RESIDENCIA

ROSE TERRACE

ANTIGUA AUTOPISTA MONTGOMERY,

BIRMINGHAM (ALABAMA)

28 DE JULIO DE 1986

Evelyn había vuelto a engordar todo lo que adelgazó durante el régimen, más otros cuatro quilos. Estaba tan disgustada por ello que ni siquiera reparó en que Mrs. Threadgoode había vuelto a ponerse el vestido del revés.

Estaban ambas atacando un bizcocho de chocolate de más de dos quilos, cuando Mrs. Threadgoode encontró un hueco para hablar.

—No sé qué daría por un buclecito de mantequilla. La margarina que nos dan aquí sabe a manteca. Tuvimos que comer tanta durante la Gran Depresión que no quiero ni verla. Así que no la pruebo, y me como la tostada a palo seco, o con un poco de mermelada de manzana.

«Porque, fíjate tú que, a pesar de que Idgie y Ruth compraron el café en el 29, en plena Gran Depresión, no creo que diesen nunca margarina. O, por lo menos, yo no recuerdo haberla probado allí. Resulta extraño que en todo el mundo lo estuviesen pasando tan mal y que, al pensar en el café, aquello; años de la Gran Depresión se me antojen tan felices a pesar de lo que tuvimos que luchar todos. Éramos felices y no lo sabíamos.

«Muchas noches nos sentábamos allí en el café a escuchar la radio. Qué sé yo la de programas que escuchábamos; teatro radiofónico, novelas, series policíacas; todo estupendo. No soporto los de la tele; no hay más que tiros y palabrotas. Antes, todo lo más, en los programas de radio se levantaban un poco la voz, pero siempre en plan divertido. Y los negros que ahora actúan en la tele no tienen el encanto de los de antes. Sipsey no habría sabido dónde meterse de haber oído a Big George hablar con esa chulería.

»Y no es sólo la tele. Mrs. Otis estaba un día en el supermercado y le dijo a un chiquito de color, que pasaba por su lado, que le daría cinco centavos si le ayudaba a llevar la bolsa de la compra al coche; y dice que él le dirigió una torva mirada, de lo más atravesado, y pasó de largo. Y no son sólo los negros, ¿eh? Cuando Mrs. Otis todavía conducía —hasta que se la pegó contra un tenderete de fruta— la gente no paraba de achucharnos tocándonos el claxon; y, al adelantarnos, nos hacían un corte de manga. Habrase visto qué modales. No hay por qué ser tan groseros.

»Y, los telediarios, ya no los sigo. No hay más que disturbios. Tendrían que darles unos tranquilizantes a todos para que se calmen una temporada. Creo que tanta mala noticia afecta a las personas, las vuelve insensibles. Así que, en cuanto aparece el telediario, cambio de canal, o lo apago.

«Últimamente, desde hace unos diez años, sólo presto verdadera atención a los programas religiosos. Tienen comentaristas de mucho talento. Cuando tengo, les envío dinero. El programa que dan de siete a ocho es el que más me gusta; aunque, en realidad, me gustan todos por igual, excepto el de esa que sale tan maquillada, que no estaría mal si no se pase todo el programa lloriqueando. Hable de cosas tristes o alegres, se diría que llora a moco tendido. Ésa lo que necesita es tomar hormonas. Y tampoco me gustan los predicadores que se pasan todo el rato gritando. No sé por qué han de gritar teniendo micrófono. Cuando se ponen a gritar de esa manera, Cambio de canal.

»Y te diré otra cosa: las tiras cómicas de los periódicos ya no son divertidas. Dime a ver dónde encuentras ahora un "Fred Basset", pongamos por aso.

»Y es que la gente ya no es feliz; no como lo era antes. Jamás se ve un rostro alegre, por lo menos yo no lo veo. Cuando Frances nos llevaba de paseo, yo siempre le decía a Mrs. Otis: "Fíjate qué caras más serias y qué expresión más agria llevan todos, incluso los jóvenes".

—Yo tampoco entiendo por qué la gente está tan resabiada —dijo Evelyn, suspirando.

—Y es en todo el mundo, encanto. El fin de los tiempos se acerca. Puede que lleguemos al segundo milenio, pero no estaría yo tan segura. Escucho a muchos buenos predicadores, y todos dicen que se acerca el fin de los tiempos. Dicen que está en la Biblia, en el Apocalipsis… Claro que ellos no pueden saberlo. Sólo Dios lo sabe.

»No sé cuánto tiempo de vida va a concederme Dios, pero tengo un pie en el otro barrio, para qué vamos a engañarnos. Por eso vivo cada día como si fuese el último. Quiero estar preparada. Y por eso no critico a Mr. Dunaway y a Vesta Adcock. Hay que vivir y dejar vivir.

—¿Qué pasa con ellos? —se sintió Evelyn obligada a preguntar.

—Ah, pues que creen que están enamorados. Eso es lo que ellos dicen. Huy, tendrías que verlos haciendo manitas y arrullándose por todas partes. La hija de Mr. Dunaway lo descubrió y se presentó aquí amenazando a la Residencia con una demanda ante los tribunales. ¡A Mrs. Adcok la llamó lagarta!

—¡Por Dios!

—Ya lo creo, encanto… y dijo que estaba intentando robarle a su padre. Armó tal alboroto que decidieron mandar a casa a Mr. Dunaway. Supongo que temían que él y Mrs. Adcock se acostasen. Pero a mí me parece que de eso ya… ni en sueños. Geneene dice que hace muchos años que él no está en condiciones, y que no podría… vaya, ni… ¿Qué más da entonces que se den un achuchón y se besen? Vesta tiene el corazón destrozado. Cualquiera sabe lo que es capaz de hacer.

»Que no creas, que aquí no te dan mucha manga ancha».

—Me lo figuro —dijo Evelyn.

Tomates verdes fritos
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