Felicidades a todos
Miércoles, 5 de noviembre de 2008
Lógicamente, Maggie lamentaba haber regalado toda su ropa, pero en seguida descubrió que ése era el menor de sus problemas. Tras la reunión con la señora Dalton, tuvo que volver corriendo al centro para reabrir su cuenta en el banco y obtener una tarjeta de crédito para poder comprar pasta de dientes, jabón, champú y ropa interior. La compañía telefónica, por su parte, le cobró un ojo de la cara por devolverle el teléfono.
Quería asegurarse de que todo estaba en orden antes de darles a Ethel y Brenda la buena noticia sobre «Crestview», no quería alimentar demasiado sus esperanzas hasta que no tuviera la propiedad asegurada. El día anterior estaba tan preocupada abasteciéndose de lo que necesitaba que se olvidó de que habían sido las elecciones presidenciales. Aquella mañana, al oír los resultados por la radio mientras se dirigía a la oficina en su coche, supo que Brenda estaría encantada con la victoria de su candidato.
Al llegar a la oficina, Brenda aún no estaba, pero Ethel dijo:
—Bueno, espero que pueda hacerlo mejor que el último, aunque lo dudo. —A continuación, se embarcó en una de sus habituales diatribas contra la clase política, que se prolongó cinco minutos más que la de Hollywood. Maggie permaneció allí y esperó pacientemente a que terminara y entonces, como si nada, le entregó los documentos firmados.
—¿Qué es esto? —preguntó Ethel.
—Oh, sólo un contrato para vender «Crestview».
Ethel se quedó boquiabierta.
—¿Qué? ¿Cuándo ha sucedido esto?
Maggie esperaba que no pareciese que estaba presumiendo, pero fue incapaz de contenerse.
—Después de que llamara a un amigo para robarle la propiedad a Babs Bingington.
—¿Que has hecho eso?
—¡Sí!
—¡No puedo creerlo! ¡YUUUUJU! Esto requiere una celebración. —A continuación, sacó una botella de bourbon que guardaba en la mesa y la taza plegable que siempre llevaba en el bolso y se sirvió—. ¡Caray, Maggie, por ti! —dijo, mientras lo apuraba de un trago.
Pocos minutos después, entró Brenda arrastrando los pies, con aire exhausto pero muy feliz. Maggie se levantó y fue a abrazarla.
—Oh, Brenda, qué maravilla. Me alegro muchísimo por ti. Tu candidato ha ganado.
—Gracias. No sabes lo que significa esto viniendo de donde venimos. Creí que no lo vería antes de morir. Oh, no, no sabes lo que significa.
—No, pero me lo puedo imaginar.
Maggie esperó hasta que no pudo aguantar más y entonces dijo:
—Y, Brenda, tengo otra buena noticia. Vamos a vender una casa del «otro lado de la montaña».
Su amiga la miró con incredulidad.
—No.
—Sí. Y no sólo es que la tengamos, sino que se la he robado a Babs.
—¿Quééé? —chilló Brenda—. No es posible.
—¡Sí!
—¡Sí! —dijo Ethel mientras se servía otro trago. Y aunque era presbiteriana, añadió—. Jódete, Babs.
Después de darle a Brenda todos los detalles, Maggie dijo:
—Y adivina qué más…
—¿Qué?
—¡Que tengo las llaves!
—¡No!
—Sí. Vamos. Ethel, si llama alguien, diles que estamos en nuestra nueva propiedad en venta.
—Suena bien —dijo Ethel.
Brenda no pudo dejar de hablar en todo el camino.
—No me puedo creer que le hayas robado la casa a La Bestia. —Repetía esa frase una y otra vez, y siguió haciéndolo mientras subían por el sendero de entrada de «Crestview».
Lo cierto era que ni la propia Maggie se lo podía creer. Tras tantos años soñando con aquella mansión, estaba a punto de entrar en ella por primera vez.
