado «El Santo Planeta del Purgatorio».

Ahora, al releer lo escrito, surgió en mí la curiosidad de saber qué es lo que le parecerá más extravagante al lector:

La proposición que acabo de formular, o la hipótesis de nuestros antepasados lejanos.

Me imagino que al compararlas, el lector encontrará primero que no vale más una que otra, pero, al reflexionar, me culpará solo a mí por haber osado escribir tales pamplinas —y más en una época civilizada como la nuestra—.

En cuanto a nuestros antepasados, los perdonará porque tratará de ponerse en su lugar y no dejará de tener un razonamiento de este género:

«No se puede tener nada en contra de ellos si en su tiempo aún no existía nuestra civilización. Con la instrucción que ellos tenían, ¡era necesario que se ocuparan de algo! Tanto más que en aquella época ellos no disponían de ninguna de nuestras innumerables máquinas, ni siquiera de las más elementales».

Ahora, después de haber dado libre curso a una de mis debilidades, que consiste en «soltar un chiste» justamente en el medio de los pasajes más serios de mis obras, quiero aprovechar esta tendencia insólita para salirme del tema central y contar una curiosa coincidencia que se produjo hace poco a propósito de la redacción de este libro.

Por otra parte, esta redacción dio lugar a muy numerosas coincidencias, muy extrañas a primera vista, pero, al mirarlas más de cerca, enteramente conformes con las leyes.

Por supuesto que no voy a describirlas todas, ya que esto sería imposible —serían necesarios por lo menos otros diez volúmenes—.

No obstante, para caracterizar mejor estas extrañas coincidencias, cuyas consecuencias vinieron a interferir en la marcha de mis trabajos, contaré seguidamente la primerísima, que tuvo lugar el 6 de noviembre de 1934, luego la última de todas que ocurrió tan solo anteayer. Como ya lo he dicho en el Prólogo, después de una pausa de un año, decidí ponerme a escribir de nuevo, el 6 de noviembre de 1934, es decir, siete años, puntualmente, después de haber resuelto realizar, cueste lo que cueste, todas las tareas requeridas por mi ser.

Encontrándome ese día en Nueva York, me fui temprano al café Childs de Columbus Circle, donde acostumbraba pasar mis mañanas escribiendo.

Dicho sea de paso, mis amigos norteamericanos apodaban a este Childs, el Café de la Paix, porque, para mí, durante la época en que escribía, desempeñaba en Nueva York el mismo papel que el Café de la Paix en París. Esa mañana, me sentía como un caballo fogoso, al que hubiesen dejado al aire libre, después de estar meses en su cuadra.

Mis pensamientos, literalmente, bullían —sobre todo aquéllos que se referían a mi trabajo—.

El trabajo avanzaba tan rápido que a eso de las nueve había llenado casi quince páginas de mi cuadernillo, sin una corrección.

Si esto fue así, era evidentemente porque, durante el mes precedente, a pesar de mi decisión de no permitir a ningún pensamiento activo que se desarrollase en mí, yo había aflojado un poco mis esfuerzos, lo confieso, y me dejé llevar a representarme más o menos automáticamente lo que sería el principio de este libro, que debería ser no solo el último, sino «el acorde final» de todos mis escritos.

A eso de las diez y media, algunos viejos amigos vinieron a verme; tres de ellos eran considerados como escritores. Se sentaron a mi mesa y se pusieron a beber su café matinal.

Entre ellos se encontraba alguien que había trabajado muchos años en la traducción inglesa de mis obras.

Decidí aprovechar su presencia para ver cómo «sonaría» en inglés el comienzo de este último libro.

Le entregué, para su traducción, lo que acababa de redactar y seguí escribiendo.

Continuamos nuestro trabajo, mientras los otros charlaban, tomando café.

A las once, dándome un pequeño respiro, le pedí al traductor que leyera en voz alta lo que ya había traducido.

Cuando leyó la expresión: «sufrimiento intencional», lo interrumpí porque había usado «intencional» para traducir la palabra «voluntario».

Me propuse explicarle la diferencia enorme entre el sufrimiento intencional y el sufrimiento voluntario y, de inmediato, surgió entre nosotros, como siempre en casos parecidos, una querella filológica general.

En el momento en que la disputa alcanzaba su punto culminante, uno de nosotros fue llamado al teléfono.

