SLAGTOWN

(ALABAMA)

17 DE OCTUBRE DE 1949

Artis vivía con su segunda esposa, Madeline Poole, que trabajaba de sirvienta en una casa muy buena, para una familia de la elegante avenida Highland. Vivían en casa de Madeline, en el n.° 6 del pasaje Tin Top, en la zona sur de la ciudad. El pasaje Tin Top no era más que dos hileras de destartaladas barracas de madera con techumbre de hojalata, con un sucio rodal de tierra a modo de jardín, casi todas decoradas con bañeras en cuyo interior plantaban todo tipo de flores, para compensar el descolorido color gris de la madera de las barracas.

Estaba a dos pasos del que había sido su anterior domicilio, que no era otra cosa que el pabellón del servicio en la parte trasera de una gran mansión, en el n.° 2 de la calle G.

Artis encontraba aquel barrio muy agradable. A sólo una manzana estaba Magnolia Point, adonde podía ir a darse un garbeo por las tiendas y visitar a los maridos de otras sirvientas. A última hora de la tarde, después de cenar, casi siempre con sobras de los señores blancos, salían todos a sentarse al porche, y, muy a menudo, alguien se arrancaba a cantar y, uno tras otro, iban siguiendo todos los demás. No faltaban distracciones, porque las paredes eran de papel de fumar y oía uno continuamente la radio y la gramola de los vecinos, además de a ellos. Y, cuando se oía a Bessie Smith elevar su voz desde el negro disco de baquelita cantando aquello de No tengo a nadie, todo el pasaje Tin Top se condolía por ella.

No faltaban en el barrio otras actividades sociales, y a Artis siempre le invitaban; les caía bien a todos en el pasaje, tanto a los hombres como a las mujeres. Rara era la noche en que no hubiese alguien friendo pescado en el patio, o haciendo carne a la parrilla en la barbacoa… y, si hacía mal tiempo, se sentaba uno bajo la amarillenta luz del porche a oír el tintineo de la lluvia en los tejados.

Aquella tarde de otoño, Artis había estado un rato sentado en el porche, contemplando las evoluciones de las azuladas volutas de humo de su cigarrillo, más alegre que unas Pascuas porque Joe Louis se había proclamado campeón del mundo y el equipo de béisbol de los Black Barón de Birmingham había terminado la liga invicto. Y, mientras estaba allí sentado, un chucho esquelético y sarnoso, de color marrón, se acercó caracoleando por el pasaje, a ver si le echaban algo de comer. Era el perro de Despuesdejohn, un amigo a quien llamaban así porque había nacido después de su hermano John. El perro subió las escaleras del porche de Artis, que le prodigó su diaria ración de palmaditas en la cabeza.

—No tengo nada para ti hoy, amiguito.

El chucho dio media vuelta, con cierto desencanto, y siguió por allí rebuscando, a ver si daba con algún mendrugo o incluso con algún resto de verdura. La Gran Depresión nunca llegó a su fin en aquel barrio y, para bien o para mal, había afectado también a los perros; casi siempre para mal.

Artis vio que se acercaba el camión de la Perrera Municipal, y también un empleado de uniforme blanco con la red en la mano. En el interior del camión iba ya un buen cargamento de desdichados perros que no dejaban de gañir, atrapados aquella misma tarde.

El de la perrera le silbó al chucho.

—Ven, amiguito…, aquí, ven… Ven aquí.

El dócil e inocente chucho fue hacia él y, cuando quiso darse cuenta, estaba ya en la red, patas arriba e izado hacia el camión.

Artis salió entonces del porche.

—¡Eh, oiga, usted, que ese perro tiene amo!

—¿Es suyo? —le dijo el de la perrera.

—No, no es mío. Es de Despuesdejohn. Así que no puede usted llevárselo, no señó.

—Me da igual de quién sea. No lleva chapa, y nos lo llevamos.

El compañero del de la perrera que iba en el camión bajó y se quedó allí observando.

Artis les rogó que no se lo llevasen, porque sabía que, en cuanto metían a un perro en la Perrera Municipal, ya no se le veía más, sobre todo si quien lo reclamaba era un negro.

—Por favor, permítame que vaya a avisarlo. Trabaja aquí cerca, en Five Points, para Mr. Fred Jones, despachando helados. Esperen sólo a que lo llame.

—¿Tiene usted teléfono?

—No señó, pero puedo ir corriendo hasta la tienda. No será más que un momento —le encareció Artis, en tono aún más insistente, al de la perrera—. Por favor, que Despuesdejohn es tan cortito que ninguna mujer se casaría con él, y el perro es lo único que tiene. No sé lo que haría si le pasase algo a ese perro. Sería capaz de matarse.

Los dos empleados de la Perrera Municipal se miraron y, el más comprensivo de los dos, asintió.

