Capítulo 7

 

T

essa Kane se había enterado del asesinato a las nueve y cuarenta y cinco de la mañana, gracias a una llamada di un oficial de ambulancias, uno de sus numerosos contactos. Llamó inmediatamente a Hal Challis, pero por lo visto no estaba en la comisaría y no respondía al móvil, o no le respondía a ella, en cualquier caso. Ellen Destry y Scobie Sutton no se podían poner. Y ninguna otra persona de la comisaría de Waterloo quería hablar con ella. Anduvo frenética media hora y luego se empezó a preguntar de qué servía. Ella publicaba un semanario, los diarios tendrían todas las primicias de esa historia y ella tendría que contentarse con un análisis general en el próximo número del martes. Y para entonces, sin duda, el caso estaría ya cerrado.

Sin embargo, a las once, Challis le devolvió la llamada, sugiriendo que quedaran a tomar café. Cinco minutos después estaba caminando por la calle principal rumbo al café Laconic, donde se sentó junto a una ventana con vistas a las mesas de la calle, vacías y entoldadas, una cabina de teléfonos y un platanero. Durante toda la mañana, la atmósfera había estado envuelta en una niebla densa, pero se había esfumado, en la calle principal, como si la hubiera agotado la actividad humana. Tessa se cerró más el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, y miró de soslayo la pizarra de corcho de la pared adyacente: el programa semanal del autocine, un par de mercadillos domésticos —le encantaban esos mercadillos—, varias tarjetas comerciales y un cartel de las elecciones federales, dieciocho meses pasado de fecha.

Luego, un camarero estaba plantado allí, mirando sus piernas apreciativamente —hoy se había puesto medias— delgadas y oscuras bajo una falda. Normalmente solía llevar vaqueros o pantalones, pero también le gustaba ponerse de punta en blanco los martes, que era el día en que salía el semanario.

—¿Qué desea tomar?

Ella le dedicó una sonrisa.

—Nada todavía, gracias. Estoy esperando a un amigo.

—Como quiera —dijo el camarero, y se volvió detrás de la barra, una tabla de caoba australiana rematada con chapa. Había madera y hierro por todas partes, cayó en la cuenta, mientras sus ojos aterrizaban de nuevo en el cartel de las elecciones. Su voto no había logrado cambiar nada en ese momento. Procedía de una familia de votantes del partido laborista, pero el partido laborista hacía tiempo que se había vendido en los temas que a ella le importaban: la justicia social y una política exterior independiente. Cuando los laboristas empezaron a mostrar señales de decaimiento, había votado a los comunistas varias veces, en señal de protesta, pero el comunismo no tenía ya ningún fuelle. Ahora votaba a los verdes, porque los verdes realmente poseían valores y creencias, a diferencia de los laboristas. Probablemente se autocalificaría de Roja-Verde, como el movimiento político de Alemania, promoviendo tanto reformas sociales como reformas verdes. Lamentablemente, los verdes eran considerados por la gran mayoría como abraza-árboles, y, de hecho, había algunos que no iban más allá de eso en sus creencias. Nunca había votado a los liberales ni a los demócratas, y tampoco iba a votar nunca más a los laboristas, el partido cuyos ex primeros ministros eran ahora millonarios, y cuyos ex senadores y ministros evadían impuestos y cortejaban a los hombres más ricos de Australia.

Estaba allí sentada, indignándose en silencio, cuando vio pasar por la ventana la espigada silueta de Hal Challis. La suya era una relación complicada. Habían sido amantes durante un tiempo, algo que se desvaneció poco a poco, en lugar de acabar de una manera convincente. Ahora se limitaba a verlo en las conferencias de prensa y, en ocasiones como ésta, cuando tenían que intercambiar información.

