WHISTLE STOP

(ALABAMA)

18 DE DICIEMBRE DE 1930

Era una de esas gélidas tardes de Alabama, y los cochinillos estaban cociéndose en la enorme olla de hierro instalada en la parte trasera del café. La olla hervía a borbotones, rebosante de cochinillos, que no tardarían en impregnarse de la salsa especial que preparaba Big George para hacerlos después a la parrilla, en la barbacoa.

Big George estaba de pie junto a la olla, con Artis, cuando alzó los ojos y vio a tres hombres con el revólver al cinto, dirigiéndose hacia él.

Grady Kilgore, que era el sheriff local, y que trabajaba también como inspector de segundad en el Ferrocarril, solía llamarlo George. Pero, en aquel momento, quería pavonearse ante los otros dos.

—¡Eh, chico! Ven y échale un vistazo a esto —le dijo, mostrándole una fotografía—. ¿Has visto a este hombre por aquí?

Artis, que estaba encargado de remover la olla con un largo palo, empezó a sudar.

Big George miró la fotografía de aquel blanco del sombrero hongo y meneó la cabeza.

—No, señó… Ni por asomo —dijo, devolviéndola a Grady.

Uno de los agentes se acercó y miró hacia el interior de la olla, en la que los sonrosaditos cochinillos daban más vueltas que un tiovivo.

Grady volvió a guardar la fotografía en el bolsillo de su chaleco, que era el del uniforme oficial.

—Bien —dijo—, ¿y cuándo vamos a poder probar esta barbacoa, Big George?

Big George miró hacia el interior de la olla, ponderando el estado de la cocción.

—Pues, pueden venir hacia el mediodía de mañana… Sí señó, hacia el mediodía estará lista.

—No vayas a olvidarte de guardarnos un poco, ¿eh?

Big George sonrió.

—Sí señó, seguro; no faltaba más.

Mientras los otros dos agentes se dirigían ya hacia el interior del café, Grady bravuconeó con ellos.

—Ese negro hace una barbacoa de toma pan y moja; la mejor de Alabama. Ya veréis lo que es una barbacoa cuando la probéis. Los georgianos no tenéis ni idea de lo que es una buena barbacoa.

Idgie y Smokey estaban sentados dentro, fumando y tomando café. Grady fue hacia el perchero que estaba junto a la puerta, colgó el sombrero y se acercó entonces hacia donde ellos estaban sentados.

—Idgie, Smokey: os presento a los agentes Curtis Smoote y Wendell Riggins. Han venido desde Georgia buscando a un individuo.

Todos hicieron una inclinación de cabeza a modo de saludo y Grady y los dos agentes georgianos se sentaron.

—¿Qué os apetece? —dijo Idgie—. ¿Queréis café?

Los tres dijeron que sí.

—¡Sipsey! —gritó Idgie hacia la cocina.

Sipsey asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

—Prepara tres cafés, Sipsey. ¿Un poco de empanada?

—No —dijo Grady—, déjalo, que estamos aquí en misión oficial.

El más joven de los agentes, que era un tipo fornido, pareció decepcionado.

—Estos muchachos están buscando a un individuo, y yo he accedido a colaborar con ellos —dijo Grady.

Había accedido a colaborar, sí, pero a condición de hacerse cargo de la fotografía. Se aclaró la garganta y sacó la fotografía, con un talante entre ufano y displicente.

—¿Habéis visto a este hombre por aquí en los últimos dos días?

Idgie miró la fotografía y dijo que no, que no lo había visto, y se la pasó a Smokey.

—¿Qué es lo que ha hecho?

Sipsey llegó en aquel momento con el café, y Curtís Smoote, que no tenía más que huesos y pellejo, con un cuello que parecía un brazo arrugado asomando de una camisa blanca, contestó con su poquita aunque atiplada voz.

—No ha hecho nada, que sepamos. Lo que tratamos de averiguar es qué le han hecho a él.

Smokey les devolvió la fotografía.

—No, nunca le he visto —dijo—. ¿Y por qué lo buscan aquí?

—Porque, al salir de su casa, en Georgia, le dijo a uno de sus peones, hace un par de días, que se dirigía aquí. Y no ha regresado.

Smokey preguntó de qué parte de Georgia.

—De Valdosta.

—¿Y a qué vendría por aquí?, me pregunto yo —dijo Smokey.

—Sipsey —dijo Idgie dirigiéndose a la cocina—, tráenos un par de trozos de la tarta de chocolate. Quiero que la pruebe —añadió dirigiéndose al agente Riggins—. A ver qué le parece. Está recién hecha; pruébela, por favor.

—Oh, no, de verdad, no quisiera…

—Ande —dijo Idgie—, sólo un poquito. Me interesa la opinión de un experto.

—Bueno, de acuerdo; pero sólo un pedacito.

—Ya les he dicho a éstos —dijo el alfeñique, mirando de reojo a Idgie— que lo más probable es que haya agarrado una turca en alguna parte y aparezca en un par de días. Lo que no entiendo es qué pensaba encontrar por aquí. Aquí no hay nada…

—Pensamos que quizá tuviese una amiguita por aquí —dijo Wendell entre bocado y bocado— o algo así.

