¿Auténtico o de imitación?

12 de abril de 2009

Maggie se despertó y miró el reloj. Las seis de la mañana. Bien. No pasaba nada por empezar antes de tiempo. A esas horas habría menos tráfico hasta el río. Una vez vestida con la camiseta de pesca, los vaqueros y las botas de hombre, vació la nevera, sacó la basura, puso las trampas para hormigas, dejó la nota «A quien pueda interesar» sobre la encimera de la cocina y al salir, cerró la puerta con llave y guardó ésta bajo el felpudo. El taxi había llegado a tiempo y la estaba esperando ya. Para su sorpresa, el conductor era idéntico a Omar Sharif en Doctor Zhivago. La mala noticia era que apenas hablaba inglés y tuvo dificultades para explicarle cómo llegar al río. La buena, que era de Siberia, así que no tenía la menor idea de que ella era una antigua Miss Alabama y que no era la señorita Tab Hunter.

Trató de mostrarse amable y le preguntó cuánto tiempo llevaba en Estados Unidos. Al responderle él que once años, preguntó:

—¿Alguna vez echa de menos Siberia?

Él la miró por el retrovisor y dijo:

—Oh, sí, no veo el día de volver.

Maggie no podía imaginarse cómo se podía sentir nostalgia por Siberia, pero suponía que todo el mundo amaba su hogar, estuviera éste donde estuviese. Mientras seguían su camino, allí, sentada, pensó que el mundo estaba lleno de sorpresas. Estaba segura de que mucha más gente habría pensado en acabar con su vida en algún momento y luego, en el último instante, se habría asustado. Pero se decía que los callados son los que más sorpresas dan. Ella misma estaba sorprendida por su tranquilidad y serenidad. Desde un punto de vista intelectual, sabía que aquél debía ser un gran momento dramático, pero no lo sentía así. Había estado más nerviosa en la consulta del dentista que entonces. La vida real nunca era como se veía en las películas. Y, además, había hecho el mismo viaje tantas veces que ahora le parecía poco emocionante.

Al llegar a la carretera del río, cerca del antiguo campamento de pesca Raiford, le pidió al taxista que la dejara. Le dio una buena propina y, cuando desapareció, Maggie recorrió el camino hacia donde había escondido sus cosas. Una vez en el claro, bajó por el sendero con el repelente de víboras en la mano, pero por suerte no vio ninguna. Al llegar cerca del agua, descubrió con alegría que todo seguía allí, justo donde lo había dejado. Hinchó el bote con la bomba y, una vez hecho, metió los cuatro pesos dentro. A continuación, se subió y, propulsándose con la pala, comenzó a remar hacia el centro del agua.

Tardó unos quince minutos en llegar allí y, en efecto, tal como esperaba, no había una sola persona o embarcación a la vista. Recogió los dos pesos de cinco kilos para los tobillos, aplicó en el velcro una generosa cantidad de pegajoso y blanco «pegamento milagroso» anunciado en TV y se los puso en los tobillos. Repitió el mismo procedimiento con los de las muñecas. Ya sólo tenía que esperar veinte minutos a que se secara el pegamento y estaría lista para irse. Colocó el cronómetro de cocina sobre el asiento, a su lado, y entonces se dio cuenta de que llevaba puesto el reloj bueno. Tendría que habérselo dejado a Lupe, junto con el dinero. Qué tonta. En fin, un pequeño despiste. Todo lo demás estaba en orden. Mientras permanecía allí sentada, esperando a que se secara el pegamento, descubrió que veinte minutos es mucho tiempo, sobre todo si no tienes nada que leer. Tendría que haberse llevado una revista.

En ese momento, le vino a la mente una antigua canción y empezó a cantar:

—Oh, mister Sandman… bring me a dream, make him the cutest that I’ve never seen…

Después de cantar la canción de cabo a rabo dos veces, volvió a mirar el cronómetro… Dios, todavía faltaban once minutos. Así que comenzó con otra canción, una que había sido de las preferidas de su madre.

—Blue champagne, purple shadows and blue champagne…

Era una imagen insólita, una mujer sola, sentada en medio del río, cantando todos los viejos clásicos que podía recordar. Finalmente, transcurridos otros diez minutos, sonó la alarma. Pasó una pierna sobre el borde del bote, luego la otra y, lentamente, se metió en el agua fría. Se sujetó al costado de la embarcación un momento y al fin se dejó ir.