Y aunque ya no importara, no podía dejar de preguntarse si él habría logrado liberarse al fin de su mujer. Ángela Challis estaba muerta, pero eso no significaba que estuviera muerta en el corazón de Challis. La historia había causado sensación en su momento. La mujer de Challis se había liado con otro policía, y los dos amantes citaron a Challis en un lugar perdido de una carretera secundaria con intención de matarlo. La intentona fracasó, y la mujer de Challis fue encarcelada por conspiración de asesinato. Pero en lugar de divorciarse de ella, y dejarla en la estacada, Challis se había sentido vagamente responsable, como si le hubiera fallado a Ángela, y fuera él, por lo tanto, quien la hubiera empujado a hacer algo drástico. Había ido dejando de quererla progresivamente —eso decía él al menos— y, sin embargo, permitió que le llamara y le escribiera durante años desde la prisión, que verbalizara su culpa y sus remordimientos. «Pasa página, Hal», le decía la gente, y sólo Dios sabe la de veces que la propia Tessa se lo había dicho, pero él no había pasado página, y cada vez que estaban juntos parecía ausente y triste.

Hacía un año que Ángela Challis se había quitado la vida en la enfermería de la prisión. Tessa se había compadecido, y no le había metido prisa a Challis, ni había saltado de alegría, sino que, por el contrario, había sido paciente, tierna y compasiva. ¿Y adonde le había llevado eso? Exactamente a ninguna parte. Challis se había vuelto todavía más autista, como si la culpa que sentía no hubiera desaparecido, sino que se hubiera multiplicado. Finalmente había dejado de verlo, dejado de esperarlo, pero durante un largo período de tiempo había sentido en su interior un dolor constante, un dolor que no era más que pérdida y vacío.

Sabía que él estaba luchando. Cuando todavía se acostaban juntos, Challis, en repetidas ocasiones, se había ido sigilosamente a su casa, justo después o a la mañana siguiente, para aclararse las ideas. Parecía desearla, y luego se sentía agobiado, como si no quisiera hacerle daño ni dejar que se hiciera ilusiones.

En cualquier caso, ése era el análisis de dos dólares de Tessa. Y había logrado pensar todas esas cosas durante el tiempo que tardó él en verla, sonreír, cruzar la sala y besarla en la mejilla. Cogió una silla y se sentó. Sus rodillas se rozaron, y ellos las apartaron educadamente, casi de forma automática.

—Vaya privilegio —dijo ella—. Un café matinal contigo en un sitio de moda.

—Tan de moda como pueda estar algo en Waterloo, al menos.

Observó su semblante.

—Pareces cansado.

—Es un asunto muy desagradable —dijo él, y le contó todo lo que sabía. Ella tomó notas, intentando no distraerse cuando su manga se encogía, revelando una muñeca huesuda y un centímetro de impecable camisa blanca. Por lo general odiaba las camisas blancas, pero a Challis le favorecían, gracias a lo delgado que era y al tono aceitunado de su piel.

—¿Qué pasó luego?

—Hablamos con la niña.

—¿Podría hablar yo con ella?

Challis dijo cansinamente:

—McQuarrie nunca lo permitiría. Es demasiado pequeña y tú no eres precisamente su persona favorita. —Sonrío con tristeza. McQuarrie tenía amigos en el Rotary, hombres de negocios locales que no querían un periódico local de izquierdas y dirigido para colmo por una mujer.

—Pero no me vas a marginar del asunto, ¿verdad, Hal? —Él lo negó con la cabeza—. Aunque puede que para esta tarde ya esté resuelto —masculló—, y dentro de una semana ya se haya convertido en agua pasada y no me sirva de nada.

Él le lanzó una sonrisa sarcástica.

—Siempre puedes escribir un artículo parecido al de las fiestas sexuales de las urbanizaciones, tan educadas y bien organizadas, que no tiene fecha de caducidad.

—Sí, sí, claro, tú escarba más en la herida.

—La gente me mira de una manera extraña, con sonrisitas tontas —dijo Challis—. Como si siguiera liado contigo y estuviéramos todo el rato entregados a la perversión.

—Pobrecito. —Y se lo quedó mirando, desafiante—. ¿No vas a preguntarme cómo era todo?

Él movió la cabeza.

—Tu artículo ya lo explicaba a la perfección. No voy a negarte que sentí un ligero morbo, pero por lo demás me dejó frío. Por otra parte, no es asunto de la policía, salvo si alguno de los asistentes fuera menor de edad.

Ella dejó escapar un suspiro.

