Capítulo 3

 

N

ormalmente, Hal Challis empezaba el día dando un paseo cerca de su casa; pero quería pescar a Raymond Lowry por sorpresa, para preguntarle sobre las pistolas robadas; así que a las seis y media de la mañana se puso el abrigo, cogió su cartera y su portátil y se acomodó detrás del volante de su Triumph. Cinco minutos después seguía intentando arrancarlo. Cuando al fin se encendió el motor, lo hizo perezosamente echando una enorme cantidad de humo. Se hizo una nota mental de que tenía que llevarlo a revisar al taller.

Se dirigió a Waterloo, tomando la dirección del este a través de las tierras de cultivo, con la calima pisándole los talones, envolviendo los pinos y los eucaliptos que bordeaban la carretera, reduciendo el universo. «Calima»; era como si, en esos momentos, la bahía de Westernport se hubiera esfumado, ya que habitualmente una mancha de agua plateada se agitaba en la distancia. Challis supuso que estaba revuelta; de hecho, la noche anterior se había levantado de pronto un viento helado, que había entrado en contacto con el agua del mar, todavía cálida gracias a un otoño benigno, y el resultado era esa niebla densa que todo lo transfiguraba. Sabía por experiencia que seguiría cubriendo la Península durante horas, un peligro para los barcos, autobuses escolares, taxis y trenes de cercanías. Y un peligro para la policía. Challis trabajaba en la sección de homicidios, pero hoy se compadecía de los agentes de tráfico. Unos locos furiosos lo adelantaron a 100 kilómetros por hora antes de que se los volviera a tragar la niebla; irritados por él, el parsimonioso conductor de un viejo Triumph. Viejo, incomprendido y con la calefacción estropeada.

Pronto llegó a una llanura cerca de una franja de manglares, y, finalmente, a los distribuidores de ruedas, gasolineras y depósitos de coches de segunda mano, que caracterizaban a las afueras de Waterloo. Casas nuevas, baratas y hacinadas se acurrucaban penosamente bajo la niebla. Había un gran índice de paro en los nuevos territorios; tiendas vacías en la calle principal; un sinfín de problemas para los trabajadores sociales. Y, sin embargo, en una colina baja que se alzaba sobre el pueblo había una zona vallada de casas de un millón de dólares con vistas sobre la bahía de Westernport.

Waterloo era la ciudad más grande de ese lado de la Península, cercada por las tierras de cultivo por un lado, y los pantanos de manglares y la bahía por el otro. Tres supermercados, cuatro bancos, un colegio de secundaria y un par de colegios de primaria públicos y católicos, algo de industria ligera, una refinería de combustible en frente del club náutico, una biblioteca, una piscina municipal, varios pubs, cuatro tiendas de «Todo a cien» y varios locales comerciales vacíos. Una ciudad emergente, de eso no cabía duda, pero que seguía creciendo y a menos de una hora y cuarto de distancia de Melbourne.

Challis aminoró la marcha para rodear una rotonda y luego bajó por la calle principal en dirección a la costa, pasando por la piscina y el club náutico, de camino a la pasarela de madera que atravesaba los manglares. Allí aparcó y paseó durante una hora, sus pisadas silenciosas y huecas sobre las tablas de aglomerado de pino. Debajo de él podía sentir el movimiento de la marea y en una o dos ocasiones hubo un golpe de viento y un apresurado timbre de aviso, al tiempo que un ciclista lo adelantaba a una velocidad excesiva para un camino tan estrecho y bajo una luz tan grisácea y tenue.

Las siete y media. Se paró a contemplar un cisne negro y pensó en su esposa muerta. Ella nunca había entendido su necesidad de levantarse temprano y pasear, o su necesidad de pasear solo. Quizá la carcoma se había instalado en su matrimonio debido a esa diferencia esencial entre ellos. Sus paseos solitarios le centraban: resolvía problemas, diseñaba estrategias, redactaba informes, hacía lo mejor que podía odiando o amando. Otras personas —como su mujer— querían charlar o beber por la zona cuando paseaban, pero Challis paseaba para pensar, poner su sangre en movimiento y buscar respuestas en su interior.

Qué extraño que siempre acabara apareciendo ella en su pensamiento. Qué extraño que ella siguiera siendo la persona a la que mostraba sus argumentos y pasaba información, como si ella todavía le importara más que nadie, como si todavía tuviera la esperanza de brillar ante sus ojos, como si ella no hubiera intentado matarlo y su propia muerte no lo hubiera interrumpido todo.

Las siete cuarenta y cinco. Se apartó del cisne, se dirigió hacia su coche y condujo de vuelta a la calle principal. Allí, los madrugadores de la panadería, el café y el puesto de periódicos estaban abriendo sus puertas, barriendo la entrada y limpiando sus cajas registradoras. Entró en el café Laconic, compró un solo para llevar y un cruasán, y se los tomó en el coche, vigilando y esperando.