En el mismo instante en que se soltó, comenzó a hundirse hacia el fondo a una velocidad sorprendente y su último pensamiento fue «Bueno, lo he hecho». Mientras el agua fría pasaba corriendo junto a sus oídos con un ruido ensordecedor, se fue hundiendo más y más y todo a su alrededor se fue volviendo cada vez más oscuro. Pero en el momento en que esperaba perder el conocimiento, un pensamiento totalmente nuevo apareció en su cabeza.

«Un segundo, ¡esto es un error!».

En aquel preciso instante, había cambiado de idea y sintió que quería volver a la superficie. Comenzó a agitar brazos y piernas, luchando con las pesas que llevaba en las muñecas, tratando desesperadamente de arrancárselas. Mientras seguía hundiéndose, las sacudió y tiró de ellas con todas sus fuerzas, pero para su espanto, no pudo quitárselas. Tal como anunciaban, el «pegamento-garantizado-si-no-funciona-le-devolvemos-su-dinero» no cedía. Cada vez más cerca del fondo, podía oír sus gritos y alaridos bajo el agua.

—¡Alto! ¡Espera!

Y entonces llegó el terrible momento, la espantosa constatación de que no podría salvarse. Era demasiado tarde.

Mientras exhalaba el que sabía que sería su último aliento y sentía cómo el agua densa y gélida penetraba violentamente en su garganta y sus pulmones, en el mismo instante en que estaba a punto de perder la conciencia para siempre, se incorporó bruscamente en la cama, con el corazón acelerado en el pecho, cubierta de sudor, gritando aún con todas sus fuerzas.

—¡Alto! ¡Espera!

Permaneció sentada en medio de la oscuridad más completa, luchando por respirar, presa aún de un pánico ciego, sin saber si estaba viva o muerta. ¿Había sido un sueño lo del río o lo era aquello? Aún oía el sonido del agua pasando junto a sus oídos. ¿Estaba muerta? Alargó la mano hacia la mesita de noche, cogió el mando a distancia y, con pulso tembloroso, encendió el televisor. Cuando sus ojos enfocaron la luz gris y vio a Rick y a Janice en el plató de «Good Morning Alabama», sintió el momento de alegría más intensa de toda su vida.

Sin embargo, su corazón seguía latiendo sin control. De hecho, latía con tanta fuerza que se preguntó si estaría teniendo un ataque y debería levantarse para tomar una aspirina. Resultaba irónico que alguien que estaba planeando ahogarse sintiera pánico ante la idea de tener un ataque al corazón, pero así era. Bajó corriendo de la cama, se precipitó al cuarto de baño y abrió el botiquín, pero estaba vacío. Lo había tirado todo la noche anterior. Así que se quedó allí, junto al lavabo, tratando de respirar hondo hasta que, al fin, sus latidos se calmaron un poco. Seguía aún ligeramente desorientada, pero ahora que había tenido más tiempo para pensarlo, se daba cuenta de que, por supuesto, había sido todo una terrible pesadilla, un mal sueño. Tendría que haberse dado cuenta. ¿En qué estaría pensando? ¡Omar Sharif era de Egipto, no de Siberia!

Fue a la cocina y se preparó una infusión de hierbas. Todavía empapada en sudor y temblorosa, salió fuera y se sentó en el patio para tomar un poco de aire fresco, mientras el sol comenzaba a asomar tras las montañas. Permaneció allí sentada, todavía anonadada. Había tenido pesadillas antes, pero nunca tan vívidas y reales ni, desde luego, tan aterradoras. Hasta hacía pocos minutos no sabía que quisiera vivir, pero estaba claro que era así. Había luchado contra la muerte con todas sus fuerzas. A pesar de que sólo había sido un sueño, estaba rendida por esa lucha. ¡Menuda sorpresa! Había asumido que estaba lista para marcharse, pero no era verdad. Apenas un día antes, no se le ocurría una sola cosa por la que vivir, y, sin embargo, en aquel momento un centenar de razones acudían en tropel a su mente. ¿Por qué no se había dado cuenta antes?

Miró el cielo y vio cómo pasaba de un rosa matutino temprano a un bonito azul, como el de los huevos del petirrojo. Los colores eran increíbles. Llevaba meses sin sentarse en el patio y casi nunca lo había hecho al amanecer. ¡Qué precioso era!

Mientras estaba allí, contemplando el cielo, se dio cuenta de otra cosa. Aquello sucedía todas las mañanas. Pasara lo que pasase en su ridícula y pequeña vida, el sol siempre salía. ¿Por qué no se había acordado de eso? Entonces, recordó algo que solía decir Hazel:

—Chicas, acordaos de que la noche más oscura siempre precede al más glorioso amanecer.