—De acuerdo —dijo—, pero si no está aquí dentro de exactamente cinco minutos nos marchamos. ¿Entendido?

—Sí, señó. Ahora vuelvo —dijo Artis echando a correr.

Mientras corría, se percató de que no llevaba encima ni una moneda, y rezó por que Mr. Leo, el tendero italiano, le prestase una de cinco centavos. Entró en la tienda sin aliento y se dirigió a Mr. Leone.

—MR. LEO, MR. LEO, NECESITO UNA MONEDA… QUE SE VAN A LLEVAR AL PERRO DE DESPUESDEJOHN… Y ME ESTÁN ESPERANDO. POR FAVOR, MR. LEO…

Mr. Leo, que no había entendido ni una palabra de lo que Artis le había dicho, le dijo que se calmase y que se lo explicase otra vez. Pero, cuando al fin le dio la moneda, un joven blanco estaba llamando por teléfono.

Artis se dio a los demonios, apoyándose ora en un pie ora en el otro, porque no podía quitarle el teléfono de la mano a aquel joven así por las buenas. Y pasó un minuto, y luego dos…

—¡Oh, Dios! —se lamentaba Artis.

Al final, Mr. Leo salió de detrás del mostrador y llamó con los nudillos en el cristal de la cabina.

—¡Fuera! —dijo.

El joven se despidió a regañadientes de su interlocutor, diciéndole que sería sólo un minuto, y colgó.

Pero, en cuanto Artis se metió en la cabina, cayó en la cuenta de que no sabía el número.

Buscó en el listín con las manos sudorosas y temblorosas, pendiente de un hilo… Claro. «Jones… Y más Jones… ¡Dios!… Jones… más Jones… Cuatro páginas de Jones… Fred B. Éste es…, pero es el particular…».

Tuvo que empezar de nuevo con las páginas amarillas. «¿Pero qué busco? ¿Heladerías? ¿Comestibles?». Y no daba con él. Marcó entonces el número de información.

—Información —le contestó una clara voz de blanca—. Dígame.

—Quisiera el teléfono de Fred B. Jones, señorita.

—¿Podría repetirme el apellido, por favor?

—Sí, señorita. Fred Jones, de Five Points —dijo Artis casi sin aliento.

—Mire, señor, tengo cincuenta Fred Jones. ¿No puede darme las señas exactas?

—No, señorita, pero vive en Five Points.

—Tengo tres Fred Jones, en la zona de Five Points… ¿Quiere que le dé los tres números?

—Sí, señorita.

Él rebuscó el lápiz en el bolsillo y ella empezó a cantárselos.

—Mr. Fred Jones, de la calle 18 Sur, 68799; Fred Jones, del 141 de Magnolia Point, 68745; y Fred C. Jones, de la calle 15, teléfono 68721…

Pero como, entre tanto, Artis no había dado con el lápiz, la telefonista colgó sin que llegase a anotar nada. Y vuelta al listín.

Apenas podía respirar. Le goteaba el sudor por los párpados entorpeciendo su visión. Farmacias…

Droguerías… Heladerías… Comestibles… ¡YA LO TENÍA! Allí estaba: Fred B. Jones, Comestibles, 68715…

Metió la moneda en la ranura y marcó el número. Comunicaba. Volvió a marcar. Y venga a comunicar…

—¡Oh, Dios!

Después de marcar ocho veces, Artis ya no supo qué hacer, y lo único que se le ocurrió fue correr hasta donde estaban los de la perrera. Dobló la esquina y, ¡gracias a Dios!, aún estaban allí, apoyados en el camión. Tenían al perro atado a la manecilla de la puerta del camión con una cuerda.

—¿Lo ha localizado? —le preguntó el más alto.

—No señó —dijo Artis jadeante—. No ha habido manera, pero sólo con que me llevasen ustedes hasta Five Points, daría con el…

—No, ni hablar. Ya hemos perdido bastante tiempo, chico —dijo, empezando a desatar al perro para meterlo en la caja del camión.

—De ninguna manera —dijo Artis desesperado—. No puedo dejar que se lo lleven.

Metió la mano en el bolsillo y, antes de que los de la perrera pudiesen reaccionar, Artis le había dado un tajo a la cuerda con la que sujetaban al perro, con su navaja automática de más de diez centímetros de hoja.

—¡Largo! —le gritó al perro.

Artis se dio la vuelta y vio cómo el agradecido chucho doblaba la esquina. Y sonriendo estaba, tan pancho, cuando le atizaron en todo el parietal izquierdo con la porra.

DIEZ AÑOS POR INTENTAR ASESINAR A UN EMPLEADO DEL AYUNTAMIENTO CON UN ARMA BLANCA. Y habrían podido ser treinta si aquellos dos hombres llegan a ser blancos.

Tomates verdes fritos
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