BIRMINGHAM

(ALABAMA)

1 DE SETIEMBRE DE 1986

Ed Couch llegó a casa el jueves por la noche diciendo que se las había tenido con una del despacho que «no paraba de tocar los cojones», y que ninguno de los del despacho quería trabajar con ella.

Al día siguiente, Evelyn fue al Paseo a comprarle a su suegra un salto de cama y, mientras almorzaba en la cafetería Pioneer, una idea la asaltó de pronto: ¿qué había querido decir Ed con lo de tocar los cojones?

Y es que Ed tenía siempre los cojones en la boca. «¡Esa tía me tiene hasta los cojones!», decía. O: «Hay que tener los cojones bien puestos».

¿Por qué le preocuparía tanto a Ed la posición de los cojones?; ¿qué eran, al fin y al cabo? Sólo unas bolsitas portadoras de esperma. Pero, a juzgar por cómo se los mimaban los hombres, cualquiera diría que eran lo más importante en el mundo. Dios, Ed casi se muere cuando descubrió que a su hijo no acababan de colgarle como es debido. El médico le dijo que eso no iba a afectar a su capacidad para concebir, pero a Ed le sentó como una tragedia y quería mandarlo al psiquiatra, para que no se sintiese menos hombre. Recordaba lo estúpido que le había parecido todo aquello… Ella tuvo siempre muy poquito pecho, y nadie la mandó al psiquiatra.

Pero Ed se había salido con la suya, diciéndole que ella no sabía lo que era un hombre, ni lo que eso significaba. Y, en otra ocasión, se puso como una fiera cuando ella quiso capar a su gato Valentine, porque había preñado a una siamesa de pura raza de la vecina de enfrente.

—¡Antes que dejarlo sin cojones es mejor que lo mates! —le había dicho Ed.

Desde luego, no cabía dudar de que, en materia de cojones, Ed era muy suyo.

Recordaba que, en una ocasión, había elogiado a una compañera del despacho que se había plantado ante el jefe. «A eso le llamo yo una mujer con los cojones bien puestos», le había dicho.

Pero, al pensar en ello entonces, Evelyn se preguntaba qué tendría que ver la firmeza de una mujer con la anatomía de Ed. Nunca le había oído decir: «Qué ovarios tienes, tío»; pero en cambio sí que decía que aquélla tenía cojones. Porque los ovarios también tienen huevos, se dijo. ¿Por qué no iban a ser tan importantes como el esperma?

Y, ¿qué habría hecho aquella mujer para cruzar la divisoria entre tener cojones y tenerlo hasta los cojones?

Pobre chica. Iba a tener que pasarse la vida andando con mucho ojo con la posición de los cojones, si no quería tener problemas. La posición lo era todo. Y del tamaño, ¿qué?, se preguntaba. Del tamaño nunca le había oído hablar a Ed. Era el tamaño de lo otro lo que les preocupaba, así que cabía deducir que el tamaño de las pelotas no importaba tanto. Lo que de verdad importaba en este mundo era tener cojones. Y, entonces, de pronto, cayó en la simple y pura verdad de aquella conclusión. Se sentía como si la acabasen de iluminar, y se enderezó en la silla, sorprendida de que ella, Evelyn Couch, de Birmingham, Alabama, hubiese dado con la respuesta. Comprendió, de pronto, lo que debió de sentir Edison al descubrir la electricidad. ¡Clarísimo! Más claro, agua: tener cojones era la cosa más importante de este mundo. No era de extrañar que ella se hubiese sentido siempre como un coche sin claxon en un atasco. Era verdad. Aquellas dos pelotitas abrían todas las puertas.

Eran las tarjetas de crédito que se necesitan para salir adelante, para que se te escuche, para que se te tome en serio. No era extraño que Ed hubiese querido un chico.

Luego, cayó en otra verdad; en otra triste e irremediable verdad: ella no tenía pelotas ni las tendría, ni quería tenerlas. Así que estaba condenada. Por siempre descojonada. A menos, se dijo, que contasen los cojones del entorno familiar inmediato. Tenía cuatro: los de Ed y los de Tommy… Bueno, un momento, si contaba con los del gato eran seis. Pero, bien mirado, si tanto la quería Ed, ¿por qué no le daba uno de los suyos? Un trasplante de cojón… Aja. O acaso pudiese conseguirlos de un donante anónimo. Ahí estaba el quid: compraría los de un muerto, los pondría en una caja y se los llevaría a las reuniones importantes para poderlos poner encima de la mesa y salirse con la suya. O puede que comprase dos pares…

No era de extrañar que el cristianismo hubiese tenido semejante exitazo. Sólo con pensar en Jesús y en los apóstoles… Contando además con Juan el Bautista, salían nada menos que catorce pares, es decir, 28 unidades.

¡Pero qué claro lo veía entonces todo! ¿Cómo habría podido estar tan ciega para no verlo antes?

Cielo santo, ¡pues claro que había dado en el clavo! Había dado con el secreto que las mujeres llevaban siglos tratando de desentrañar.

¡AHÍ ESTABA LA RESPUESTA!

Posó ruidosamente su taza de té frío sobre la mesa, con talante triunfal, y gritó: «¡SÍ! ¡ESO ES!».

Todos los que estaban en la cafetería dirigieron la mirada hacia ella. Evelyn terminó entonces tranquilamente de almorzar y se dijo: sí, puede que Ed tenga razón, quizá me esté volviendo loca.

Tomates verdes fritos
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