Hazel lo había dicho refiriéndose al mercado inmobiliario, pero también se le podría aplicar a Maggie aquella mañana. ¿No acababa de atravesar su hora más oscura? ¿Y no acababa de presenciar el más glorioso de los amaneceres? Desde luego, el más glorioso que ella pudiera recordar. Y ahora, bajo el sol de primera hora, todo parecía fresco y hermoso, como sacado de una película. De repente, el mundo había pasado de gris oscuro a brillante tecnicolor. Estaba convencida de que, en cualquier momento, Gene Kelly saldría bailando de un rincón y se columpiaría de una farola. Se sentía absolutamente dichosa. Pero entonces pensó: «Un momento». ¿Por qué de repente se sentía tan feliz? ¿Podía ser que hubiera roto con la realidad? ¿Había dado finalmente el salto y perdido por completo la cabeza? ¿O era antes cuando estaba loca? Bueno, el hecho de que hubiese planeado arrojarse al río era un indicio bastante claro de que algo no iba bien. ¿Era posible que el sueño la hubiera asustado tanto que hubiese provocado una descarga de adrenalina en su organismo que le hubiera devuelto la cordura? Tal vez la euforia que sentía no fuese más que un desequilibrio químico temporal, provocado por la gran cantidad de tarta de limón y perritos calientes que había ingerido el día antes. Además, su corazón había estado latiendo con mucha fuerza, así que existía la posibilidad de que acabara de sufrir un ataque menor. Pero fuera cual fuese la causa, se sentía absolutamente… ¿cuál era la palabra?, esperanzada, ésa era.

Y gracias a Dios que había tenido el sueño esa noche. La siguiente ya habría sido demasiado tarde. Pero ¿qué se lo había provocado? ¿Era posible que una simple indigestión le hubiese salvado la vida? ¿O habría sido otra cosa? ¿Acaso alguien de otra dimensión? ¿Sus padres, o Hazel, o una especie de ángel de la guarda que trataba de llegar hasta ella, de detenerla, antes de que fuese demasiado tarde? No sabía a quién darle las gracias, si a los perritos calientes o a un ángel, pero se sentía en deuda con quien fuese el responsable, porque se alegraba muchísimo de estar allí para poder disfrutar de aquella maravillosa mañana. Volvió a mirar hacia el cielo en el preciso instante en que tres nubecillas redondeadas pasaban flotando por encima de Red Mountain.

—Hola, cositas. Os he echado de menos.

Estaba todo tan silencioso que pudo oír cómo, en la distancia, comenzaban a sonar las campanas de la gran iglesia metodista escocesa. Campanas de iglesia, qué sonido tan alegre. Pero un momento… ¿Por qué estaba todo tan silencioso? Normalmente, el sordo estruendo de la autopista 280 comenzaba alrededor de las seis en punto, pero en cambio aquella mañana no oía absolutamente nada, salvo el piar de unos cuantos pájaros. ¿Se habría producido un accidente, habría sucedido algo? Entonces recordó qué día era: domingo. Y no un domingo cualquiera, sino el domingo de Pascua. Vaya, sí que tenía que haber estado fuera de sí. ¿Cómo se podía olvidar nadie de una cosa así?

Empezó a preguntarse si haber tenido el sueño el día de Pascua sería una especie de milagro… ¿O sólo una coincidencia? Le habría gustado que fuese un milagro, pero claro, no tenía la menor idea de si lo era. En ese momento, miró hacia su izquierda y vio algo en lo que no se había fijado hasta entonces. No daba crédito a sus ojos. ¡Allí, justo en medio de su jardín de rocas, había un gran lirio blanco de Pascua! Después de todos aquellos años, de algún modo la semilla había logrado sobrevivir y se había abierto paso entre las piedras. Y en ese instante estaba floreciendo, feliz bajo los rayos del sol.

«Oh, Dios mío —pensó—, tiene que ser Hazel». Ella le había enviado aquellos lirios de Pascua y Maggie los había plantado, pero nunca habían florecido. No podía ser casualidad que aquél hubiera esperado tantos años para hacerlo, ¿verdad? Aunque, aquel año había llovido mucho, así que, ¿quizá era una mera coincidencia? ¿Un capricho de la naturaleza? Quería creer de todo corazón que era cosa de Hazel, pero no podía estar segura al cien por cien. No sabía qué pensar. Y entonces, como enviada por un maestro de ceremonias desde el cielo, una paloma blanca batió las alas, atravesó volando el patio, se posó en el borde del comedero de pájaros y la miró parpadeando. Dios mío. ¡No había habido una señal de Hazel, sino dos! Después de recuperarse de la sorpresa inicial y examinar más cuidadosamente el ave, Maggie vio que se trataba de un pichón gris y no de una paloma blanca de Pascua, como había pensado en un principio. Pero no le importó. Por lo que a ella se refería… era suficiente.

