Cuarta conferencia
Dictada por mí, el 12 de diciembre de 1930. Ante el grupo que acababa de ser reorganizado y al que habían sido admitidos, nuevamente, los miembros del llamado «Grupo Orage». La sala estaba repleta.
Antes de abordar la idea esencial de esta cuarta conferencia, quiero describirles, ilustrándolos de la manera más clara posible, varios acontecimientos que se produjeron entre los miembros de este Grupo Orage después de que les propuse firmar el «compromiso previo» del que les hablé.
Y quiero describirlos, así como las diversas consecuencias que de ello se derivaron y que, por otra parte, engendraron de manera inesperada una combinación de circunstancias muy provechosas para mí, porque al proyectar sobre ellos una luz real —y no publicitaria, como se tiene costumbre de hacer en Norteamérica por cualquier cosa—, me será posible ofrecer, a la mirada interior de cada lector, un excelente cuadro que lo ayudará a comprender con cuánta fuerza se ha desarrollado, entre los norteamericanos —considerados en la tierra, por todos nuestros contemporáneos, como los que han alcanzado la más alta cultura—, este sentimiento al que se le llama «instinto de rebaño», que ha llegado a ser la propiedad indiscutible de la mayoría de los hombres de hoy en día, y cuya manifestación consiste en que el hombre, en vez de actuar de acuerdo a su propio razonamiento, sigue ciegamente el ejemplo de los otros, mostrando así a qué nivel tan bajo se encuentra el desarrollo de su pensamiento, con respecto a su capacidad para efectuar confrontaciones lógicas. Además, esta exposición hará destacar y aun le aclarará por completo, a cada uno de los lectores de mis obras, uno de los aspectos de la costumbre que se ha difundido por todas partes en el proceso de nuestra existencia en común, especialmente entre los norteamericanos, y que consiste en que la gente, en sus esfuerzos por alcanzar un solo y mismo objetivo, se divide en varios «partidos», como se dice; lo que constituye para mí, sobre todo en estos últimos años, una de las más grandes «plagas» de nuestra vida social contemporánea.
Estos acontecimientos, cuyo contenido igualmente puede presentar un carácter instructivo y corresponder así a la meta que me he fijado al escribir esta serie, se desarrollaron en el orden siguiente:
Tal como lo supe más tarde, la misma noche de la reunión general en la que yo había anunciado que era indispensable firmar este compromiso, al fijar un plazo determinado para la firma, casi todos se fueron en pequeños grupos, vagando por las calles, refugiándose luego en los diversos Childs nocturnos o en los apartamentos de aquéllos cuyo «tirano doméstico» —común a todo matrimonio contemporáneo— estaba ausente aquel día, para deliberar allí y discutir apasionadamente hasta el amanecer lo que había que hacer.
Al día siguiente, desde el alba, reanudando sus conversaciones y sus llamadas telefónicas con aquellos compañeros que no habían asistido a la reunión general, continuaron su intercambio de pensamientos y de opiniones, siendo el resultado de todas estas discusiones que en la misma noche se llegaron a formar tres partidos independientes, cada uno con una actitud diferente con relación a todo lo que había sucedido.
El primer partido estaba formado por los que habían decidido no solo firmar el compromiso que yo exigía, sino conformarse sin reserva, en el futuro, a todas las órdenes e indicaciones que yo les daría personalmente, con exclusión de cualquier otra.
El segundo agrupaba a los que en cuyo psiquismo, durante este corto período de tiempo, y por razones incomprensibles —al menos desde mi punto de vista—, se había formado un factor extraño, incitando al conjunto de su singular individualidad a no reconocer nada que viniese de mí, sino a permanecer fiel a aquél que había sido, para ellos, durante varios años, según la expresión de uno de ellos, «no solamente su maestro y su guía, sino más aún, en cierta manera, su tierno padre», a saber, el señor Orage.
El tercer partido comprendía a los que postergaron su decisión, en espera de una respuesta al telegrama que habían enviado al señor Orage, preguntándole qué es lo que deberían hacer. Todos los que se adhirieron al primer partido, hasta el último de ellos, habían firmado el compromiso antes de la expiración del plazo previsto.
En el psiquismo de los que formaban el segundo partido, como luego se hizo evidente, el factor extraño que acabo de mencionar tomó cada vez más fuerza y, en el momento señalado para la firma del compromiso, había alcanzado un grado tal, que cada uno de ellos, en su «ardor belicoso» y en su furia por combatirme, habría podido aventajar a los famosos balshakarianos de antaño defendiendo a su ídolo «Tantsatrata» de los demonios que le enviaba especialmente el Infierno.