Muchas casas que tenían un aspecto espléndido por fuera, luego resultaban una decepción cuando entrabas. Sólo esperaba que no fuese ése el caso. Tenía la impresión de que el corazón se le iba a salir del pecho mientras metía la llave en la cerradura, y, con la respiración contenida, abría la puerta y entraba en el vestíbulo. En lugar de la peste a moho y polvo de la mayoría de las mansiones en las que Maggie había estado, la casa tenía un olor casi dulce a madera y humo. Al encender las luces del vestíbulo, vieron un suelo de mármol blanco y negro que conducía a la cocina a través de un largo pasillo y más allá de una gran escalinata. ¡Y qué escalinata! Tal como le había dicho la señora Roberts muchos años antes, la escalera que ascendía, describiendo una grácil curva hasta el piso superior, estaba hecha de buen mármol, y aquél era el más perfecto que Maggie hubiese visto nunca.
—¡Vaya! —exclamó Brenda.
A la derecha del vestíbulo había un gran salón con cuatro enormes cristaleras que daban a un solario. A la izquierda, quedaba un comedor formal y una biblioteca. Maggie estuvo a punto de echarse a llorar. El interior de la casa era exactamente como ella se lo había imaginado. No, de hecho, era aún más hermoso que eso, si tal cosa era posible.
Estaba claro que Angus Crocker no había reparado en gastos al construir su hogar. Los tiradores de las puertas estaban hechos del cristal más fino e, incluso después de tanto tiempo, todas las ventanas, todas las bisagras y todas las cerraduras funcionaban perfectamente. Mientras paseaban por allí, Brenda dijo:
—Ya no se construye como antes, ¿verdad?
Mientras encendían luces y descorrían cortinas, Maggie iba descubriendo encantada que, a diferencia de muchas otras mansiones, que podían ser frías y poco acogedoras, con enormes estancias recorridas por corrientes de aire, allí cada habitación estaba perfectamente proporcionada, y los paneles de madera de color miel en las paredes transmitían una sensación cálida y hogareña. No se lo esperaba.
Cuando atravesaron las grandes puertas de cristal plomado de la parte trasera y salieron a la inmensa terraza desde la que se dominaba toda la ciudad, Brenda dijo:
—Dios, ten piedad, ¿cómo se le pone precio a una vista como ésta? ¿Te imaginas estar sentada aquí de noche?
—Sí, me lo imagino.
Maggie se lo había imaginado muchas veces.
Brenda se volvió y dijo:
—¿No te gustaría que Hazel estuviera ahora aquí con nosotras?
—Siempre —contestó ella.
La cocina era una de esas cocinas antiguas, pensadas para comer en ellas, con largas encimeras de acero inoxidable y armarios de cristal translúcido hasta el techo. Junto a la cocina estaban los aposentos del servicio, con escaleras traseras que subían al primer y segundo piso. Como agente inmobiliaria, Maggie sabía que la cocina antigua y los cuartos de baño de mármol blanco podían parecerles anticuados a algunos, y estaba empezando a temer que quisieran cambiar algo. Ella no lo habría hecho. Desde su punto de vista, todo era como debía ser. Estar en aquella casa era como volver atrás en el tiempo. Había algo casi mágico en ella. Se sentía como si estuviera dentro de una antigua y maravillosa película inglesa. Allí no tenía que preocuparse por preparar nada. Por lo que a ella se refería, la mansión era perfecta.
Como «Crestview» no había estado nunca a la venta y no existían datos sobre la misma, Brenda y ella iban midiendo y contando las habitaciones a medida que avanzaban y, hasta el momento, incluidos los cuartos del servicio, habían contabilizado cinco cuartos de baño, un salón, una biblioteca, un comedor y seis dormitorios. Maggie estaba más enamorada a cada habitación que veía: las alfombras, el papel de las paredes, el mobiliario sencillo pero sólido, los colores sutiles, los sofás de cretona con flores… Todo era de una maravillosa elegancia. Hasta los libros de las estanterías. No los había comprado al peso un decorador para ocupar espacio: eran libros que se habían leído. Al terminar con los dormitorios del segundo piso, cuando se disponían a volver abajo, Brenda se fijó en algo que había al final del rellano. Al acercarse, vio que se trataba de una estrecha escalera de madera oscura. Buscó un interruptor en la pared, pero no lo había.
