Capítulo 13
V
aya, les había cortado el paso a esos polis del descapotable y casi se lleva por delante a un Passat. Tessa Kane sonrío avergonzada a Pam Murphy y a John Tankard mientras se encogía de hombros para excusarse. Pam le devolvió la sonrisa, con la gorra completamente ladeada. «Una jovencita con agallas», pensó Tessa, mientras se dirigía hacia la puerta principal.
El Centro de Detención era un conjunto de siniestros barracones de cemento rodeados de una alambrada. Diseñado en principio para 350 reclusos, había llegado a albergar a casi quinientos solicitantes de asilo en una época, convirtiéndose en un auténtico aglutinador de desgracias. Ahora la «inundación» de solicitantes de asilo se había secado, la mayoría de los detenidos habían sido repatriados y a unos cuantos se les había concedido el permiso de residencia. Quedaban ochenta: un puñado de solicitantes de asilo del Oriente Medio y gente que había incumplido las condiciones de sus visados de turista o se había quedado más tiempo de lo estipulado. En breve, todos iban a ser deportados.
El centro no había supuesto ningún beneficio para Waterloo que Tessa hubiera podido comprobar. A la mayoría de la gente local le era indiferente, había un reducido grupo que estaba enfadado y avergonzado, y el resto se frotaba las manos ante esa oportunidad que les otorgaba la Providencia para poder refocilarse en sus prejuicios. Parecían aplaudir al guarda de los barracones que le había gritado a un recluso: «Eres un jodido y feo árabe». Se habían recibido un montón de cartas al director después de que Tessa publicara esa frase, criticando la palabra «jodido» pero sin criticar, por supuesto, la causa de las detenciones, el centro, o la mentalidad del guarda. Había sido —y todavía lo era— un lugar muy desgraciado.
La semana anterior había tenido lugar una revuelta —que el personal responsable había calificado de «molestias» — y hoy Tessa podía ver a hombres y a niños encaramados en el tejado plano del gimnasio desplegando pancartas que rezaban: «Somos Seres Humanos, no Animales».
En los primeros seis meses de funcionamiento, dos hombres habían quedado atrapados en el alambre de espinos; a lo largo de un período de diez meses, en el segundo año, siete reclusos se cosieron los labios; casi todos se habían declarado en huelga de hambre en algún momento; se habían prendido fuegos, tirado piedras, usado gases lacrimógenos.
Ése había sido el perfil público de casi todos los centros de detención australianos, el que podías ver en los programas de actualidad de las cadenas privadas. A Tessa le habían interesado las historias que no contaban: enfermedades mentales, tratamiento denegado a los niños que eran víctimas de abusos sexuales; el oscuro pasado y la dudosa titulación de los guardas; la actitud de los funcionarios del Tribunal de Revisión de Refugiados y del Departamento de Inmigración. Sin hablar de los rumores de corrupción. Por lo visto, Charlie Mead y los jefes de su sección habían defraudado rutinariamente a los gobiernos federales, estatales y locales, inflando artificialmente los precios de las reparaciones, provisiones, servicios y sueldos. El beneficio sobrante se lo embolsaba directamente la empresa que los contrataba, ANZCOR, una compañía americana que gestionaba las prisiones y los centros de detención, contratada por los gobiernos de Australia y Nueva Zelanda. Su base de operaciones estaba en Utah y tenían sucursales en Canadá y en el Reino Unido.
En poco tiempo, el Centro de Detención iba a cerrar sus puertas. Tessa quería una última oportunidad para poner al propio centro y al papel que Charlie Mead había jugado allí contra las cuerdas.
¿Por qué Mead habría aceptado verla? Durante los últimos tres años había despreciado olímpicamente tanto a los periodistas que pedían entrevistas, como a las almas caritativas que iban allí a hacer amistad con los presos. Quizá se había hartado de la forma en que ella siempre acababa sus artículos con las palabras: «La dirección del centro no quiso hacer ningún comentario», o simplemente ya le daba igual, puesto que se iba. Tessa repasó las notas mentales que tenía sobre él. Nacido en Durban, Sudáfrica, cincuenta y cinco años atrás; sirvió en el ejército durante diez años, antes de licenciarse en Derecho en Johannesburgo y doctorarse en Londres. Trabajó en la dirección de prisiones en el Reino Unido, y luego aplicó y obtuvo la plaza de director adjunto —y más tarde de director— de una prisión de máxima seguridad en Brisbane. Allí, por su dureza, se había ganado la antipatía de guardianes y presos por igual, pero eso no había impedido que le contrataran para dirigir el Centro de Detención de Waterloo. Llegó a Waterloo en enero de 2002. Casado con Lottie, de la que Tessa no había encontrado ninguna información. Sin hijos.
Se vio obligada a esperar fuera de la verja, mientras el guarda confirmaba su visita por teléfono con el edificio de la administración, y posteriormente fue guiada a un aparcamiento adyacente. Salió del coche, lo cerró, y estaba volviéndose hacia la puerta, mientras metía las llaves en su maletín, cuando un guarda se materializó delante de ella. No lo había oído acercarse. Le hizo un gesto con la cabeza, y ella lo siguió: una sólida figura que iba contoneándose entre las vallas con alambradas, externas e internas, hasta llegar a una zona asfaltada que conducía al edificio de la administración. Éste estaba separado de los otros edificios por una verja muy alta de barrotes de acero. Un niño le sonrió a través de los barrotes; dos mujeres parecían estar pintando las puertas que daban a un dormitorio; varios hombres se quedaron mirándola, con un cigarrillo en la mano, mientras otros chutaban una pelota de fútbol desde una punta de la extensión de asfalto craquelado hasta la otra.