Volvió de inmediato, muy emocionado, para anunciarme que alguien quería hablarme personalmente.

Cuando llegué al teléfono me enteré de que, en ese instante, acababa de llegar un telegrama de Londres, informándome que el señor Orage había muerto esa misma mañana.

La noticia fue tan inesperada que en el momento no comprendí de qué se trataba.

Cuando lo entendí, me afectó profundamente.

Y esto porque, en el mismo momento, me acordé de ciertos acontecimientos asociados a este día y a este hombre.

De inmediato se hicieron presentes, en mi conciencia, diversas conclusiones que ya habían sido impuestas en mí, en el curso de mi vida pasada, pero sin generar aún convicción, respecto a las «coincidencias evidentes» que sobrevienen en nuestra vida.

Lo extraño de la coincidencia consistía, sobre todo, en el caso presente, en que, puntualmente, siete años antes, la misma noche en que se comenzaron a formar en mí las ideas que debían servir de base a esta obra, había dictado una carta, dirigida a esta misma persona, de cuya muerte me acababa ahora de enterar, en la que yo aludía a algunas de estas ideas.

Yo contestaba a una carta personal en la que precisamente él me preguntaba sobre el tratamiento de su mal crónico, del cual luego habría de morir.

Esto acontecía el 6 de noviembre de 1927, a medianoche. Estaba acostado, sin poder dormir, presa de un torbellino de pensamientos opresivos y trataba de pensar en otra cosa, para distraerme aunque fuese un poco de mis pesadas preocupaciones, cuando de repente me acordé, por asociación, de la carta que había recibido de él algunos días antes.

Pensando en esta carta y recordando la buena voluntad de la que me había dado prueba recientemente, desperté, sin el menor remordimiento, a mi secretaria, que dormía en el apartamento, y le dicté una respuesta.

El señor Orage, con justa razón, era considerado entonces como el principal artífice de la difusión de mis ideas en toda América del Norte.

Como, en esa época, yo mismo estaba completamente absorbido por pensamientos relativos a mi propio estado de salud y estaba casi convencido de la posibilidad de restablecerla por medio del sufrimiento voluntario, naturalmente, le aconsejé hacer lo mismo, pero bajo una forma correspondiente tanto a su individualidad como a las condiciones de su vida ordinaria.

Nada diré aquí acerca de la respuesta que me envió ni de las conversaciones que tuvimos más tarde respecto a su salud, ni de mis consejos; me contentaré con señalar que estos consejos no tuvieron efecto alguno sobre él y el lector comprenderá fácilmente la causa de ello si se acuerda de las declaraciones del mismo señor Orage que he citado en un capítulo anterior de esta tercera serie de mis obras.

Una de las consecuencias nefastas que tuvo este acontecimiento, la muerte del señor Orage, tanto sobre mis escritos como sobre mí mismo, fue que, a pesar de todos mis deseos y de todos mis esfuerzos, quedé incapacitado, por dos meses enteros, de agregar la mínima palabra a lo que había escrito hasta las once, ese 6 de noviembre de 1934.

Lo que me lo impedía fue la intervención de uno de esos factores que surgen ineluctablemente en la psiquis de los hombres contemporáneos, y de los norteamericanos en particular, factor que los obliga a cumplir automáticamente hasta sus manifestaciones semiintencionales.

El hecho es que durante mi estadía, contrariamente a la costumbre establecida durante mis visitas precedentes, evité toda entrevista con mis amigos y mis conocidos, con excepción de algunas pocas personas que podían ser de utilidad para mi meta.

Pero ahora todos aquéllos que me conocían en Nueva York, enterándose ya sea por los periódicos o por conversaciones telefónicas —como es costumbre allá— de la muerte de mi fiel amigo el señor Orage, todos, sin excepción, movidos por este factor automático, consideraron su deber buscarme a fin de expresarme sus «condolencias».

Venían y telefoneaban, no solo gente que pertenecía al grupo que había dirigido el señor Orage, sino aun otros, cuya existencia me era totalmente desconocida. Entre otros, gente que según toda probabilidad, no había visto sino una sola vez (y eso por azar), en el curso de mi primer viaje, hacía ya once años.

Desde la mañana, cuando llegaba al Café para trabajar, ya encontraba en el lugar algún «muy querido» que me esperaba. Y apenas se había ido este, otro aparecía a mi mesa, siempre con la misma cara de circunstancia.