En cuanto a los muy queridos «supersensibles» norteamericanos seguidores de mis ideas que formaban el tercer partido, son ellos, precisamente, los que han mostrado lo que es el nivel actual de desarrollo del pensar lógico en un pueblo considerado hoy en día, en todas partes en la tierra, como uno de los más civilizados.
Los diferentes matices de los sutiles, complejos e ingeniosos resultados de las manifestaciones de su «pensar lógico» llegaron a ser evidentes para todos los que los rodeaban y en particular para mí, cuando, al haberse enterado de la próxima llegada al campo de batalla del señor Orage en persona, se pusieron a inventar toda clase de circunstancias, supuestamente independientes de su voluntad y a someter estas circunstancias, «idealmente bien combinadas», a la atención de mi pobre secretario; y lo que es más, no directamente, sino por intermedio de otras personas o por teléfono.
Todo esto para posponer su decisión final hasta la llegada del señor Orage, asegurándose así, para toda eventualidad, de una justificación respetable por no haber firmado a tiempo el compromiso.
Dos días antes de la cuarta reunión general de este grupo reorganizado sobre nuevos principios, el mismo señor Orage llegó a Nueva York, enterado ya de todo lo que había sucedido en su ausencia.
El mismo día de su llegada se dirigió a mi secretario para solicitarle una entrevista personal conmigo.
Confieso que no me lo esperaba, porque sabía que muchos miembros del grupo le habían escrito para compartir con él todo lo que había pasado y, en particular, claro está, la opinión nada halagüeña que yo había expresado varias veces sobre él.
Mi primer impulso fue el de responderle que lo recibiría con agrado, como a un viejo amigo, pero con la condición expresa de que no habría ninguna conversación sobre los malentendidos de toda especie, ni sobre las nuevas disposiciones que yo había tomado en su ausencia con respecto a los miembros de su grupo; pero acordándome, de repente, de las alarmantes noticias que había recibido, una hora antes, sobre el mal giro que tomaban mis asuntos materiales, con respecto a la liquidación de las mercaderías traídas por mis compañeros, decidí suspender mi respuesta para sopesarla mejor. En efecto, el siguiente pensamiento acababa de germinar en mí: Acaso sería posible aprovechar esa solicitud, dado que mi decisión inicial de no recurrir a los miembros de ese grupo para realizar el objetivo financiero de mi viaje ya se había modificado, a causa de las manifestaciones de algunos de ellos, manifestaciones verdaderamente intolerables e indignas de personas que estaban en contacto con mis ideas desde hacía ya varios años y que incluso parecían haberlas estudiado y comprendido bien.
Después de haber reflexionado y confrontado todos los resultados que pudiesen intervenir según los casos, decidí contestarle en los siguientes términos:
«Muy sereno, muy prometedor y muy estimado por mí señor Orage»:
«Tal como usted me conoce, después de todo lo que ha ocurrido aquí, no tengo ya el derecho de volverlo a ver en las mismas condiciones de otras veces, ¡ni siquiera como a un viejo amigo!».
«Ahora, sin romper con mis principios, la mayoría de los cuales deben serle conocidos, yo puedo reunirme con usted y aun, como en el pasado, entregarme con usted al proceso de ‘verter la nada en el vacío’, con la sola condición de que usted también, señor Orage, firme el acuerdo propuesto a todos los miembros del grupo que usted dirigía».
Al recibir esta respuesta, el señor Orage, para gran sorpresa de mis allegados, vino de inmediato a mi apartamento, donde vivían algunos de los que me habían acompañado en este viaje, entre ellos mi secretario y enseguida, sin discutir, firmó el compromiso. Luego, imitando evidentemente —tal como me lo contaron— la actitud que siempre tomo cuando estoy sentado, dijo tranquilamente lo siguiente:
«Conociendo bien —gracias al señor Gurdjieff, naturalmente—, la diferencia entre aquellas manifestaciones del hombre que emanan de su naturaleza real —resultado directo de su herencia y de la educación recibida durante su primera infancia— y aquéllas que son engendradas por su pensamiento automático —el que, tal como lo define él mismo, no es más que el resultado de impresiones accidentales de todas clases, asimiladas sin ningún orden, y, por otra parte, habiendo sido mantenido al corriente de todo lo que ha pasado aquí en mi ausencia por cartas cuya mayoría me las han enviado diversos miembros de este grupo, comprendí enseguida, sin la menor vacilación, lo que se escondía detrás de la propuesta que me hizo el señor Gurdjieff— propuesta que a primera vista parecía realmente absurda, puesto que se trataba de firmar también yo, como los otros, un compromiso que debía privarme del derecho de tener cualquier tipo de relación, no solo con los miembros del grupo que he dirigido durante tanto tiempo, sino, por extraño que esto pueda parecer, aun conmigo mismo».