Tessa se cerró aún más el abrigo alrededor del cuello, como si quisiera dispersar la niebla densa y la atmósfera general de desesperanza. Nadie la miraba con curiosidad o con expectativa: ella, sin duda, representaba a otra sección del mismo gobierno sin sentimientos. Había visitado muchas prisiones a lo largo de los años en calidad de reportera y de directora del periódico. Esto era peor que cualquier prisión, porque a muchos de esos reclusos los esperaban más maltratos —o incluso la muerte— cuando fueran repatriados a sus países.
Su maletín fue escaneado electrónicamente primero, y luego registrado a mano, y tanto su móvil como su micrograbadora fueron confiscados. «Se los devolveremos cuando se vaya», dijo el hombre que la registró. La obligaron a pasar por un detector de metales, y, no contentos con eso, le quitaron el abrigo, palpando minuciosamente con la mano costuras, mangas y cuello. Tessa miró a la pared, que estaba desnuda y pintada de un color blanco brillante muy poco reconfortante.
Finalmente, la guiaron hasta una silla de respaldo recto que había en el pasillo y le dijeron que esperara. Paredes blancas, fotografías del presidente de Estados Unidos y del primer ministro australiano. Después de quince minutos, una mujer joven sacó la cabeza por la rendija de una puerta que había cerca y le dijo a Tessa: «El señor Mead la puede ver ahora». Su expresión de fascinación y horror era una señal certera de que había leído el Progress y estaba medio esperando a que Tessa se quitara la ropa y practicara sexo en grupo con los guardianes.
Tessa entró en un despacho dominado por una mesa y por el hombre que había detrás de ella. Como era de esperar, la habitación estaba amueblada con archivadores, estanterías de libros e informes encuadernados, y una ventana con barrotes que daba al patio de hacer ejercicio. La mesa, en cambio, estaba montada como un centro de seguridad y comunicaciones: varios teléfonos, un sistema de intercom, monitores de seguridad, dos ordenadores, un portátil y una máquina de fax. Las paredes estaban desnudas, salvo por un par de diplomas enmarcados, y una fotografía tomada en la ceremonia de apertura del centro con el alcalde y los concejales sonriendo, mientras les daban palmaditas en la espalda a Charlie Mead y a otros dignatarios de ANZCOR. Cretinos. Si uno se acercara lo suficiente, podría incluso ver los billetes de 100 dólares cambiando de manos. Y más que iban a cambiar de manos, una vez que se aprobara la reforma del Centro de Detención, para convertirlo en algún otro tipo de entidad pública.
«¿Un campamento para niños marginados? —pensó Tessa con amargura—. ¿El Centro Comunitario para la gente de las viviendas protegidas?»
Pilló a Mead mirándola. Era un hombre espigado, todo hueso, fibra y nervios; con un cráneo protuberante y duro, y ojos rápidos, agudos y sarcásticos. Se levantó —era muy alto— de detrás de su mesa, tendió el brazo por encima, estrujó su mano en la suya y le señaló la silla que tenía enfrente:
—Siéntese.
Una voz gruñona. Se quedó mirándola mientras ella sacaba su cuaderno y comprobaba el flujo de tinta de la pluma. Luego le lanzó una sonrisa breve y automática. Ella estaba a punto de darle las gracias por su tiempo, cuando él dijo:
—Kane ¿es un nombre judío?
«Bueno, hola», pensó ella. ¿Tendría derecho al tratamiento completo? ¿Cachondeo irónico, cejas levantadas, evaluación sin tapujos de sus piernas, franco antifeminismo, franco antisemitismo, y un arsenal completo de otras tácticas de shock, gestos y actitudes que la sacaran de sus casillas?
Así que dijo de inmediato:
—Podría argumentarse que sus guardianes se han deshumanizado por el trabajo que realizan aquí, una actitud muy fomentada por la dirección. ¿Querría hablarme de eso?
De repente, parecía estar muy aburrido. Se echó atrás contra el respaldo de su silla, cruzó sus largas piernas y miró al techo. Desplegó los dedos de su mano izquierda, examinando sus uñas.
—¿Deshumanizados? Otra palabra sin sentido como tantas otras.
—Según un empleado de...
—¿Quién?
—No puedo divulgar mis fuentes, pero según ese empleado, sus guardas despiertan a los reclusos a horas aleatorias, a lo largo de la noche, pidiéndoles que enumeren sus números de detención. ¿Eso es un sin sentido?
Mead encogió los hombros.
—Seguridad —dijo.
Lo miró fijamente y prosiguió:
—Los reclusos han declarado que el Tribunal de Revisión de Refugiados consiste sólo en un individuo, en lugar de un panel, y que algunos de esos individuos tienen por lema el denegar todas las peticiones.
—Pues cuénteselo al TRR —dijo Mead inclinándose hacia delante con sus dedos sobrevolando el teclado. Luego, con un gruñido suave e impaciente, se volvió a echar para atrás—¿Siguiente pregunta?
Mead estaba ahora dándose golpecitos en los dientes con la pluma, mientras miraba por la ventana. Podía ver la piel dura y bronceada de su cogote. Había una fotografía en el alféizar de la ventana, y Mead la cogió para volver a posarla enseguida: una mujer morena y alerta, ofreciéndole a la cámara una sonrisa desganada, Lottie Mead, probablemente, y cayó en la cuenta Tessa: la conductora del Passat.
—¿Le gustaría dar una vuelta por el centro? —dijo Mead.