Cada uno de estos visitantes, después de haber lanzado su famoso: «¿Cómo está usted, señor Gurdjieff?», jamás dejaba de agregar la fórmula estereotipada: «¡Oh! ¡No sabe cuánto, pero cuánto siento lo del señor Orage!».

¿Qué podía yo contestar a esto?

La cuestión de la muerte es una cuestión que trastorna todas las condiciones subjetivas establecidas en nuestra vida.

¿Tomar las medidas habituales para desembarazarme de aquéllos que venían a molestarme en mi trabajo? En este caso no lo podía hacer: esto no habría servido sino para hacer surgir, a la ligera, nuevos y ardientes propagadores de comidillas malévolas.

Ahora bien, aún antes de llegar a los Estados Unidos, había previsto, mientras escribía mi último libro, visitar, tan a menudo como fuese posible, los estados de América del Norte donde ya se habían organizado grupos de personas que seguían mis ideas.

Había calculado que, de esta manera, paralelamente al cumplimiento, en el lapso previsto, de todas las tareas que me había fijado, terminaría este último libro y pondría a punto la organización de todo lo que era necesario para la difusión de la primera serie de mis obras.

Es por esto que, a fin de escapar de las circunstancias que obstaculizaban mi trabajo, partí, tan pronto como me fue posible, primero a Washington, después a Boston y, de ahí, a Chicago. Pero todo esto no sirvió de nada. Por todas partes se repetía la misma escena.

Que mis conocidos, en estas diferentes ciudades, se hayan sentido obligados a expresarme sus condolencias, esto todavía se podría comprender, si no hubiera más remedio, porque casi todos habían conocido personalmente al señor Orage y estaban al tanto de su relación conmigo.

Pero ver que las mismas escenas se repetían con norteamericanos de ciertas ciudades del Sur, ¡esto era el colmo de lo absurdo!

Entre la gente del Sur que me expresaba su famosa «condolencia» estaban quienes no solo no habían visto jamás al señor Orage, sino que ni siquiera habían oído hablar nunca de él.

Se habían enterado de su muerte solo la víspera y de que había sido uno de mis principales asistentes.

Se me ocurre, de repente, que las reflexiones que he compartido con un pequeño grupo de personas con ocasión de la muerte del señor Orage podrían contribuir a una mejor comprensión del contenido esencial de todo este capítulo; voy a tratar entonces de recordarlas y exponerlas aquí.

Mientras bebíamos nuestro café, hablábamos de las diferentes costumbres que se apoderan de nosotros desde la infancia y de las cuales seguimos esclavos aun después de haber alcanzado nuestra madurez.

En ese momento llegó de improviso uno de los miembros del grupo, de aspecto alegre y rostro encendido; como estaba atrasado, sin duda había caminado más rápido que de costumbre. Él no esperaba encontrarme allí; pero apenas me vio, cambió de expresión y, acercándose a mí, me espetó en el instante mismo una de esas frases estereotipadas, clasificadas bajo el rubro de «condolencias».

Esta vez no me pude contener más y, tomando a todos como testigos, dije:

«¿Han oído ustedes en qué tono singular, que no parece propio de él, su compañero nos ha lanzado su perorata?».

«¿Sí? Bueno, si quieren, pídanle ahora que haga una excepción y les diga, con toda franqueza, por una vez en su vida, si, en el fondo de él mismo, es decir, en su ser verdadero, tenía la más mínima relación con las palabras que pronunciaba».

«Desde luego que no: ¿cómo podría ser de otra manera? El difunto en cuestión no era, como se dice, ni su hermano ni su guardián y, lo que es más, no podía saber en absoluto, ni adivinar, cómo habría reaccionado ante este acontecimiento la persona a la que él dirigía estas palabras ampulosas».

«Él ha lanzado esta frase en forma totalmente mecánica, sin la menor participación de su ser, y lo ha hecho por la única razón que, en su infancia, su niñera le ha enseñado, en caso parecido, a levantar el pie derecho antes que el izquierdo».

«¿Por qué fingir siempre, hasta en los casos en que no sacan nada bueno para su ser, ni siquiera para satisfacer su egoísmo?».

