CAFÉ DE
WHISTLE STOP
WHISTLE STOP (ALABAMA)
28 DE OCTUBRE DE 1947
Muñón acababa de llegar de entrenarse y se había servido una cola. Idgie estaba detrás de la barra poniéndole a Smokey Lonesome una segunda taza de café.
—Tengo que hablar contigo, jovencito —le dijo al pasar junto a ella.
«Huy, huy, huy», pensó Smokey, sin levantar la vista de su trozo de tarta.
—¿Se puede saber qué he hecho? Yo no he hecho nada, ¿eh? —dijo Muñón.
—Eso es lo que tú te crees, amiguito —le replicó ella a Muñón, que por entonces medía más de metro ochenta y hacía tiempo que se afeitaba—. Vamos atrás.
El la siguió con paso cansino y se sentó a la mesa.
—¿Dónde está mamá?
—Está en una reunión de padres de alumnos. Pero, a ver, jovencito, ¿qué es lo que le has dicho a Peggy esta tarde?
Él puso una cara como si acabase de caer del nido.
—¿Peggy? ¿Qué Peggy?
—Lo sabes muy bien. Peggy Hadley.
—No le he dicho nada.
—No le has dicho nada.
—No.
—Dime entonces a ver por qué ha entrado hace una hora aquí, llorando a moco tendido.
—No sé. ¿Cómo lo voy a saber?
—¿No te ha pedido que fueses con ella esta tarde a bailar al Sadie Hawkins?
—Sí, me parece que sí. Ni me acordaba.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Vamos, tía Idgie, yo no quiero ir a bailar con ella. Es una cría.
—Pero, ¿qué le has dicho?
—Pues que tenía cosas que hacer, o algo así. Está como una cabra.
—Caballero, te estoy preguntando qué le has dicho a la chica.
—Va; si era en broma.
—En broma, ¿eh? Lo que has hecho es hacerte el milhombres delante de tus amigos. Eso es lo que has hecho.
Muñón se rebulló en la silla, azorado.
—Le has dicho que volviese a pedírtelo cuando le creciesen las tetas, ¿no es eso?
Él no contestó.
—¿No es eso?
—Tía Idgie, era sólo una broma.
—Pues tienes suerte de que no te hayan cruzado la cara.
—Pues su hermano estaba allí conmigo.
—Una buena patada en el trasero tenían que haberos dado a los dos entonces.
—Ha hecho una montaña de nada.
—Una montaña de nada, ¿eh? ¿Tienes una ligera idea de lo que le ha costado a la chiquilla atreverse a pedírtelo? ¿Para que luego tú vayas y le sueltes eso delante de los demás chicos? Así que, óyeme bien, amiguito. Ni tu madre ni yo te hemos criado para que te comportes como un ignorante cabeza de chorlito. ¿Cómo te sentaría que alguien le hablase así a tu madre? ¿Y si una chica te dijese que volvieses a pedírselo cuando te creciese la pilila?
Muñón se ruborizó.
—Va, déjate de esas cosas, tía Idgie.
—No me dejo, no. No voy a permitir que te comportes como un barriobajero. Que no quieras ir a bailar es una cosa, pero ni a Peggy, ni a ninguna otra chica, tienes que hablarle así. ¿Me has oído bien?
—Sí.
—Quiero que bajes ahora mismo a su casa y te excuses. Y no lo digo a humo de pajas. ¿Me has oído?
—Si, tía.
Muñón se levantó.
—Siéntate, que aún no he terminado contigo.
Muñón suspiró y se dejó caer en la silla.
—¿Qué más?
—Quiero hablarte de otra cosa. Quiero saber qué es lo que te pasa con las chicas.
Muñón la miró azorado.
—¿A qué te refieres?
—Nunca me he metido en estas cosas contigo. Tienes diecisiete años, y eres casi un hombre. Pero a tu madre y a mí nos tienes preocupadas.
—¿Por qué?
—Pensábamos que, a estas alturas, ya se te habría pasado. Pero ya eres demasiado mayorcito para no andar siempre más que con chicos.
—¿Y qué les pasa a mis amigos?
—Nada. Sólo que no andas más que con chicos.
—¿Y qué pasa?
—Pues que hay un montón de chicas que beben los vientos por ti, y es que no les das ni la hora.
Muñón guardó silencio.
—No les dices más que burradas cuando alguna se te acerca; que te he visto.
Muñón empezó a hurgar en un agujerito del cuadriculado hule de la mesa.
—Mírame cuando te hablo… Tu primo Buster ya está casado, pronto va a ser padre, y sólo tiene un año más que tú.
—¿Y qué?
—Es que todavía tiene que llegar el día en que hayas invitado a una chica siquiera al cine; y siempre que hay baile en el Instituto, tú te vas de caza.
—Me gusta cazar.
—Y a mí. Pero es que en la vida hay otras cosas, además de la caza y los deportes.
Muñón suspiró y cerró los ojos.
—Es lo único que me gusta hacer —dijo.
—Te compré ese coche e hice que te lo adaptasen porque creía que te gustaría poder llevar a Peggy por ahí, pero todo lo que haces es ir arriba y abajo con los chicos.
—¿Y por qué Peggy?
—Bueno, quien dice Peggy dice cualquier otra… No quiero que te pases la vida solo, como el pobre Smokey.
—Smokey está tan a gusto.
