Una venta complicada
Mediados de noviembre de 2008
Maggie pasó la semana siguiente estudiando el mercado y pensando en el precio que debía pedir por «Crestview». No era fácil. Si pedía muy poco, sería desmerecer la casa y el vecindario, y si pedía demasiado, la mansión permanecería un tiempo excesivo sin venderse. Por supuesto, para ella la casa no tenía precio. Pero tenía que ponérselo de todos modos, así que, oficialmente, salió a la venta por casi 3 millones de dólares, concretamente 2 800 000, un precio muy inferior al que habría tenido en otra situación del mercado, pero, aun así, un precio justo. Desde el punto de vista de Maggie, teniendo en cuenta lo que se pedía por las falsas casas Tudor de las nuevas zonas residenciales, era una ganga. Más que una ganga, porque «Crestview» era auténtica, no una imitación barata. Para ella, la casa era una obra de arte.
Pero temía que, por mucho que ella adorara la mansión, la venta fuese complicada. En aquellos tiempos, todo el mundo quería lo mismo: una sala para la familia y una cocina combinadas, con encimeras de granito y armarios de madera de cerezo. Todas las casas debían tener un despacho, armarios lo bastante grandes como para meterse dentro, parteluces desmontables en las ventanas para que fuesen más fáciles de limpiar, una bañera con jacuzzi, sonido estereofónico, una zona para comer en el jardín con barbacoa incorporada, un garaje para tres o cuatro coches y una ubicación próxima a un colegio y a un centro comercial.
«Crestview» habría sido perfecta para ella, que no necesitaba estar cerca de un colegio y siempre había preferido la cocina separada. Mala cocinera como era, lo último que necesitaba era gente metiéndose en medio y dándole conversación mientras trataba de preparar una comida. Y además no le gustaba comer sentada a una barra. Ella quería una mesa de verdad, una mesa que pudiera poner, con preciosas servilletas dobladas. Tampoco quería una barbacoa en el jardín. Comer fuera en platos de papel no era lo que Maggie entendía por una vida elegante. Pero en ese asunto, obviamente, estaba en minoría.
Sabía que era sumamente importante sacar la mansión a la venta de la manera correcta. «Crestview» no era una casa en la que se pudiera colocar un cartel de «Se vende» en el jardín. Decidió que comenzaría haciéndolo saber a las personas apropiadas y de una manera discreta. Además, prescindiría de las habituales jornadas de casa abierta para agentes inmobiliarios. En aquel caso sería una pérdida de tiempo y de dinero, teniendo en cuenta que sólo un puñado de ellos trataban con propiedades de ese calibre. Pero sobre todo, no quería encontrarse con Babs Bingington.
A última hora del martes, después de que Brenda y Ethel se marcharan a casa, Maggie se sentó y escribió el folleto que enviaría a su lista de clientes del «otro lado de la montaña». Empezaría por ahí.
NOVEDAD EN EL MERCADO
Una de las grandes mansiones de la ciudad sale a la venta. Su exquisito gusto se verá reflejado en este distinguido edificio, bello y espacioso. Elegante sin ostentación: con sus techos abovedados, sus siete chimeneas y sus preciosos suelos de parquet en todas las habitaciones, es perfecta para el comprador distinguido. Se le invita a asistir a una jornada de casa abierta el domingo 23 de noviembre, de las 14 horas a las 16.
Lo volvió a leer. Confiaba en estar haciendo lo que debía, pero no estaba segura, no sin el consejo de Hazel. Tenía que vender «Crestview». Había enviado todo el dinero que le quedaba en el banco a la Sociedad Humana y a la Asociación de Enfermeras a domicilio y ahora no podía pedirles que se lo devolvieran. No se le había ocurrido que seguiría allí, y se había visto obligada a pedir un préstamo a corto plazo al banco. Si no conseguía vender la casa, tendría problemas. Esperaba poder hacerlo. Dios, cuánto echaba de menos a Hazel. Ésta había hecho que todas ellas se sintieran tan listas, tan capaces, como si no pudieran cometer un error y, aunque pareciera extraño, no los cometían. Pero después de su muerte, era como si nada hubiera salido bien. Allí sentada, se preguntó qué tenía Hazel para mantenerse ella y la oficina tan enteras. Era casi imposible estar de mal humor a su lado. Pero ¿cómo lo hacía? Un día, Maggie le había preguntado:
—Hazel, ¿nunca te deprimes por nada?
