Chicago
Como todo el que había combatido la segregación, Brenda aún tenía malos recuerdos de cosas que les habían sucedido, no a ella directamente, sino a otros miembros de su familia o a sus amigos. Después de terminar la universidad, rebosante de idealismo, se había mudado a Chicago para trabajar como profesora en el centro de la ciudad. Pero la mayoría de sus alumnos, criados en los barrios marginales de las viviendas de Cabrini-Green, habían visto ya demasiadas cosas, y cuando llegaron hasta ella, y Brenda se encontró con una aula llena de miradas muertas. Trató por todos los medios de motivarlos y creyó haber ayudado a algunas chicas, pero algunos años después, al pasar por allí en su coche, volvió a verlas en las esquinas, enganchadas a las drogas. Fue una experiencia desoladora. Criada en un bonito barrio de clase media, no estaba preparada para lidiar con la dura realidad de los niños que habían crecido en los implacables guetos del norte. Y cuando una de sus alumnas la apuntó con una arma porque no la dejaba salir al pasillo a tontear con su novio, Brenda se dio cuenta de que había llegado el momento de dejarlo. Como muchos de los amigos que se habían mudado al norte, echaba de menos su casa, y cuando las cosas se tranquilizaron, todos ellos comenzaron a regresar a Birmingham. No fue la solución perfecta. Como en todas partes, seguía habiendo gente estúpida, tanto entre los blancos como entre los negros. Por desgracia para ella, tres de las personas estúpidas eran sus sobrinos Curtis, DeWayne y Anthony.
Cuando Brenda era adolescente, sus héroes eran personas como Sojourner Truth, Thurgood Marshall y Martin Luther King, pero sus sobrinos tenían las paredes llenas de fotos de sus estrellas del rap predilectas. Cada una de las cuales tenía un historial delictivo de un kilómetro de longitud.
Los tres chicos se dedicaban a pavonearse por la ciudad con cadenas de oro y pendientes de diamantes, gorras de béisbol colocadas de lado sobre pañuelos anudados a la cabeza y la ropa interior asomando por la cinturilla de sus pantalones caídos. Sus abuelos y padres eran licenciados universitarios, pero ellos habían dejado el instituto a los quince años, y ahora, entre los tres no eran capaces de redactar una frase entera. Tenía la impresión de que si les oía decir: «¿Entiendes lo que te digo?», una vez más, se pondría a gritar. En lugar de avanzar, habían retrocedido.
Brenda estaba tan disgustada con ellos que ya no les dejaba ir a su casa. A Dios gracias estaba Arthur, su otro sobrino, que tenía un buen trabajo en la CNN de Atlanta, y su sobrina Sandra, la hija de Robbie, estaba licenciándose en Historia en la universidad de Birmingham-Southern. Sandra era muy inteligente. Pero esos otros tres sobrinos la estaban volviendo loca. Le habría gustado que tuvieran un solo cuello, para estrujárselo en aquel mismo momento. Puede que engañaran a otros, pero ella sabía perfectamente a qué se dedicaban. Cuando la eligieran alcaldesa, una de las primeras cosas que pensaba hacer era detener a todos los camellos y prostitutas de la ciudad, blancos o negros, y meterlos entre rejas. Y si tenía que construir nuevas cárceles para ello, lo haría.
Aunque Birmingham tenía un alcalde negro desde 1979, ella sería la primera mujer en ocupar el cargo, y ya iba siendo hora. Estaba convencida de que ganaría. Hazel le había asegurado que podía hacer lo que se propusiera y Hazel nunca se equivocaba.
Y después de convertirse en alcaldesa, tal vez llegase a ser la primera gobernadora de color. Algunos de sus amigos miraban con cierta aprensión la magnitud de sus ambiciones.
—Con Obama o sin Obama, esto sigue siendo Alabama —decían. Tal vez si le hubieran dado una paliza o, como a su hermana Tonya, la hubieran tirado al suelo con el agua a presión de las mangueras contra incendios antes de meterla entre rejas, pensaría de manera distinta. Los que habían participado en las marchas de antaño decían que los jóvenes de ahora nunca había vivido la auténtica «experiencia negra» y era posible que tuvieran razón. Pero, por suerte o por desgracia, Brenda no podía cambiar el pasado. Tenía que pensar en el presente. Quería mejorar las cosas para la gente de ahora.
Por supuesto, estaba indignada por lo que había sucedido entonces y odiaba apasionadamente el modo en que sus antepasados habían llegado al país. Pero, con un cierto egoísmo, le encantaba vivir allí y entonces. Amaba su hogar y, aparte de eso, creía con todo su corazón que Dios tenía planes especiales para ella, y que estaba exactamente donde debía estar, y en el momento justo. ¿Quién sabía? Tal como estaban cambiando las cosas, todo era posible. Una mujer negra de Birmingham ya había sido secretaria de Estado y a Regina Benjamin, una negra del sur de Alabama, acababan de nombrarla cirujana general de Estados Unidos. Tal como había dicho Hazel, ¿en qué otro sitio del mundo podía convertirse en millonaria una mujer de metro veinte? ¿O una mujer negra, como Oprah? Brenda era incapaz de no sentir ciertas esperanzas. Pero, como ocurre siempre, el progreso tenía su precio.