—¿Qué habrá ahí arriba? ¿El desván?
—No lo sé, pero puede que haya murciélagos —contestó Maggie—. Vamos a esperar. Ya subirá el inspector de edificios mañana.
—¿No quieres verla entera?
—Pues claro. Lo que no quiero es que me muerda un murciélago.
—Eso no va a pasar. Vamos, tú sígueme.
Sacó una linterna del bolso y comenzó a subir la estrecha escalera.
—Brenda, mejor vamos a esperar.
Pero ésta quería verlo todo.
—Oh, vamos… No seas gallina.
—Muy bien, pero si nos atacan los murciélagos y nos contagian la rabia, será culpa tuya. —Al final de la escalera había una puerta de madera. Brenda trató de abrirla, pero para alivio de Maggie, estaba cerrada—. Vamos, Brenda, volvamos.
Pero ésta le dio la linterna y dijo:
—Toma, aguántame esto…
—Oh, Dios. —Y se quedó allí, sosteniendo la linterna mientras Brenda probaba todas las llaves que le había dado la señora Dalton. Maggie se alegró de que ninguna encajara. Pero entonces, Brenda sacó un destornillador de su bolso y empezó a trastear en la cerradura.
—No vayas a romper la puerta —le advirtió ella—. Es mejor que esperemos.
Sin embargo Brenda, decidida a entrar, dijo:
—Atrás. —Y lanzó la cadera derecha contra la puerta con todas sus fuerzas.
Oyeron que algo se partía con un fuerte crujido.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Maggie.
Brenda permaneció completamente inmóvil un instante y luego dijo:
—No lo sé… Dios, espero que no haya sido mi cadera. No quiero gastarme el dinero en una nueva.
—Oh, no. ¿Te duele?
Brenda aguardó otro momento.
—No, estoy bien.
Entonces se retiró y volvió a golpear la puerta, esta vez con la otra cadera. En esta ocasión, los clavos de la oxidada cerradura cedieron y, con un fuerte chirrido, la hoja se abrió lo justo para que Brenda pudiera meter la mano. Buscó el interruptor de la luz a tientas, pero al no encontrarlo cogió la linterna de manos de Maggie y le ordenó:
—Quédate ahí.
Ella, a quien no le hacía mucha gracia quedarse sola en la oscuridad, respondió:
—Preferiría que no entraras ahí.
Pero Brenda, que ya se había metido a la fuerza, recorrió el cuarto entero con la linterna y vio que había un gran ventanal con unas cortinas que iban del techo al suelo. Se acercó, tiró del cordel y las cortinas cayeron al suelo con barra y todo, con un ruido sordo y fuerte, y allí se quedaron, convertidas en una masa informe y polvorienta.
—Oh-oh —dijo Brenda.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Maggie desde el pasillo—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy perfectamente. Ha sido sólo una cortina.
Después de que se posara parte del polvo, miró a su alrededor. La habitación estaba casi vacía, excepto por una mecedora, una mesita colocada junto a la ventana y dos enormes baúles arrinconados en una esquina. Brenda iluminó con la linterna las vigas del techo y las cortinas, y luego llamó a Maggie.
—No hay murciélagos. Puedes entrar.
Ella lo hizo y, al mirar alrededor, se quedó agradablemente sorprendida.
—Qué habitación tan grande. —Se acercó a la ventana y vio los jardines—. Oh, vaya, desde aquí se ve toda la finca. Sería un sitio muy bonito para una oficina, ¿verdad? Podríamos incluir este espacio como una estancia extra.
Brenda no respondió. Estaba en el rincón, inspeccionando los baúles.