«¿No hay ya bastante hipocresía, sin eso, para inundar nuestra vida cotidiana, dados los hábitos anormalmente establecidos en nuestras relaciones mutuas?».

«Expresar indefectiblemente sus condolencias con ocasión de la muerte de quienquiera que sea es, por cierto, uno de esos hábitos perniciosos, enclavados en nosotros desde la infancia y cuyo conjunto obliga a nuestras acciones semiintencionales a realizarse siempre automáticamente».

«Antiguamente era considerado inmoral, y aun criminal, expresar a alguien sus condolencias con respecto a la muerte de una persona cercana».

«Sin duda eso era así porque, en el ser de aquél a quien se las dirige, el proceso de la impresión provocada por la pérdida de una persona cercana puede que no esté aún apaciguado y, estas palabras banales de condolencia, al recordárselo una vez más, reavivan su sufrimiento».

«De esta costumbre, mantenida en nuestros días cuando muere alguien, nadie saca ningún provecho; en cambio, puede hacer mucho mal a la persona interesada».

«Tales prácticas contemporáneas me indignan muy especialmente; sin duda porque he tenido la ocasión de escuchar hablar de una costumbre funeraria que se remonta a varios miles de años».

«Por aquel tiempo, cuando alguien moría, durante los tres primeros días nadie, salvo los sacerdotes y sus ayudantes, se acercaban a la casa del difunto».

«Solo al cuarto día, todos los parientes del muerto, cercanos o lejanos, se reunían, así como sus vecinos, sus amigos, y aun los extraños que lo deseaban».

«En presencia de todos, en el umbral de la casa, los sacerdotes comenzaban por celebrar una ceremonia religiosa; luego se formaba el cortejo detrás del cadáver para dirigirse al cementerio, donde, después de un rito especial, se realizaba la inhumación».

«Tras lo cual, si el difunto era un hombre, todos los hombres —y, si era una mujer, todas las mujeres— regresaban a la morada del difunto, mientras que los demás regresaban a sus casas». «Aquéllos que volvían a la casa del muerto comenzaban por comer y beber, pero su comida estaba únicamente compuesta de un alimento cuyos ingredientes habían sido preparados con esta intención, durante toda su vida, por el mismo difunto».

«Después de haber comido, se juntaban en la pieza más grande de la casa y allí, participando en lo que se llama un ‘ritual del recuerdo’, se dedicaban a recordarse y a contarse entre sí, con exclusión de todo lo demás, todas las acciones malas y perniciosas que había cometido el difunto en el curso de su vida».

«Esto duraba tres días enteros».

«Después de este original procedimiento de tres días, que consistía en ‘no dejarle un solo cabello en la cabeza’ o, como lo decían ellos mismos, en ‘lavar los huesos del muerto hasta una blancura de marfil’, todos los participantes se reunían de nuevo los siete días siguientes en la casa del muerto, pero esta vez solo en la noche, después de haber cumplido sus obligaciones cotidianas».

«Durante esos siete velatorios ya no se acostumbraba ofrecer alimentos, pero en la gran pieza en que se tenía la reunión, se quemaba permanentemente inciensos de todas clases a expensas del difunto o de sus herederos».

«Sentados calmadamente, o arrodillados, en la atmósfera particular creada por los inciensos, los asistentes comenzaban por elegir entre ellos al que, por su edad y su reputación, era el más digno de ser el decano. Después de lo cual se dedicaban a la contemplación de la inevitabilidad de la muerte de cada uno».

«En ciertos momentos el decano pronunciaba, en voz alta, las palabras siguientes»:

«No olviden cómo ha vivido él, aquél cuyo aliento aún no ha desaparecido de este lugar, cómo se ha comportado de una manera que no era digna de un hombre y no ha sabido aceptar el hecho de que, al igual que todos los otros, él también debía morir».

«Después de esta exhortación del decano, toda la concurrencia debía cantar lo que sigue»:

«¡Oh!, fuerzas santas, fuerzas supremas, ¡oh!, espíritus inmortales de nuestros antepasados, ¡ayúdennos a mantener siempre a la muerte, delante de nuestros ojos y a no sucumbir a la tentación!».

«No diré nada más, pero dejaré a cada uno de ustedes el encargo de decidir por sí mismos qué beneficio tendría el que se restableciera en nuestra época esta ‘bárbara’ costumbre».

