EN EL 212 DE
RHODES CIRCLE

BIRMINGHAM (ALABAMA)

5 DE ENERO DE 1986

Evelyn Couch se había encerrado en el cuarto de costura y estaba dando cuenta de una segunda tableta de chocolate con leche con la vista fija en la mesa, atestada de patrones de la revista de modas, que tenía allí, sin tocar, desde el día que los compró en un arranque de buenas intenciones. Ed estaba en su refugio, absorto en su partido de rugby. Tanto mejor porque, últimamente, él no le quitaba ojo en cuanto veía que se llevaba a la boca algo que engordase, y se lo decía con talante burlón: «Conque dieta, ¿eh?».

Evelyn le había mentido al mozo de la tienda. Le había dicho que el chocolate era para una fiesta de sus nietos. Y no tenía nietos. Lo que sí tenía era cuarenta y ocho años y andaba como perdida desde hacía cierto tiempo.

Las cosas habían cambiado muy deprisa. Mientras criaba a los dos hijos de rigor —«un chico para él y una niña para mí»—, el mundo se había convertido en un lugar distinto, en un lugar que ya no reconocía.

Ya no entendía los chistes. Le parecían muy soeces, aparte de que muchas palabras ni siquiera las entendía. Y allí estaba, a su edad, y sin haber dicho un taco. Casi toda su diversión se reducía a ver viejas películas y reposiciones del legendario programa de variedades de la televisión The Lucy Show. Durante la guerra del Vietnam creyó lo que Ed le decía, que era una guerra justa y necesaria, y que todo el que se oponía a ella era comunista. Pero luego, mucho después, cuando llegó a la conclusión de que quizá no hubiese sido una guerra tan justa, Jane Fonda se había pasado ya al aerobic y a nadie le importaba lo que Evelyn pensase. Seguía estando de uñas con Jane Fonda y deseaba que la echasen de la televisión para que dejase de exhibir sus raquíticas piernas de una vez.

Y no sería porque Evelyn no lo hubiese intentado todo. Lo había intentado todo. Había intentado, por ejemplo, educar a su hijo para que fuese una persona con sensibilidad, pero Ed le había metido el miedo en el cuerpo diciéndole que lo iba a convertir en un marica, y había terminado por retraerse y por perder el contacto con él. Incluso entonces su hijo le parecía un extraño.

Tanto su hijo como su hija la habían desbordado. Su hija, Janice, había aprendido ya más del sexo a los quince años que Evelyn en toda su vida. Algo andaba mal.

Cuando ella iba al Instituto, las cosas eran muy sencillas. Había buenas chicas y malas chicas, y todo el mundo sabía quién era quién. Y estaba una entre el grupo de los que contaban, o fuera de él. Evelyn formaba parte del grupo de los privilegiados; y era una de las cabecillas. No conocía a ninguno de los integrantes del grupo musical del Instituto, ni a ninguno de los chicos de pantalones ajustados ni a sus novias de transparentes blusas de nailon y pulseras en los tobillos. Su grupo era el de los de pelo corto, camisas de madras abrochadas hasta arriba, pantalones bien planchados, blusas decentes y pelo recogido. Ella y sus amigas se fumaban, a lo sumo, un kent en sus reuniones, y si daban una fiesta en casa sin los padres se tomaban, todo lo más, una cerveza. Y de magreo ni hablar.

Luego se sentiría como una idiota al ir con su hija a que le colocasen un diafragma. Evelyn había tenido que esperar hasta su noche de bodas.

Y ¡vaya trago! Nadie le había advertido de que dolía mucho. Y aún no había logrado disfrutar del sexo. En cuanto empezaba a relajarse, se le representaba la imagen de la chica mala.

Había sido siempre una buena chica, comportándose siempre como una señora, sin jamás alzar la voz, mostrándose delicada con todo el mundo y en todo. Daba por sentado que tras esa línea de conducta habría una recompensa, un premio. Pero cuando su hija le preguntó si había hecho el amor con alguien más, aparte de su padre, y ella le había contestado: «No, por supuesto que no», la respuesta de su hija había sido: «Pero, mamá, qué latazo. ¿Cómo sabes entonces que lo hace bien? ¡Qué horror!».

Y tenía razón. Estaba in albis.

Así que, a la postre, habría dado lo mismo ser buena chica o no. Las chicas del Instituto que se habían «descarriado» no habían terminado en ningún barrio bajo, fulminadas por la vergüenza y la desgracia, como creía ella por entonces. Simplemente, habrían tenido un matrimonio feliz o desgraciado, igual que las demás. Así que toda aquella lucha para mantenerse pura, el temor a que la tocasen, el temor a volver loco de pasión a un muchacho por cualquier gesto, y el mayor de los temores, el de quedar embarazada, todo había sido un inútil gasto de energías. Ahora las estrellas tenían hijos fuera del matrimonio a montones, y encima lo aireaban.

