El profesor Skridlov

TAMBIÉN deseo hablar de uno de los amigos más próximos a mi esencia, un amigo de mucha más edad que yo, el profesor de arqueología Skridlov, a quien conocí en los primeros años de mi edad responsable y que desapareció sin dejar huella durante la gran agitación de los espíritus en Rusia.

Hablé en el capítulo referente al príncipe Liubovedsky de cómo lo conocí cuando él buscaba un guía para visitar los alrededores de El Cairo.

Lo encontré otra vez cuando realizaba mi primer viaje con el príncipe Liubovedsky, en la antigua ciudad de Tebas, donde había venido a reunirse con nosotros para emprender excavaciones.

Durante tres semanas vivimos juntos en el interior de una tumba, y en los momentos de descanso hablábamos de nuestro trabajo, ocupándonos sobre todo de problemas metafísicos. A despecho de nuestra diferencia de edad, llegamos poco a poco a ser tan buenos amigos que, cuando el príncipe Yuri Liubovedsky regresó a Rusia, resolvimos no separarnos y realizar juntos un gran viaje.

Desde Tebas subimos por el Nilo hasta sus fuentes y llegamos a Abisinia, donde nos quedamos tres meses; después, por el mar Rojo, fuimos a Siria y de allí a las ruinas de Babilonia. Después de cuatro meses de vida en común, el profesor Skridlov se quedó solo en ese lugar para proseguir sus excavaciones, mientras yo partía para Ispahán, por Meshed, en compañía de dos persas, comerciantes en alfombras, a quienes había conocido por casualidad en un pequeño pueblo de los alrededores de Babilonia, y con quienes había simpatizado porque, como yo, eran verdaderos expertos en materia de alfombras antiguas.

Me encontré otra vez con el profesor Skridlov dos años después, en la ciudad de Orenburgo, donde acababa de llegar con el príncipe Liubovedsky. Esa ciudad debía ser el punto de partida de una gran expedición a través de Siberia, emprendida por nuestro grupo de los Buscadores de la Verdad para responder a algunas exigencias del programa que nos habíamos trazado.

Después de ese viaje a Siberia nos vimos muy a menudo, sea para emprender juntos viajes de duración más o menos larga a los rincones apartados de Asia y de África, sea para breves entrevistas cada vez que estimábamos necesario consultarnos, o simplemente por azar.

Me propongo contar detalladamente uno de nuestros encuentros y el largo viaje que le siguió, porque en el curso de ese viaje su vida interior experimentó una crisis decisiva, a partir de la cual su psiquismo no solo estuvo animado por sus pensamientos, sino también por su sentimiento y su instinto, que hasta empezaron a predominar, es decir, tomaron la iniciativa.

Esa vez me encontré con él completamente por casualidad. Era en Rusia, poco después de la entrevista que tuve en Constantinopla con el príncipe Liubovedsky.

Me dirigía a Transcaucasia. En el restaurante de una estación de ferrocarril, mientras me daba prisa en terminar una de esas famosas costillas de caballo introducidas en Rusia, con el nombre de chuletas de vaca, por los tártaros de Kazan para las fondas de las estaciones de ferrocarril, me sentí de repente abrazado por alguien que estaba detrás de mí. Me volví: era mi viejo amigo Skridlov.

Por casualidad viajaba en el mismo tren que yo. Iba a casa de su hija, que vivía en la estación termal de Piatigorsk.

A ambos nos encantó este encuentro y decidimos seguir juntos el viaje. El profesor abandonó de buena gana su compartimiento de segunda clase para venir conmigo —yo viajaba, claro está, en tercera— y conversamos a todo lo largo del trayecto.

Me contó que, después de haber abandonado las minas de Babilonia, había regresado a Tebas para emprender allí nuevas excavaciones en sus alrededores.

En los últimos dos años había realizado interesantes y preciosos descubrimientos; luego, el deseo de volver a ver su tierra y a sus hijos lo había impulsado a tomar unas vacaciones. Por lo tanto había llegado desde hacía poco a Rusia, y después de ir directamente a San Petersburgo y luego a Yaroslavl a casa de su hija mayor, se dirigía ahora a Piatigorsk a casa de su hija menor quien, durante su ausencia, le había preparado, como decía él, dos nietos.

No sabía aún cuánto tiempo se quedaría en Rusia ni lo que haría después.

A mi vez le conté cómo había pasado esos dos años, cómo, poco después de nuestra separación, mi interés por el Islam se había despertado y había conseguido, al precio de grandes dificultades y valiéndome de toda clase de astucias, introducirme en La Meca y en Medina, inaccesibles a los cristianos, con la esperanza de lograr acceso a lo que hay de más secreto en esa religión, y tal vez dilucidar algunas cuestiones que consideraba esenciales.

Pero mis esfuerzos fueron vanos. Allí no encontré nada.

Solo me di cuenta de que si había algo que descubrir en el corazón de esa religión, no era allí donde había que buscarlo, como en general se cree y afirma, sino en Bujara, donde fueron concentrados desde el principio todos los elementos de la doctrina secreta de esa religión; Bujara era, pues, el centro y la fuente misma del Islam.

Y como no había perdido ni mi interés ni mi esperanza, resolví partir para Bujara con un grupo de sartos que regresaban a su tierra después de su peregrinaje a La Meca y a Medina, y con quienes había entablado intencionalmente relaciones amistosas.

Luego le expliqué las razones que me impidieron ir directamente a Bujara. Cómo, al pasar por Constantinopla, me había encontrado allí con el príncipe Liubovedsky y cómo éste me había pedido que acompañase a cierta joven a casa de su hermana, en la gobernación de Tambov, de donde yo regresaba.

Pensaba entonces, después de haber estado en casa de mi familia, en Transcaucasia, cambiar de rumbo e ir a Bujara, «con mi viejo amigo Skridlov», dijo él, terminando la frase.

