Abram Ielov
ABRAM Ielov es, después de Pogossian, una de las personalidades más notables de las que encontré en mi edad preparatoria, una de las que voluntaria o involuntariamente, han servido de factor de vivificación para la formación definitiva de uno de los aspectos de mi individualidad actual.
Lo encontré en la época en que, al haber perdido ya toda esperanza de aprender de mis contemporáneos cualquier cosa valiosa sobre los asuntos que entonces me apasionaban, había regresado de Etchmiadzin a Tbilisi y me había sumergido en la lectura de textos antiguos.
Había regresado a Tbilisi porque allí podía procurarme todos los libros que necesitaba.
Todavía era fácil, en mi última estancia, encontrar toda clase de libros raros en todos los idiomas, especialmente en armenio, en georgiano y en árabe.
Llegado a Tbilisi, me instalé esta vez en un barrio llamado Didubay.
De allí, iba casi todos los días a pasear por el Bazar de los Soldados, en una de las calles que costeaban por el oeste el Parque Alejandro, y donde se encuentran la mayoría de las librerías de la ciudad.
En esta calle, frente a las tiendas de los libreros, pequeños comerciantes ambulantes, buhoneros de libros, colocaban en el suelo, sobre todo en los días de mercado, sus libros y sus grabados populares.
Entre estos pequeños mercaderes, había un joven aisor que vendía, compraba o tomaba en comisión toda clase de libros.
Era Abram Ielov, Abrachka, como lo llamaban en su juventud, tío astuto como ninguno, pero para mí, hombre insustituible.
En esa época era ya una especie de catálogo ambulante. De hecho, conocía una cantidad innumerable de títulos de libros en casi todos los idiomas del mundo, con el nombre del autor, la ciudad donde habían sido editados, la fecha de su publicación y hasta el lugar donde podían conseguirse.
Comencé por comprarle algunos libros; luego intercambié por otros los que ya había leído, o bien se los devolvía. Por su parte, me ayudaba a encontrar los libros que necesitaba. No tardamos en trabar amistad.
Por entonces, Abram Ielov quería alistarse en el ejército. Quería entrar en la Escuela de Cadetes e invertía todo su tiempo libre en rumiar lo que tenía que saber para pasar el examen de ingreso; sin embargo, como le apasionaba la filosofía, encontraba también el medio de leer numerosas obras relacionadas con esa materia.
Fue nuestro interés común por esa búsqueda lo que nos acercó.
Habíamos tomado la costumbre de encontrarnos casi todas las noches, en el Parque Alejandro, o en Mujtaid, y discutir sobre temas filosóficos. A menudo hurgábamos juntos montones de viejos libros, y hasta llegué a ayudarlo en su comercio en los días de mercado.
Nuestra amistad se vio reforzada por las circunstancias siguientes:
En los días de mercado, a dos pasos del lugar donde Ielov vendía sus libros, un griego desplegaba su muestrario. Exponía toda una variedad de objetos de yeso: estatuillas, bustos de hombres célebres, figurillas, el Amor y Psique, el pastor y la pastorcilla, y alcancías de todo tamaño en forma de gatos, perros, cochinos, manzanas, peras y otras frutas, en suma, todos los horrores con los que entonces estaba de moda adornar las mesas, cómodas y estantes.
Un día de calma en la venta, Ielov me indicó con la mirada todos esos objetos y dijo, en el singular idioma que le era propio:
Uno que se gana un montón de dinero es el que fabrica toda esa baratija… Dicen que es un cochino italiano de paso por aquí el que confecciona en su barraca todas esas porquerías, y gracias a esos brutos de buhoneros del tipo de este griego, se llena los bolsillos con el dinero que los imbéciles tunantes que compran esos horrores para adornar sus estúpidas casas tienen tanta dificultad en ganar.
