Capítulo 39
E
ntretanto, Andy Asche estaba de nuevo en Waterloo.
Cuando el Toyota había parado finalmente de dar vueltas, se encontró con que estaba al revés y medio estrangulado por el cinturón de seguridad. Logró liberarse, acordándose de Natalie, pero no pudo encontrarla en ninguna parte. Debía de haberse encamarado para salir y luego se habría escapado.
Así que había corrido como alma que lleva el diablo entre hierba, helechos y boñigas de vaca, esquivando manzanos, saltando vallas y adentrándose velozmente en el bosque. Allí había mucha humedad y probablemente sanguijuelas y mosquitos en el verano, troncos podridos, verdín por todas partes, árboles muertos macilentos y pitosporos rampantes. Luego salió al otro lado y dio con una carretera —cayendo en la cuenta de que era Penzance Beach Road— con bastante tráfico para la hora que era ya. Entonces volvió a meterse en el bosque para considerar las opciones que tenía.
«¿Autoestop?»
Demonios, no. Tardaría quizá una hora en conseguir que alguien parara y la poli podría acorralarlo antes. Se quedó en la sombra, bajo árboles empapados y finalmente vio a un niño de unos quince años pedaleando por un camino de barro que tenía enfrente. Observó cómo el niño aparcaba su bicicleta junto al seto de la entrada de la finca —una bodega, según ponía en el cartel de madera— y se quedaba esperando a un lado de la carretera con una bolsa de gimnasia. Un minuto después, una mujer en un Mitsubishi familiar lo recogió, y el niño se puso a saludar con palmadas a otros niños del asiento de atrás.
«Está yendo al entrenamiento de fútbol. Quizá tenga que enfrentarme a ese mismo chico el próximo sábado por la mañana», pensó Andy, mientras se arrastraba al otro lado nada más vaciarse la carretera, saltaba encima de la bici, se calaba el casco en la cabeza y se alejaba de allí pedaleando lo más rápido posible.
Además era una bici estupenda, ligera, con buenas marchas.
«Qué pena lo de la furgoneta y todo su contenido —pensó—, quizá debería dejar de robar casas y dedicarme a mangar bicis.»
Pedaleó vigorosamente durante treinta minutos hasta la playa de Penzance, donde se encontró con el camino de bicis que daba un rodeo hasta Waterloo. Allí siempre había ciclistas, así que no llamaría la atención. Veinte minutos después estaba en casa, pensando que quizá podría regalarles la bici a los hermanos de Natalie y ver la cara que ponían. En cuanto a Natalie, debía de haber hecho autoestop, abandonándolo a su suerte la muy zorra. Tenía que admirarla por ello. Es lo que él hubiera hecho.
Por otro lado, nada de eso habría sucedido si ella no hubiera insistido en dar otro palo. Se estaba convirtiendo rápidamente en un peligro. Si él no hubiera estado sometido a esa presión, quizá se habría dado cuenta de que estaban robando la casa de un poli. Fotos, felicitaciones, un viejo uniforme colgando en el vestidor.
Pensándolo bien, mejor borraba los archivos que había birlado del portátil del tipo. Andy encendió su ordenador.
En la escena del accidente, Pam Murphy estaba de pie junto a la alambrada rota, mirando cómo los técnicos de escenas del crimen rociaban la furgoneta para sacar las huellas y hacían moldes de las marcas de las ruedas, mientras la sargento, unos metros más allá, se metía el teléfono en el bolsillo después de haber llamado a Challis.
Alan Destry pegó un grito desde el otro lado de la carretera:
—Eh, agente Murphy, venga aquí, por favor.
Pam se puso rígida. Vio cómo él le dirigía una mirada de regodeo a su mujer y cómo giraba luego la cabeza y decía:
—Ahora mismo, agente, no tengo todo el día.
—Alan —dijo la sargento en señal de advertencia.
—No pasa nada, sargento —dijo Pam, que no quería estar en medio de una disputa conyugal.
—No te dejes intimidar —murmuró Ellen—. ¿Vale?
—Vale, sargento.
Pam cruzó la carretera para encontrarse con Alan Destry, que estaba de pie y con el trasero apoyado contra un coche de policía. Abrió su bloc.
—¿Y cómo está hoy la amiguita de mi mujer?
Pam lo miró cansinamente, pensando en las oscuras implicaciones que encerraban esas palabras. Además, ¿era ella amiga de Ellen? A duras penas. La sargento era quince años mayor que ella, casada y con hijos. Mentora sería una palabra más apropiada.