—He recibido tal cantidad de cartas furibundas que todavía ando un poco mareada. La tirada ha subido pero, a cambio, hemos perdido publicidad.

—¿Cartas furibundas además del otro asunto?

«El otro asunto» al que se refería eran una serie de cartas amenazantes que había estado recibiendo durante los últimos meses, además de llamadas telefónicas anónimas en las que colgaban, mensajes escritos con jabón en el parabrisas y, en una ocasión, una pedrada en el marco de cristal de la puerta de su casa. Todo parecía ser obra de un solo hombre, el mismo que la llamaba puta y le decía que muy pronto recibiría su merecido. Y la policía no podía hacer gran cosa al respecto.

—Tarde o temprano le acabará explotando en la cara —dijo ella.

—¿En qué otra cosa estás trabajando?

—En el Centro de Detención.

—Pero ¿eso no está ya un poco trasnochado?

Tessa se encogió de hombros. Muy pocos de los que pedían asilo eran internados ya en el centro de Waterloo. La mayoría de los presos de allí habían incumplido o se habían quedado más de lo que permitían sus visados, y eran juzgados y expatriados de inmediato. Sin embargo, Tessa, en su papel de directora del Progress, había sido muy crítica con el centro desde el principio, frente a la apatía general, y quería darle la puntilla a Charlie Mead, el gerente del centro.

—Todavía se siguen cometiendo abusos allí, Hal. —Hizo una pausa—. Lo más probable es que tenga que dejarlo.

La miró, perplejo.

—¿Dejarlo?

—Me están haciendo la vida imposible. El artículo de las fiestas sexuales fue la gota que colmó el vaso.

Y empezó a explicárselo. Challis conocía algunos datos. El dueño del Progress era un hombre rico que tenía conciencia social y toleraba las opiniones de Tessa en la mayoría de las cuestiones. Lo que Challis no sabía es que el hombre también simpatizaba con la derecha cristiana y estaba furioso con ella por haber ido a las orgías y haber escrito sobre ello.

—Me quedan sólo tres meses de contrato.

Challis apretó su mano y la soltó.

—Se te echará de menos —dijo.

—¿Se me echará de menos o tú me echarás de menos? ¿Cuál de los dos, Hal?

—Los dos.

Ella suspiró.

—Pensé en ti el otro día. Estaba en el aeródromo por un artículo y fui a echarle un vistazo a tu Dragón. Esperaba encontrarte trabajando en el motor o algo parecido.

Ni el aeroplano ni su restauración habían significado gran cosa para ella cuando salía con Challis, pero era obvio que para el era importante, y su obsesión por una afición tan arcana había resultado ser algo extrañamente atractivo en su momento.

—Estoy pensando en venderlo.

—¡No! ¿Porqué?

—No he vuelto a trabajar en ello desde que dispararon a Kitty. Me produce escalofríos.

—Hal, nunca te había escuchado hablar así.

—Jugaré al golf con McQuarrie a cambio. —Le sonrió, pero era una falsa sonrisa y ella no se la devolvió. Luego se puso de pie y le plantó un beso detrás de la oreja—. Ya va siendo hora de que vuelva.

Cuando él se hubo ido, ella se quedó un rato en el café Laconic comprobando los mensajes del móvil. Luego tuvo una corazonada e intentó llamar de nuevo al Centro de Detención. Veinte segundos después, contra todo pronóstico, le pasaron a Charlie Mead, quien, durante meses, había estado «reunido».

—¿Cómo consiguió este número? —le preguntó. Ella frunció el ceño.

—Su secretaria ha pasado la llamada.

—Es una becaria. La muy idiota. ¿En qué puedo ayudarla?

—Ahora que el centro está reduciendo sus operaciones, he pensado que sería el momento ideal para hacer un artículo de opinión.

—¿La basura habitual? ¿Huelgas, automutilaciones, guardas que maltratan?

—Bueno, en realidad usted nunca estuvo asequible para darme otro punto de vista, señor Mead —dijo Tessa con prudencia.

—Claro. ¿Le viene bien a la una y media de esta tarde?

Increíble. Cuando Tessa volvió a su oficina, se había olvidado por completo de Challis.