«Yo espero que ahora comprendan, más o menos, por qué sus fórmulas huecas de condolencia tienen casi el mismo efecto sobre mi mundo interior que sus ‘víveres’ norteamericanos sobre el sistema digestivo de los ingleses».

«Sería deseable para todos, para Dios, para el difunto, para ustedes y para mí y hasta para la humanidad entera que, ante la muerte de alguien, en lugar del proceso que consiste en pronunciar palabras carentes de sentido, se cumpliese en ustedes aquello que les permitiría enfrentarse a su propia muerte venidera».

«Tan solo el darse cuenta cabal de la inevitabilidad de nuestra propia muerte puede destruir los factores que se han implantado en nosotros debido a nuestra vida anormal, y que son las fuentes de manifestación de los diferentes aspectos de nuestro egoísmo, raíz de todo mal en nuestras relaciones recíprocas».

«Y solo esta comprobación puede resucitar, en los hombres, los datos divinos antiguamente presentes en ellos para los verdaderos impulsos de Fe, de Amor, y de Esperanza».

Mientras decía estas palabras, me volvieron a la memoria, no sé por qué, las estrofas de un canto persa muy antiguo y, en forma completamente involuntaria, me puse a recitarlas.

Esto se me había escapado tan involuntariamente que, para esconder de los presentes, la fuerza de mi pensamiento automático del momento, me vi obligado, de buen o mal grado, a darme el trabajo de explicar en inglés el sentido de este canto.

De las palabras de este antiguo poema persa emana una sabiduría científica que, en el lenguaje ordinario de ustedes, podría ser expresada aproximadamente así:

Si todos los hombres tuviesen un alma

Desde hace tiempo ya no habría lugar sobre la tierra

Ni para las plantas venenosas, ni para los animales feroces, Y el

mismo mal habría cesado de existir.

Para el holgazán, el alma es una ilusión,

Ella es un lujo para el que se complace en el sufrimiento; Ella es el

sello de la personalidad,

Ella es el camino, ella es el nexo con el Hacedor y Creador.

Residuo de la educación

O primera fuente de la paciencia, Ella es también testigo del mérito

de la esencia del Ser eterno.

Guía de la voluntad

Su presencia es «Yo soy»

Ella es una parte del Todo Ser,

Ella fue así, y así será ella siempre.

Así que, brevemente, a pesar de mi inextinguible deseo de trabajar y a pesar de que en todas las circunstancias, favorables o desfavorables, escribía, escribía sin cesar, con el fin de terminar este libro y de llevar a cabo todas las tareas que me había fijado, me veía en la incapacidad de hacerlo.

El 9 de abril de 1935, al terminar finalmente el Prólogo, comencé, ese mismo día, el presente capítulo.

Fue en relación con la redacción de este capítulo, en el cual trabajo actualmente, cuando ocurrió la coincidencia que he decidido compartir con el lector.

Todo el día y toda la noche del 10 de abril, trabajé intensamente en el principio de este capítulo, todavía poco satisfactorio a mis ojos, y fue solo hacia el final del día siguiente que algo me pareció tomar forma, haciendo nacer en mí la certidumbre de que en adelante todo iría mejor.

Después de dormir algunas horas, me puse nuevamente a escribir; pero cuando llegué al lugar en que había empleado por primera vez la expresión «el problema de la prolongación de la vida humana», otra vez me atasqué.

Y esta vez porque de pronto me resultó evidente que para explicar a fondo esta cuestión, de la cual yo había decidido hacer el motivo central o, se podría decir, el «pivote» de todo lo que tenía la intención de tratar en este libro, debía comenzar por informar al lector, aunque fuera brevemente, sobre el lugar que ocupa esta cuestión en la ciencia contemporánea y en el pensamiento de los hombres de hoy.

Me puse a reflexionar en cómo hacer las cosas más comprensibles; y esto sin extenderme demasiado.

Había dado vueltas y vueltas en mi pensamiento a todos los hechos conocidos sobre el tema, pero cualquiera que fuese el ángulo bajo el cual tratara de exponerlos, su expresión siempre resultaba demasiado larga.

Muy pronto fui absorbido por mis reflexiones sobre este tema preliminar hasta el punto de no prestar más atención a ninguna otra cosa.