¿Estaba esperando él una respuesta? ¿Debería llamarlo «señor»?, después de todo no era más que un agente de primera.
Él cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Sabes en qué consiste mi trabajo?
—Patrulla de Investigación de Accidentes.
—Correcto. He trabajado en Tráfico durante años, he conducido coches de caza, dominado autobuses de borrachos, enseñado técnicas de defensa para conductores y he coordinado persecuciones de alta velocidad como controlador. No hay nada que no sepa sobre conducir un coche. Nada con lo que tú puedas liarme.
«Así que me está desafiando.» Pam frunció el ceño como si estuviera perpleja por las palabras que él había elegido.
—No lo entiendo.
—Oh, sí, claro que lo entiendes. ¿Eres consciente de que va a haber una investigación? Tendrá que intervenir el juez de primera instancia del estado y probablemente también el Departamento de Anticorrupción.
—¿Los de Anticorrupción? ¿Por qué ellos?
—Eso dependerá de ti, de cómo respondas a mis preguntas, de cómo tu compañero responda a mis preguntas y de lo que yo averigüe sobre tu conducta durante la persecución.
Pam se quedó muy quieta, miró y esperó. Quería tragar saliva. Quizá Lottie Mead había informado sobre el incidente de la piedra después de todo.
—Todo indica una velocidad excesiva —dijo Alan Destry.
—Del Toyota, que no de la policía —replicó Pam con rapidez.
Destry alzó la cabeza con incredulidad, un hombre fornido con aire arrogante y pelo rapado.
—Si el Toyota estaba conduciendo a una velocidad excesiva, hasta 130 kilómetros por hora según John Tankard, ¿cómo pudisteis ver el accidente?
—No estábamos persiguiéndolo —dijo Pam—. Estábamos siguiéndolo.
—Siguiéndolo a toda velocidad —dijo el marido de Ellen Destry—, y asustando al conductor.
—No fue así.
—Escríbelo y preséntalo antes de que finalice el día. Mañana tengo el día libre, así que ya puedes ir preparándote para una revisión formal el próximo lunes.
—Revisión formal.
—Sí, ¿qué esperabas?
Andy Asche tenía prisa. Necesitaba llegar a la oficina de correos antes de las cinco. Se había puesto guantes de látex para no dejar huellas, había cargado su impresora con papel recién sacado de un paquete nuevo; seleccionó con el cursor la serie de fotos que había transferido del portátil robado a su ordenador, pulsando en las cuatro pequeñas reproducciones que mostraban claramente la cara de cuatro hombres, luego le dio a «imprimir» e hizo muchas copias.
Las fotos se deslizaron fuera de la impresora. Él las cotejó e hizo cinco montones que fue metiendo en cinco sobres de correo urgente. Antes de cerrar los sobres tecleó una carta, utilizando letras de gran tamaño con mucha negrita, e imprimió copias para añadir a los cuatro sobres. Luego redactó una carta distinta para el quinto sobre. Finalmente condujo a toda pastilla por la autopista de Frankston, donde nadie lo conocía, y echó los sobres en la oficina central de correos.
Con la oscuridad cerniéndose sobre el complejo de viviendas del manglar junto a su casa y sintiéndose reconfortada por su chándal afelpado y el calor de su chimenea de combustión lenta, Tessa Kane siguió buscando en Internet con una copa de vino en la mano. La noche anterior, la búsqueda en Google había sido muy útil para reforzar la información de acceso rápido sobre Charlie Mead y ANZCOR —la imagen pública y melosa— pero ahora estaba afinando sus parámetros de búsqueda, concentrándose en el período anterior a la llegada de Mead y de su mujer a Australia. Desde el día anterior, también había realizado una docena de llamadas locales e internacionales y hablado con hombres y mujeres que en algún momento habían estudiado, enseñado, trabajado codo con codo o servido a alguno de los Mead.