Sentía deseos de levantarse de un salto, entrar corriendo en casa, llamar a toda la gente que conocía y decirles que había regresado. Pero como nadie sabía que había estado fuera, puede que pensaran que se había vuelto loca. Y tal vez tuvieran razón. Un minuto antes, les había hablado a las nubes: pero si aquello era la locura, la recibía con los brazos abiertos. Y por encima de todo, pensó: «Dios bendiga a Hazel Whisenknott». Hazel, obviamente, no quería que se arrojara al río. ¡De algún modo, lo sabía!

FELIZ DÍA DE PASCUA. ¡HURRA Y ALELUYA!

Aquella misma mañana, después de levantarse, y oír el mensaje que Maggie le había dejado a la 6.47 de la mañana, Brenda le dijo a Robbie:

—Si no la conociera, diría que Maggie estaba bebida o algo así.

—¿Por qué?

—Porque hablaba raro.

—¿Raro en qué sentido?

—Como… si se hubiese vuelto tonta, o algo así.

—Oh, probablemente se sienta feliz. Es Pascua.

De todos modos, Brenda le devolvió la llamada, pero Maggie no respondió.

Mientras cruzaba la ciudad, en aquella mañana brillante y clara, Maggie miró a su alrededor y se dio cuenta con asombro de que la primavera había llegado a Birmingham sin que ella se diera cuenta. Los cornejos y las azaleas habían florecido y todos los patios estaban llenos de junquillos amarillos y blancos. Llevaba las ventanillas bajadas y el olor del aire puro y fresco era maravilloso. El mero hecho de poder respirar era maravilloso. ¡Todo era maravilloso! Encendió la radio y, al oír la fanfarria de la música de órgano retransmitida desde la gran iglesia baptista de la zona sur, se unió al coro mientras conducía. Pensaba que así era exactamente como debía sentirse Scrooge la mañana de Navidad, sólo que en Pascua.

Entonces se dio cuenta de que era ella la que había cambiado, no el mundo. Los pájaros todavía cantaban, el cielo seguía igual de azul, el cornejo aún florecía en primavera y las estrellas no habían dejado de brillar por las noches. Y la buena noticia era que seguía allí para verlo.

Se detuvo junto a un tenderete de flores situado a un lado de la carretera y compró una docena de rosas blancas. Al llegar al cementerio, se acercó al lugar donde estaban enterrados sus padres y descubrió con sorpresa que ya había un enorme y precioso ramo en su tumba. Se inclinó y abrió la tarjeta. Rezaba: «Feliz día de Pascua. Con cariño, Margaret». Eran de ella. Lo había olvidado por completo, pero la mujer de Bon-Ton las había mandado en la fecha prevista, tal como le había asegurado que haría. Allí de pie, al contemplar el cementerio, Maggie se dio cuenta de lo afortunada que era de no haberse marchado. No sería así si la venta de «Crestview» no se hubiera cruzado en su camino, o si el camión de colchones no la hubiera embestido, o si Brenda no hubiera creído que estaba teniendo un ataque al corazón, o si no hubiera tenido aquella pesadilla después de comerse los perritos con chile. En contra de lo que siempre había creído, era una de las personas más afortunadas del mundo.

Mientras estaba allí, se preguntó a cuántos de los enterrados en aquel cementerio les habría gustado vivir un año más, un día más o incluso una hora más. ¿Cómo podía tener ella la ingratitud de tirar el tiempo que le quedaba? ¿Cómo podía siquiera haberlo pensado? ¿Y qué si no era capaz de manejar una BlackBerry, programar su horno o aparcar en paralelo? ¿Qué diferencia podía suponer que las servilletas no estuvieran bien dobladas o que la cubertería no estuviera bien puesta? ¿A quién le importaba?

De repente, se sintió encantada con su edad. No hacía falta que tuviera un aspecto perfecto. ¡Hurra! Sin olvidar todos los descuentos de que podía beneficiarse, además de la seguridad social, Medicare y Medicaid. ¿Que tenía miedo de envejecer? Vaya, ¿y quién no? Iba a relajarse y permitir que sucediera. ¿A quién le importaba que usase tacones de cinco centímetros en lugar de tacones de ocho? Le dolían los pies, y no sólo eso, sino que pensaba tomarse un trozo de tarta de vez en cuando. Y no pensaba ir a ninguna parte a la que no le apeteciera ir. ¡Que vivan los pañales! Y las almohadillas para los juanetes y el Metamucil. ¿Y qué si le gustaban la música bonita y las películas viejas? Con eso no le hacía daño a nadie.