—Mira el tamaño de estos trastos. Son más altos que yo. Imagínate tratando de facturarlos en el aeropuerto. Eh, mira, aún tienen puesta la dirección. —Sacó un minúsculo plumero de su bolso y limpió los baúles para ver lo que había escrito en las amarillentas etiquetas.
Destinatario: Señor Edward Crocker
«Crestview»
Crest Road, 1800, en la cima de Red Mountain
Birmingham, Alabama
Remitente: Señorita Edwina Crocker
Whitehall, 1785
Londres, Inglaterra
Por favor, entregar
2 de junio de 1946
Maggie se acercó.
—Oh, por el amor de Dios, me pregunto si contendrán aún algo.
—Estoy a punto de averiguarlo —contestó Brenda mientras sacaba de nuevo el destornillador—. Has dicho que la señora Dalton no quiere nada de esto. Si encontramos algo de valor, podríamos venderlo y dar el dinero para obras benéficas, ¿no?
—Bueno… Sí, supongo que sí, pero la verdad es que creo que no deberíamos abrir nada sin preguntarle.
—Oh, no te preocupes por eso, no le importará. —A continuación, Brenda procedió a abrir las cuatro cerraduras y luego las puertas de los baúles. Uno de ellos estaba repleto de trajes de noche de señora. El otro, de ropa formal de caballero.
—Maldición, no es más que un montón de ropa vieja.
Pero Maggie, fascinada, sacó un traje del baúl de ropa femenina.
—¡Dios mío, qué preciosidad! ¡Creo que la mayoría son originales de París!
Brenda sacó también uno. Por desgracia, eran demasiado pequeños para ella. A continuación, Maggie abrió uno de los departamentos laterales, donde encontró un par de sandalias de noche con un bolso a juego.
—Oh, vaya. Si la señora Dalton no los quiere, serán unos maravillosos trajes de época para el teatro.
—Estupendo —contestó Brenda—, pero antes de que empieces a regalar nada, vamos a ver si hay algo más. —Mientras Maggie seguía examinando los vestidos, ella se entretuvo apartando los trajes de hombre, hasta que de repente retrocedió dando un respingo y gritó:
—¡Ahhhh!
Maggie la miró.
—¿Qué pasa? ¿Qué hay ahí?
En lugar de responder, Brenda señaló con los ojos muy abiertos y volvió a decir:
—¡Ahhhh!
—¿Qué es? —Maggie se acercó y miró hacia donde le señalaba. En ese instante, un rayo de sol atravesó la ventana e iluminó el interior del baúl como si fuera una linterna. Lo que Maggie vio estuvo a punto de matarla del susto. Colgado con pulcritud de una percha, entre los trajes de noche de caballero, había un esqueleto de hombre ataviado con un kilt escocés de gala y un fajín de tartán, con una de las huesudas manos aún metida en el bolsillo de una chaqueta de terciopelo negro.
Temblando, agarró a Brenda del brazo.
—Dios mío, ¿es de verdad? No puede ser un esqueleto de verdad, ¿a que no?
—No lo sé, pero estoy a punto de averiguarlo. Retrocede. —Se inclinó ligeramente hacia adelante y lo pinchó con el destornillador. Lo que tocó era, sin ningún género de duda, auténtico hueso. Soltó el bolso y gritó—: Demonios, es de verdad. ¡Larguémonos de aquí!
Y haciendo más ruido que una manada de búfalos, las dos bajaron corriendo la estrecha escalera. Al llegar por fin al primer piso, cuando recobraron el aliento y pudieron hablar de nuevo, Maggie dijo:
—Tengo que sentarme.
—Creía que me iba a dar un ataque al corazón. —Brenda, con la respiración todavía entrecortada, estiró una mano—. Mírame, estoy temblando como un flan. Si no me tomo una galleta, un trozo de pastel o algo me voy a caer redonda. Mi chocolate de emergencia está arriba, en el bolso. ¿Puedes subir a buscarlo?
Maggie la miró.
—¿Yo? ¡No, no pienso volver a subir ahí! ¿Qué chocolate de emergencia?