Llegaba alguien —¿quién era? ¿Qué había dicho? ¿Qué impresión me había dejado al irse?—… No me había dado cuenta de nada. Incluso el deseo de beber café frecuentemente, o de fumar cigarrillos, había desaparecido.

Sentía mareos, a veces, como si mi cabeza fuese a estallar, pero no por eso dejaba de escribir, ya que todo el resto dependía de ello.

La noche del sábado al domingo, 14 de abril, cuando el reloj señalaba la medianoche, decidí acostarme con la esperanza de conciliar el sueño, pero fue en vano.

Sucedió todo lo contrario: mis pensamientos, siempre girando, alcanzaron tales proporciones que ahuyentaron completamente el sueño. Me resultó absolutamente evidente que sin el tema preliminar el resto no tendría ningún valor.

La aurora comenzó a despuntar y, convencido finalmente de que aquel día no se me concedería el sueño, decidí levantarme e ir a caminar sin rumbo fijo por las calles.

Como era domingo, y muy temprano, casi no había nadie afuera.

Iba sin rumbo, con la idea de encontrar algún bar nocturno donde tomar una taza de café.

Desde lejos divisé en la esquina de una calle que algo se movía; me acerqué y vi que era un vendedor de periódicos que instalaba su quiosco.

Decidí comprar cualquier periódico y regresar a mi casa para volver a acostarme; quizá la lectura de este diario me distraería de mis pensamientos y llegaría así a dormir un poco. Compré entonces el New York Times, cuyo número dominical es particularmente grueso, pero al pagar me di cuenta de que la lectura de un periódico de lengua inglesa no era en absoluto lo que necesitaba y que no me produciría el efecto que esperaba, por la sencilla razón de que en esta lengua yo no tengo el automatismo que solo la práctica permite adquirir.

Le pregunté entonces al vendedor si por casualidad él mismo o algún otro en el barrio tenía periódicos europeos, griegos por ejemplo, o armenios o rusos.

Me respondió que no los tenía, pero que tres calles más adelante vivía toda una colonia de judíos rusos y que encontraría periódicos rusos en todos los quioscos.

Me fui en la dirección indicada. Entre tanto las calles habían comenzado a animarse.

En la primera esquina vi un quiosco y solicité un periódico ruso. El vendedor me contestó en ruso:

«¿Cuál, querido paisano, Russkoi Slovo o Russky Golos?».

Me enteré así por primera vez que en Nueva York se publicaban dos periódicos rusos bajo esos títulos.

A fin de que el lector se haga una idea justa de la coincidencia que me dispongo a contar, debo decir que durante estos diez últimos años, es decir, desde que me había puesto a escribir, ya no leía prácticamente nada, ni periódicos ni libros, ni aun las cartas o telegramas.

Tomé los dos periódicos, regresé a casa y volví a acostarme.

Uno de ellos era particularmente voluminoso para ser un periódico ruso. Empecé a leerlo.

Al hojearlo, pronto comprendí que ese día celebraba su vigésimo quinto aniversario —por eso era tan grueso—.

Todos sus artículos eran tan «almibarados» para mi gusto que lo dejé y tomé el otro.

Al desplegarlo, lo primero que cayó bajo mis ojos fue este título: «El problema de la Vejez». Era precisamente el tema que, durante tres días y tres noches, no me había dejado descansar. Al leer este corto artículo, quedé entusiasmado y estupefacto de encontrar en él todo aquello sobre lo que había reflexionado y que había considerado necesario como material de introducción.

Al mismo tiempo todo en él estaba bien formulado, expuesto de manera muy condensada y, lo que era esencial, de una rara objetividad.

Maquinalmente, me pregunté cómo podría sacar partido de esta feliz coincidencia y, luego de un momento de reflexión, decidí nada menos que incluir todo el artículo, en este capítulo, en un lugar apropiado.

Al no estar presentado por mí, los lectores aceptarán, por lo demás, el material de este artículo mucho más objetivamente y, por consiguiente, obtendrán de él mayor provecho.

Y para que esto no se considere como un plagio, lo reproduciré completo, mencionando dónde y por quién ha sido escrito y llegaré aun hasta subrayar dos veces el nombre del autor. Este artículo me tranquilizó y regocijó de tal manera que decidí no trabajar más aquel día y más bien ir a ver el famoso Coney Island que había tenido la intención de visitar en cada uno de mis viajes, sin poder jamás lograrlo.