Añadió que durante los tres últimos años, soñó a menudo con ir a Bujara y a la región de Samarcanda para dilucidar ciertos datos relativos a Tamerlán, que necesitaba para resolver un problema arqueológico que le interesaba mucho. Hasta hacía poco aún pensaba en ello, pero no pudo decidirse a ir solo. Ahora al saber que yo iba allá, me acompañaría con alegría si no le oponía ninguna objeción.

Dos meses después nos encontramos, según lo convenido, en Tbilisi; de allí partimos por la Transcaspiana con intención de llegar a Bujara, pero, por habernos detenido en las ruinas de Merv, nos quedamos allí cerca de un año.

Para explicar por qué sucedió esto, diré que, mucho antes de decidir nuestro viaje a Bujara, había discutido muchas veces con el profesor la eventualidad de una visita al Kafiristán, país donde entonces le era imposible a un europeo entrar libremente.

Queríamos ir allí porque estábamos convencidos, por todas las informaciones que habíamos recogido de diversas personas, de poder hallar una respuesta a numerosos problemas psicológicos y arqueológicos.

En Tbilisi empezamos a reunir todo lo necesario para nuestro viaje a Bujara, especialmente cartas de recomendación. Así pudimos encontrar e interrogar a varias personas que conocían esas regiones. Estas conversaciones y las conclusiones que sacamos de ellas acicatearon hasta tal punto nuestro deseo de entrar en el Kafiristán, por inaccesible que fuera a los europeos, que resolvimos hacer lo imposible para ir allá en cuanto partiéramos de Bujara.

Los intereses que habíamos alimentado hasta entonces parecían no existir ya. En todo el trayecto al Turkestán no podíamos pensar en otra cosa y no hacíamos sino hablar de las medidas que debíamos tomar para realizar nuestro audaz proyecto.

Pero se debió solo al azar el que nuestros planes para penetrar en el Kafiristán adquirieran su forma definitiva, en las siguientes circunstancias: Durante una parada en la estación de Nuevo Merv, en la línea de Asia Central, fui al restaurante para buscar agua hirviendo para el té.

Regresaba al coche cuando sentí que un hombre vestido con el traje tekki me aferraba.

Era uno de mis buenos y viejos amigos, un griego cuyo nombre era Vassiliaki, sastre de oficio, que vivía en Merv desde hacía mucho tiempo.

Al saber que estaba en camino hacia Bujara, me rogó insistentemente que interrumpiese el viaje y me detuviese en Merv hasta el siguiente día para asistir a una gran fiesta de familia que se celebraría esa misma noche con motivo del bautizo de su primogénito.

Me lo pidió de una manera tan sincera y tan conmovedora que no podía negárselo de plano; le rogué, pues, que esperase un momento y, creyendo que faltaba poco tiempo para la partida del tren, corrí cuanto pude para pedir consejo al profesor, salpicando con agua hirviendo a todo lo que encontraba a mi paso.

Mientras me deslizaba trabajosamente por los pasillos oscuros, entre los viajeros que subían o bajaban, el profesor me vio venir y me hizo seña con la mano gritando: «Ya he recogido nuestras cosas, baje en seguida que se las pasaré por la ventana».

Vigilándome desde su vagón, había asistido desde lejos a mi imprevisto encuentro y adivinado la propuesta que me habían hecho.

Bajé de nuevo al andén, siempre a la carrera, y agarré las maletas que me pasaba por la ventana. Pero en realidad nos apresuramos por nada: el tren debió permanecer más de dos horas en la estación para esperar el ómnibus de Kuchka que se había demorado.

Por la tarde, después de la ceremonia religiosa del bautizo, tuve por vecino de mesa a un anciano, amigo del dueño de la casa, un turcomano nómada, propietario de un enorme rebaño de carneros carakul.

Le interrogué sobre la vida de los nómadas y de las diversas tribus de Asia Central, y hasta hablamos de las tribus independientes que pueblan el país al que, recientemente, dieron el nombre de Kafiristán.

Después de la cena, durante la cual el vodka ruso no se escatimó, la conversación prosiguió, y él nos expresó, entre otras cosas, como hablando consigo mismo, un punto de vista que nos pareció a Skridlov y a mí digno de ser retenido y sobre el cual basamos el plan que debía permitirnos realizar nuestro proyecto.

Entre todos los habitantes de esas regiones, decía él, cualquiera que sea la tribu a que pertenezcan, a pesar de su deseo casi orgánico de evitar la frecuentación de hombres extranjeros a sus propias tribus, algo se desarrolló que de manera natural suscita en ellos un sentimiento de respeto y hasta de amor hacia los hombres de todas las razas y de todas las creencias que se consagraron al servicio de Dios.

Después de que ese nómada, a quien habíamos conocido por casualidad, hubo expresado este pensamiento, quizá bajo la sola acción del vodka ruso, todas las discusiones que tuvimos esa noche, como también el día siguiente, giraron alrededor de la idea de que podríamos penetrar en esas comarcas no bajo la apariencia de simples mortales, sino adoptando el aspecto y la ropa de esos hombres hacia los cuales manifiestan allí particular respeto y que tienen la posibilidad de ir libremente a todos los lugares sin despertar la menor sospecha.

Al día siguiente por la noche, siempre sumidos en nuestras reflexiones, estábamos sentados en un chaijané de Merv donde dos grupos de turcomanos libertinos se entregaban al kif con sus batchis, es decir, con jóvenes bailarines cuya principal ocupación —reglamentada por las leyes locales y propiciada por las del gran imperio contemporáneo de Rusia, bajo cuya protección se hallaba ese país— era la misma que la que ejercen en el continente de Europa, bajo el control de leyes análogas, las mujeres de «tarjetas amarillas». En ese ambiente resolvimos categóricamente que el profesor Skridlov se transformaría en venerable derviche persa y que yo mismo pasaría por un descendiente directo de Mahoma, es decir, por un seida.