—Ya sé que está tan a gusto, pero estaría mucho mejor si tuviera esposa e hijos. ¿Qué va a ser de ti si un día faltamos yo o tu madre?
—Pues saldría adelante, que no soy tan tonto.
—Ya sé que saldrías adelante, pero me gustaría que quisieses a alguien que se preocupase por ti. En cuanto te des cuenta, las chicas que más valen la pena estarán todas comprometidas. ¿Y qué pero le ves a Peggy?
—Si está bien…
—Ya sé que te gusta. Antes de que salieses con tantos humos siempre le enviabas algún detalle por San Valentín.
Muñón guardó silencio.
—¿Y no hay ninguna más que te guste?
—No.
—¿Porqué no?
Muñón se rebulló en el asiento.
—¡PORQUE NO, Y YA ESTÁ! ¡DÉJAME EN PAZ! —le gritó, tratando de escabullirse.
—Óyeme, amiguito —persistió Idgie—, tú en el campo de rugby podrás con todo, pero te he cambiado muchos pañales y he sido cocinera antes que fraile. Así que desembucha.
Tampoco entonces contestó Muñón.
—¿Qué es lo que te pasa, hijo?
—Mira, no sé de qué me hablas. Y tengo que irme.
—Siéntate. No tienes que ir a ninguna parte.
Él suspiró y se recostó en el respaldo.
—¿Es que no te gustan las chicas, Muñón? —le preguntó Idgie llanamente.
—Sí, claro que me gustan —repuso desviando la mirada.
—Entonces, ¿por qué no sales con chicas?
—Mira, no es que sea… ya me entiendes, si es eso lo que te preocupa. Es solo que… —dijo Muñón frotándose el sudor de la mano en las perneras.
—Anda, Muñón, dime lo que te pasa, hijo. Tú y yo siempre nos lo hemos contado todo.
—Ya lo sé. Pero de esto no quiero hablar con nadie.
—Eso ya lo sé, pero quiero que me lo cuentes. Así que, va, ¿que es?
—Pues es que… ¡Dios! —farfulló—. Es que me digo, ¿y qué pasará si una quiere hacerlo…?
—¿Acostarse contigo?
Muñón asintió con la cabeza, mirando al suelo.
—Pues, en tal caso —dijo Idgie—, me consideraría un chico con suerte, ¿o no? Me sentiría halagado.
Muñón se limpió el sudor del labio superior.
—Mira, hijo, si tienes algún problema físico con eso… ya me entiendes…, dímelo. Porque te llevamos al médico a que te mire y ya está.
Muñón meneó la cabeza.
—No. No es eso. No es que me pase nada a mí; lo he hecho miles de veces.
Idgie puso cara de susto ante la pasmosa cantidad, pero siguió hablándole con toda tranquilidad.
—Bueno, eso significa que por lo menos no te pasa nada.
—Claro que no me pasa nada; lo único es que no lo he hecho en realidad con nadie… Ya sabes… yo solo.
—Eso no hace daño. Pero ¿no te parece que deberías probar con alguna chica? No puedo creer que no hayas tenido oportunidad, con lo guapo que eres.
—Sí que he tenido la oportunidad. No es eso —dijo con la voz un poco quebrada—; es que… es que…
—¿Es que qué, hijo?
Muñón no pudo entonces reprimir las lágrimas, y alzó los ojos hacia ella.
—Es simplemente que me da miedo, tía Idgie. Me da mucho miedo.
En lo que Idgie no había caído es que Muñón pudiese asustarse de algo; él, que tan valiente había sido siempre en todo.
—¿Y de qué tienes miedo, hijo?
—Pues, no sé… que si me echo encima sin querer o pierdo el equilibrio por culpa del brazo, o no lo sé hacer bien. No sé, que a lo mejor le hago daño… ¡yo qué sé! —exclamó desviando la mirada.
—Mírame, Muñón. ¿De qué es de lo que, de verdad, tienes miedo?
—Ya te lo he dicho.
—Tienes miedo de que alguna chica se te ría ¿no?
Por fin, tras un momento de vacilación, lo confesó.
—Sí. Supongo que es eso —dijo tapándose la cara con la mano, avergonzado de sus lágrimas.
Idgie se enterneció, y entonces hizo algo que rara vez hacía: se levantó, lo rodeó con sus brazos y lo acunó como si fuese un bebé.
—Pero, cariño, no llores. Ya verás como todo te va bien, angelito mío. No vas a tener ningún problema. La tía Idgie no va a permitir que tengas ningún problema. Nada de eso. ¿Te he dejado alguna vez en la estacada?
—No, tía.
—No vas a tener ningún problema, chico. No lo permitiré.
Mientras lo acunaba, Idgie se sentía impotente y estaba barruntando a ver si daba con alguien que pudiese ayudarlo.
El sábado por la mañana, temprano, Idgie llevó a Muñón en el coche al Club de Pesca Wagon Wheel, como había hecho tantas veces años atrás; cruzaron la entrada flanqueada por las dos ruedas de carro y fueron hasta la cabaña, deteniéndose frente a la puerta de tela metálica del porche. Allí lo despidió.
La puerta de la cabaña se abrió y una pelirroja de ojos verdes recién bañada, empolvada y perfumada se asomó y dijo: «Pasa, cariño».
Entonces Idgie arrancó y se alejó con el coche.