«Lo he comprendido enseguida porque, estos últimos días, he reflexionado mucho sobre la falta de correspondencia entre mi convicción interior y lo que el señor Gurdjieff llama ‘el papel que yo desempeño aquí’; y, desde entonces, el penoso sentimiento que hizo nacer en mí el sincero descubrimiento de esta carencia no ha cesado de crecer».
«En mis momentos de recogimiento, sobre todo en el curso de estos últimos meses, a menudo me he confesado a mí mismo, con toda sinceridad, la contradicción que existía entre mis manifestaciones exteriores y las ideas del señor Gurdjieff y, por consiguiente, la acción maléfica que podían tener mis palabras sobre la gente que guiaba, supuestamente de acuerdo con sus ideas».
«Hablando francamente, casi todas las impresiones provocadas por lo que el señor Gurdjieff ha dicho sobre mí y sobre mi actividad, en las reuniones generales o en privado a ciertos miembros de nuestro grupo, corresponden exactamente a mi convicción interior».
«Muy a menudo he tenido la intención de poner fin a esta manifestación de mi dualidad, pero diversas circunstancias de mi vida me han impedido constantemente decidirme a hacerlo con toda la resolución requerida».
«Ahora, encontrándome ante una proposición que a primera vista parece absurda, pero conociendo la costumbre de mi Maestro de ‘siempre encubrir pensamientos profundos bajo expresiones ordinarias, aparentemente desprovistas de sentido’, bastó que lo pensara un instante para comprender claramente que si yo no aprovechaba esta ocasión para librarme para siempre de lo que llamaré mi propia ‘duplicidad’, nunca más sería capaz de hacerlo».
«He decidido, pues, comenzar por firmar el compromiso exigido por el señor Gurdjieff y, al mismo tiempo, doy mi palabra, en vuestra presencia, que de ahora en adelante ya no tendré el menor contacto no solo con cualquiera de los miembros del grupo antiguo, sino tampoco con mi antiguo ‘mí mismo’, basado en las condiciones anteriores de relaciones y de influencias mutuas».
«Tengo el mayor deseo, por supuesto si el señor Gurdjieff me lo autoriza, de convertirme, a partir de hoy, en un miembro ordinario de este nuevo grupo, tal como está ahora reorganizado».
Estas «consideraciones filosóficas» del señor Orage produjeron en mí una impresión tan fuerte y provocaron en mi singular psiquis una reacción tan extraña que, quiéralo o no, no puedo dejar de contar y de describir en el estilo de mi antiguo Maestro, hoy casi un santo, Mulaj Nassr Eddin, las circunstancias y condiciones en las cuales se efectuó el proceso de asimilación en mi ser de la «tsimmes» de las así llamadas consideraciones filosóficas de este sabroso «cóctel angloamericano», el señor Orage que, durante varios años, fue, en cierta forma, el principal representante e intérprete de mis ideas en Norteamérica.
Cuando me comunicaron su llegada, sus consideraciones filosóficas con respecto a la proposición que le había hecho y su decisión de firmar, él también, este compromiso, yo estaba en la cocina, preparando, como dicen mis «parásitos», el «plato centro de gravedad» que preparaba diariamente durante mi estadía en Nueva York, con el único fin de hacer un poco de ejercicio físico, escogiendo cada vez un nuevo plato nacional de uno cualquiera de los pueblos de todos los continentes.
Ese día preparaba el plato favorito de los habitantes de la región situada entre la China y el Turquestán chino.
En el momento en que vinieron a anunciarme la llegada del señor Orage y a participarme sus sutiles reflexiones filosóficas, yo estaba batiendo yemas de huevo con canela, jengibre y pompadory.
Y desde que resonó el eco de ciertas palabras que él había pronunciado, quién sabe por qué, justo en el centro, situado entre los dos hemisferios del cerebro, comenzó a desarrollarse en mí, en aquella «totalidad de funcionamiento» orgánico que engendra generalmente en el hombre el «sentimiento», un proceso semejante a un impulso irreprimible de enternecimiento; y, de repente, sin ninguna premeditación —lo que de ningún modo es mi costumbre durante un ritual tan sagrado para mí como la preparación necesaria para obtener el gusto sinfónico deseado en un plato conocido sobre la tierra desde los tiempos antiguos— eché con la mano izquierda, en la cacerola, en vez de una pizca de jengibre, toda mi reserva de pimienta roja, mientras balanceaba mi brazo derecho con tal vigor que le asesté un golpe en la espalda a mi pobre secretaria musical que estaba lavando la vajilla; luego me precipité a mi habitación, me tumbé sobre el sofá y, enterrando la cabeza en los cojines —que, dicho sea de paso, estaban medio comidos por la polilla—, me puse a sollozar llorando a lágrima viva.