Para preparar nuestros disfraces era necesario disponer de mucho tiempo, como también de un lugar tranquilo y aislado. Por eso resolvimos instalarnos en las ruinas del Viejo Merv, que respondía a estas exigencias y donde además podríamos hacer de vez en cuando excavaciones para descansar.

La preparación consistía en aprender numerosos cantos religiosos persas y relatos edificantes de la antigüedad; además era indispensable dejarnos crecer el cabello con el fin de asemejarnos a los hombres por quienes queríamos hacernos pasar; en tal caso el maquillaje estaba absolutamente excluido.

Después de vivir así cerca de un año en las ruinas de Merv y considerarnos finalmente satisfechos de nuestra apariencia exterior y de nuestro conocimiento de los salmos y versículos religiosos, una mañana abandonamos al amanecer las ruinas de Merv que se nos habían hecho tan familiares. Fuimos a pie hasta la estación de Bairam-Ali, en la línea de Asia Central, donde tomamos el tren hasta Chardyui. Allí embarcamos en el navío que remontaba el Amu Daria.

Fue en las orillas del Amu Daria, conocido antaño con el nombre de Oxo y adorado como un dios por ciertos pueblos de Asia Central, donde apareció por primera vez en la tierra el germen de la cultura contemporánea.

Tengo el propósito de contar detalladamente esa parte de nuestro viaje y describir ese país, entonces inaccesible a los extranjeros; tanto más cuanto que al ir río arriba tuvimos una aventura que parecerá extraordinaria a los europeos, pero que es muy característica de las costumbres patriarcales de esas regiones todavía libres de la influencia de la civilización actual. El recuerdo de esa aventura, cuya víctima fue un viejo sarto muy bondadoso, muchas veces me produjo un sentimiento de remordimiento, pues por nuestra causa ese buen anciano perdió todo su dinero, quizá para siempre. Haré esta descripción un tanto en el estilo que me fue dado estudiar en mi juventud, estilo de una escuela literaria que surgió, según dicen, en las mismas orillas de ese gran río, y que se proponía como objeto la creación de imágenes sin palabras.

El Amu Daria, que primero lleva el nombre de Piandye, tiene sus fuentes en las montañas del Hindu-Kuch; hoy día desemboca en el mar Aral, pero según ciertos datos históricos, antaño desembocaba en el mar Caspio.

Durante el período a que se refiere mi relato, ese río formaba la frontera de varios estados: la antigua Rusia, el kanato de Khivia, el kanato de Bujara, Afganistán, Kafiristán, las Indias inglesas, etc.

En otro tiempo lo surcaban balsas de construcción especial, pero después de la conquista de esa comarca por los rusos, esas balsas fueron reemplazadas por una flotilla de vapores con fondo chato que respondían a ciertas necesidades militares y, además, aseguraban el transporte de viajeros y de mercancías entre el mar Aral y las fuentes del río.

Así pues me preparo, aun cuando solo fuese para descansar, a librarme a mis elucubraciones en el estilo de la antigua escuela literaria que mencioné.

El Amu Daria… Despunta el alba.

Ya doran las crestas de las montañas los rayos del sol que aún no asoma en el horizonte. Poco a poco el silencio de la noche y el monótono murmullo del río ceden el paso al canto de las aves, al grito de los animales y a las voces de los hombres que despiertan, como también al sordo chapoteo del agua contra las ruedas del vapor.

En las dos orillas encienden los fuegos extinguidos durante la noche; las volutas que salen de la chimenea se mezclan con el humo sofocante de un fuego de saxaul verde[19] y se extienden por los alrededores.

Las orillas han cambiado sensiblemente de aspecto durante la noche, a pesar de haber quedado el barco anclado.

Ya hace nueve días que hemos salido de Chardyui en dirección a Kerki.

Nuestro vapor, en los primeros días, avanzaba lentamente pero sin trabas. Al tercer día se quedó varado en un banco de arena y permaneció allí toda la noche, como también el día siguiente, hasta que las rápidas olas del Amu Daria arrastraron la arena, permitiéndole seguir finalmente su ruta.

Un día y medio después, el mismo incidente se repitió.

Hace ya tres días que el barco está en el mismo lugar, inmovilizado. Los pasajeros y la tripulación esperan pacientemente que el obstinado río les tenga piedad y los deje libres.

Ese fenómeno es muy frecuente allí. El Amu Daria corre casi a todo lo largo de su curso en medio de bancos de arena. Como tiene una corriente muy poderosa y un volumen de agua irregular, hace y deshace sus inestables orillas y cambia sin cesar de lecho, de suerte que se ven emerger bancos de arena en los lugares donde la víspera había profundos torbellinos.

Los barcos navegan lentamente río arriba, sobre todo en ciertos momentos del año; por el contrario, cuando navegan río abajo lo hacen a toda velocidad, casi sin ayuda de las máquinas. Nunca se puede determinar de antemano, ni siquiera aproximadamente, el tiempo necesario para ir de un punto a otro. Por lo tanto los viajeros que van río arriba se proveen, por si acaso, de provisiones para varios meses.

La época del año en que navegábamos por el Amu Daria era la más desfavorable a causa de la bajante de las aguas. El invierno se acercaba. La estación de las lluvias había terminado, así como el deshielo en las montañas donde el río tiene sus fuentes.

El viaje no era particularmente agradable, ya que en el otoño el movimiento de pasajeros y mercancías era intenso. La cosecha de algodón había terminado por doquier; las frutas y las legumbres de los fértiles oasis ya habían sido secadas; las ovejas de carakul ya habían sido elegidas. Es entonces cuando la población de las orillas del Amu Daria empieza a viajar por el río. Algunos retornan a sus aldeas, otros llevan sus quesos al mercado para cambiarlos por los objetos que van a necesitar durante el corto invierno. Varios van de peregrinaje, o bien a visitar a sus padres.