Hazel siempre decía: «Si aún respiras, es que vas ganando la partida». Y tenía razón. La propia vida era la mejor razón para la esperanza, así que, durante el tiempo que le quedara, Maggie iba a disfrutar hasta del último minuto, con arrugas y todo. ¡Qué revelación! Qué alivio. Volvió a mirar las flores y entonces vio algo. Se inclinó y recogió un trébol de cuatro hojas que había crecido justo al lado de la lápida y, sin poder evitarlo, se echó a reír. Era Hazel, sin duda.

Al otro lado de la ciudad, Babs Bingington acababa de recoger al señor y la señora Troupe, sus clientes de Texas, los que le había robado a Dottie Figge. Iba a llevarlos al aeropuerto, pero ellos le preguntaron si podían parar antes en el piso piloto de Avon Terrace unos minutos para medir de nuevo las habitaciones antes de marcharse. Babs trató de llamar a Maggie al fijo y al móvil para avisarla de que iban, pero no pudo localizarla, así que supuso que no estaría en casa. Una vez llamó varias veces a la puerta, pero al ver que nadie respondía, usó la llave de la caja de repuesto y entraron. Mientras los señores Troupe paseaban por el piso tomando medidas para sus muebles, Babs se sentó en la cocina y esperó. Entonces vio un sobre azul dirigido «A quien pueda interesar» sobre un montón de papeles, en la encimera. Pensó que sería mejor que lo leyera. Podía contener instrucciones sobre la vivienda que le interesara conocer a la hora de mostrársela a la gente.

Como era habitual las mañanas de Pascua, al cementerio estaban llegando gran número de familias con flores. Maggie había olvidado lo guapos que estaban los niños aquel día. Al volver al coche, oyó que sonaba la canción de tono de su móvil, I’m Looking for a Four-Leaf Clover, y no pudo contener una carcajada, puesto que en aquel mismo momento tenía un trébol de cuatro hojas en la mano.

Supuso que sería Brenda.

—Hola… ¡Feliz día de Pascua!

—¿Maggie?

—¿Sí?

—¿Dónde diablos estás?

—En el cementerio…

—Jesús.

—¿Quién es?

—Babs Bingington. No habrás cometido ninguna estupidez aún, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Aún no has hecho nada, ¿verdad?

—¿De qué estás hablando?

—¿Cómo que de qué estoy hablando? He leído tu nota.

—¿Qué nota?

—La nota que dejaste en la cocina…

—¿Qué cocina?

—¡La tuya, idiota!

—¿Mi cocina? ¿Qué haces en mi cocina? ¿Qué nota? No te he dejado ninguna nota…

—Dice: «A quien pueda interesar».

Maggie sintió que se le helaba la sangre en las venas. Oh, no. Justo cuando pensaba que todo iba a tener un final feliz.

Babs continuó hablando:

—¿Qué demonios tienes en la cabeza para dejar una nota así? Debes de estar loca de atar. Estoy pensando muy seriamente en llamar a la policía.

A Maggie le entró el pánico.

—Espera, no hagas nada. Quédate ahí y deja que llegue y te lo explique.

—No tengo tiempo para esperarte. He de llevar a mis clientes al aeropuerto. Pero necesitas ayuda. En serio, hermana.

Y colgó.

En ese momento, la señora Troupe oyó a Babs gritando en la cocina, entró y preguntó:

—¿Sucede algo?

Babs ladeó la cabeza, sonrió y, con su mejor y más falso acento sureño, dijo:

—No, querida, nada de nada.

Maggie se quedó sentada con el teléfono en la mano, preguntándose qué debía hacer. Trató de devolverle la llamada a Babs, pero ésta no respondió. De toda la gente en el mundo que podía encontrar su nota, ¿por qué había tenido que ser precisamente Babs? Debía impedir que difundiera su contenido por toda la ciudad. Conociéndola, sería como si la hubiera publicado en Internet. ¡Oh, Dios! Tenía que detenerla antes de que fuese demasiado tarde. Arrancó y se dirigió al aeropuerto lo más de prisa posible. Al llegar allí, aparcó enfrente de la terminal de Southwest Airlines y esperó. Al ser la mañana del día de Pascua, el lugar estaba prácticamente desierto y, gracias a Dios, la policía aeroportuaria no le hizo mover el coche, como era su costumbre. Quince minutos más tarde, vio llegar a Babs en su gran Lexus plateado y ayudar a salir a sus clientes. Aparcó detrás de ella, salió del coche y se acercó mientras Babs, muy sonriente, se despedía de la pareja sacando el brazo por la ventanilla. Pero en cuanto estuvieron al otro lado de la puerta de cristal, se volvió y fulminó a Maggie con la mirada.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Ella se inclinó hacia la ventanilla del copiloto y dijo:

—Tengo que darte una explicación. ¿Puedo entrar y hablar contigo un minuto?

