Capítulo 15
C
hallis y Ellen pararon en Frankston para comer y echar gasolina. Challis miró el reloj cuando se iban. Les llevaría una hora llegar a la ciudad; luego, un cuarto de hora aparcar, y más tarde les tocaría hacer el viaje más largo hasta el otro lado de la Península: casi dos horas y media de esa tarde las emplearían viajando. Encendió la radio. Alguien la había sintonizado en una emisora que emitía música de los ochenta. Se apresuró a cambiarla a Radio Nacional.
—Hal, enróllate, hombre, es música de los ochenta.
Él replicó con brusquedad:
—No había música en los ochenta.
Ella pensó: «Duran, Duran».
—Me retiro por falta de argumentos.
Sonrió, la diversión la transformaba, y él sintió un impulso repentino de acariciarle la mejilla. ¿Por qué? ¿Porque el maltratador de su marido la hacía desgraciada? ¿Porque era una amiga y simplemente quería reconfortarla y mostrarle cariño? ¿Y hasta qué punto era simple ese cariño? Challis pensaba que en casi todas las amistades existía un elemento de atracción física. Si no le atrajera, ¿podría ser su amigo? Se sintió muy aliviado cuando ella dijo:
—Cuéntame más sobre el hijo del súper.
Él, rápidamente, le parafraseó los resultados de su búsqueda en Google. Robert McQuarrie dirigía una empresa de inversión y correduría, pero también pertenecía al Instituto de Empresa Australiano, un gabinete estratégico neoconservador, que asesoraba en materia política al gobierno federal y orquestaba campañas sucias contra las instituciones benéficas, los servicios sociales y las agencias de cooperación, acusándolas de tomar partido públicamente en temas de derechos humanos, responsabilidad social de las corporaciones y protección del medio ambiente. De hecho, Robert McQuarrie había liderado una investigación sobre el papel que jugaban las organizaciones no gubernamentales, y había salido en el periódico declarando que las ONG, en vez de realizar un trabajo directo en su comunidad como antes, ahora se dedicaban a formar camarillas políticas y al activismo. Recomendando que se les asignaran menos fondos a ciertas ONG, que perdieran también su derecho a la exención de impuestos, y que se sometieran a un estricto protocolo de conducta. El tono de sus discursos era mezquino y soberbio, la voz de un matón sin sentido del humor.
Ellen suspiró.
—Podría tener entonces un montón de enemigos potenciales.
—¿Crees que alguien mató a Janine para vengarse de su marido?
Ellen se encogió de hombros:
—Es una explicación tan buena como cualquier otra en estos momentos.
A las dos y media de la tarde estaban delante de la mesa de mármol, fría y brillante, de la recepción de Servicios Financieros McQuarrie, con una alfombra gruesa bajo sus pies, y entre paredes con grabados enmarcados de discreto diseño. La recepcionista, una mujer joven de nariz respingona, que lucía un impecable traje sastre, dijo:
—¿En qué puedo ayudarles?
Challis explicó las circunstancias de su visita y vio cómo palidecía y tragaba saliva.
—¿La señora McQuarrie? —susurró.
Challis pidió una sala, utilizando un tono muy suave:
—Me temo que vamos a tener que entrevistarnos con todos.
—Tendría que pedirle permiso al señor McQuarrie para eso —dijo la recepcionista recuperando su color.
—Mejor no le molestemos ahora —respondió Challis — . Está consolando a su hija. En cualquier caso, ésta es una investigación criminal y no necesito realmente ese permiso.
—Él acaba de entrar en la oficina. Espere un momento, por favor.
Challis y Ellen contemplaron alucinados cómo ella hacía la llamada. Luego, Robert McQuarrie se estaba dirigiendo hacia ellos a grandes pasos, con aspecto más atildado que sufriente.
—Este no es un buen momento.
Varios pensamientos cruzaron velozmente la mente de Challis. Robert McQuarrie había pasado poquísimo tiempo con su hija. Aparentemente, su trabajo tenía más valor que ella, o que la memoria de su difunta esposa. Además, todavía no había informado a sus colegas o a sus empleados. El asesinato había aparecido en las noticias del mediodía, pero no habían nombrado a Janine. Challis sintió un nudo de aversión aguda, pero lo disimuló diciendo suavemente:
—Esto no llevará mucho tiempo, ¿podríamos ir tal vez a su despacho?
McQuarrie parecía haber recuperado la sensatez.
—Si insiste.
Challis estaba perplejo: «El súper y su mujer no parecían muy afectados por lo de su nuera, y ahora el marido de esa mujer se apresura a ir a la oficina en vez de quedarse con su hija». Challis sabía muy bien lo que era el duelo —lo había sentido, lo había observado, y era consciente de que adquiría muchas formas— pero nunca hasta ahora lo había visto manifestarse como una molestia. «¿Qué clase de personas son éstas?», se preguntó.
Ellen claramente estaba pensando lo mismo. Cuando estuvieron instalados en una inmensa oficina en ángulo, con vistas sobre la ciudad y la bahía, dijo:
—Debo decirle que no esperaba verlo aquí, Robert.
La utilización del nombre de pila era una ofensa deliberada, una señal de que estaba en un estado de ánimo peligroso. Sin embargo, no pareció afectar al hijo del superintendente.
—¿Qué está insinuando? ¿Que no estoy respetando un período decente de luto? ¿Que tendría que estar en casa con mi hija?
Challis intervino:
—Alguna gente podría pensar eso, señor McQuarrie.