Así que el vapor ya estaba repleto cuando nos embarcamos. Había bujarianos, yivintses, telcicis, persas, afganos y representantes de muchos otros pueblos de Asia.

En esta muchedumbre pintoresca y abigarrada predominaban los comerciantes. Unos llevaban sus productos, otros iban a abastecerse de queso en las comarcas río arriba.

Aquí, un mercader persa, de frutas secas; allá, un armenio que iba a buscar alfombras kirguises que allí se fabrican; un polaco a quien habían encargado comprar algodón para las firmas de Poznanski; allá, un judío ruso que busca pieles de carakul y un viajante de comercio lituano con sus muestras de marcos en cartón piedra y sus adornos de metal dorado, adornados con piedras artificiales de colores.

Numerosos funcionarios y oficiales de las tropas de frontera, artilleros y zapadores de Transcaspiana, que regresan de vacaciones o de misiones especiales. Aquí, la mujer de un soldado con su bebé, que viaja para reunirse con su esposo, retenido por una prolongación del servicio; allá, un obispo haciendo su gira, que va a confesar a unos soldados católicos.

Hay también señoras a bordo: aquí una coronela con su larguirucha hija que regresa de Tashkent, adonde fue a llevar a su hijo que, desde esa ciudad, debía ir a Orenburgo para estudiar en el cuerpo de los cadetes.

Allá se ve a la mujer de un capitán de caballería que fue a Merv para encargar vestidos a las costureras del lugar; aquí, la mujer de un mayor de Ashjabad, acompañada por un ordenanza, que va a visitar a su marido que vive solo, ya que su suegra no puede vivir «sin buena sociedad», y no la hay en la ciudad a la cual fue destinado.

Aquí, una señora gorda con un enorme peinado, seguramente levantado con postizos, los dedos recargados de sortijas, y dos enormes prendedores en el pecho; la acompañan dos jóvenes encantadoras que la llaman tía, pero nada cuesta darse cuenta de que no son sus sobrinas en absoluto.

Entre los rusos hay además cierto número de antiguos y futuros altos personajes, que van Dios sabe adónde y Dios sabe por qué. También, un orfeón completo, con sus violines y contrabajos.

Desde el primer día, al salir de Chardyui, toda esa gente se había separado de común acuerdo; la inteligencia por un lado, los burgueses por otro, y los campesinos por un tercer lado. Al haberse aproximado por afinidad, pronto se sintieron entre sí como viejos conocidos y formaron distintos grupos.

Los miembros de cada uno de esos grupos se comportaban hacia los pasajeros de los demás grupos ora en forma altanera, con desdén, ora temerosamente, en la espera de sus buenas gracias; pero esto no les impidió instalarse a su gusto, y poco a poco se adaptaron en tal forma al ambiente que parecía que ninguno de ellos nunca había vivido de otro modo.

Nadie se preocupaba por el retraso del barco, ni tampoco por la falta de sitio; por el contrario, todos se acostumbraron hasta tal punto que el viaje se transformó en un «picnic».

Cuando confirmaron que el barco estaba varado en un banco de arena, poco a poco casi todos los pasajeros bajaron a la orilla.

Hacia el fin del día surgieron sobre las dos orillas cantidad de tiendas, improvisadas con materiales de fortuna, se encendieron fogatas y, después de una velada de canto y baile, la mayoría de la gente se quedó en tierra.

Al día siguiente la vida volvió a su ritmo de la víspera. Unos encendían fuego y preparaban café, otros hervían el agua para el té verde; otros más iban en busca de cañas y se aprontaban para la pesca, circulando en bote entre el vapor y la orilla, interpelándose de una ribera a la otra. Y todo se hacía tranquilamente, sin prisa alguna, pues cada cual sabía que en cuanto se pudiera proseguir el viaje, la campana grande del barco tocaría una hora antes de zarpar y que tenían tiempo de sobra para regresar a bordo.

En el rincón del barco donde nos habíamos instalado, un viejo sarto vino a acampar junto a nosotros.

Se veía claramente que era rico y que llevaba entre sus cosas muchos sacos de dinero.

Ignoro cómo ocurren las cosas hoy, pero antes, en Bujara y los países vecinos, no había monedas de valor elevado.

En Bujara por ejemplo, la moneda más fuerte era el tianga, una pieza de plata toscamente tallada, que valía poco más o menos medio franco francés.

Apenas una suma era superior a cien tiangui, había que transportarla en sacos especiales, y eso era muy molesto.

Si la suma se componía de miles de tiangui y se la quería llevar consigo, se necesitaban forzosamente decenas de camellos o de caballos para acarrear todo ese dinero.

En muy raros casos se empleaba el siguiente medio: se confiaba a un judío de Bujara cierta cantidad de tiangui; en cambio, entregaba una nota a nombre de algún amigo, también judío, que vivía en el lugar donde se deseaba ir, y éste entregaba la misma cantidad de tiangui, de la que descontaba una parte por la molestia.

Llegados a Kerki, última parada del barco, bajamos y tomamos un kobzir[20], que habíamos alquilado de antemano, para seguir nuestro camino.

Estábamos ya bastante lejos de Kerki, y hacíamos un alto en Termez donde el profesor Skridlov, ayudado por algunos portadores sartos, había bajado para ir a buscar provisiones en una aldea vecina cuando otro kobzir, ocupado por cinco sartos, se aproximó al nuestro y lo abordó. Sin decir una palabra, se pusieron a descargar veinticinco grandes sacos llenos de tiangui sobre nuestra balsa.

