VALDOSTA
(GEORGIA).
30 DE SETIEMBRE DE 1924
Cuando Frank Bennett era pequeño adoraba a su madre, hasta el punto de ganarse la animosidad de su padre, un bestia que, por menos de un pitillo, le tiraba de la silla de un guantazo o escaleras abajo de una patada. Su madre era la única que le había dado cariño y ternura en su infancia y la quería con todo su corazón.
Al volver a casa un día, después de salir del colegio un poco antes de lo habitual, pretextando una indisposición, y encontrar a su madre y al hermano de su padre yaciendo en el suelo de la cocina, todo aquel amor se transformó en odio en cuestión de segundos y salió corriendo de allí, gritando. Aquellos segundos le produjeron una herida que nunca cicatrizaría.
A los treinta y cuatro años, Frank Bennett era un hombre vanidoso. Llevaba siempre zapatos de charol exageradamente brillantes, el pelo siempre muy bien cepillado, trajes impecables, y era uno de los pocos hombres que se hacía la manicura en la barbería todas las semanas.
A Frank Bennett podía considerársele un dandy. También se le podía considerar un hombre guapo, al estilo de esos irlandeses morenos, con un poblado pelo negro y los ojos de color azul grisáceo; y, aunque uno fuese de vidrio, el otro era frío y brillante, con lo que resultaba difícil saber cuál era el de verdad.
Pero, por encima de todo, se caracterizaba por ser uno de esos hombres que consigue lo que quiere; y se había propuesto conseguir a Ruth Jamison. Se había pasado por las armas prácticamente a todas las chicas de su entorno, incluyendo —y preferentemente, habría que decir— a las jovencitas negras, a las que violaba mientras sus amigos las sujetaban. Pero, una vez las poseía, ya no quería saber nada de ellas.
Había una mujer rubia, que por entonces vivía en las afueras de la ciudad, que tenía una hija que se parecía mucho a él, pero después de que él le hubo puesto a la madre los ojos a la funerala y amenazase a su hija, ella ya no volvió a plantearle ninguna exigencia. Estaba claro que no tenía mucho interés por las mujeres una vez utilizadas; sobre todo si había sido él el usuario.
Sin embargo, en la ciudad tenía reputación de persona intachable y decidió que le convenía traer hijos al mundo para perpetuar el apellido Bennett; un apellido que no significaba nada para nadie, salvo en tanto que asociado a la propiedad de una considerable extensión de tierra al sur de la ciudad.
Ruth era joven, bonita, virgen y necesitada de hacerse con un futuro para ella y para su madre. ¿Qué mejor partido? Ruth no pudo evitar sentirse halagada. No cabía duda de que Frank era el mejor partido de su entorno, la cortejaba como un caballero y mostraba gran deferencia hacia su madre.
Ruth había llegado a creer que aquel hombre tan guapo la quería y que ella acabaría por quererlo también.
Pero cómo iba ella a saber que aquellos elegantes ternos y aquellos relucientes zapatos ocultaban una amargura que había ido corroyendo a Frank Bennett durante todos aquellos años…
Desde luego, no había pasado por la cabeza de ninguno de sus convecinos: era algo impensable. La noche de la despedida de soltero de Frank, él y un grupo de amigotes pararon en un bar a tomar unas copas, de paso hacia una cabaña donde les aguardaban tres putas de Atlanta que habían contratado para pasar la noche.
Un viejo mendigo, que merodeaba por allí, había entrado en el bar y estaba observando al grupo desde el fondo del local. Frank hizo lo que hacía con todos los extraños: se acercó al mendigo, que resultaba evidente que necesitaba una copa, y le dio una palmada en el hombro: «A ver, viejo, si adivinas cuál de mis ojos es el de vidrio, te invito a una copa».
Los amigos de Frank se echaron a reír, porque era imposible distinguirlos, pero el viejo le miró y, sin la menor vacilación, dijo que el izquierdo.
Sus amigos estallaron en carcajadas y, aunque Frank se quedó un poco cortado, rió él también y lanzó una moneda de medio dólar a la barra.
El dependiente se quedó mirando al grupo mientras salía y luego se dirigió al vagabundo.
—¿Qué le pongo?
—Whiskey.
Le sirvió el trago y, al cabo de unos instantes, lo miró con fijeza.
—¡Eh, amigo! —le dijo—. ¿Cómo ha adivinado de un vistazo que el ojo de vidrio era el izquierdo?
—Muy sencillo —dijo el vagabundo tras apurar su whiskey—. Porque era el único que tenía un mínimo destello de amor al prójimo.