WHISTLE STOP

(ALABAMA)

18 DE JULIO DE 1924

Ruth llevaba en Whistle Stop unos dos meses y, aquel sábado por la mañana, alguien llamó con los nudillos a la ventana de su dormitorio a las seis de la madrugada. Ruth abrió los ojos y vio a Idgie sentada en el cinamomo, indicándole con elocuentes ademanes que abriese la ventana.

Ruth se levantó medio dormida.

—¿Qué haces levantada tan temprano?

—Prometiste que hoy iríamos de excursión.

—Ya lo sé, pero no tan temprano, ¿no te parece? Es sábado.

—Por favor. Prometiste que iríamos. Si no sales en seguida subiré al tejado y me mataré. ¿Qué harías entonces?

Ruth se echó a reír.

—Pero ¿qué hay de Patsy Ruth, Mildred y Essie Rue? ¿Es que ellas no vienen?

—No.

—¿No te parece que deberíamos preguntarles?

—No. Por favor, quiero que vengas sólo conmigo. Por favor. Quiero enseñarte algo.

—Mira, Idgie, no quiero hacerles ese feo.

—No vas a hacerles ningún feo. No les apetece ir. Ya se lo he preguntado, y quieren quedarse en casa por si le da por pasar a alguno de sus estúpidos novietes.

—¿Estás segura?

—Claro que estoy segura —mintió Idgie.

—¿Y Ninny y Julián?

—Dicen que tienen cosas que hacer hoy. Anda, Ruth, que Sipsey ya nos ha preparado el almuerzo para las dos, para que nos lo llevemos. Si no vienes, saltaré del tejado y tendrás mi muerte en tu conciencia. Estaré muerta en la tumba y entonces desearás haber accedido a una simple excursión.

—Bueno, de acuerdo. Deja que me vista, por lo menos.

—¡Pero date prisa! No hace falta que te vistas del todo; sal tal cual estás… que te espero en el coche.

—¿Es que vamos a ir en el coche?

—Claro. ¿Por qué no?

—Bueno, pues.

Lo que Idgie no dijo es que había entrado a hurtadillas en el dormitorio de Julián a las cinco de la madrugada y le había cogido las llaves del coche del bolsillo del pantalón; así que era de la mayor importancia salir antes de que se despertase.

Una vez en el coche fueron hacia un paraje que Idgie había descubierto hacía años, por la zona del lago Double Springs, donde había una cascada que caía sobre un cristalino arroyo lleno de preciosos cantos rodados grises y marrones, suaves y redondeados como huevos.

Idgie extendió la manta en el suelo y fue por la cesta, que estaba en el coche. Le estaba echando misterio.

—Ruth —dijo al fin—, si te enseño una cosa, ¿me juras que nunca se lo dirás a nadie?

—¿Si me enseñas qué? ¿Qué es?

—¿Juras que no se lo dirás a nadie?

—Lo juro. ¿Qué es?

—Ahora te lo enseño.

Idgie alcanzó la cesta y sacó de ella una jarra vacía de cristal. Luego dijo «vamos», y fueron caminando casi dos kilómetros internándose en el bosque.

—¡Ahí está! —dijo señalando a un árbol.

—¿Que ahí está qué?

—Ese roble grande de allí.

—Ah.

Idgie tomó a Ruth de la mano y la condujo hacia la izquierda, a unos treinta metros, bajo un árbol.

—Ahora, Ruth —le dijo—, quédate aquí quieta y, pase lo que pase, no te muevas.

—¿Pero qué es lo que vas a hacer?

—Ya lo verás. Tú sólo mírame, ¿de acuerdo? Y no te muevas. Y no hagas el menor ruido.

Idgie, que iba descalza, empezó a caminar hacia el roble y, al llegar a mitad de camino, se volvió a ver si Ruth la miraba.

Cuando estuvo a unos tres metros del árbol, volvió a asegurarse de que Ruth seguía mirándola. Y entonces hizo algo asombroso. Avanzó lentamente de puntillas, tarareando muy quedamente, y metió la mano con la jarra en un agujero que había justo en el centro del tronco.

