Capítulo 53
E
llen apareció en la sala de reuniones justo después de la hora de comer del miércoles, con una escayola en el cuello y moviéndose con rigidez. Toda su grácil soltura al caminar había desaparecido y tenía la cara marcada por líneas de fatiga y mucha palidez. Pero estaba alegre y con ganas de trabajar, y deseando saber cómo estaba Challis. Sin embargo, no pudo descifrarlo. Él la puso a trabajar con Scobie Sutton en la comprobación de las respuestas de la gente a las descripciones de Joe Ovens del Commodore y del conductor. Y no tardó mucho tiempo en ponerse a suspirar. Muy pronto les quedó claro que —como solía pasar cada vez que los periódicos publicaban fotomontajes y descripciones de vehículos— la investigación había pasado de una situación en la que no los ayudaba la gente a otra en la que los ayudaba demasiado.
—Aquí hay una buena —dijo ella, leyendo un mensaje—. Te lo leo: «La hipnosis traslada al sujeto a otra dimensión, de manera que cualquier cosa que viera el señor Ovens está relacionada con otro tiempo y otro lugar».
Scobie gruñó. Como ella, había dividido los mensajes que habían entrado desde el lunes en dos montones: «Atención urgente» y «Quizá». Todos iban a ser revisados, sin embargo. Incluso los locos y los avariciosos dicen la verdad en algunas ocasiones.—La mitad de éstos quieren saber si hay una recompensa.
—Y la otra mitad quiere fastidiar a sus maridos, hermanos o ex novios —dijo Ellen e hizo una pausa—. Aquí hay otro, la llamada la hizo una mujer que no quiso dar su nombre: «El hombre de la foto es un conocido miembro de Al Qaeda. Se ha embadurnado de blanco para tapar su piel oscura». —Miró a Scobie esperando una risotada, pero Scobie sólo parecía estar triste, como si quisiera ayudar a toda la gente loca y solitaria del mundo. Ella deseó haber estado haciendo este trabajo con Challis. Con Challis sí que te podías reír. Puso el mensaje de la mujer en el montón de «Quizá», murmurando: «Tu tele te está volviendo a hablar, cariño».
Miró a través de la sala a la oficina dividida de Challis. La puerta estaba abierta; él estaba revisando una lista de combinaciones de matrículas y contrastándolas con Holdens de los ochenta. Parecía estar muy concentrado.
Siguió separando mensajes y luego se paró.
—Ah —murmuró.
Scobie levantó la vista.
—¿Otra criatura triste?
Ella lo ignoró y se fue directamente a ver a Challis, golpeó la puerta y acercó la otra silla a su mesa. Él estaba hablando por teléfono, diciendo:
—Eso no es verdad. Ella era muy buena en su trabajo. —Colgó—. El súper —dijo él.
Ellen lo comprendió al instante.
—Ha leído el perfil de Janine que hizo Tessa.
Challis asintió cansinamente.
—¿Qué pasa?
—Algo muy prometedor. Una llamada que ha hecho esta mañana un mecánico de la playa de Safety. Hasta hace seis meses solía dar servicio a un Commodore de 1983, color blanco sucio y con una puerta amarillo pálido. De hecho, fue él quien le consiguió la puerta al dueño desmontándola de un coche siniestrado.
—¿Nombre del dueño?
—Norah Gent y una dirección en la playa de Safety —dijo Ellen.
Observó cómo Challis revisaba una lista y se sintió muy aliviada al verlo mejor de ánimo.
—Aquí está: Norah Gent, dueña registrada de un Holden Commodore de 1983, QQP-359. —Hizo una pausa—. El registro ha caducado. Tenía que haber sido renovado hace cuatro meses.
—¿Ella lo vendió? ¿Lo tiró? ¿Se lo robaron?
—¿Quién sabe? Pero tenemos que hablar con ella. —Agarró la guía de teléfonos y empezó a pasar las hojas murmurando—: Gent, Gent, Gent... no sale.
—¿Ella se fue? ¿Se casó y cambió de nombre?
—Las especulaciones son inútiles —dijo Challis—. Me llevaré a Scobie y hablaré con ella.
—No —dijo Ellen.
—¿No?
—Llévame a mí.
—Tu cuello...
—Estoy bien.
Él se encogió de hombros.
—Coge tu abrigo.
