PENAL DE KILBEY
ATMORE (ALABAMA)
11 DE JULIO DE 1948
A Artis O. Peavey lo mandaron al penal de Kilbey más conocido como «La Granja del Crimen», por amenazar con una navaja a aquellos dos empleados de la perrera municipal, y Grady e Idgie tardaron seis meses en conseguir sacarlo de allí.
—Menos mal que va a salir ya —le dijo Grady a Idgie, mientras iban en el coche de camino para allá—. No creo que aguantase un mes más.
Grady sabía de lo que hablaba, porque había trabajado allí como funcionario.
—Porque si no la toman con él los funcionarios serán los otros negros. He visto a muchos hombre decentes convertirse en animales allí. Hombres que tienen esposa, hijos y un hogar, que acaban matándose entre sí por cualquier jovencito… En las galerías había follón todas las noches… y con luna llena era la leche. Enloquecían y se enzarzaban en un auténtica degollina. Por la mañana podíamos encontrarnos perfectamente con veinticinco fiambres. Cuando llevan mucho tiempo allí, la única diferencia entre los internos y los funcionarios es el revólver. La mayoría de los funcionarios son tipos muy cortos… Se atiborran de westerns y luego van cabalgando por el penal empuñando el revólver como si fuesen cowboys. A veces se comportan peor que los internos. Por eso me fui. He visto a funcionarios matar a negros de una paliza sólo para entretenerse. Ya puedes estar segura. Un lugar así te malea en seguida. Y me he enterado de que ahora hay ahí una pandilla de torturadores de abrigo, y que están las cosas peor que nunca.
Oír aquello hizo que creciese la preocupación de Idgie, que no veía el momento de llegar.
Al cruzar la verja de acceso al tramo asfaltado que conducía al edificio principal, vieron a centenares de internos con bastos uniformes a rayas cavando o desbrozando en el huerto, y vieron a los funcionarios, tal como Grady los había descrito, pavoneándose al paso del coche, haciendo caracolear sus caballos, con aire de perdonavidas. Idgie se dijo que la mayoría tenía pinta de deficientes mentales y, cuando sacaron a Artis, sintió un gran alivio al ver que estaba sano y salvo, aunque su ropa estaba muy arrugada y el pelo descuidado. En toda su vida no se había alegrado tanto Artis de ver a alguien como en esa ocasión.
No se le veían las cicatrices que le habían dejado en la espalda los latigazos ni los chichones en la cabeza. Llevaba una sonrisa de oreja a oreja mientras se dirigían hacia el coche. Volvía a casa…
—Bueno, Artis —le dijo Grady durante el trayecto de regreso—, me he hecho responsable de ti, así que procura no buscarte más complicaciones. ¿Entendido?
—Sí, señó. Yo no quiero volver aquí más, no señó.
—Se pasa mal ahí dentro, ¿eh? —dijo Grady mirándolo por el retrovisor.
—Sí, señó —dijo Artis riendo—, bastante mal, ya lo creo… sí, señó, bastante mal.
En cuanto avistaron los altos hornos de Birmingham, unas cuatro horas después, Artis se puso tan contento que parecía una criatura e insistió en bajar allí mismo.
Idgie trató de convencerle para que pasasen, primero, por Whistle Stop.
—Tu padre, tu madre y Sipsey están esperando para verte.
Pero él les rogó que le dejasen en Birmingham, que sólo estaría unas horas, y lo dejaron en la 8.ª Avenida Norte, donde él les indicó.
—Procura ir pronto a casa —le dijo Idgie—, que están muy impacientes por verte… ¿Me lo prometes?
—Sí, lo prometo —dijo Artis, que se alejó corriendo calle abajo, más contento que unas Pascuas de volver a su ambiente.
Más o menos una semana después, apareció en el café, impecablemente peinado, y con muy buen aspecto. Llevaba un sombrero nuevo, muy de moda en Harlem, de ala muy ancha, regalo de Madeline, felicísima de tenerlo otra vez en casa.