DAVENPORT,

IOWA

CAMPAMENTO DE TEMPOREROS

15 DE OCTUBRE DE 1929

Había cinco hombres sentados alrededor de un fuego de llama débil. Sombras negras y anaranjadas bailaban en sus rostros mientras tomaban un café aguado en botes de lata. Eran Jim Smokey Phillips, Elmo Inky Williams, Boweevil Jake, Crackshot Sackett y Chattanooga Red Barker, cinco de los doscientos mil que vagaban por los campos aquel año.

Smokey Phillips miró hacia arriba pero no dijo nada, y otro tanto hicieron los demás. Estaban cansados y contrariados aquella noche, porque sabían que el viento gélido que soplaba anunciaba el principio de otro crudo e inmisericorde invierno, y Smokey sabía que pronto tendría que ir hacia el sur, como las grandes bandadas de gansos, igual que había hecho otros muchos años.

Había nacido una escarchada mañana, allá en Smoky Mountains, en Tennessee. Su padre, un tipo que había vivido a salto de mata, que se convirtió en destilador de licores de la segunda generación y que se enamoró de su propio producto, cometió el fatal error de casarse con una «buena mujer», una sencilla provinciana cuya vida giraba alrededor de la Iglesia Baptista del Libre Albedrío de Pine Grove. Smokey pasó casi toda su infancia sentado durante horas en duros bancos de madera, junto a su hermanita Bernice, asistiendo a los oficios, cántico tras cántico y lavatorio de pies tras lavatorio de pies. Durante los oficios, su madre era una de las que solía levantarse a hablar disparatando en una extraña lengua.

A la larga, conforme ella fue impregnándose cada vez más del Espíritu, su padre fue vaciándose de él y dejó radicalmente de acudir a la iglesia. Y les dijo a sus hijos: «Creo en Dios, pero no me parece que haya que hacer el imbécil para demostrarlo».

Entonces, una primavera, cuando Smokey tenía ocho años, las cosas empeoraron. Su madre dijo que el Señor le había dicho que su esposo era malo y estaba poseído por el demonio y lo denunció a la brigada del Fisco, que velaba por el cumplimiento de la Ley Seca.

Smokey recordaba el día que sacaron a su padre de la destilería y lo llevaron camino adelante con un revólver en las costillas. Al pasar frente a su esposa la miró estupefacto y le dijo: «¿Sabes lo que has hecho, mujer? Te has quitado tu propio pan de la boca».

Fue la última vez que Smokey lo vio.

Al faltar su padre, su madre acabó de perder del todo la chaveta y empezó a juntarse con los miembros de la secta del Santo Conjuro, que trataban con serpientes vivas. Una noche, después de una hora de exprimir la Biblia vociferando versículos, el predicador, un tipo que tenía la cara roja como un tomate y el pelo alborotado, dejó de una pieza a sus descalzos feligreses. Estaban todos cantando y pateando el suelo cuando, de pronto, metió la mano en un saco y extrajo dos enormes serpientes de cascabel que empezó a agitar en el aire. El hombre estaba en trance con el Espíritu.

Smokey se quedó atónito, sentado allí con su hermanita y apretándole la mano. El predicador iba danzando en círculos, incitando a los creyentes a que cogiesen las serpientes y limpiasen sus almas en la fe de Abraham cuando, de pronto, su madre fue hacia el predicador, le arrebató una de las serpientes y se la quedó mirando fijamente. Empezó entonces a farfullar en la extraña lengua, sin dejar de mirar a los amarillos ojos de la serpiente. Todos los presentes empezaron a balancearse y a gemir. Y ella empezó a dar vueltas con la serpiente en la mano mientras los feligreses caían redondos al suelo, gritaban y se retorcían bajo los bancos y en los pasillos. Se desencadenó un auténtico frenesí mientras ella farfullaba: «HOSSA… HELAM… HESSAMIA…».

Antes de que Smokey se percatase de lo que sucedía, su hermanita Bernice se soltó de su mano, corrió hacia su madre y le tiró de la falda.

—¡No, mamá!

