CAFÉ DE
WHISTLE STOP
WHISTLE STOP (ALABAMA)
18 DE NOVIEMBRE DE 1931
Por entonces, el nombre del café estaba escrito en centenares de furgonetas desde Seattle a Florida. Splinter Belly Jones dice que ha llegado a verlo incluso en Canadá.
Las cosas fueron bastante mal aquel año y, por la noche, todos los bosques que rodean Whistle Stop titilaban con las llamas de los fuegos de los campamentos de temporeros sin trabajo a quienes, en una u otra ocasión, Idgie y Ruth tuvieron que dar de comer.
Cleo, el hermano de Idgie, estaba preocupado. Había llegado al café a recoger a su esposa Ninny y a su hijo, el pequeño Albert. Estaba tomando café y comiendo cacahuetes.
—Mira, Idgie, no tienes por qué darle de comer a todo el que asome por la puerta. Esto es un negocio. Me ha dicho Julián que, al llegar el otro día, se encontró con siete comiendo de gorra. Y me dijo que serías capaz de quitárselo a Ruth y a la criatura para dárselo a esos vagabundos.
—Bah, Cleo —dijo Idgie con un desdeñoso ademán—, ¿qué sabrá Julián? Se moriría de hambre de no ser porque Opal ha puesto la peluquería. ¿Qué caso has de hacerle a él? ¿No ves que tiene menos seso que un mosquito?
Cleo no podía decir que estuviese en desacuerdo en esto.
—No se trata sólo de Julián, cariño. Es que me preocupas.
—Ya sé.
—Lo que quiero es que tengas un poco de cabeza y no seas tan tonta como para regalar todas las ganancias.
—Mira, Cleo —dijo Idgie mirándolo sonriente—, sé de buena tinta que la mitad de la gente de la ciudad lleva cinco años sin pagarte. Y no veo que por eso les des con la puerta en las narices.
Ninny, que por lo general tenía la boca cerrada, metió baza.
—Tiene razón, Cleo.
Cleo se comió un cacahuete. Idgie se levantó y le rodeó el cuello con el brazo con talante juguetón.
—Pero no ves, cascarrabias, más que cascarrabias, que tú eres el primero que no tienes un no para quien necesita comer.
—No sé cómo voy a decirles que no si se lo toman —dijo él aclarándose la garganta—. Pero mira, en serio, Idgie, no pretendo darte lecciones sobre cómo debes llevar tu negocio, pero lo único que quiero saber es si, por lo menos, ahorras algo.
—¿Ahorrar? ¿Para qué? —dijo Idgie—. ¿Sabes lo que te digo? Que el dinero acaba con uno. Hoy, sin ir más lejos: llega uno y me cuenta que un tío suyo tenía un empleo muy bien pagado en Kentucky, en la Casa de la Moneda, haciendo dinero para el Gobierno; y que todo le iba muy bien hasta que un día le dio a la palanca equivocada y murió aplastado bajo trescientos quilos de perras gordas.
—¡Oh, qué espanto! —exclamó Ninny horrorizada.
Cleo miró a su esposa como si estuviese loca.
—Por Dios santo, mujer, ¡te crees todo lo que esta chifladilla de mi hermana te dice!
—Pues podría ser verdad, ¿no? ¿De verdad lo mataron las perras gordas, Idgie?
—Y tan de verdad. No sé si fueron perras gordas o chicas, pero el caso es que palmó.
Cleo meneó la cabeza y su hermana Idgie no pudo contener la risa.