La Ciudad Mágica

Si Maggie había vivido la mayor parte de su vida bajo el hechizo de su infancia, no era la única. Mucha gente tenía aún polvo de estrellas en los ojos, y no era de extrañar, teniendo en cuenta que habían crecido en un lugar conocido como «La Ciudad Mágica», con sus grandes aspiraciones y sus delirios de grandeza. Se podía ver allá donde se dirigiera la mirada, desde las humeantes torres de las plantas de hierro, carbón y acero a las imponentes mansiones de la cima de Red Mountain, pasando por el brillo del cemento de las aceras del centro. Era una ciudad bulliciosa, viva, con una manzana tras otra de tiendas buenas, donde los maniquíes se exhibían en poses elegantes, vestidos a la última moda, tanto en ropa como en pieles, de Nueva York y París. Cientos de escaparates rebosantes de las mejores alfombras, lámparas y muebles, expuestos de manera tan vistosa que entraban ganas de entrar y quedarse a vivir allí para siempre (o al menos a Maggie le pasaba). La emoción siempre había flotado en el aire. La sensación de que Birmingham, la ciudad sureña de crecimiento más acelerado, parecía a punto de transformarse en la más grande del mundo. Hasta las calles se habían trazado especialmente anchas, como si esperasen recibir un inmenso torrente de tráfico en cualquier momento. Desde el principio, Birmingham había sido una ciudad que rebosaba ambición y que detestaba estar por detrás de Pittsburgh en producción de acero, la segunda con la red de tráfico urbano más grande del país. Hasta la colosal estatua de hierro de Vulcano, dios romano del fuego y del hierro, situada en lo alto de Red Mountain, era sólo la segunda estatua de hierro más grande del país. Y durante la guerra, cuando los titulares anunciaron que Birmingham, Alabama, había sido señalada por Japón y Alemania como el segundo objetivo de potenciales bombardeos, la ciudadanía se había sentido terriblemente decepcionada: ¡ellos querrían haber sido los primeros! Su único consuelo era que tenían el cartel luminoso más grande de mundo, que recibía a los visitantes al salir de la estación de tren. Sus diez mil bombillas proclamaban con todo esplendor «BIENVENIDOS A LA CIUDAD MÁGICA». Birmingham era una ciudad cuyo corazón se podía oír palpitar, que sudaba y trabajaba para convertirse en la número uno. Las gigantescas plantas de hierro y acero trepidaban, se estremecían estruendosas y vomitaban vapor rosado y densas columnas de humo negro a todas horas del día y de la noche. Los mineros del carbón trabajaban en diversos turnos que se sucedían sin descanso. En las calles, los coches y los autobuses circulaban las veinticuatro horas del día, siempre a rebosar de gente que iba o venía del trabajo.

Por las tardes, los padres acostumbraban a subir en coche a la montaña con sus hijos para presenciar la puesta de sol sobre la ciudad, cuando el cielo cobraba vida con iridiscentes tonalidades verdes, moradas, azules, rojas y anaranjadas que se extendían como vetas hasta donde alcanzaba la vista. Todo el mundo pensaba que se trataba de un espectáculo especial que Birmingham les ofrecía. Nunca se les había ocurrido que la belleza de los colores se debía a la contaminación y las toxinas que expulsaban todas aquellas fábricas que la rodeaban. Ni tampoco que, un día, casi todo el centro de la ciudad, con sus maravillosos cines, restaurantes y tiendas de radiantes puertas de bronce y escaleras mecánicas plateadas, desaparecería para siempre. Pero así fue.