No comprendí en seguida lo que ocurría. Tuve que esperar que terminasen el trasbordo de los sacos para que el mayor de ellos me dijera que habían viajado en el mismo barco que nosotros y que cuando nos fuimos, vieron esos sacos de tiangui en nuestro lugar. Convencidos de que los habíamos olvidado y sabiendo adonde íbamos, habían resuelto alcanzarnos y entregarnos los tiangui que habíamos olvidado, sin duda por distracción. Y el sarto añadió: «Decidí alcanzarlos, ya que me pasó la misma cosa y sé mejor que nadie cómo se siente uno molesto en el extranjero sin una buena provisión de tiangui. A mí no me importa llegar una semana más tarde a mi aldea; es como si el vapor se hubiera varado una vez más en un banco de arena…».

No supe qué contestar. Fue todo demasiado imprevisto para mí; no podía sino fingir que comprendía mal la lengua sarta y esperar el regreso del profesor. Mientras tanto, lo invité, con sus compañeros, a tomar vodka.

Al ver regresar a Skridlov, fui en seguida a su encuentro como para ayudarlo a descargar las provisiones, y le conté cuanto había ocurrido.

Decidimos no rechazar el dinero, sino pedir la dirección de aquel hombre con el fin de mandarle un pesh-kesh para agradecerle su molestia, y luego remitir el dinero al próximo puesto fronterizo ruso, dándoles el nombre del vapor, la fecha de la última parada, explicando tan exactamente como fuese posible todos los hechos que podían servir para identificar al sarto que había viajado con nosotros y olvidado en el barco sus sacos llenos de tiangui.

Así lo hicimos.

Poco después de este suceso que nunca hubiera podido acontecer entre europeos, llegamos a una ciudad otrora famosa, ligada al nombre de Alejandro de Macedonia y que, hoy día, solo es una pequeña fortaleza afgana. Bajamos a tierra y, desde entonces, desempeñando nuestros papeles respectivos, seguimos nuestro camino a pie.

Pasando de un valle a otro, entrando en contacto con las más diversas tribus, llegamos al fin al centro del país Afride, en una región considerada como el corazón del Kafiristán.

En el camino hicimos todo cuanto se puede esperar de un derviche y de un seida; yo cantaba en persa versículos religiosos, mientras el profesor me acompañaba tocando mal que bien los ritmos apropiados en un tamboril que le servía luego para pedir limosna.

No describiré nuestro camino, ni tampoco las aventuras extraordinarias que nos sucedieron, sino que pasaré inmediatamente al relato de nuestro accidental encuentro, no lejos de ese centro de los Afrides, con un hombre que dio una nueva orientación a nuestra vida interior en forma tal que todas nuestras expectativas, nuestros proyectos y el mismo plan de nuestro viaje, fueron modificados.

Al abandonar los Afrides, teníamos la intención de ir al Tehitral. En el primer burgo importante que encontramos en nuestro camino, en la plaza del mercado, un anciano vestido como un aldeano se acercó a mí y me dijo en voz baja, en el más puro griego: «No tema usted nada, por favor. Adiviné por pura casualidad que era usted griego. No necesito saber quién es ni por qué está aquí. Simplemente me gustaría mucho hablar con usted y respirar el mismo aire que un compatriota, porque hace cincuenta años que no veo a un hombre nacido en la tierra donde también yo nací».

La voz y la expresión de los ojos del anciano me produjeron una impresión tal, que al instante me sentí penetrado de la misma entera confianza que si hubiera sido mi padre, y le contesté en griego: «No es muy cómodo hablar aquí. Sería exponernos, por lo menos a mí, a un gran peligro. Tenemos que buscar un lugar donde podamos hablar libremente, sin temer consecuencias indeseables. Quizá uno de nosotros halle alguna solución. Mientras tanto, no puedo decirle cuán feliz soy, igualmente, de haberle conocido, ya que, a fuerza de frecuentar desde hace tantos meses hombres de sangre extranjera, me siento por completo agotado».

Se alejó sin contestar nada, mientras el profesor y yo seguíamos nuestras ocupaciones.

Al día siguiente otro hombre que llevaba el hábito de monje de una orden muy conocida en Asia Central me puso un mensaje en la mano, dándome una limosna.

Cuando estuvimos sentados en el achjané donde habíamos decidido almorzar, leí el mensaje. Estaba escrito en griego y me decía que el anciano de la víspera era, igualmente, un monje, uno de los «liberados vivientes» de esa orden y que podíamos visitarlo sin obstáculos en el monasterio, ya que allí respetaban a todos los hombres, cualquiera que fuera su nacionalidad, con tal de que se consagraran a la búsqueda del Dios único, creador de todos los pueblos y de todas las razas sin excepción.

Fui al día siguiente con el profesor a ese monasterio donde nos recibieron varios monjes, entre quienes se hallaba el anciano.

Después de las salutaciones usuales nos condujo a alguna distancia de allí, sobre la escarpada orilla de un torrente y nos invitó a compartir con él la comida que había traído del monasterio.

Cuando estuvimos sentados dijo comiendo:

Aquí nadie nos puede oír, nadie nos ve, y podemos con toda tranquilidad hablar según nuestro corazón de todo cuanto queramos.

En el transcurso de la conversación supimos que era italiano y conocía el griego porque su madre, por ser griega, había insistido en su infancia para que hablara casi únicamente ese idioma.

En el pasado fue, por vocación, misionero cristiano. Después de una larga estancia en la India, fue con una misión al corazón de Afganistán y, un día que cruzaba un paso, hombres de la tribu de los Afrides lo hicieron prisionero.

Entonces pasó de mano en mano como esclavo y había vivido entre diversas poblaciones de esas regiones antes de llegar a ese lugar, siempre al servicio de algún amo. Como él, durante esas largas estancias en diversas y aisladas comarcas, había logrado fama de ser hombre imparcial, que se adaptaba y se sometía con serenidad a todas las costumbres locales establecidas desde hace siglos, su amo, a quien había prestado un importante servicio, lo había manumitido y hasta obtuvo para él la promesa de que podría viajar a su antojo por esos países, al igual que los detentadores de poder del lugar.