Ella la miró, sorprendida.
—No. ¿Por qué tendría que deprimirme?
—Bueno, no lo sé… Hay mucha gente que sentiría lástima de sí misma si…
—¿Si fuesen enanos? —Hazel se rió antes de añadir—: Oh, supongo que podría hacerlo, pero ¿sabes qué hicieron mis padres? Cuando tenía ocho años, me llevaron a Long Beach, en California, para ver el concurso para escoger a Miss Long Beach.
—¿Por qué?
—Eso mismo me pregunté yo, hasta que, al terminar, el maestro de ceremonias anunció que había llegado la hora de la sección «mini» y entonces vi salir a las diez enanas más bonitas que puedas imaginar. El público se puso como loco. Había un par de gemelas con traje de noche, otra con un pequeño pijama rojo y una pequeña rubia exacta a Jean Harlow, sólo que en miniatura. Tendrías que haber oído cómo silbaban y la vitoreaban los marineros. Las enanas recibieron más aplausos que las chicas grandes. En cualquier caso, era la primera vez que veía a otras personas como yo, y descubrí que a la gente le gustan los enanos. Así que tomé la decisión de sentirme bien por serlo. Mis padres habían leído sobre el concurso en una revista y lo habían planeado todo. Qué suerte la mía, ¿no? Ninguno de ellos tenía un diploma escolar, pero eran las dos personas más listas que he conocido.
—Siento curiosidad —dijo Maggie—. ¿Quién ganó el concurso?
—Oh, cielo, la pequeña Jean Harlow, por goleada. Y ahora que lo pienso, supongo que ver aquel día todos aquellos trajes tan bonitos es lo que ha hecho que me gusten tanto los disfraces. ¿Ves cómo funciona la vida? Todo sucede por alguna razón. Piénsalo: si yo no hubiera querido un disfraz de conejito de Pascua, puede que tú y yo no nos hubiéramos conocido nunca. —De repente, sus ojos se iluminaron—. ¿Sabes qué te digo, Maggie? Esta Pascua me voy a poner el disfraz para sorprender a las chicas. Mejor aún, creo que la oficina debe patrocinar una gran búsqueda de huevos de Pascua anual en el parque Caldwell. Y el conejito de Pascua podría entregar el premio a quien encuentre el huevo de oro. ¿Qué te parece, Maggie? ¿No crees que será divertido?
Maggie no se había molestado en responder. Sabía que, al margen de lo que ella pensara, cuando a Hazel se le metía una idea en la cabeza, no había forma de detenerla. Y esa idea significaba que todas las agentes de Red Mountain tendrían que pasar todo el día de Pascua en el parque, participando en la búsqueda de huevos, y que Maggie tendría que pasarse las próximas dos semanas soportando las quejas de las chicas al respecto. Ocultar todos aquellos huevos fue muy trabajoso, pero Hazel tenía razón. Al final, la búsqueda resultó muy divertida y la entrega de premios por parte del conejo de Pascua fue el momento cumbre. Pero ahora que Hazel ya no estaba, la Pascua era un día como otro cualquiera.
Ésta solía decir:
—No hay oscuridad suficiente en todo el universo para apagar la luz de una pequeña vela.
Fue la primera vez, que Maggie supiera, que se equivocó. Sin ella, el mundo se había vuelto de repente muy oscuro. Maggie suspiró, se levantó de la mesa y se fue a casa para tomar otra cena precocinada y pasar otra larga noche a la espera de la primera jornada de casa abierta, el domingo.