Babs pulsó al instante el botón del seguro y todas las puertas se cerraron con un fuerte chasquido.

—¡No! No voy a dejarte entrar en mi coche. Estás como una regadera. Podrías llevar un cuchillo o un arma.

Maggie retrocedió un paso.

—De acuerdo, muy bien, pero, por favor, vamos a alguna parte y deja que te lo cuente. Quiero explicarte lo de la carta… Por favor… Sólo un momento… Te invito a un refresco, un café o algo. No serán más de cinco minutos, te lo prometo. Me escuchas y luego haces lo que quieras. Pero, por favor, vamos a hablar.

Babs la observó un momento, luego consultó su reloj y suspiró con exasperación.

—Bueno, de acuerdo, pero, aun así, pienso ir a la junta de agentes inmobiliarios a primera hora de la mañana para que te suspendan la licencia. ¿Adónde quieres ir?

—Donde sea. Elige tú.

—Un momento. Es Pascua, no creo que haya nada abierto. Oh, olvídalo…

Maggie se devanó los sesos y al fin dijo:

—Nos vemos en Ruth’s Chris, en el hotel Embassy Suites. Sé que está abierto. Te espero allí.

Volvió corriendo a su coche, montó en él, atravesó la ciudad como un rayo y llegó al hotel la primera. Estaba abierto y servían un delicioso brunch de Pascua, pero Maggie no tenía hambre. Mientras esperaba, sentada a su mesa, una idea aterradora circulaba por su cabeza: que en cualquier momento pudieran aparecer unos hombres con bata blanca para llevársela. Pero para su alivio, minutos después, vio entrar a Babs, que se sentó pesadamente frente a ella. Maggie estaba hecha un manojo de nervios y cuando llegó la camarera dijo:

—Tomaré una Ardilla rosa. Y que sea doble.

Babs la miró e hizo una mueca.

—¿Una Ardilla rosa? ¿Qué demonios es una Ardilla rosa?

—No lo sé, pero está buena.

—Es como un Saltamontes, pero rosa —explicó la camarera.

—Bueno, da igual —dijo Babs—. Tráigame una a mí también, por favor.

Cuando la camarera se marchó, Maggie pensó en contarle a Babs Bingington el chiste de Hazel sobre el saltamontes llamado Harold para tratar de aligerar un poco el ambiente, pero al final optó por no hacerlo y comenzó con:

—Ante todo, Babs, quiero darte las gracias por venir. Sé que es una imposición, pero tengo que decirte que la nota que has encontrado no significa nada. La escribí en un momento en que… Bueno, el caso es que no esperaba que nadie la encontrara.

—¿Ah, no? ¿Y qué hacía allí, si no querías que nadie la encontrara?

—Tenía previsto ir a la oficina esta tarde para triturarla. No pensé que viniera nadie a ver la casa en Pascua. En cualquier caso, supongo que encontrarla ha sido muy desagradable para ti y lo lamento.

Llegaron las bebidas y Maggie apuró la suya de dos tragos. Le pidió otra a la camarera con un gesto y luego prosiguió:

—Cuando escribí la nota, no pensaba con demasiada claridad. Puede que estuviera teniendo una especie de leve depresión, o algo así. Últimamente he tenido muchas decepciones.

—Oh, mira tú, ¿y quién no? —contestó Babs—. ¿Estás segura de que no estás chiflada? A mí esa nota me ha parecido una auténtica locura.

Maggie no tenía respuesta para eso.

—Creo que tienes que ir a que te examinen la cabeza —insistió la otra.

—Bueno, puede que tengas razón, pero mientras tanto, te aseguro que no pienso cometer ninguna estupidez.

Babs tomó un largo trago e hizo una mueca de desagrado.

—¡Dios, qué dulce es esto! —Miró a Maggie y dijo—: No es que me importe demasiado, pero siento curiosidad. ¿Cómo pensabas librarte de tu cuerpo?