Con la mirada todavía extraviada y en trance, ella miró a su hija un momento, y en ese mismo instante la serpiente de cascabel se arqueó y la mordió en la mejilla. Ella volvió a mirar a la serpiente, estupefacta, que la volvió a morder, esta vez más fuerte, clavándole los colmillos en la yugular. Dejó entonces caer a la enfurecida serpiente con un ruido sordo, y el animal empezó a reptar displicentemente pasillo adelante.

Su madre miró en derredor. Se había hecho un silencio de muerte y, con incrédula expresión, con los ojos cada vez más vidriosos, se desplomó. En menos de un minuto había muerto.

En aquel mismo instante, el tío de Smokey les cogió de la mano y enfiló la puerta. Bernice fue a vivir con una vecina y Smokey se quedó en casa de su tío.

Al cumplir los trece años, Smokey se fue un día siguiendo la vía del tren y jamás volvió. Sólo llevó con él una fotografía de su hermana. Y, cada dos por tres, la sacaba para mirarla. Allí estaban los dos en la borrosa fotografía, con los labios y los mofletes coloreados de rosa: ella, mofletudita, con flequillo y una cinta rosa sujetándoselo, y con un collarcito de perlas; y él, sentado a su lado, con su pelo castaño alisado en media melena y la mejilla pegada a la de su hermana.

Se preguntaba a menudo qué sería de ella y pensaba ir a verla cualquier día, si es que alguna vez regresaba.

Rondaría los veinte cuando perdió la fotografía, al echarlo un inspector a patadas de un mercancías e ir a parar a un amarillento y gélido río, allá por Georgia; ya apenas se acordaba de su hermana, salvo cuando iba montado en algún tren, cruzando las Smoky Mountains de noche, en dirección a cualquier parte…

Aquella mañana, Smokey Phillips iba en un tren que transportaba mercancías y pasajeros desde Georgia a Florida. Llevaba dos días sin comer y recordaba que su amigo Elmo Williams le había dicho que, en las afueras de Birmingham, había un local regentado por dos mujeres con quienes se podía contar para una o dos comidas. Durante el trayecto, cuando ya estaba cerca, había visto el nombre del café escrito en varios furgones, de manera que cuando vio el rótulo que ponía WHISTLE STOP, ALABAMA, saltó del tren.

Encontró el café justo al cruzar las vías, tal como Elmo le había dicho. Era una pequeña construcción pintada de verde y con un toldo a franjas blancas y verdes bajo un anuncio de Coca-Cola que decía: THE WHISTLE STOP CAFÉ. Fue por la parte trasera y llamó con los nudillos en el marco de la puerta de tela metálica. Una negra bajita estaba trajinando en la cocina, friendo pollo y cortando a rodajas unos tomates verdes. «¡Miss Idgie!», llamó la negrita al verlo.

Casi al instante, una guapa, alta y pecosa rubia de pelo rizado fue hacia la puerta, con una inmaculada camisa blanca y pantalones de hombre. Aparentaba poco más de veinte años.

Smokey se quitó el sombrero.

—Perdone, señora —dijo—, pero he pensado que a lo mejor tenía usted algún trabajito, algo que pudiera yo hacer. Estoy pasando una mala racha.

Idgie miró a aquel hombre de raída chaqueta, con la misa hecha jirones, los zapatos reventados y sin cordones, y comprendió que no mentía.

—Entre usted —dijo abriéndole la puerta—. Algo habrá aquí para darle. ¿Cómo se llama usted?

—Smokey, señora.

Ella se dirigió entonces a la mujer que estaba detrás de la barra. Smokey llevaba meses sin ver a una mujer limpia y aseada, y aquélla era la mujer más bonita que había visto en toda su vida. Llevaba un vestido de organdí con estampado de lunares y el pelo, de color castaño, recogido por detrás con una cinta roja.

—Mira, Ruth, este señor se llama Smokey; va a hacernos unos trabajitos.

—Ah, pues estupendo —dijo Ruth mirándolo sonriente—. Encantada de conocerle.

Idgie señaló entonces hacia los lavabos.

—¿Por qué no va un momento a refrescarse y viene luego a comer algo?

—Sí, señora.