De pronto, Ruth oyó un sonido como de sierra mecánica, y el cielo ennegreció con una nube de furiosas abejas que salieron en estampida del agujero.

En pocos segundos, Idgie quedó cubierta de pies a cabeza por miles de abejas. Idgie se quedó quieta y, al cabo de un minuto, fue sacando la mano con cuidado del árbol y volvió lentamente sobre sus pasos hacia Ruth, sin dejar de tararear.

Al llegar junto a ella casi todas las abejas habían volado, y lo que hacía un instante no era más que una negra figura, fue de nuevo Idgie, allí de pie y con una sonrisa de oreja a oreja, con una jarra de miel silvestre en la mano.

—Aquí la tienes —dijo, ofreciéndosela a Ruth—. Para usted, madame.

Ruth, que se había llevado un susto de muerte, dejó resbalar la espalda por el tronco del árbol y se sentó en el suelo echándose a llorar.

—¡Te he visto muerta! ¿Por qué has hecho eso? ¡Te han podido matar!

—Anda, no llores —dijo Idgie—. Lo siento. Toma; ¿no quieres la miel? La he cogido sólo para ti… Por favor, no llores. No pasa nada. Lo he hecho muchas veces. Nunca me pican. De verdad. Anda, deja que te ayude a levantarte, que estás poniéndote perdida.

Idgie dio a Ruth el viejo pañuelo de hierbas que llevaba en el bolsillo del mono. Ruth todavía temblaba, pero se levantó, se sonó la nariz y se sacudió el vestido.

—Piensa, Ruth —dijo Idgie tratando de tranquilizarla—, que nunca he hecho esto por nadie. Y ahora tú eres la única persona en el mundo que sabe que puedo hacerlo. Sólo quería que compartiésemos un secreto; eso es todo.

Ruth guardó silencio.

—Lo siento, Ruth; no te enfades conmigo.

—¿Enfadarme? —dijo Ruth rodeando a Idgie con sus brazos—. Oh, Idgie. No estoy enfadada contigo. Sólo que no sé lo que haría si alguna vez te sucediese algo. De verdad.

A Idgie empezó a latirle el corazón tan fuerte que casi se cae redonda.

Después de que se hubieron comido el pollo, la ensalada de patatas, las galletas y casi toda la miel, Ruth se recostó en el árbol e Idgie reclinó la cabeza en su regazo.

—¿Sabes, Ruth?, mataría por ti. Si alguien te hiciese daño alguna vez lo mataría sin pensarlo un instante.

—No, Idgie, no digas esas cosas.

—¿Por qué no? Antes mataría por amor que por odio. ¿Tú no?

—Lo que creo es que nada justifica matar.

—Bueno. Pues, entonces, moriría por ti. ¿Qué pasa? ¿No crees que se pueda morir por amor?

—No.

—Pues la Biblia dice que Jesucristo lo hizo.

—Es distinto.

—No es distinto. Podría morir ahora mismo y no me importaría. Sería el único cadáver sonriente.

—No seas loca.

—Hoy podría haber muerto. ¿O no?

Ruth la tomó de la mano y le sonrió.

—Mi Idgie es una encantadora de abejas —le dijo.

—¿Aaaah, sí?

—Aja. Eso es lo que eres. Ya había oído que hay personas que son capaces de hacer eso, pero nunca lo había visto.

—¿Y te parece mal?

—¡Qué va! Es maravilloso. ¿O es que a ti no te lo parece?

—Psse… Más bien pensaba que era una locura.

—Es maravilloso ser una encantadora de abejas.

Ruth se inclinó hacia Idgie y le susurró al oído.

—Eres una estupenda encantadora de abejas, Idgie Threadgoode; eso es lo que eres…

Idgie le sonrió y miró hacia el cielo azul que se reflejaba en sus ojos, sintiéndose tan feliz como pueda sentirse en verano todo enamorado.

Tomates verdes fritos
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