Y continué sollozando sin motivo razonable, dominado solo por el sentimiento que me poseía por completo y que continuaba por inercia, hasta que mi amigo, el doctor que me había acompañado a Norteamérica, habiendo notado por azar en mí los síntomas de un estado psíquico insólito, irrumpió en la habitación con una enorme botella de «whisky escocés» especialmente fabricado para los norteamericanos.
Después de haber tomado este remedio de su invención, me sentí psíquicamente más calmado, pero las contracciones que habían surgido en la mitad izquierda de mi cuerpo no dejaron de persistir hasta la hora de cenar, es decir, hasta el momento en que, a falta de cualquier otro alimento, nos vimos obligados, yo y todos los que me rodeaban, a ingerir el plato que tan inmoderadamente había condimentado con pimienta.
Sobre lo que fueron las experiencias interiores y las huellas que dejaron en mi consciente las asociaciones engendradas en mi pensamiento por este plato tan inmoderadamente condimentado con pimienta, no hablaré aquí, porque acaba de surgir en mí la idea de hacer de esta información el punto de partida de cierto «estudio instructivo altamente edificante» relativo al psiquismo del hombre contemporáneo nacido y criado en el continente europeo; estudio que me propongo desarrollar bajo todos sus aspectos en uno de los libros siguientes de esta tercera serie de mis escritos.
En cuanto a la manera en que utilicé, para metas justas —en el sentido objetivo—, las manifestaciones del modo de pensar propio de la civilización contemporánea y que se había desarrollado hasta el más alto grado en estos típicos representantes de los norteamericanos, lo que sigue se los mostrará.
Cuando, al día siguiente de la visita del señor Orage, comencé a recibir, desde las primeras horas de la mañana, numerosas solicitudes de sus seguidores, casi implorándome a inscribirlos como miembros de este nuevo grupo, di la orden de responderles a todos lo que sigue:
«La primera condición será, para aquéllos que no hayan firmado el compromiso en el tiempo requerido, pagar una multa que ascienda a una suma de dólares correspondiente a las posibilidades materiales de la persona en cuestión, suma que será fijada por un comité de varios miembros del antiguo grupo especialmente escogidos para este fin».
«La segunda condición será que todos aquéllos que hayan cumplido la primera —es decir, el desembolso inmediato de la multa que les habrá sido impuesta y que en ningún caso les podrá ser restituida— serán inscritos, para comenzar, tan solo en calidad de candidatos al nuevo grupo; y solo después de una espera determinada es que serán designados, según que hayan satisfecho o no las nuevas condiciones, aquéllos que serán dignos de quedarse en calidad de miembros verdaderos y aquéllos que deberán, sin recurso posible, abandonar el grupo».
El mismo día, constituí una comisión de cuatro miembros que, de acuerdo conmigo, establecieron siete categorías de multas.
La primera multa, la más elevada, se fijó en 3,648 dólares, la segunda en 1,824 dólares, la tercera en 912 dólares, la cuarta en 456 dólares, la quinta en 228 dólares, la sexta en 114 dólares, la última y la más baja en 57 dólares.
Además de las multas, fijé una tarifa por el acta taquigráfica de las conferencias que había dado durante las tres primeras reuniones del nuevo grupo exotérico; todos aquéllos que no habían asistido debían conocerlas obligatoriamente para comprender mis conferencias posteriores: para aquéllos de la primera categoría, es decir, para aquéllos que habían firmado sin reserva el compromiso, diez dólares; para los de la segunda categoría, es decir, aquéllos que no habían querido reconocer nada que viniera de mí, cuarenta dólares; y para los que pertenecían a la tercera categoría, es decir, los que habían decidido esperar la llegada del señor Orage, veinte dólares.
Todo esto dio en total 113,000 dólares, suma que dividí en dos partes iguales, de las que guardé una para mí y la otra debía servir de base para formar un fondo de ayuda mutua para aquellos miembros del primer grupo exotérico que tuviesen dificultades materiales.