»Y nosotros, mientras tanto, estamos aquí todo el día, sin adelantar nada y sufriendo de frío, para tener el derecho de atragantarnos de noche con un mendrugo de pan de maíz si no queremos reventar de hambre; y mañana por la mañana tendremos que volver para tirar de la misma cadena maldita».
Aguardé un poco, luego me acerqué al buhonero griego. Me confirmó que era un italiano el que confeccionaba esas estatuillas, tomando todas las precauciones para que nadie descubriera sus secretos de fabricación.
Aquí somos doce buhoneros —añadió—, y apenas bastamos para vender estas pequeñas obras maestras en toda la ciudad de Tbilisi.
Estas confidencias y la indignación de Ielov me estimularon y se me ocurrió la idea de engañar a ese italiano, tanto más cuanto se hacía sentir para mí en ese momento la necesidad de realizar algún negocio, pues mi dinero huía «como los Judíos del Éxodo».
Para empezar, claro está, me dirigí al buhonero griego excitando a propósito sus sentimientos patrióticos y, después de haber elaborado en mi mente un plan de acción, fui con él a casa del italiano para pedirle trabajo.
Por suerte, uno de los muchachos que trabajaban allí acababa de ser despedido a consecuencia del robo de una herramienta y el italiano necesitaba un ayudante para verter el agua mientras él diluía el yeso. Como consentí en trabajar por el salario que me quisiera dar, me empleó inmediatamente.
Siguiendo el plan que me había trazado, desde el primer día me hice el imbécil. Trabajaba por tres, pero para todo lo demás me hacía el tonto.
Por lo tanto, el italiano no tardó en apreciarme, y frente a semejante tonto, que no ofrecía ningún peligro para él, no ocultó sus secretos con tanto cuidado como con los demás.
Al cabo de dos semanas sabía lo que tenía que hacer para muchas operaciones.
El patrón me llamaba sea para tener la cola, sea para diluir la mezcla; así penetré en el «santo de los santos» y muy pronto conocí todos los pequeños secretos, tan importantes en ese tipo de trabajo.
Pues son realmente importantes; por ejemplo, cuando se deslíe el yeso hay que saber exactamente cuántas gotas de jugo de limón hay que añadirle al yeso para que no burbujee y las figurillas resulten lisas; de lo contrario, en las extremidades más finas de la estatuilla, tales como la nariz, las orejas, etc., puede aparecer un horrible hueco.
También es indispensable conocer la proporción de la cola, de la gelatina y de la glicerina que entran en la confección de los moldes; un poco de más o un poco de menos y todo se echa a perder.
El que conociera todo el proceso sin poseer estos secretos, sería incapaz de obtener buenos resultados.
En resumen, mes y medio después, aparecieron en el mercado estatuillas fabricadas por mí.
A los modelos del italiano añadí algunas cabezas cómicas que se llenaban de granalla, para colocar las plumas de escribir. Luego puse en venta alcancías especiales, que tuvieron el más franco éxito yo las había bautizado La enferma en su cama. Creo que muy pronto no hubo una sola casa en Tbilisi que no tuviera una de mis alcancías.
Luego varios obreros trabajaron conmigo y hasta tomé seis georgianas como aprendices.
Ielov, encantado, me ayudaba en todo. Terminó por abandonar su comercio de libros en los días de semana.
Al mismo tiempo, ambos proseguíamos nuestro trabajo personal, la lectura de libros y el estudio de los problemas filosóficos.
Al cabo de algunos meses, como había ahorrado una suma redondita, y el taller empezaba a fastidiarme, lo vendí a buen precio a dos judíos, cuando estaba en pleno desarrollo. Obligado a abandonar el apartamento que formaba parte del taller, me mudé para ir a vivir en la calle de los Molokanes, cerca de la estación y Ielov se me unió allí con sus libros.
Ielov era de baja estatura, rechoncho, curtido; tenía los ojos ardientes como brasas, abundante cabellera, con cejas espesas y una barba que le salía hasta bajo la nariz y le cubría casi enteramente las mejillas, cuyo color bermejo traslucía a pesar de todo.