—Oh… Bueno, si me prometes no contárselo a nadie, te lo explico.

Cuando Maggie terminó de relatarle sus planes de principio a fin, Babs asintió y dijo:

—Está bastante bien, pero te has olvidado de una cosa.

—¿De qué?

—De la balsa. Tienen números de serie. Podrían haberla encontrado y luego la habrían rastreado hasta ti.

Oh, vaya… Babs tenía razón. Lo cierto es que no había pensado en eso, pero no quería que lo supiera, así que se recostó en su asiento y sonrió.

—Es cierto… Pero, no obstante… era imposible que nadie la encontrara —empezó, mientras trataba de inventar a toda prisa una razón de por qué no.

Por suerte, en ese momento llegó la camarera con dos bebidas más y les dijo que eran de parte del amable caballero de la gabardina marrón que estaba en el bar. Maggie le sonrió con amabilidad, aunque no excesiva. No quería alentarlo.

—¿Y bien? —preguntó Babs—. ¿Cómo pensabas librarte de la balsa?

—Oh… —dijo Maggie mientras inventaba sobre la marcha—. Bueno… Vale… Pues al llegar al centro del río, pensaba atarme a la balsa con una cuerda de tender ropa.

Babs frunció el cejo.

—¿Una cuerda de tender ropa?

—Exacto. Luego haría un agujero en la balsa y así, cuando terminara de salir todo el aire, en lugar de hundirme con el barco, el barco se hundiría conmigo. —Sin poder evitarlo, sintió una punzada de satisfacción por haber sido capaz de idear algo tan de prisa.

A despecho de sí misma, Babs parecía impresionada.

—Vaya, o estás más loca o eres más lista de lo que yo pensaba. No sabría decir cuál de las dos cosas.

—Bueno, gracias, Babs. En cualquier caso, siento que precisamente tú hayas tenido que encontrar la nota. Sé que no te caigo demasiado bien.

La otra asintió.

—Es cierto —contestó—. Aunque lo hubieras conseguido, me habría traído sin cuidado.

—Entonces, ¿por qué estás tan enfadada?

—No quería que me estropearas la venta del piso de tu edificio antes de que estuviera firmado el acuerdo. Después de eso, por mí puedes saltar al río tantas veces como quieras.

Maggie la miró.

—Oh, Babs… Supongo que no lo dirás en serio.

—Claro que sí. Mira, pienso de ti exactamente lo mismo que tú piensas de mí.

—¿Qué quieres decir? Yo no te tengo antipatía.

—Oh, vamos, ¿quién está mintiendo ahora? Sé que tanto tú como todos los demás agentes inmobiliarios de la ciudad me odiáis.

Maggie trató de protestar.

—No, no te odiamos, Babs… Cielos… —Pero entonces, las tres Ardillas rosa dobles que se había bebido le comenzaron a hacer efecto y añadió—: Bueno, sí… Supongo que es así, más o menos.

—Pues claro que sí, pero la diferencia entre tú y yo es que a mí no podría importarme menos lo que penséis de mí.

—Pero Babs, ¿cómo puede no importarte lo que la gente piense de ti?

—Fácil. No me importa y punto.

—¿De verdad?

—De verdad, no me importa.

Maggie se recostó en el asiento, pensó un momento y luego volvió a inclinarse hacia adelante y dijo:

—Bueno, Babs, y espero que no te lo tomes a mal, pero teniendo en cuenta que, como es más que evidente, no tienes conciencia, ni ética ni un solo gramo de decencia humana… Creo que es mucho más fácil que no te importe.

La otra lo pensó un momento y luego asintió.

—Creo que tienes razón.

Maggie continuó con una agradable sonrisa.

—De hecho, probablemente seas la persona más despreciable, malvada y retorcida que he conocido.

Babs la miró.

—¿De veras?

—Sí. Sin ningún género de duda, eres la criatura más horrible que he conocido en toda mi vida. —Levantó un dedo en el aire para reforzar su argumentación—. Además de, podría añadir, un ser humano totalmente podrido, podrido hasta la médula. Francamente, no me sorprendería que, cualquier día de éstos, alguien te atropellara con su coche.

Babs, que a esas alturas también iba por su tercera Ardilla rosa, comenzó a reírse. De repente, encontraba hilarante todo lo que decía Maggie.

—En serio Babs. No sé cómo puedes vivir contigo misma. Eres un demonio cruel, una abusona, una vampiresa con dos caras y una víbora. Y, por cierto, los zapatos que llevas pasaron de moda en los setenta y, ¿pendientes de granates? Ya nadie lleva pendientes de granates, y menos de día. Careces por completo de moral. Eres grosera, odiosa y totalmente desagradable, eres una mentirosa, una tramposa y una delincuente.