Al principio los resultados parecían prometedores, pero cuanto más escarbaba, más se desdibujaban los contornos del perfil de los Mead. Se encontró con varios Charlie Mead o con variaciones del mismo. Hubo una época en los años setenta y ochenta —después de servir en las fuerzas de seguridad en Zimbabue y de su posterior trabajo de asesor de seguridad en Sudáfrica— en la que Mead cambiaba de direcciones con frecuencia, pero ella no alcanzaba a descubrir el motivo. ¿Para dar el esquinazo a los acreedores? También había un signo de interrogación en su expediente de servicio: estaba claro que había estado enrolado en el ejército de Sudáfrica. Pero ¿había pertenecido alguna vez a un comando de élite conectado con la SAS como él pretendía? Más tarde había trabajado para una empresa de seguridad en el Reino Unido que estaba especializada en vigilancia, entrenamiento de armas, guardaespaldas para viajes de hombres de negocios, y negociaciones en situaciones con rehenes y secuestros. Fue expulsado en 1986 después de que las autoridades de Sudáfrica lo interrogaran en relación con un intento de aprovisionamiento de armas y mercenarios a insurgentes de las Seychelles. A principios de los noventa se había unido a ANZCOR y había ido ascendiendo de categoría.
Y exceptuando algunas referencias sobre un puesto que ocupó en la Administración sudafricana, no había encontrado casi nada acerca de Lottie Mead.
Tessa se sentía frustrada. Los datos eran escasos y, aunque había que escarbar un poco, figuraban en expedientes públicos y no indicaban nada que fuera obviamente criminal o corrupto. ¿Qué sentido tenía publicar una denuncia si no había nada que denunciar? No cabía la menor duda de que Mead había ido trampeando toda su vida y de que sus valores eran inexistentes o deplorables, pero en el ambiente político actual, que admiraba a los cowboys, Mead tendría muchos apoyos de gran influencia y sería percibido como un hombre resolutivo.
Sin embargo, todavía le quedaba una última estrategia que probar. Cogió el teléfono y empezó a contratar detectives privados en Sudáfrica, Inglaterra y Estados Unidos.
Ellen llegó a casa esa noche y se encontró a Alan viendo un DVD; una película de guerra, para variar. Estuvo a punto de salir por la puerta de nuevo.
—¿Has cenado?
Gesticuló con el mando de la tele y la vista clavada en la pantalla.
—Afirmativo.
Así que ella se calentó unas sobras y comió en la mesa de la cocina. Normalmente veían una película la noche del domingo, pero Alan tenía el día siguiente libre. Ellen había adorado los domingos cuando Larrayne todavía vivía en casa. Solían comer pizza o pescado con patatas fritas o queso fundido sobre una tostada, con los platos en el regazo, delante de la tele, viendo una buena película como Emma, Sentido y Sensibilidad o Love Actually.
A veces, Alan la veía con ellas, pero para que él se quedara tenía que ser una película de acción y las únicas que Ellen y Larrayne soportaban eran las viejas de James Bond, las de Indiana Jones, o películas de acción con un poco de clase como Heat o Titánic que él aguantaba más por las tetas de Kate Winslet y el barco naufragando con la popa sobresaliendo que por los personajes o el argumento.
Y ahora con Larrayne viviendo en la ciudad, Ellen tenía un sentimiento de pérdida. Larrayne parecía estar acechando en los rincones de la casa, en los rincones de la mirada de Ellen. La madre viuda de Ellen había pasado por lo mismo. «Sigo vislumbrando a tu padre —decía ella—; no es que vea su fantasma, no me refiero a eso, sino a la manera especial en que cogía el periódico o entraba por la puerta o recogía los platos.» Pues bien, Ellen seguía vislumbrando a su hija, aquí y allá, e incluso echaba de menos sus peculiaridades, las mismas que la habían vuelto loca en la época, como esa manía que tenía de no quedarse quieta cuando se lavaba los dientes, paseándose por el vestíbulo de arriba abajo, entrando y saliendo de las habitaciones con el cepillo eléctrico zumbando en la comisura de sus labios.
Ellen picoteó su comida, mientras entreveía el caballo muerto y a su jinete, la furgoneta volcada. ¿Se sentiría muy indefensa Larrayne ahora?, lejos de casa por vez primera; con drogas por todas partes; clases nocturnas y un largo paseo hasta casa atravesando un campus sombrío y bajando por calles oscuras; encariñándose con el asesino del hacha disfrazado de Hombre Ideal o incluso dejándose romper el corazón, algo que tendría que pasar tarde o temprano.
Así que se puso a llamarla, varias veces. Nadie respondía. Larrayne y sus compañeras de piso debían de haber salido.
¿Para pasar la velada? ¿Toda la noche?
¿Dónde?
¿Haciendo qué?
¿Con quién?
Los viejos quién, qué, dónde, cuándo y por qué del oficio de policía.
Y durante todo ese rato se estaba diciendo a sí misma que iba a dejar a su marido por convicción propia y no porque existiese Challis.