Entretanto, conoció por casualidad a unos adeptos de la Cofradía Universal, que consagraban sus esfuerzos a lo que había sido el sueño de toda su vida. Le hicieron entrar en la cofradía y desde entonces vivió con ellos en ese monasterio, no sintiendo ya ningún deseo de ir a otra parte.

A medida que oíamos su relato, nuestra confianza hacia el Padre Giovanni aumentaba —le dimos ese nombre cuando supimos que había sido sacerdote católico y que hacía tiempo, en su patria, lo llamaban Giovanni—, al punto que sentimos la necesidad de confesarle quiénes éramos en realidad y por qué habíamos adoptado esos disfraces.

Nos escuchó con suma comprensión, visiblemente deseoso de alentarnos en nuestros esfuerzos. Reflexionó un rato y, con una sonrisa llena de bondad que nunca olvidaré, me dijo:

Muy bien… Con la esperanza de que los resultados de sus investigaciones sean un día útiles a mis compatriotas, haré cuanto pueda para ayudarlos a llegar a la meta que se han fijado.

Cumplió su palabra y, el mismo día, solicitó de sus superiores permiso para que nosotros pudiéramos vivir en el monasterio hasta que nuestros proyectos se hubieran aclarado y hubiéramos resuelto lo que queríamos hacer en esas comarcas.

Desde el día siguiente nos instalamos en el monasterio, concediéndonos para empezar un descanso realmente indispensable después de tan largos meses de vida muy intensa.

Vivíamos allí como mejor nos parecía, entrando a todas partes, salvo al edificio donde vivía el jeque, donde solo eran admitidos los adeptos que habían logrado una liberación preliminar. Casi todos los días íbamos a ver al Padre Giovanni, en el mismo lugar donde comimos en nuestra primera visita al monasterio, y teníamos allí largas conversaciones.

El Padre Giovanni nos hablaba mucho de la «vida interior» de los Hermanos y de las reglas de vida cotidiana asociadas a esta vida interior. Un día que nos ocupábamos de las numerosas cofradías establecidas y organizadas desde hacía muchos siglos en Asia, nos explicó en detalle lo que era esa Cofradía Universal, donde cada cual podía entrar, fuera cual fuere su religión anterior.

Como nos dimos cuenta más tarde, entre los adeptos de este monasterio había efectivamente cristianos, israelitas, musulmanes, budistas, lamaístas y hasta un chamanista.

Todos estaban unidos por el Dios Verdad.

Los Hermanos de ese monasterio se entendían hasta tal punto que, a pesar de los rasgos característicos y de las tendencias de los representantes de esas diversas religiones, nunca pudimos el profesor Skridlov y yo saber a cuál de esas religiones había pertenecido otrora tal o cual Hermano.

El Padre Giovanni también nos hablaba mucho de la fe y de aquello hacia lo cual tendían los esfuerzos de todas esas cofradías.

Hablaba tan bien y en forma tan comprensible y convincente de la verdad, de la fe y de la posibilidad de transmutar esa fe en sí, que un día el profesor Skridlov, trastornado, no pudo contenerse más y exclamó con tono lleno de asombro:

¡Padre Giovanni! No entiendo cómo usted puede quedarse tranquilamente aquí en vez de regresar a Europa, por ejemplo a su patria, a Italia, para dar a los hombres aunque sea solo la milésima parte de la fe tan penetrante con la que me alienta usted en este momento.

¡Ay! Mi querido profesor —contestó el Padre Giovanni—, cómo se ve que usted no comprende el psiquismo de los hombres en forma tan perfecta como las cuestiones arqueológicas.

»A los hombres no se les da fe. La fe que nace en el hombre y en él se desarrolla activamente, no es el resultado de un conocimiento automático, fundado en la comprobación de la altura, el ancho, el espesor, la forma o el peso de un objeto determinado, ni tampoco de una percepción por medio de la vista, el oído, el tacto, el olfato o el gusto; la fe es el resultado de la comprensión.

»La comprensión es la esencia de lo que se obtiene a partir de informaciones intencionalmente adquiridas y de experiencias vividas por uno mismo.

»Por ejemplo, si mi propio querido hermano viniera en este momento hacia mí y me suplicara que le diese aunque solo fuera la décima parte de mi comprensión y que yo con todo mi ser quisiera hacerlo, no podría comunicarle ni la milésima parte de esa comprensión, por más ardiente que fuese mi deseo, porque él no tiene en sí ni el saber que yo adquirí, ni las experiencias por las cuales me fue dado pasar en el curso de mi vida.

«Créame, mi querido profesor, es infinitamente más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, como dicen las Santas Escrituras, que transmitir a otros la comprensión que se constituyó en nosotros».

«Hace mucho tiempo también pensaba como usted. Hasta quise ser misionero con el fin de enseñar a todos la fe cristiana».

»Quería que por la fe y la enseñanza de Jesucristo todo el mundo fuese tan feliz como yo. Pero querer inocular la fe por medio de palabras es como si se quisiera saciar de pan a alguien con solo mirarlo.

»La comprensión, le dije, resulta del conjunto de las informaciones intencionalmente adquiridas y de las experiencias personales. Mientras que el saber no es sino la memoria automatizada de una suma de palabras aprendidas en cierta secuencia.

»No solo es imposible, a pesar de todo el deseo que tenga uno, transmitir a otro su propia comprensión interior, constituida en el curso de la vida gracias a los factores que mencioné, sino que existe además, como lo establecí recientemente con varios otros Hermanos de nuestro monasterio, una ley según la cual la calidad de lo que es percibido en el momento de la transmisión depende, tanto para el saber como para la comprensión, de la calidad de los datos constituidos en aquel que está hablando.