—Da igual —contestó Brenda mientras se dejaba caer en el sofá y comenzaba a abanicarse con un cojín.
Maggie se desplomó en la silla que había enfrente y dijo:
—Te he advertido que no debíamos subir. No sé por qué nunca me escuchas.
—¿Cómo querías que supiera que había un muerto?
—Tendríamos que haber dejado esos baúles en paz… —Maggie se detuvo en mitad de la frase y se tapó la boca con la mano—. Oh, Dios mío.
—«Oh, Dios mío», sí —asintió Brenda—. Esa cosa me estaba mirando.
—No, Brenda, en serio, oh, Dios mío.
—¿Qué pasa?
Maggie pronunció las fatídicas palabras:
—¡Todo el mundo se va a enterar!
Brenda dejó de abanicarse. De repente, la comisión de sus sueños comenzaba a desvanecerse ante sus ojos. Dos personas que llevaban tanto tiempo en el negocio inmobiliario como ellas sabían que la gente era muy remisa a comprar una casa donde hubiese habido un cadáver. Y, desde luego, no pagaban ni de lejos el precio que valía la propiedad.
—Bueno, adiós a mi televisor —gimió.
Maggie negaba con la cabeza.
—Es que no me lo puedo creer. ¿Por qué ha tenido que ser precisamente en esta casa?
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Brenda.
—No lo sé —suspiró ella—. Supongo que lo primero es llamar a la policía. Oh, qué poco me gusta que tengamos que vernos involucradas en esto. Sabes que va a salir en todos los periódicos —añadió, mientras abría el bolso—. ¿Y a quién se le ocurre enviar un cadáver por correo?
—¿A mí me lo preguntas? No lo sé.
—¿Y qué estaba haciendo en el baúl, para empezar? —prosiguió, mientras buscaba su teléfono.
—Puede que fuese un polizón —apuntó Brenda.
—¿Un polizón?
—Sí. Tal vez se olvidaran de abrir el baúl al llegar a su destino y no pudiera salir.
Maggie seguía registrando su bolso.
—¿Dónde está mi teléfono…? Ah, aquí. Brenda, ¿quieres llamar tú? Yo estoy demasiado nerviosa para hablar. Y, por favor, intenta no darle a la policía nuestros nombres, si es posible.
—Vale, lo intentaré. —Brenda cogió el teléfono a regañadientes—. Pero ¿qué digo?
—Diles que dos agentes inmobiliarias que estaban hurgando en unos baúles viejos… No, eso no, creerán que estábamos robando… No les digas que los hemos abierto con un destornillador. ¡No, espera! No podemos no decirlo. Se darán cuenta de que lo hemos hecho… Oh, Dios. Creo que vamos a tener que decir la verdad si no queremos que nos acusen de algo. —Se tapó la cara con las manos—. Vamos a vernos involucradas en una investigación. Lo más probable es que nos tomen las huellas y todo eso. Pero supongo que ya es demasiado tarde, no se puede hacer nada. Adelante, llama. Y luego supongo que habrá que llamar a la señora Dalton y decírselo también.
Brenda estaba a punto de marcar el número de la policía cuando se detuvo.
—¡Espera un segundo! Antes de avisar a nadie, vamos a pensarlo un poco. Nadie sabe que hemos encontrado al muerto salvo tú y yo, ¿verdad?
—Sí. ¿Y?
—Pues que quizá no tengamos que llamar a la policía.
—Pues claro que tenemos que llamarla. Hay que denunciar los hechos.
—¿Por qué?
—¡Porque cuando te encuentras un cadáver, es obligatorio comunicarlo!
—¿Por qué? Ni que hubiera muerto ayer, o algo por el estilo.
—Porque está muerto, por eso.
—Vale, pero no es como lo de la casa de Judy Spears, donde encontraron a aquella mujer en la nevera. La mujer todavía estaba entera. Judy dijo que llevaba pendientes y un cinturón. Su marido la había matado con un pico.
Maggie hizo una mueca.