A las ocho menos cinco apareció Lowry, que venía caminando desde el aparcamiento que había detrás de la galería comercial. El hombre llevaba vaqueros, anorak y un gorro de lana. Un tipo alto y fornido a quien le encantaba mostrar un montón de dientes cuando hablaba. Challis observó cómo buscaba sus llaves y abría la puerta de la tienda. Tanto las ventanas como la puerta estaban empapeladas de anuncios de móviles y planes de telefonía. Waterloo Mobile World, se llamaba la tienda.

Challis le dio a Lowry un par de minutos, y luego entró, disparando una alarma.

—No abrimos hasta... —empezó a decir Lowry, y luego algo le hizo parar, algo relacionado con la tranquilidad y decisión que percibió en Challis.

»¿Qué es lo que desea?

—Otra charla, señor Lowry —dijo Challis Raymond Lowry mostró indignación y perplejidad con su boca y con sus hombros:

—¿Acerca de qué?

—De la investigación del jueves —contestó Challis—, Estoy acabando mi informe para el juez.

—Deje que cierre la puerta —dijo Lowry con resignación. La cerró y después le hizo un gesto a Challis para que lo siguiera a una habitación en la trastienda, llena de cachivaches, donde se sentó de inmediato detrás de una mesa de despacho y empezó a tomar notas en un cuaderno. No había ninguna ventilación en ese cuarto diminuto. Un calentador eléctrico azotó los tobillos de Challis, con una ráfaga de aire tórrido. Al poco, Lowry levantó la vista:

»Lo siento, es que hay un montón de papeleo en este trabajo.

Challis miró a su alrededor, a los archivadores de acero gris llenos de cajas de móviles y de accesorios de móviles:

—¿Va bien el negocio?

—No me puedo quejar.

—¿Mejor que la vida en la Marina?

Lowry se encogió de hombros.

La base de la Marina estaba a pocos kilómetros de distancia. Lowry había servido allí durante un tiempo, había conocido a una chica local y finalmente lo había dejado.

—No se pueden criar niños en ese tipo de entorno —dijo—. Te destinan todo el rato a un montón de sitios. Además, me gano bien la vida con esto.

Lowry, el sólido hombre de negocios y respetable padre de familia. Challis no le respondió y se limitó a esperar: un viejo truco.

—Mira —dijo Lowry con una sonrisa pacificadora, dejando al desnudo sus enormes y gloriosos dientes — , ¿Qué más te puedo decir? Apenas conozco al chico.

Un sábado por la noche en mayo, un armero de la base de la Marina, con un subidón importante de alcohol y drogas, había sido expulsado del pub Fiddlers Creek. Dos horas más tarde había vuelto sin ser visto, con una pistola de la armería y había matado a un traficante. Y más tarde, para acabar, se había pegado un tiro con la misma pistola. Las consecuencias habían sido muy graves: dieciocho cadetes habían sido expulsados tras dar positivo en un test de drogas y la operación de la armería estaba siendo investigada. En las primeras pesquisas se había descubierto que faltaban algunas pistolas: las de una partida antigua que estaba siendo reemplazada. Challis quería saber a toda costa cuál había sido el destino de esas pistolas.

—¿Qué casi no le conocías? Eso no es lo que me han contado —mintió—. He oído que erais bastantes colegas. ¿No eras tú acaso su contacto de fuera? El falsificó los papeles para cubrir el robo de varias pistolas, ¿y tú se las colocaste?

—De ninguna manera. Pistolas no.

Queriendo decir que sí, que era verdad que le habían pescado trapicheando con objetos robados el año anterior, pero que en ningún caso lo haría con pistolas.

—Entonces, ¿quién trapicheaba por él?

Lowry abrió mucho los brazos:

—¿Y cómo demonios quieres que lo sepa?

—¿Qué tal está tu mujer? —dijo Challis.

Lowry titubeó ante ese cambio de tornas. Llevaba el pelo cortado al rape y se pasó una mano por los pinchos como para reunir sus pensamientos:

—Nos hemos separado.

Challis ya lo sabía por el expediente de Lowry. La señora Lowry había conseguido una orden de alejamiento de su marido y luego lo había dejado, obteniendo la custodia de sus tres hijos. Lowry se había unido a un grupo llamado «Padres Primero», donde no había parado de montar broncas.

—Vaya, lo siento.

Larry se ruborizó.

—Bueno, ¿estoy arrestado? ¿Me vas a acusar de algo o qué?

Challis sonrió sin una pizca de humor.

—Ya veremos —dijo, y volvió a su coche deseando que arrancará y que no le dejara colgado mientras Lowry miraba desde el escaparate de su tienda.

La estación de policía tenía dos niveles: oficinas, celdas, cantinas y salas de interrogatorio en el entresuelo, y salas de conferencia, Unidad de Investigación Criminal y un pequeño gimnasio en el primero. Challis entró por la puerta de atrás y se dirigió a su buzón, en el pasillo, detrás de la recepción. Metió la mano dentro, sacó varios memorándums y empezó a hojearlos.