A esas alturas, Babs se reía con tales carcajadas que estaba casi doblada sobre sí misma.

—De hecho, probablemente ahora mismo deberías estar en la cárcel. —Maggie se detuvo y la miró—. ¡Pensándolo bien, no me sorprendería que fueses una completa sociópata!

Una mujer sentada en una esquina, con un bonito vestido gris pastel y cuello de encaje, las miró con el cejo fruncido y le dio un codazo a su marido.

—Mira, Curtis, las dos borrachas como cubas. ¡Y en Pascua!

Cuando por fin pudieron controlarse, Babs metió una mano en el bolso, le ofreció un Kleenex a Maggie y suspiró. Entonces dijo:

—Pero ¿qué piensas de mí realmente?

Y las dos se echaron a reír de nuevo.

Una vez recuperadas y capaces de nuevo de articular palabra, Babs miró a Maggie y dijo:

—Tienes bolitas de algodón en lugar de cerebro, pero eres graciosa.

—Gracias —respondió ella mientras se secaba los ojos—. Espero no haber herido tus sentimientos al llamarte sociópata.

—¿Herir mis sentimientos? Me han llamado cosas peores.

Maggie exhaló un fuerte suspiro y miró a Babs con algo parecido a la nostalgia.

—Oh, Babsy, ¿qué tal es que no te importe lo que piensa la gente?

—Es estupendo.

—Ya me lo imagino. Ojalá a mí no me importara tanto, pero en serio, dime la verdad… ¿En el fondo, en el fondo no te importa ni siquiera un poquito?

Babs lo pensó un momento y luego respondió con total seguridad:

—No, la verdad es que no.

—¿En serio?

La otra se encogió de hombros.

—Sí. Como ya te he dicho, lo que la gente piense sobre mi persona carece por completo de importancia para mí.

—Aaah —dijo Maggie—, yo no lo veo así. Creo que te afecta, aunque no sepas cómo y nunca llegues a averiguarlo.

—¿Cómo? Soy la mejor vendedora del sureste. ¿Qué me podría pasar?

—Bueno, pero, aun así, sigo pensando que es importante contar con la buena voluntad de los demás.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Cuando te sucede algo malo, ¿no prefieres que la gente diga «Oh, qué pena» en lugar de «Qué bien, se lo tenía merecido»?

Babs volvió a encogerse de hombros.

—Me da igual.

—¿No quieres que la gente te desee lo mejor?

—Me da igual.

—Oh… Babsy —empezó Maggie mientras alargaba la mano hacia su bebida sin encontrarla—, debiste de tener una infancia terrible. Supongo que ésa es la razón de tu falta de ética.

—A mi infancia no le pasó nada. Pero ya que hablamos del tema, deja que te pregunte una cosa. ¿Cómo conseguiste quitarme «Crestview»?

—Ah, eso…

—Sí, eso.

La habían sorprendido con las manos en la masa y tenía que admitirlo.

—Conozco al hombre que administra los bienes de los Dalton y lo llamé.

Eso sorprendió a Babs.

—Oh, ¿en serio?

—Sí. Pero, por supuesto, no me enorgullezco de ello.

—¿Por qué no? Yo habría hecho lo mismo.

Maggie la miró con asombro.

—No lo dirás sólo para hacerme sentir bien, ¿verdad?

—¿Yo? No. —Miró a su alrededor—. Me está entrando hambre. ¿Comemos?

—Claro. Pide lo que quieras… El cielo es el límite.

Babs pidió un filete casi crudo, cosa que no sorprendió a Maggie en absoluto.

Después de terminar de comer, Babs dijo:

—No tengo planes. ¿Y tú?

—No, soy libre como un pájaro.

Veinticuatro horas antes, si alguien le hubiera dicho a Maggie que iba a terminar en el cine Alabama, medio borracha de Ardillas rosa, viendo Sonrisas y lágrimas en compañía de Babs Bingington, no le habría creído. Después de la película, cuando volvían a sus coches, Maggie dijo:

—Hazme un favor, Babs. Si alguna vez compras nuestra empresa, puedes despedirme a mí, pero quédate con Brenda y Ethel, ¿de acuerdo?

La otra sonrió y dijo:

—Ni lo sueñes.

Se subió a su coche y se marchó. Le gustara o no, había una cosa que se le tenía que reconocer a Babs Bingington: era coherente.