¿Y cuál era la recompensa por ser abstemia? Siempre había oído que no había nada peor que una mujer borracha, y nunca había pasado de un whiskey rebajado. Ahora, la gente bien iba a los centros de desintoxicación como si fuesen al balneario, se dejaban retratar e incluso les daban fiestas en su honor al salir. A veces se preguntaba si no valdría la pena colarse en alguno de esos centros o, por lo menos, ir a los de curas de adelgazamiento… que tampoco se privaban de nada.

Una vez, su hija le dio a probar un porro, pero empezó en seguida a darle vueltas la cabeza y se asustó tanto que no lo volvió a probar. Así que drogas tampoco.

Se preguntaba Evelyn en qué había quedado su grupo, dónde encajaba…

Diez años atrás, cuando Ed empezó a salir con una mujer con la que trabajaba en la compañía de seguros, estuvo asistiendo a unas reuniones de un grupo llamado La Mujer Total, tratando de salvar su matrimonio. No estaba segura de querer tanto a Ed como para intentarlo, pero lo quería lo bastante como para no querer perderlo. Además, ¿qué haría sin él? Había vivido con él tanto tiempo como con sus padres. El grupo en cuestión aseguraba que las mujeres podían ser completamente felices si consagraban totalmente sus vidas a hacer felices a sus maridos.

La mujer que dirigía el grupo les decía que todas las mujeres ricas y que triunfaban profesionalmente, que aparentaban ser tan felices, estaban en realidad terriblemente solas, se sentían muy desgraciadas y envidiaban, para sus adentros, a las familias tradicionales.

Costaba imaginar que Barbara Walters fuese a renunciar a Ed Couch, pero Evelyn decidió intentarlo al máximo. Y, aunque no era mujer religiosa, no dejaba de ser un consuelo que la Biblia la avalase en su papel de cordera. ¿No había dicho el apóstol San Pablo que la esposa no debía nunca usurpar el papel del esposo sino guardar silencio?

Así que, creyendo estar en el buen camino, empezó a subir poquito a poco Los Diez Peldaños que Conducen a la Completa Felicidad. El primer paso fue recibir a Ed abriéndole la puerta completamente desnuda y envuelta en un velo. Pero Ed se horrorizó; saltó —literalmente— al interior y cerró de un portazo: «¡Cristo, Evelyn! ¡Y si llego a ser el butanero! ¡Es que te has vuelto loca!».

Puestos así, el segundo peldaño lo dejó correr: presentarse en su despacho vestida de puta.

Pero, al poco, la directora del grupo, Nadine Fingerhutt, se divorció y tuvo que ponerse a trabajar, y el grupo digamos que se desperdigó. Luego, al cabo de una temporada, Ed dejó de verse con aquella mujer y las cosas se normalizaron.

Posteriormente, persistiendo en su búsqueda de la realización, Evelyn trató de relacionarse con la Comunidad de Mujeres. Le gustaba lo que defendían aunque, en el fondo, habría preferido que se pintasen un poco los labios y se depilasen las piernas. La primera vez que acudió, fue la única en ir maquillada, con panties y pendientes. Habría querido integrarse, pero cuando la líder del grupo dijo que a la semana siguiente fuesen con un espejito de mano para estudiar sus vaginas, no volvió.

Ed decía que aquellas mujeres no eran más que un hatajo de frustradas solteronas demasiado feas para conquistar a ningún hombre. Así que allí estaba, acoquinada por su destape y sin valor para mirarse la vagina.

La noche que ella y Ed fueron a su trigésima reunión con los exalumnos del Instituto, fue confiando en encontrar a alguien con quien charlar sobre lo que pasaba. Pero todas las demás mujeres que había allí estaban tan confusas como ella, pegadas a sus maridos y bebiendo para no desaparecer. Su generación parecía estar como frente a una cerca, sin saber por dónde saltar.

Después de la reunión, se sentó durante horas a mirar todas sus fotografías de colegiala y luego condujo el coche por el barrio donde había vivido.

Ed no era para ella ningún consuelo. Últimamente se comportaba cada vez más como si fuera su padre, tratando de hacer las cosas como creía que era la obligación del hombre de la casa. Se había vuelto más retraído con los años, y los sábados iba solo al Palacio del bricolage y se pasaba allí las horas muertas, buscando quién sabe qué. Iba de caza y de pesca y veía los partidos de rugby igual que la mayoría de los hombres, pero Evelyn empezó a sospechar que también él estaba representando un papel.

Evelyn miró al vacío envoltorio de la tableta de chocolate, preguntándose en qué se había convertido aquella sonriente colegiala de las fotografías.

Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop.
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