El lavabo de caballeros era en realidad un cuarto de baño grande, con una perilla que colgaba del techo; al tirar de la perilla y encenderse la luz, vio que había una de esas bañeras en las que hay que lavarse de pie con un gran tapón negro de goma colgando de una cadena. En el lavabo, todo allí bien dispuesto, había una navaja barbera, un cuenco con jabón de afeitar y una brocha.

Al mirarse en el espejo, se avergonzó de que le hubiesen visto tan sucio, porque hacía siglos que el jabón y él no tenían el más mínimo contacto. Cogió la enorme pastilla de jabón y trató de limpiarse toda la mugre y la carbonilla que tenía en la cara y en las manos. Llevaba veinticuatro horas sin beber nada, y le temblaban tanto las manos que no acertaba a afeitarse como es debido, pero hizo lo que pudo. Después de darse unas fricciones con loción para después del afeitado, y de peinarse con el peine que encontró en la estantería de encima del lavabo, salió ya con mejor aspecto.

Idgie y Ruth le habían puesto el cubierto en una mesa. Y él se sentó entonces frente a un plato de pollo frito con guarnición de guisantes, nabos, tomates verdes fritos, pan y té frío.

Cogió el tenedor e intentó comer. Pero le seguían temblando las manos y no podía llevarse la comida a la boca. Incluso se le derramó el té por toda la camisa.

Pensó que acaso no estuviesen mirándole, pero, al instante, la rubia se le acercó.

—Venga usted, Smokey. Salgamos un momento fuera.

Él se puso el sombrero y se limpió con la servilleta creyendo que lo echaban.

—Sí, señora —dijo.

Ella lo condujo hacia la parte de atrás del café, que daba a pleno campo.

—Está usted un poco nervioso, ¿verdad?

—Siento haber derramado el té, señora, pero le aseguro a usted… bueno… que ya desaparezco… Y gracias de todas formas…

Idgie metió la mano en el bolsillo de su delantal y sacó una botella de cuartillo de Old Joe Whiskey y se la dio.

—Que Dios la bendiga —dijo él como hombre agradecido que era—. Es usted una santa, señora.

Y se sentaron los dos en un tronco bajo el cobertizo.

Mientras Smokey calmaba sus nervios, ella se lo quedó mirando y señaló a lo lejos.

—¿Ve usted aquel erial?

—Sí, señora —dijo él mirando hacia donde señalaba ella.

—Hace muchos años había allí el lago más bonito de Whistle Stop… y en el verano íbamos a nadar y a pescar, e incluso se podía remar si se quería —dijo moviendo la cabeza, entristecida—. No sabe cómo lo echo de menos.

Smokey miró hacia el erial.

—¿Y qué pasó? ¿Se secó?

Ella le encendió un cigarrillo.

—Qué va; fue peor. Un noviembre, una bandada de patos (habría unos cuarenta por lo menos) se posó justo en el centro del lago y, mientras estaban allí posados por la tarde, ocurrió algo pasmoso. La temperatura descendió tan súbitamente que todo el lago se heló y se quedó duro como una piedra en cuestión de dos o tres segundos. Así como lo oye.

—¿No lo dirá en serio? —dijo Smokey asombrado.

—Pues sí.

—Y, claro, los patos debieron de morir todos, ¿no?

—¡Qué va! —exclamó Idgie—. Salieron volando y se llevaron el lago con ellos. Y el lago está ahora en Georgia, desde entonces…

Él ladeó la cabeza y se la quedó mirando y, al percatarse de que le estaba tomando el pelo, sus azules ojos se iluminaron y se echó a reír con tantas ganas que le dio la tos y ella tuvo que darle unas palmaditas en la espalda.

Aún seguía él limpiándose los lagrimones de la risa cuando volvieron a entrar en el café, donde aguardaba su cena. Al volver a sentarse a la mesa notó que la comida estaba caliente, que se la habían mantenido caliente en el horno.

Y flotó entonces en el aire el estribillo de una vieja canción:

¿Dónde rondará mi muchacho esta noche?

¿Dónde habrá ido a rondar mi muchacho?

Con todos sus líos y el colchón a cuestas

Cabalgando a la grupa del macho

¿Dónde habrá ido a rondar mi muchacho?

Tomates verdes fritos
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