»Para ayudarlo a comprender cuanto acabo de decir, le citaré precisamente como ejemplo el hecho que suscitó en nosotros el deseo de emprender investigaciones en ese sentido y nos llevó a descubrir esa ley.

»En nuestra cofradía hay dos Hermanos muy viejos; uno se llama Hermano Ajel, el otro Hermano Sez.

»Estos Hermanos tomaron la obligación, por voluntad propia, de visitar periódicamente cada uno de los monasterios de nuestra orden y de exponer diversos aspectos de la esencia de la divinidad.

«Nuestra cofradía tiene cuatro monasterios: el nuestro, un segundo en el valle del Pamir, un tercero en el Tíbet y el cuarto, en la India.

»Los Hermanos Ajel y Sez van pues continuamente de un monasterio a otro y predican con la palabra.

«Vienen aquí una o dos veces por año, y su llegada es considerada en nuestra comunidad como un acontecimiento de la mayor importancia.

»Durante todo el tiempo que nos consagran, el alma de cada uno de nosotros experimenta un éxtasis y una plenitud realmente celestes.

»Los sermones de esos dos Hermanos, que son santos en casi igual grado y que hablan de las mismas verdades, producen un efecto muy diferente en todos nosotros y, particularmente, en mí.

»Cuando es el Hermano Sez quien habla, uno cree oír el canto de las aves del paraíso. Al oírlo predicar se siente uno conmovido hasta las entrañas y queda como embrujado.

»Su palabra fluye como el murmullo de un río y no se desea otra cosa en la vida que oír la voz del Hermano Sez.

«Cuando es el Hermano Ajel quien predica, su palabra produce una acción casi opuesta. Sin duda debido a la edad, habla mal, con voz ininteligible. Nadie sabe cuántos años tiene. El Hermano Sez es muy viejo; algunos dicen que tiene trescientos años. Pero es todavía un viejo de buena estampa, mientras que el Hermano Ajel muestra señales evidentes de su avanzada edad.

»Si los sermones del Hermano Sez producen de súbito una fuerte impresión, en cambio esta impresión desaparece con el tiempo y, para terminar, no queda absolutamente nada.

»En cuanto a la palabra del Hermano Ajel, al principio no produce casi impresión alguna. Pero, con el tiempo, la esencia misma de su discurso toma de día en día una forma más definida y penetra, entera, en el corazón, donde permanece para siempre.

»Impresionados por esta demostración, empezamos a buscar por qué ocurría así, y llegamos a la conclusión unánime de que los sermones del Hermano Sez solo surgían de su intelecto y, por consiguiente, no actuaban sino sobre nuestro intelecto, mientras que los sermones del Hermano Ajel venían de su ser y actuaban sobre el nuestro.

»Pues sí, mi querido profesor, el saber y la comprensión son dos cosas completamente distintas. Solo la comprensión puede llevar al ser. El saber, de por sí, no es sino una presencia pasajera; un nuevo saber echa al antiguo y, a fin de cuentas, es solo verter la nada en el vacío.

»Es preciso esforzarse por comprender; solo esto puede llevarnos a Dios.

»Y para poder comprender los fenómenos, conformes o no con las leyes, que se producen a nuestro alrededor, ante todo tenemos que percibir y asimilar conscientemente una multitud de informaciones relativas tanto a las verdades objetivas como a los acontecimientos reales que tuvieron lugar en la tierra, en el pasado. Además tenemos que llevar conscientemente dentro de nosotros todos los resultados de nuestras experiencias, voluntarias o involuntarias».

Tuvimos con el Padre Giovanni otras numerosas conversaciones, todas inolvidables.

Este ser excepcional hacía surgir en nosotros gran cantidad de preguntas; preguntas que los hombres de hoy nunca se hacen y a las cuales luego daba una respuesta.

Una de sus explicaciones, provocada la antevíspera de nuestra partida por una pregunta del profesor Skridlov, presenta excepcional interés, tanto por su profundidad de pensamiento como por el alcance que pudiera tener para los hombres contemporáneos ya en edad responsable.

La pregunta del profesor Skridlov surgió de lo más hondo de su ser, cuando el Padre Giovanni nos hubo dicho, en el curso de la conversación que, antes de poder entrar realmente en la esfera de influencia y acción de las fuerzas superiores, era absolutamente indispensable tener un alma y que esa alma no se podía adquirir sino con experiencias voluntarias e involuntarias, como también por el conocimiento intencionalmente adquirido de ciertos acontecimientos reales que ocurrieron en el pasado. El Padre había añadido, con tono grave, que eso solo era posible en la juventud, mientras los datos apropiados otorgados por la Gran Naturaleza no hubieran sido aún despilfarrados en metas fantásticas, que solo parecían deseables debido a las condiciones anormales de la vida de los hombres.

Al oír estas palabras el profesor Skridlov suspiró profundamente y exclamó con desesperación:

Entonces, ¿qué hacer ahora y cómo vivir en adelante…?

Después de la exclamación de Skridlov, el Padre Giovanni reflexionó un momento en silencio, y nos expuso las extraordinarias ideas que tengo la intención de reproducir tan textualmente como sea posible.

Pero como se refieren al problema del alma, es decir, a la tercera parte independiente de la presencia general del hombre, las introduciré en el capítulo titulado «El cuerpo divino del hombre, sus necesidades conformes con las leyes, y sus posibilidades de manifestación».

Este capítulo formará parte de la tercera serie de mis obras, y va a completar los dos capítulos de dicha serie que decidí y prometí consagrar, uno a las indicaciones y consejos dados por el venerable derviche persa acerca del cuerpo —esa primera parte independientemente constituida en la presencia integral del hombre—, y el otro a las explicaciones del viejo ez-ezunavurán sobre la segunda parte independientemente constituida en el hombre, es decir, su espíritu.

El Padre Giovanni, que nos había tomado bajo su protección paternal, nos presentó a otros miembros de la cofradía con quienes tuvimos frecuentes charlas en todo el tiempo de nuestra estancia, y que llegaron a ser para nosotros verdaderos amigos.