De esta manera, mi cuarta conferencia, que voy ahora a resumir, tuvo lugar esta vez en presencia del mismo señor Orage y de varios de sus antiguos, podría decirse, «colaboradores de primer rango», sentados ahora, dicho sin ánimo de ofenderlos, con «el rabo entre las patas» y cuyos rostros imperturbables estaban teñidos de una expresión «plasto oleaginosa».
Esa noche, después de la sesión de música en la que, según la costumbre establecida, mi secretario musical tocaba la pieza compuesta en la víspera, seguida de dos piezas de mis series anteriores, escogidas por la mayoría de los asistentes, comencé así:
«Según todos los datos históricos y de acuerdo con un sano pensamiento lógico, el hombre —dada su organización corporal y la complejidad de la forma de funcionamiento de su psiquismo ante toda percepción y manifestación— debería realmente ocupar, entre todas las formas exteriores de vida que aparecen y existen sobre la tierra, el lugar supremo de ‘dirección’ por así decirlo, a fin de reglamentar la vida ordinaria velando por su rectitud y a fin de transmitir indicaciones para la justificación del sentido y de la meta de la existencia humana en el proceso de realización del orden preestablecido por nuestro Padre Común».
«Así es como era realmente al comienzo en el proceso general de la multiforme vida terrestre, como nos lo muestran estos mismos datos históricos. Es tan solo más tarde —a partir del momento en que, en el psiquismo de los hombres y debido sobre todo a su vicio llamado pereza, surgió, aumentando en intensidad en cada generación, “ese algo” que obliga automáticamente a su presencia general a desear sin cesar la paz y a esforzarse por obtenerla— cuando se acrecentó, paralelamente a la intensificación de ese mal fundamental en ellos, su retirada de la vida general que prosigue sobre la tierra».
«Al igual que la rectitud de funcionamiento de cada órgano relativamente autónomo depende de la rectitud de tempo del funcionamiento de todo el organismo, así también la rectitud de nuestra vida depende de la rectitud de la vida automática de todas las otras formas exteriores de vida que aparecen y existen al mismo tiempo que nosotros sobre nuestro planeta».
«Puesto que el tempo general de vida sobre la tierra, engendrado por las leyes cósmicas, se compone de la totalidad de los ritmos de vida, tanto de la vida humana como de todas las otras formas, toda anomalía de tempo en una de las formas de vida o simplemente su falta de armonía, debe provocar inevitablemente una anomalía o una falta de armonía en otra forma de vida».
«Si he comenzado por abordar un tema tan abstracto —y a primera vista tan alejado del que yo había concebido para vuestro interés inmediato— es ante todo porque, con el propósito de explicarles hoy el desarrollo de un ejercicio ‘cardinal’ para la cristalización consciente en ustedes del primero de los siete datos psíquicos inherentes solo al hombre, quiero hacerles conocer un aspecto de la verdad objetiva, para cuya precisa comprensión, esta digresión, de carácter general, fue necesaria».
«Considero importante y para ustedes muy útil, el notar que este aspecto de la verdad objetiva que concierne al proceso de la vida humana ha constituido siempre sobre la tierra uno de los secretos fundamentales de los iniciados de todo orden y de todas las épocas y que su conocimiento podría contribuir por sí mismo, como ya ha sido establecido, a aumentar la intensidad de asimilación de los resultados de este ejercicio cardinal así como de otros ejercicios similares».
«Quiero precisamente hablarles de esta totalidad de substancias cósmicas que, con sus propiedades inherentes, representa para nuestra vida humana, así como para las otras formas exteriores de vida, el factor principal de realización y que, constituyendo el ‘segundo alimento substancial’, no es otra cosa que el aire que respiramos».
«El aire, de donde son extraídos los elementos necesarios para nuestra vida para ser luego transformados en nuestro organismo en otras substancias cósmicas, respondiendo a las necesidades generales de la realización universal, está compuesto, como toda concentración cósmica definida, por dos clases de elementos activos que tienen propiedades completamente contradictorias en su totalidad».
«Una de estas dos clases de elementos activos efectúa un proceso subjetivo con tendencia evolutiva y el otro, con tendencia involutiva».
«El aire, como toda concentración cósmica determinada, se constituye bajo la acción de leyes cósmicas generales y diversas leyes secundarias consecutivas que dependen de la posición respectiva y de la acción recíproca de nuestro planeta y de las otras grandes concentraciones cósmicas de substancias y adquiere así una multitud de particularidades específicas».
«Entre esta multitud de particularidades nos es necesario ahora tomar conocimiento de aquélla que siempre ha sido objeto, en el proceso de la vida humana, de uno de los principales secretos de los iniciados de todo orden y de todas las épocas».
«Esta particularidad consiste en que…».