Grady se echó a reír.

—¡Quiá! En todo Whistle Stop no hay una sola mujer por la que nadie fuese a venir desde Georgia —dijo—. Salvo, quizás, Eva Bates —añadió.

Los tres rieron entonces, y Smokey, que había tenido también el placer de conocer a Eva, en la acepción bíblica de la palabra, se los quedó mirando.

—Tan cierto como que hay Dios —dijo.

Grady atacó el otro trozo de tarta, divertido aún con su propia gracia. Pero el alfeñique estaba serio y se inclinó sobre la mesa, hacia Grady.

—¿Quién es Eva Bates?

—Ah, es una pelirroja que regenta el bar del Club de Pesca Wagon Wheel, junto al río —dijo Grady—. Una amiga nuestra.

—¿Y crees que la tal Eva pudiera ser a quien vino a ver?

Grady, que seguía atizándole a la tarta, le echó un vistazo a la fotografía, que estaba sobre la mesa, y lo descartó en redondo.

—Quiá. Ni por pienso.

—¿Y por qué no? —porfió el alfeñique.

—Pues, para empezar, porque no es el tipo de hombre que a ella le cuadra.

De nuevo se echaron los tres a reír, aunque Wendell Riggins lo hizo por seguirles la corriente, porque no había captado la onda.

—¿Qué quieres decir con que no es tipo que le cuadre?

Grady soltó el tenedor.

—Mirad, no quisiera parecer indecoroso, que ni siquiera conozco a este tipo de la fotografía, pero a mí me parece un poco sarasa. ¿No opinas lo mismo, Smokey?

Smokey asintió.

—Lo que os digo, muchachos: que en cuanto le echase los tejos a Eva, ella le tiraba una teja.

Y otra vez se echaron a reír los tres.

—Bueno —dijo Smoote volviendo a mirar a Idgie de reojo—, supongo que tú hablas con mejor conocimiento de causa.

—¡La vida, chicos, la vida! —prosiguió Grady en el mismo tono, guiñándoles el ojo a Idgie y a Smokey—. Ya sabéis lo que se dice, que todos los georgianos tenéis un ramalazo…

—Eso he oído yo también —dijo Smokey con una risita burlona.

Grady se recostó en el respaldo de la silla y se acarició la tripa.

—Bueno, me parece que ya es hora de que nos larguemos. Tenemos que parar en varios sitios más antes de que oscurezca —dijo volviendo a guardar la fotografía en el bolsillo.

Al levantarse los tres, ya para marcharse, el agente Riggins se volvió hacia Idgie.

—Gracias por la tarta, Mrs…

—Idgie.

—Pues, gracias Mrs. Idgie. Estaba deliciosa de verdad, muy amable.

—Nada; no faltaría más.

—Por aquí los verás de nuevo —dijo Grady cogiendo el sombrero—. Los traeré mañana a que prueben la barbacoa.

—Estupendo. Me encantará.

—Por cierto, ¿dónde está Ruth? —dijo Grady volviendo la cabeza.

—Está en casa con mamá, que está enferma, y bastante.

—Sí, eso he oído —dijo Grady—. Ya sabes cuánto lo siento. Hasta mañana, pues.

Y enfilaron la puerta.

Aunque eran sólo las cuatro y media de la tarde, el cielo tenía ya un color gris plomizo, con sólo unas pinceladas plateadas por el norte, y el invernal sirimiri que empezaba a caer era gélido.

Al lado, las ventanas de la peluquería de Opal estaban ya decoradas con parpadeantes luces navideñas, que se reflejaban en la mojada acera. En el interior, la aprendiza de Opal barría mientras la radio emitía música navideña. Opal estaba dándole los últimos toques a su última clienta, Mrs. Vesta Adcock, que iba a un banquete de los ferrocarriles L&N por la noche, en Birmingham. Las campanillas de la puerta tintinearon al entrar Grady y los agentes.

—Opal —dijo Grady con la voz que ponía cuando iba de servicio—, ¿podríamos hablar contigo un minuto?

Vesta Adcock los miró aterrada y se ciñó el floreado cuello de su bata, gritando: «¡PERO QUÉ SIGNIFICA ESTO!». Opal alzó los ojos, no menos horrorizada, y se acercó casi de un brinco a Grady con un peine verde en la mano.

—Oye, que aquí no podéis entrar, ¡que es una peluquería de señoras! No pueden entrar hombres. ¿Qué es lo que pasa? ¿Es que habéis perdido el juicio? Andad, andad, ¡fuera de aquí! ¡Pero cómo se os habrá ocurrido!

El grandullón Grady y los dos agentes se tropezaron entre sí, tratando de ganar la puerta y, al instante, estuvieron en la acera, mientras Opal los fulminaba con la mirada a través del vaho de la ventana.

Grady volvió a guardarse la fotografía de Frank Bennett en el bolsillo.

—Bueno, desde luego aquí no ha puesto los pies —dijo—; ni en broma.

Los tres se subieron el cuello de sus chaquetones y cruzaron las vías del tren.

Tomates verdes fritos
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