—Escuche —estaba diciendo Robert McQuarrie — , tengo muchas responsabilidades. Me quedaré dos horas en la oficina y luego voy a ir directamente allí para estar con ella. ¿Cómo se atreven a cuestionar mis sentimientos o mi manera de hacer las cosas? Georgia está ahora al cuidado de mis padres, que no pueden ser más cariñosos, y mañana nos vamos a quedar en casa de la hermana de mi mujer. No quiero llevarla a casa todavía. —Sus ojos se llenaron de lágrimas — . Eso sólo conseguiría trastornarnos y estaríamos rodeados de demasiados recuerdos. Georgia necesita cuidados maternales y muchas distracciones, ¿estamos? Y mientras tanto, soy el director de una empresa que tiene cien empleados repartidos por toda Australia.
Con una mirada de advertencia a Ellen, Challis dijo:
—Entonces vamos a procurar ser lo más eficientes que podamos, pero necesitamos interrogar a todo el mundo.
—De acuerdo —dijo Robert McQuarrie.
Así fue como Challis y Ellen empezaron a hacer sus preguntas. McQuarrie contestó con una ferocidad apenas contenida. No, no podía pensar en nadie que odiara lo bastante a su mujer como para matarla. Podía responder de todos los que trabajaban en su empresa, en cuanto al Instituto de Empresa Australiano, se componía de hombres escogidos entre el mundo del Derecho, de los negocios, los deportes, la agricultura y las universidades, hombres que estaban por encima de cualquier reproche, y que se reunían de vez en cuando, en distintas localidades, patrocinados por empresas afines de todo el país. No había nada siniestro ni nada oculto en todo ello. El instituto no alquilaba un espacio en ninguna parte, ni empleaba personal. No era ese tipo de organización.
—¿Recibe cartas hostiles?
Algo, una vacilación, en el rostro del hombre.
—Naturalmente —contestó, retomando su actitud anterior—, nosotros en el instituto no nos andamos por las ramas a la hora de hacer observaciones y, claro, esto ofende a ciertos individuos tristes y locos de la izquierda delirante.
—Izquierda delirante —masculló Ellen.
—¿Ha conservado alguna de esas cartas? —dijo Challis apresuradamente.
—Odio genérico —dijo Robert McQuarrie —. No vale la pena conservarlas. ¿Han acabado ya?
—Necesitamos hablar con sus empleados y sus colegas.
Un suspiro de cansancio.
—Si realmente es necesario.
Les asignaron una pequeña sala de reuniones. Una docena de hombres y mujeres pasaron por allí, de uno en uno, y muy pronto quedó claro que nadie podía imaginar una razón por la que alguien quisiera dañar al señor McQuarrie —Mack, Robert, el viejo Rob— matando a su mujer. Era alguien muy exigente en tanto que jefe o socio, pero justo. No se corría juergas. En cuanto a su mujer, parecía bastante encantadora. Qué pena lo de Georgia. Una niña tan mona.
Estaban tan planchados y tan limpios, esos empleados y colegas ejecutivos. Pulidos, relucientes y vestidos con ropas muy caras. Sin embargo, Challis podía sentir un miedo terrible carcomiéndoles por dentro, y podía incluso escuchar sus pensamientos: «¿Soy un ganador? ¿Estoy destacando? ¿Este traje tiene el corte adecuado o la corbata el color adecuado? ¿Recibiré una prima este año? ¿Me ascenderán? ¿Se adoptarán mis ideas?».
¿Hay alguien que me escuche?
En el camino de regreso pararon en una casa en Sandringham, que tenía vistas sobre las aguas picadas de la bahía. La hermana de Janine, Meg, les abrió la puerta y su parecido con Janine McQuarrie era sorprendente. Había estado llorando; tenía la cara devastada por el dolor.
—Tienen suerte de haberme encontrado. Iba a salir ahora mismo para ir a la casa de Robert y Janine, Georgia me necesita.
Challis cruzó una mirada con Ellen. ¿«Georgia me necesita» era un código para decir «Robert me necesita»? ¿Había matado a su esposa para quedarse con la hermana?
Los guió a un salón abigarradamente acogedor. Ellen tomó la palabra, animando a Meg a que hablara de sí misma. Casada pero sin hijos; la hermana menor de Janine. («Somos tres»); profesora de secundaria actualmente de permiso por estrés.
Challis la estudió mientras hablaba. «Una buena mujer», decidió. Maternal. Sencilla. Quizá una mujer que deseaba tener hijos pero no podía. Sin duda, nadie que pudiera matar o inspirar un crimen. Llevaba todas sus emociones escritas en la cara: pena por Georgia y por Robert; espanto y aprensión de que su hermana pudiera ser asesinada.
—En cierto modo me alegro de que mis padres no estén vivos. Esto los hubiera destrozado.
—¿Tenía Janine enemigos? ¿Algún altercado reciente con alguien? ¿Algo en ese sentido?
—No, nada. No se me ocurre nadie que hubiera querido matarla. Estoy segura de que se trata de un error.
Challis la miró durante unos segundos, y luego decidió saltarse esas educadas fórmulas de conversación pensadas para consolar a los que están de luto, pero que desperdician tiempo policial.
—Su hermana era una mujer de carácter fuerte.
Meg intentó que no se le saltaran las lágrimas.
—Janine tenía un trabajo muy exigente —dijo con tono firme—. Con muchas responsabilidades.
Ellen comprendió adonde quería llegar Challis, y también la presionó en ese sentido.
—¿Podría decir que estaba felizmente casada?
Meg se estiró las medias como para secarse las palmas húmedas de sudor.
—¡Por supuesto!
—Tengo entendido que se estaba viendo con alguien —mintió Challis.
Una vacilación apenas disimulada, con los ojos moviéndose de un lado para otro.
—Ella no haría eso.
Quizá Meg quería decir que ella no haría eso, pero que no podría responder de su hermana, pensó Challis. Meg se levantó entonces, visiblemente afectada, y ambos se marcharon sintiéndose muy mezquinos.