Feliz Navidad, Maggie

Jueves, 25 de diciembre de 2008

A las diez de la mañana del día de Navidad, Maggie acababa de comerse dos buñuelos en un fino plato de papel y estaba sentada en la cocina, repasando números. Detestaba tener que hacerlo, pero no le quedaba más remedio: después de las vacaciones, tendría que hablar con la señora Dalton sobre una rebaja del precio.

Sonó el teléfono.

—Hola, Maggie, soy David Lee. ¡Feliz Navidad!

—Vaya, hola, David. ¿Cómo estás?

—Escucha… Detesto molestarte en casa en Navidad, pero ¿tienes ya alguna oferta por «Crestview»?

Ella se encogió. Esperaba que no fueran a despedirla. Con todo el ánimo de que fue capaz, respondió:

—No. Hay personas interesadas, pero nada en firme aún.

—Bueno, Mitzi y yo hemos estado hablando sobre ello y creemos que vamos a lanzarnos y comprarla nosotros, si a ti te parece bien. Pagaríamos en efectivo. El precio completo, por supuesto. Los dos nos criamos al otro lado de la calle, así que sería como volver a casa, como mudarse al viejo barrio.

En ese momento, Mitzi cogió el teléfono.

—Eh, Maggie… ¿cómo estás, cariño? ¿A que es maravilloso? ¡Estoy tan emocionada que no me tengo en pie! Tenemos que irnos, pero estoy impaciente por verte.

Luego volvió a ponerse David.

—No te quiero entretener. Te llamo el lunes a la oficina y concretamos los detalles.

Era el mejor regalo de Navidad que podrían haberle hecho. A Maggie no se le ocurrían dos personas mejores para comprar la casa. Ya podía marcharse tranquila, sabiendo que había salvado «Crestview» de la bola de demoliciones. Sentía deseos de saltar de alegría. Era un final perfecto salvo por una cosa: estaba tan emocionada que se había olvidado por completo del problemilla del desván.

Oh, no. ¿Debía decírselo o no? Si lo hacía, tal vez perdiera la venta, pero si no lo hacía, ¿podría vivir con eso? Vendérsela a un desconocido sin revelarle lo que habían encontrado allí ya era bastante malo, pero David y Mitzi eran amigos suyos. Si de algún modo llegaban a enterarse y pensaban que había tratado de engañarlos, se sentiría fatal.

Pasó el resto del día reflexionando sobre lo que debía hacer. Pensó mucho rato en cómo se sentiría ella de estar en su lugar. No creía que le importara lo del esqueleto, el problema sería el engaño. Se fue a la cama muy alterada y pasó una noche espantosa.

A la mañana siguiente, se sentó e hizo la temida llamada telefónica.

—David, soy Maggie.

—¡Hola!

—Escucha, David, antes de que sigamos adelante con «Crestview», hay algo que Mitzi y tú debéis saber.

—Ajá. ¿Alguien más ha hecho una oferta?

—No. No es eso… La cuestión es que cuando visitamos la casa por primera vez, mi compañera Brenda y yo subimos al desván y allí nos encontramos con una cosilla.

—¿Termitas? Ya me lo esperaba.

—No. Termitas no. Hicimos una inspección de termitas y, desde ese punto de vista, la casa está en perfecto estado. Era… eh… otra cosa.

—¿Moho?

—No, no se trata de moho ni de problemas estructurales. El caso es que al subir al desván, vimos dos grandes baúles que no se habían abierto desde 1946 y nosotras los abrimos. Al principio creíamos que era sólo un montón de ropa vieja, pero… cuando empezamos a mirarla, encontramos… Bueno, en fin, por desgracia encontramos unos cuantos huesos viejos.

—¿Huesos?

—Sí. En realidad no sólo unos cuantos… Se trataba de… era un esqueleto humano. Colgado de una percha. Nos lo llevamos de la casa de inmediato y nadie lo sabe, pero he pensado que tenía que contártelo. Si quieres retirar la oferta, desde luego lo entenderé.

Cerró los ojos y contuvo la respiración mientras esperaba la respuesta.

—¿Un esqueleto de verdad?

—Sí. De un hombre desconocido. En el desván. Dentro de un baúl.

Volvió a contener el aliento.

Al cabo de un largo instante, David dijo:

—Oh, demonios, Maggie, a mí no me importa. No soy supersticioso con esas cosas.

—¿En serio?

—Absolutamente. No me parece un problema.

—Bueno, será mejor que lo hables con Mitzi y luego me llamas.

—Muy bien. Te llamaré.

Tras una agónica hora sonó el teléfono.

—¡Maggie, soy Mitzi! Escucha, acabo de llegar a casa y David me ha contado lo del esqueleto en el desván. Creo que es lo más emocionante del mundo, ¿no te parece? Un misterio de verdad. Como los de Nancy Drew.

—Eso es justo lo que yo pensé —dijo Maggie—. Entonces, ¿no os importa?

—¿Importarnos? Oh, cielo, te agradezco mucho que te preocupes, pero como le he dicho a David, con tantos esqueletos en el armario como tienen nuestras dos familias, ¿qué puede importar uno más? Será una anécdota estupenda para contar en los cócteles, ¿no te parece? Me muero de ganas de averiguar de quién se trata… ¿Tú no?

»Mi abuela decía que el señor Crocker era bastante excéntrico. Puede que coleccionara esqueletos. Incluso podría ser el de alguien famoso.

—Bueno… No había pensado en ello, pero sí, podría ser.

—Oh, Maggie, estoy impaciente por volver a Birmingham. Me siento tan feliz por lo de «Crestview»… Siempre me ha encantado, y es perfecta para retirarnos hasta que nos toque ir a St. Martin’s, además de que será una casa maravillosa para cuando vuelvan David Jr. y su familia. Seguro que piensas que soy una tonta, pero ya he empezado a soñar con todas las fiestas que voy a dar allí.

No, Maggie no pensaba que fuese tonta, en absoluto. Ella había hecho lo mismo durante años.

Después de colgar, volvió a coger el teléfono de inmediato y llamó a Brenda.

—¿Brenda? Acabamos de vender «Crestview». ¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!

—¿Cómo?

—Han llamado David y Mitzi Lee y dicen que quieren comprarla. En metálico. Sin rebajas.

—¿Me tomas el pelo?

—No. Y, ¿sabes qué más?

—¿Qué?

—¡Quieren el esqueleto!

—¿En serio?

—Sí.

—¡Oh, hurra!

—De hecho, Mitzi está encantada con la idea. Dice que será una gran anécdota para contar durante los cócteles.

—¡Oh, hurra! —repitió Brenda.

Los blancos tenían cosas que nunca entendería, pero lo principal era que por fin habían vendido la casa.

Tres días después, tras un intercambio de documentación entre Nueva York y Birmingham, y una vez recibido el cheque con el depósito, Maggie seguía sin dar crédito a su suerte. Les había vendido «Crestview» a personas que pertenecían a las mejores familias de la ciudad, gente que, a buen seguro, la mantendrían intacta. Y Red Mountain se había llevado una jugosa comisión. Tenían un plazo de treinta días y, si todo iba bien, ella podría marcharse el día después del cierre de la venta, tras haber salvado la mansión de las fauces de La Bestia para siempre. Se había olvidado de lo que era sentirse tan bien y lo experimentaba justo entonces, cuando estaba preparándose para irse.