Vivimos cerca de seis meses en esa comunidad y partimos, no porque no nos permitieran quedarnos más tiempo, ni porque quisiéramos irnos, sino porque estábamos hasta tal punto saturados de todas las impresiones recibidas que nos parecía que faltaba poco para que perdiéramos la razón.

Nuestra estancia en el monasterio nos aportó tantas respuestas a las preguntas psicológicas y arqueológicas que nos interesaban, que teníamos el sentimiento de no tener nada más que buscar, por lo menos por mucho tiempo. Abandonamos el itinerario que nos habíamos fijado y regresamos a Rusia más o menos por el mismo camino que a la ida.

Retornamos juntos a Tbilisi, y allí nos separamos. El profesor se dirigió a casa de su hija menor, en Piatigorsk, por la vía militar georgiana, mientras que yo iba a Alexandropol, a casa de mis padres.

Entonces me quedé bastante tiempo sin ver a Skridlov, pero nos escribíamos regularmente.

Lo vi por última vez en el segundo año de la Guerra Mundial, en Piatigorsk, donde vivía en casa de su hija.

Nunca olvidaré la última conversación que tuve con él, en la cumbre del monte Bechtaú.

En ese entonces yo vivía en Essentuki. Nos habíamos encontrado un día en Kislovodsk, y me propuso, para rememorar los buenos tiempos, realizar la ascensión al monte Bechtaú, en las cercanías de Piatigorsk.

Una mañana, dos semanas después de ese encuentro, salimos a pie, con provisiones, en dirección a la montaña, y emprendimos la escalada entre las rocas por la cara más difícil, a cuyo pie se halla un célebre monasterio.

Esta ascensión, considerada audaz por cuantos la realizaron, no es por cierto de las más fáciles; mas, para nosotros dos, después de las muchas montañas que tuvimos que cruzar a duras penas en nuestros viajes de otrora a través de las salvajes comarcas de Asia Central, no era sino un juego de niños. No dejamos por eso de experimentar gran alegría: después de la vida monótona de la ciudad, nos sentíamos por así decir a nuestras anchas en ese medio que casi se había convertido en nuestro elemento natural.

A pesar de que el monte Bechtaú era relativamente poco elevado, descubrimos al llegar a la cima un panorama de una belleza y extensión realmente extraordinaria.

Hacia el sur, a lo lejos, se erguía majestuosa la cima nevada del Elbruz, que domina la gran cordillera del Cáucaso.

A nuestros pies se dibujaban, como otras tantas miniaturas, casi todas las localidades, ciudades y aldeas del distrito de Mineralnia Vody.

Directamente debajo de nosotros, al norte, surgían de las honduras varios barrios de la ciudad de Yeleznovodsk.

A nuestro alrededor reinaba el silencio.

La montaña estaba desierta, y podíamos tener la seguridad de que nadie vendría a molestarnos. El camino habitual, el más fácil, que llevaba a la cima por la ladera norte, era visible en una distancia de varios kilómetros, y no se veía a nadie. En cuanto a la pendiente sur, por la que habíamos subido, escasos son los temerarios que se aventuran por ella.

En la cima de la montaña había una cabaña que, sin duda, servía para la venta de cerveza y té, pero que ese día estaba desierta.

Nos instalamos sobre una roca y empezamos a comer.

Cada uno, subyugado por la grandeza de la Naturaleza, pensaba en sus propios pensamientos.

De repente mi mirada se fijó en el rostro del profesor y vi unas lágrimas que brotaban de sus ojos.

¿Qué le pasa a usted, mi viejo amigo? —le pregunté—.

Nada… —contestó y, secándose los ojos, añadió—: Durante estos últimos dos o tres años, en mi incapacidad de dominar las manifestaciones automáticas de mi subconsciente y de mi instinto, casi me convertí en una mujer histérica.

»Lo que acaba de sucederme se ha producido más de una vez en estos últimos tiempos.

»Es muy difícil explicar lo que pasa en mí cuando veo u oigo algo sublime, algo que no se pueda negar que sea obra de nuestro Creador y Autor —pero siempre me hace correr las lágrimas—. Lloro, es decir, que hay llanto en mí, no de pena sino de enternecimiento profundo, se podría decir. Llegué a ese estado poco a poco, desde mi encuentro con el Padre Giovanni, ¿recuerdas?, ese Padre a quien conocimos juntos en el Kafiristán para desdicha de mi vida ordinaria.

»Desde ese encuentro mi mundo interior y mi mundo exterior cambiaron por completo.

»En los conceptos que se arraigaron en mí, se realizó de por sí una revisión de todos los valores.

»Antes de ese encuentro yo era un hombre por entero absorbido por mis intereses y mis placeres personales, como también por los intereses y los placeres de mis hijos. Estaba siempre ocupado, pensando en satisfacer de la mejor manera posible mis necesidades y las de mi familia.

»Puedo decir que hasta entonces todo mi ser estaba dominado por el egoísmo y que todas mis emociones y manifestaciones provenían de mi vanidad.

»Mi encuentro con el Padre Giovanni mató todo esto y desde entonces, poco a poco, apareció en mí algo que me llevó por entero a la convicción absoluta de que fuera de las agitaciones de la vida existe otra cosa que debería ser la meta y el ideal de todo hombre más o menos capaz de pensar —y que solo esta otra cosa puede hacer al hombre verdaderamente feliz y aportarle valores reales, en lugar de esos “bienes” ilusorios que, en la vida ordinaria, le son siempre y en todas partes prodigados».

Como señala la nota de los traductores, el capítulo siguiente fue añadido a Encuentros con Hombres Notables, con la intención de aclarar un aspecto desconocido de la vida de Gurdjieff en su lucha con las dificultades materiales que la realización de su obra suscita.