Challis condujo, con las luces de dirección encendidas, mientras se dirigía al otro lado de la Península. Era la media tarde de un día que a duras penas alcanzaría los 13 grados. Otra bruma marina, fulminada por el sol en su mayor parte, pero aún suspendida aquí y allá en pequeñas y tristes manchas sobre la autopista y en los surcos de los campos encharcados. Ellen se acurrucó un poco más dentro de su abrigo deseando que Challis dijera algo. El pasado reciente parecía llenar el espacio que separaba sus asientos, como si hubiera un pasajero intruso en el asiento de atrás. Y éste era una mezcla de culpa, vergüenza y deseo que ella sabía que era mutuo pero que no podía —y no debía— manifestarse.
«Ya es hora de que madure —se dijo a sí misma—. Estoy casada. Tengo responsabilidades. Y las aventuras de trabajo son un tópico además de sórdidas.
»No, ésta no lo hubiera sido —se corrigió un instante después—. Ésta hubiera sido especial. Equivocada pero especial.»
Sin sentirse por ello mejor respecto a la situación, tosió y dijo:
—Hal, siento lo de Tessa.
Él asintió.
—Hiciste todo cuanto pudiste. Siento que salieras herida.
Se preguntó cuál era mejor manera de decirlo.
—Debes de sentirte muy mal.
—Claro que me siento mal. Nadie merece morir así. Además, como sabes, estaba dejando ese trabajo.
—No lo sabía.
—Ellen, por decirlo sin ambages, yo la apreciaba y la voy a echar de menos, pero no había un futuro para nosotros.
«Ni para nosotros tampoco», se dijo Ellen a sí misma.
Veinte minutos después estaban en la playa de Safety. El viento de la bahía soplaba despiadadamente, así que el mecánico los llevó a su despacho, mientras se limpiaba las manos con un trapo grasiento. Podían verse huellas de grasa en todas partes, libros de facturas, cuentas, el Progress, calendarios antiguos, folletos de piezas. Ellen se guardó mucho de sentarse, pero en realidad no le importaba la mugre ni los olores a aceite, a grasa y a gasolina. Había algo sólido y reconfortante en el mecánico y su garaje.
—He revisado mis papeles —les dijo él—. Norah Gent vive aquí mismo, en la playa de Safety.
—¿Qué puede decirnos de ella?
—Alegre, bastante joven, ¿treinta o así?, siempre pagaba sus facturas a tiempo.
—¿Le ajustó una puerta amarilla a su coche?
—En efecto. La suya se había oxidado por culpa del imán de un policía, sin ánimo de ofender, así que le coloqué la de un coche siniestrado.
—¿Qué puerta era?
El mecánico se quedó mirando al techo y retrocedió unos meses en el tiempo.
—La del conductor —dijo finalmente.
—¿Qué más nos puede contar sobre ella?
—¿Como qué? No me la imagino pegándole un tiro a nadie si es a eso a lo que se refiere. Es una chica estupenda.
—Su trabajo —dijo Challis pacientemente—, novio, hermano, marido.
—Trabajaba para una agencia de viajes, eso sí me consta porque siempre estaba intentando que reservase un billete para mis vacaciones. «Te conseguiré un buen precio», me decía.
—¿Familia o amigos?
—No lo sé. Lo siento.
—Dice que dejó de venir hace seis meses, ¿sabe por qué?
—No tengo ni idea. Yo tengo clientes fijos y clientes temporales. Y no siempre me cuentan sus planes. Pero si me está pidiendo que lo adivine, supongo que vendió el coche y se marchó.
—¿O se marchó y se llevó el coche?
El mecánico movió la cabeza enérgicamente:
—El coche sigue circulando por ahí, pero ella ya no lo conduce.
Ellen se quedó muy erguida.
—¿Sigue circulando?
—Sí, lo veo aquí y allá, de vez en cuando.
—¿Pasando por delante? ¿Parándose para echar gasolina?
—Sólo aquí y allá.
—¿Quién lo conduce?
—Un tipo.
—¿Nombre? ¿Dirección?
—No tengo ni la más remota idea. Lo siento.
—¿Podría describirlo?
—Déjeme pensar... más bien joven, cabeza rapada, un poco desastrado y un poco gordo.
—¿Podría decirnos algo más?
—Eso es todo lo que sé, lo siento.
—Nos ha sido usted de gran ayuda —dijo Challis.
Entonces condujeron hasta la dirección de Norah Gent donde una mujer etíope muy alta les enseñó una tarjeta blanca. En ella, escrito en letra gruesa y morada, estaba el nombre de Norah Gent y una dirección de Nueva Zelanda.