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23 de noviembre de 2008

Por suerte, la jornada de casa abierta fue bien. La mayoría de los asistentes eran vecinos y viejos amigos de los Dalton que sentían curiosidad por volver a ver la mansión. Todos ellos tenían gratos recuerdos de cuando habían estado alguna vez en «Crestview» de niños. Maggie oyó muchas historias de Edward Crocker en boca de los más viejos, que lo habían conocido. Al parecer, era un hombre tímido pero muy apreciado. Una anciana meneó la cabeza y sonrió.

—Mi madre decía que todas las chicas de Birmingham tenían la esperanza de convertirse en la señora de Edward Crocker, pero él, muy astuto, nunca se dejó atrapar. Era un solterón. Y no era que no le gustaran las mujeres. Mamá decía que era amigo de muchas señoras casadas de la ciudad. Y que adoraba a su hermana Edwina. Por muy ocupado que estuviera, cada mes de junio, viajaba a Europa sin falta, y pasaba tres semanas con ella en Londres, donde Edwina vivía.

Luego, llegó a la casa un anciano en silla de ruedas, que por lo visto se había criado en una casa colina abajo. Recordaba que Edward Crocker era muy cariñoso con los niños. Contó que cuando él era pequeño, dejaba que, junto con sus hermanos, montara en poni por la propiedad y que les enviaba preciosos regalos en Navidad. Cuantas más cosas oía Maggie sobre Edward, más crecía su curiosidad.

Así que después de que se marcharan todos, volvió a la biblioteca y contempló de nuevo el retrato. Esa vez comprendió qué era lo que había visto antes en sus ojos. Percibió en ellos una extraña tristeza, como si anhelase algo que no podía tener. Maggie lo vio claro.

«¿Qué sería?», se preguntó. Edward Crocker tenía todo lo que nadie podía desear: dinero, poder y «Crestview». Y aun así parecía solitario. No era hijo único. Tenía una hermana, de modo que se preguntó a qué se debería su soledad. ¿Mal de amores? ¿Le habrían roto el corazón? Cuanto más miraba su rostro, más lamentaba no haberlo conocido.