Había nacido en Turquía, en la región de Van, en la misma Bitlis o en sus alrededores. De allí, cuatro o cinco años antes de nuestro encuentro había emigrado a Rusia con su familia. Llegado a Tbilisi, lo admitieron en el primer liceo, como allí se dice, más a pesar de que en ese establecimiento las costumbres eran muy sencillas y sin ceremonias, algunas de sus travesuras y de sus picardías rebasaron la medida y fue expulsado por el consejo de disciplina. Poco después su padre lo arrojó a la calle, y desde entonces vivió a la buena de Dios.
Así, pues, como él mismo decía, se había convertido en la plaga de su familia. Sin embargo, su madre, a escondidas de su padre, a menudo le mandaba dinero.
Ielov tenía por su madre un sentimiento muy tierno, que se revelaba hasta en pequeños detalles. Por ejemplo, tenía su fotografía encima de su cama; jamás salía de casa sin darle un beso y cuando volvía exclamaba siempre, al pasar la puerta: «Buenos días, o buenas noches, madre».
Hoy, me parece que yo lo quería aún más por ese rasgo.
A su padre también lo quería, pero a su manera: lo encontraba mezquino, vanidoso y obstinado.
El padre de Ielov era contratista y tenía fama de ser hombre muy rico. Además, era un personaje muy importante entre los aisores, sin duda porque descendía, aunque por las mujeres de su familia, de los marshimunes, a la que perteneció otrora el propio rey de los aisores. En nuestros días, los aisores ya no tienen reyes, pero sus patriarcas salen siempre de este linaje.
Abram tenía un hermano que seguía entonces sus estudios en América, en Filadelfia creo. A éste no lo quería nada, por tener muy arraigada la idea de que era un egoísta, además de hipócrita, y un animal sin corazón.
Ielov tenía maneras muy originales; entre otras cosas, tenía la costumbre de subirse siempre los pantalones, y más tarde tuvimos mucho trabajo para quitarle esa manía.
Pogossian se burlaba de él a ese respecto. Le decía: «¡Y pensar que querías ser oficial! Al primer encuentro con un general, pobre imbécil, te hubiera mandado a la prevención, porque en vez de llevar la mano al kepis, tú te la hubieras puesto en… los pantalones», y Pogossian se expresaba con menos delicadeza.
Pogossian y Ielov se pasaban el tiempo provocándose; hasta cuando se hablaban amigablemente, nunca dejaban de gratificarse con algunos apodos. Ielov trataba a Pogossian de armenio salado, y el otro replicaba Katchagoj.
Se llama corrientemente a los armenios armenio salado y a los aisores, Katchagoj.
Katchagoj significa literalmente «ladrón de cruz». Parece que el origen de este apodo es el siguiente:
En general, los aisores son sumamente astutos. En Transcaucasia hasta se los define de este modo: Pongan a cocinar juntos siete rusos y tendrán un judío; pongan a cocinar siete judíos y tendrán un armenio, pero en verdad necesitarán siete armenios para obtener un aisor.
Entre los aisores, diseminados por doquier, había una cantidad de sacerdotes, la mayoría de los cuales se habían ordenado a sí mismos. Nada les era más fácil en esa época; cómo vivían en la región del monte Ararat, que marcaba el límite de tres países, Rusia, Turquía y Persia, tenían libre acceso por todas las fronteras; y en Rusia se hacían pasar por aisores turcos, en Persia por rusos, y así sucesivamente.
No se contentaban con celebrar los oficios, sino que se dedicaban también, en las poblaciones piadosas e incultas, al fructuoso tráfico de sagradas reliquias de todo género. Por ejemplo, en lo más remoto de Rusia se aseguraban la confianza de los fieles haciéndose pasar por sacerdotes griegos, siempre muy venerados, y hacían pingües negocios vendiendo objetos traídos, decían ellos, de Jerusalén, del Monte Athos y otros lugares santos.