La mayoría los tiró al cubo rebosante de papeles que había cerca, pero se detuvo, con una furia inútil, en uno del superintendente McQuarrie dirigido a todos los inspectores: «El superintendente adjunto va a hacer algunas preguntas muy molestas este año y se espera de vosotros que entreguéis presupuestos equilibrados. La situación presupuestaria se está convirtiendo en el mayor desafío gestor de la región y, por lo tanto, cualquier pedido, cualquier partida de gastos, será analizado exhaustivamente».

Challis ya había vivido recortes de presupuesto en otras ocasiones. El resultado habitual era que el gasto en papel se disparaba para redactar una masa creciente de memorándums, mientras que el dinero para pilas de linternas, intérpretes, plumas, material de limpieza o llamadas de móvil desaparecía. Y lo que era más grave todavía: a cualquier sección se le podía cobrar por utilizar los servicios de otra sección, se había reducido el acceso a los registros de llamadas de víctimas y sospechosos, y había un presupuesto mínimo para pinchar teléfonos. Lucha contra el crimen por comités. Eso es lo que pensaba Challis.

Dio media vuelta para dirigirse a la escalera que llevaba al primer piso.

—Hal —dijo una voz antes de que llegara arriba. Giró la cabeza: el sargento primero Kellock, un hombre muy corpulento que hacía honor a su apellido [1] y que era, asimismo, el oficial uniformado al mando de la comisaría, le estaba haciendo señas. Challis asintió con la cabeza y entró en el despacho de Kellock—. Esto llegó para ti.

Era un paquete del tamaño de una caja de cartón de botellas de vino, envuelto en un grueso papel marrón. A Challis le asediaron sentimientos muy complejos cuando vio los nombres de los remitentes: los padres de su esposa muerta. Él les tenía aprecio y era un sentimiento mutuo, pero, aun así, había estado intentando alejarse de ellos.

—Gracias —masculló.

—Colega, no somos una oficina de correos —dijo Kellock.

Challis sabía que el paquete lo habían entregado en recepción. No había ningún motivo, salvo el del cotilleo, para que Kellock se hubiera hecho cargo de ello. Francamente irritado, Challis llevó la caja escaleras arriba hasta el primer piso.

La Unidad de Investigación Criminal era una sala muy grande llena de mesas de despacho, archivadores, teléfonos, mapas de pared y ordenadores. Ellen Destr y, la sargento de la UIC, tenía ese día media jornada libre; Scobie Sutton, uno de los detectives, pasaba la mañana en los juzgados. Un tercer detective estaba haciendo un cursillo intensivo de una semana en la ciudad, y el cuarto estaba de vacaciones. Hoy iba a reinar la tranquilidad en la UIC.

El despacho asignado a Challis era un cubículo partido por la mitad en una esquina, con una vista deprimente al aparcamiento de detrás del edificio. Una vez dentro dejó la caja en el suelo, encendió su ordenador y miró su correo electrónico. Sólo tenía un mensaje del superintendente McQuarrie pidiéndole que escribiera un informe sobre la actividad policial de la región. Challis lo imprimió e intentó encontrarle algún sentido a las directrices, mientras una furia sorda le calentaba la cabeza. ¿Acaso había alguna diferencia entre una «declaración de intención», «una meta» y «un objetivo»? Palabrería, palabrería hueca: en eso se había convertido la profesión de policía.

Harto, se hizo un café y con la mano buscó detrás de él la polvorienta radio que había en su estantería, repleta de libros de derecho, reglamentos policiales y carpetas desgastadas de papel. Y con el murmullo de fondo de las noticias de las nueve de la mañana, Challis se sentó frente al ordenador, sacó sus notas y empezó a rumiar su informe al juez sobre el tiroteo de la Marina.

Pero, en realidad, estaba retrasando lo inevitable. Rescatando el paquete del suelo, rompió el envoltorio y encontró una caja de cartón sellada con una nota pegada al borde.

 

Queridísimo, Hal:

Estas cosas de Angie llegaron aquí hace pocos días. Por lo visto estaban almacenadas en la prisión, sin que nadie reparase en ellas. Y hemos pensado que las deberías tener tú para que hagas con ellas lo que creas conveniente. Cuídate, querido Hal, nos acordamos a menudo de ti.

Con cariño,

BOB Y MARG

 

Challis abrió la caja y miró los tristes restos de la vida de su esposa: novelas de bolsillo, un cepillo y un peine, maquillaje, un pequeño álbum de fotos, un reloj de pulsera, la ropa que llevaba cuando fue arrestada. Tragó saliva y quiso llorar. Luego volvieron a reafirmarse los hábitos e imperativos de sus días y tiró la caja con todo su contenido a la papelera.

Demasiado pronto para saber si ese gesto tenía algún significado.

Volvió a su informe. Sonó el teléfono. Era el superintendente McQuarrie, pero un McQuarrie roto, no el peripuesto golfista ni el pelotillero de la Cámara de Comercio.