—No me cuentes los detalles… ¿Adónde quieres ir a parar?
—Pues a que aquél era un cadáver completo, mientras que el nuestro son sólo unos huesos.
—Eso no importa, aunque no tenga carne, sigue siendo una persona. Tenemos que llamar a la policía. Dios… no lo había pensando. No sabemos cómo murió ese hombre. Podríamos terminar metidas en una investigación de asesinato.
—Exacto. Y no te olvides de que cuando Judy hizo público que había encontrado a una mujer asesinada en la nevera del sótano, la casa ya nunca se vendió. Tuvieron que derribarla y construir un Jiffy Lube.
—Todo eso ya lo sé, Brenda, pero como agentes inmobiliarias, tenemos la obligación de comunicarlo a la policía.
—¿Por qué? Ni que hubiéramos hecho un juramento hipocrático. No querrás que derriben esta casa por culpa de unos huesos viejos…
—No, claro que no, pero tampoco quiero que me arresten por manipular pruebas, o terminar acusada de cómplice. Además, si alguien se entera de que no lo hemos dicho, se consideraría poco ético. Las dos podríamos perder la licencia.
—Escucha —insistió Brenda—, ¿no crees que Babs Bingington habrá hecho cosas peores? ¿Crees que casarse con hombres para conseguir la gestión de sus propiedades y robar clientes a diestro y siniestro no son prácticas poco éticas? Y sigue teniendo su licencia. Además, un esqueleto no representa una amenaza sanitaria para el comprador. No es moho, asbesto ni unos cimientos débiles. Sólo son unos viejos huesos que, una vez retirados, no harán daño a nadie.
—Puede que no, pero si alguien llegara a… —Maggie se detuvo y la miró—. ¿Qué quiere decir con «una vez retirados»?
—Lo que acabo de decir.
—Brenda, ¿qué te pasa? No se puede sacar un cadáver de la escena del crimen. No es como una vajilla o un cuadro. Tenemos la obligación moral y legal de averiguar quién es, o al menos quién era, por no hablar de la obligación cristiana de notificárselo a su familia para que reciba sepultura.
—Y lo haremos… pero no tiene que ser en este preciso instante, ¿no? Hay que pensar en la oficina. Tenemos que seguir con la venta y ese hombre lleva esperando desde mil novecientos cuarenta y seis para que lo entierren, de modo que tampoco le va a pasar nada por seguir así hasta que vendamos la casa y yo consiga mi televisor. Es un cadáver en un baúl. ¿Qué más le da a él?
Maggie se dio cuenta de que podía tener parte de razón.
—Piénsalo mientras estoy fuera —añadió Brenda mientras se levantaba para irse.
—¿Adónde vas?
—A buscar mi bolso. Con muerto o sin él, necesito chocolate urgentemente.
Después de que Brenda se marchara, Maggie comprendió que, en efecto, tenía mucho que pensar. Había postergado sus planes de arrojarse al río para vender «Crestview» y salvarla de Babs y de las excavadoras. Estaba tentada por el plan de Brenda, pero como siempre, estaba indecisa. Tenía que pensar en su reputación. A fin de cuentas, era una antigua Miss Alabama.
Pocos minutos después, Brenda volvió del piso de arriba con el bolso y una barrita de Hershey en la boca y dijo:
—Bueno… ¿lo has pensado?
Maggie la miró.
—Cuando has dicho «retirarlo», ¿en qué estabas pensando exactamente?
—Muy sencillo. En que lo saquemos del baúl.
—¿Nosotras? Yo no pienso tocarlo. Me da miedo. No sabes de qué ha muerto. Podría tener la peste negra o algo así.
—Oh, vale. Si tanto miedo te da, Robbie tiene un cajón lleno de guantes quirúrgicos. Iré a buscarte un par, ¿de acuerdo?
—Bueno… En caso de que decidiéramos, y es una mera suposición hipotética, en caso de que decidiéramos moverlo, habría que hacerlo de noche —dijo Maggie.
—¿Por qué?