Entre esas reliquias figuraban fragmentos de la verdadera Cruz en la que Cristo fue crucificado, cabellos de la Virgen María, uñas de San Nicolás de Myra, una muela de Judas de la buena suerte, un trozo de la herradura del corcel de San Jorge, y hasta una costilla o el cráneo de un gran santo.
Estos objetos eran comprados con gran veneración por los cristianos ingenuos, sobre todo por los comerciantes modestos. Muchas de las reliquias que se encuentran hoy en día en las casas o en las innumerables iglesias de la santa Rusia con frecuencia no tienen otro origen.
Por eso los armenios, que conocen a esos compadres muy de cerca, les dieron el sobrenombre de «ladrones de cruz».
En cuanto a los armenios, los llaman «salados» porque tienen la costumbre, cuando nace un niño, de salarlo.
Añadiré que desde mi punto de vista dicha costumbre no carece de valor. Observaciones especiales me han demostrado que en los pueblos, los recién nacidos sufren casi siempre de erupciones cutáneas en las partes del cuerpo que se tiene por costumbre empolvar para evitar la irritación, mientras que con raras excepciones, los niños armenios que nacen en las mismas regiones están exentos de ellas, a pesar de que tienen todas las demás enfermedades infantiles. Atribuyo este hecho a la costumbre de salar a los recién nacidos.
Ielov no se asemejaba mucho a sus compatriotas; estaba especialmente desprovisto de un rasgo de carácter típico de ellos; aunque era muy impulsivo, no era vengativo. Sus cóleras eran de corta duración y si llegaba a ofender a alguien, una vez pasado su furor no sabía cómo borrar lo que había dicho.
Se mostraba lleno de escrúpulos hacia la religión de los demás.
Un día, durante una conversación sobre la intensa propaganda que hacían en ese tiempo unos misioneros de casi todos los países de Europa para convertir a los aisores a sus creencias respectivas, nos dijo:
La cuestión no estriba en saber a quién el hombre dirige sus plegarias, sino cuál es su fe. La fe es la conciencia moral que echa raíz en el hombre durante la infancia. Si el hombre cambia de religión, pierde su conciencia y la conciencia es lo más precioso que hay en el hombre.
»Yo respeto su conciencia; y como la conciencia está sostenida por su fe, y la fe por su religión, respeto su religión. Y sería para mí un gran pecado juzgar su religión o quitarle sus ilusiones sobre ella, y así destruir en él la conciencia moral, que no se puede adquirir sino en la infancia».
El día que nos hizo este razonamiento, Pogossian le preguntó:
¿Y por qué querías, pues, hacerte oficial?
Entonces las mejillas de Abram se sonrojaron y le gritó con rabia:
Vete al diablo, falangia salada.
Ielov mostraba por sus amigos un apego singular. Estaba dispuesto a dar su alma por aquél con quien se había ligado.
Después de conocerse, Ielov y Pogossian se profesaron mutuo afecto. ¡Qué Dios dé a todos los hermanos tener entre sí tales relaciones!
Pero las manifestaciones exteriores de esta amistad eran muy particulares y difíciles de explicar.
Tanto más se querían cuanto más groseros eran el uno con el otro. Pero tras esas maneras rudas se ocultaba un sentimiento tan tierno que no era posible verlo manifestarse sin conmoverse hasta el fondo del alma. A mí, sabiendo lo que disimulaban esas groserías, más de una vez me ocurrió no poder contenerme y evitar que subieran a mis ojos lágrimas de enternecimiento. Por ejemplo, ante escenas de este tipo:
Ielov ha sido invitado en alguna parte. Se le ofrecen caramelos. La cortesía exige que los coma para no ofender a sus amigos. No obstante, Ielov, que adora los caramelos, no los come por nada del mundo: los esconde en el bolsillo para llevárselos a Pogossian. Y en vez de dárselos sencillamente, acompaña su gesto con toda clase de tomaduras de pelo y una serie de injurias.
