HOGAR DEL HERMANO
JIMMY HATCHER
345, CALLE 23, JUNTO A LA AVENIDA SUR
(BIRMINGHAM)
23 DE ENERO DE 1969
Smokey Lonesome estaba sentado en una cama de hierro del Hogar, tosiendo entre calada y calada a su primer cigarrillo del día.
Tras cerrar el café, Smokey había estado vagando por el campo una temporada. Luego encontró un empleo de pinche de cocina en el Streetcar Diner n.° 1, de Birmingham, pero le pudo más la bebida y acabaron echándolo.
Dos semanas después, el hermano Jimmy lo encontró, aterido de frío, bajo el viaducto de la calle 16, y se lo llevó al Hogar. Ya estaba demasiado viejo para ir vagabundeando, tenía mala salud y apenas le quedaban dientes. Entonces, el hermano Jimmy y su esposa lo asearon, le dieron de comer y consiguieron que el Hogar fuese lo más parecido a un verdadero hogar para él durante aquellos últimos quince años.
El hermano Jimmy era un buen hombre; había sido también un borrachín pero, en sus propias palabras, «había recorrido el largo trecho que separa a Jack Daniel’s de Jesús», y había resuelto consagrar su vida a ayudar a los desheredados.
Puso a Smokey al cargo de la cocina, que básicamente se nutría de sobrantes de alimentos congelados procedentes de donaciones; barritas de pescado rebozadas y puré de patatas liofilizado eran la base. Pero nadie se quejaba.
Cuando no estaba en la cocina o borracho, Smokey pasaba el día arriba, tomando café y jugando a las cartas con los demás. Había visto muchas cosas en aquel Hogar… Había visto a un hombre, ya completamente derrotado, encontrarse allí con su hijo, a quien no había visto desde que nació. Padre e hijo, ambos en la miseria, coincidiendo en el mismo sitio y al mismo tiempo. Había visto pasar por allí hombres que habían sido médicos con dinero, y abogados, e incluso a uno que había sido senador por Maryland.
Smokey le había preguntado a Jimmy cuál era la razón de que hombres así se hundiesen de aquella manera.
—Yo diría que la razón principal es que la mayoría de ellos se han sentido desilusionados en uno u otro sentido —dijo Jimmy—. A veces, por algún desengaño amoroso; quizá por haber perdido a una mujer, o por no haber tenido nunca a la que ellos querían… O, simplemente, por haber perdido la brújula. Y, por supuesto, el whiskey también influye lo suyo. Pero, después de ver pasar por aquí a tantos hombres durante todos estos años, yo diría que el desencanto es la causa principal.
Pero, hacía ya seis meses que Jimmy había muerto y, debido a las obras de remodelación del centro de Birmingham, el Hogar iba a ser derribado.
Smokey tendría que marcharse dentro de poco, quién sabe adonde…
Acababa de salir del Hogar y se encontró con un día frío y despejado, con un cielo azul que lo invitó a pasear.
Pasó frente a la salchichería de Gus y fue hacia la calle 16, más allá de la vieja terminal, pasando por debajo del viaducto Rainbow, siguiendo la vía del tren, hasta que se vio caminando en dirección a Whistle Stop.
Smokey nunca había sido más que un vagabundo, un impenitente trotamundos, un espíritu libre que había visto muchas estrellas fugaces desde los vagones de los mercancías. Su idea de cómo le iban las cosas al país se medía por el tamaño de las colillas que recogía en la calle. Había vivido a la intemperie desde Alabama a Oregón. Lo había visto todo; lo había hecho todo, pero no tenía a nadie. No era más que un vagabundo, un borracho. Pero él, Smokey Jim Phillips, que jamás había levantado cabeza, no había amado más que a una mujer, y le había sido fiel durante toda su vida.
Ciertamente, se había acostado con mujeres de toda catadura en pensiones de mala muerte, en pleno campo, o en las cocheras. Pero no había amado a ninguna de ellas. Para él no había existido más que una mujer.
Se había enamorado de ella desde el primer momento en que la vio, allí de pie en el café, con aquel vestido de organdí estampado de lunares; y nunca había dejado de amarla.
La había amado incluso borracho, vomitando en el callejón trasero de cualquier tasca; o medio muerto en alguna pensión infecta, rodeado de tipos llagados, con ataques de etilismo agudo, gritando y quitándose de encima imaginarios insectos o ratas. La había amado en aquellas noches de crudo invierno, bajo la lluvia, sin más que un sombrero y unos zapatos empapados y hechos trizas; y cuando aterrizó en un hospital de excombatientes y perdió un pulmón, o cuando un perro le destrozó media pierna, o en el Hogar del Ejército de Salvación de San Francisco, aquella Nochebuena, mientras unos extraños le daban palmaditas en la espalda, cigarrillos y un pavo duro como la suela de un zapato para cenar.
La había amado echado allí en la cama cada noche, en el Hogar, sobre ese delgado y desgastado colchón procedente, quizá, de un antiguo hospital, viendo parpadear el luminoso de color verde que proclamaba JESÚS ES LA SALVACIÓN, y oyendo el ruido que armaban los borrachos abajo, estrellando botellas contra la pared, y pidiendo a gritos entrar para no helarse afuera. En todos aquellos malos momentos no tenía más que cerrar los ojos para verse entrar en el café y encontrársela a ella allí, sonriéndole.
Podía reproducir mentalmente muchas imágenes… Ruth riendo con Idgie… de pie en la barra… abrazando a Muñón… echándose el pelo hacia atrás… Ruth con mirada de preocupación cuando se hizo daño.
«Smokey, ¿no crees que necesitarías otra manta esta noche? Han dicho que va a helar. Preferiría que no te marchases así; nos dejas muy preocupadas…».
Nunca la había tocado, salvo para estrecharle la mano. No la había abrazado ni la había besado, pero sólo le había sido fiel a ella. Habría matado por ella. Era la clase de mujer por la que uno mataría; y la sola idea de que algo o alguien pudiese hacerle daño lo ponía enfermo.
En toda su vida sólo había robado una cosa: la fotografía que le hicieron a Ruth el día de la inauguración del café. Estaba de pie en la entrada, sujetando al niño con un brazo y protegiéndose los ojos del sol con la otra mano. Aquella fotografía le había acompañado a todas partes. La llevaba en un sobre prendido de la parte interior de su camisa, para no perderla.
Incluso después de muerta seguía viva en su corazón. Para él nunca moriría. Era curioso. Tantos años, y ella sin enterarse. Idgie lo sabía, pero nunca dijo una palabra. No era de la clase de gente capaz de hacer que alguien se sintiese avergonzado de amar; pero lo sabía.
Había hecho lo indecible por localizarlo, al enfermar Ruth, pero él andaba por ahí, vagabundeando. Cuando regresó, Idgie lo llevó al lugar donde reposaba. Cada uno sabía muy bien lo que sentía el otro. Era como si, a partir de entonces, ambos hubiesen guardado luto. Y no es que se lo dijesen. Quienes más sufren son quienes menos lo dicen.
RUTH JAMISON
1898-1946
A QUIEN DIOS QUISO ACOGER EN SU SENO