—Porque no se puede mover algo como eso a plena luz del día, Brenda.
—Vale, pues en ese caso trasladaremos el baúl entero.
—¿Cómo? Tú y yo no podemos llevarnos ese baúl. Pesa una tonelada. Y lo último que queremos es un cómplice.
—Tienes razón, al final siempre acaban cantando —convino Brenda—. Entonces lo sacamos del baúl, lo envolvemos en una manta y nos lo llevamos solas. Eso sí podemos hacerlo.
—Parece algo muy… ilegal. No creo que pueda.
Su amiga la miró.
—¿Prefieres la bola de demoliciones?
Era un argumento persuasivo.
—Vale… —contestó Maggie—. Y en el caso de que fuéramos a trasladarlo, ¿adónde lo llevaríamos?
Brenda lo pensó un instante.
—¿Qué tal a tu casa?
—¡A mi casa! ¿Y dónde lo metemos?
—¿Qué te parece debajo de tu cama?
—Brenda, ¿de verdad crees que voy a dormir con un esqueleto debajo de la cama? Además, constantemente viene gente para ver el piso, además de que Lupe limpia debajo de mi cama cada semana.
—Oh, ya lo sé. Podemos meterlo en un guardamuebles. Robbie y yo tenemos uno muy pequeño en Vestavia Mini-Storage y ella nunca va por allí. Son pertenencias mías más que nada.
—¿Estás segura de que nunca va por allí?
—Sí, estoy segura.
—Vale, supongamos que vendemos la casa. ¿Y luego qué? ¿Cómo vamos a explicar que el… el hombre ha llegado hasta Vestavia Mini-Storage? ¿Caminando?
—No. Ahora contratamos a alguien para que se lleve los baúles, y después, una vez vendida la casa, volvemos a traerlos y decimos que acabamos de abrirlos y nos lo hemos encontrado.
—Sí, pero ¿por qué nos llevamos los baúles a un guardamuebles, para empezar?
—Muy sencillo. Estamos limpiando la mansión para enseñarla. A nadie le extrañará.
—Supongo que no —dijo Maggie. Empezaba a convencerse. No era la primera vez que almacenaba cosas de una casa que tenía que enseñar—. Pero antes de decidir nada, tengo que hacer una llamada.
Brenda le pasó el teléfono y ella marcó y cerró los ojos mientras esperaba.
—Hola, señora Dalton, soy Maggie Fortenberry. Siento molestarla, pero mi compañera Brenda y yo estamos en su casa y parece ser que no tenemos todas las llaves… Estaba preguntándome… ¿tendrá usted la llave del desván?
—¿Del desván? —repitió la señora Dalton.
—Sí, señora, en el último piso. Al final del pequeño tramo de escaleras.
Hubo un largo silencio.
—¡Ah! Ya caigo. No, lo siento, no tengo llave. Nunca nos dejaban subir ahí. Mamá decía que esa escalera estaba prohibida y, por aquel entonces, lo que mi madre decía iba a misa.
—Ah… Bueno, ¿y sabe usted quién podría tener la llave?
—No.
—Ya veo. Entonces, ¿no sabe qué hay ahí arriba?
—No, lo siento, querida, no tengo la menor idea. Como he dicho, cuando éramos niños, lo que decía mi madre iba a misa. No era como ahora. En aquella época, si mamá decía: «Cómete las verduras», te comías las verduras.
—Bueno, no hay problema. Gracias de todos modos.
Al colgar, Maggie se sentía un poco mejor. La última residente viva de la casa no tenía la menor idea de que hubiera un cadáver en el desván. Ésa era la buena noticia. La mala era que si iban a trasladar el esqueleto, tenían que hacerlo aquella misma noche. Con la emoción del momento, había llamado al inspector de edificios y había concertado una visita para primera hora del día siguiente, y ahora que Brenda había forzado la puerta, seguro que entraba a echar un vistazo. Era una de esas ocasiones en las que tenía que tomar una decisión, y rezar para que fuese la correcta.