Ordinariamente, ocurría así: durante la cena, en el curso de la conversación, simulaba encontrar por casualidad unos caramelos en el fondo de su bolsillo, y le daba un puñado a Pogossian, diciéndole:
¿Cómo pudo deslizarse en mi bolsillo semejante basura? ¡Ven, engulle esta suciedad! ¡Tienes la especialidad de llenarte con todo lo que no quieren los demás!
Pogossian los tomaba, gruñendo a su vez:
¡Estas delicadezas no son para tu pico! Solo sirves para hartarte de bellotas como tus hermanos los cerdos.
Y mientras Pogossian se comía los caramelos, Ielov adoptaba un aire despectivo y contestaba:
¡Miren cómo engulle! Goza como un asno de Karabaj que mastica sus cardos. Después correrá detrás de mí como un perrito, porque le di esta basura…
Y la conversación proseguía en el mismo tono.
Ielov, que era un fenómeno por su memoria de los libros y de los autores, se convirtió más tarde en un fenómeno por su conocimiento de los idiomas. Yo, que en esa época hablaba dieciocho idiomas, me sentía un novato a su lado. Yo no conocía aún ni una sola palabra de los idiomas europeos, cuando él los conocía casi todos y, con tal perfección, que no se podía adivinar que no pertenecía al país cuyo idioma hablaba.
Un día, por ejemplo, sucedió lo siguiente:
El profesor de arqueología Skridlov (de quien se hablará después) deseaba transportar a la orilla rusa del río Amu Daria cierta reliquia sagrada afgana. La cosa parecía imposible debido a la estrecha vigilancia que mantenían en la frontera tanto los guardias afganos como los soldados ingleses, que eran entonces, por una u otra razón, muy numerosos en ese lugar.
Ielov se procuró en alguna parte un viejo uniforme de oficial británico, se lo puso y se presentó al puesto de guardia haciéndose pasar por inglés de la India, que venía a cazar por esos parajes el tigre de Turquestán. Y tanto cautivó la atención de todos con sus cuentos ingleses, que pudimos transportar tranquilamente, de una orilla a la otra, cuanto quisimos, sin ser vistos por los soldados británicos.
Además de todo cuanto había emprendido, Ielov proseguía activamente sus estudios. No se alistó en el ejército, como había pensado hacer, sino que se fue a Moscú, donde pasó brillantemente el examen de ingreso al Instituto Lazarev. Algunos años después, si mi memoria es fiel, obtuvo una licenciatura de filosofía en la Universidad de Kazan.
Si Pogossian tenía un concepto muy particular sobre el trabajo físico, Ielov tenía un concepto muy especial sobre el trabajo intelectual.
Decía:
Nuestro intelecto trabaja noche y día de todos modos. En vez de dejarlo correr detrás del gorro que hace invisible o la riqueza de Aladino valdría más ocuparlo en algo útil. Imponer una dirección al pensamiento exige evidentemente cierta energía, pero no se necesita más, para un día entero, que la que se necesita para la digestión de una sola comida. Tomé pues la decisión de aprender idiomas, no solo para impedir que mi pensamiento permaneciera ocioso, sino también para evitar que vaya a molestar a mis otras funciones con sus sueños estúpidos y con sus niñerías. Y por otra parte, el conocimiento de idiomas siempre puede servir, un día u otro.
Este amigo de mi juventud vive todavía. Lleva actualmente una vida próspera en una ciudad de América del Norte.
Durante la Guerra Mundial, estaba en Rusia y vivía en Moscú gran parte del tiempo. La Revolución rusa lo sorprendió en Siberia, donde había ido a inspeccionar una de sus numerosas librerías-papelerías.
Durante esos años de guerra tuvo que sufrir toda clase de pruebas y sus bienes fueron barridos de la superficie de la tierra.
Hace tres años, su sobrino, el doctor Ielov, desembarcó de América y lo persuadió de que emigrara allá.