Infancia en el País de las Maravillas

Lo cierto era que Maggie había visto realmente demasiadas películas de niña. Y no era raro, teniendo en cuenta dónde se había criado. Su padre llevaba El País de las Maravillas, un pequeño cine de barrio con un pequeño apartamento encima, junto a la puerta de la sala de proyección, en el que vivieron hasta que ella cumplió ocho años. Visto en retrospectiva, era algo raro entrar y salir de tu casa por el vestíbulo de un cine, pero en aquel momento le había parecido algo normal. Más aún, maravilloso.

Para llegar al apartamento, tenía que subir una escalera estrecha, oscura y cubierta por una alfombra. Contra las paredes de la misma, se guardaban algunos viejos carteles rotos que ponían «PRÓXIMAMENTE» o «PRORROGADO UNA SEMANA» y cajas de cartón con las letras de plástico negro para la marquesina. En el apartamento, las paredes de hormigón desnudo estaban pintadas de un verde menta pálido y el suelo era de baldosas de linóleo con pintas de color marrón. El cuarto de baño tenía una bañera con patas de león y una bombilla en el techo. La cocina estaba formada sólo por una encimera con una placa eléctrica y una pequeña nevera bajo el fregadero. Durante el día no parecía nada del otro mundo, pero de noche la cosa cambiaba. En cuanto oscurecía, todo el piso, incluidos ella misma y sus padres, comenzaba de repente a resplandecer con una preciosa tonalidad rosa procedente del gran cartel luminoso con el nombre del cine cuya luz entraba por la ventana. Todo se volvía de pronto hermoso y alegre. Era como vivir dentro de unos dibujos animados. Y en la pequeña alcoba donde ella dormía, había un ventanuco en la pared que podía abrir para ver la gran pantalla del piso de abajo. Todas las noches, tumbada en su cama, Maggie veía la película hasta quedarse dormida, arrullada por el zumbido del proyector situado en la habitación contigua, las voces de la pantalla y el sonido de las suaves risas procedentes del público. Y en las calurosas noches de verano, cuando sus padres dejaban abierta la puerta del piso para que corriera un poco el aire, oía los ruidos de la máquina de palomitas grande y roja del piso de abajo y el tintineo de la caja registradora en la zona de los caramelos, y si todavía estaba despierta después del último pase, también el de los asientos de madera, levantados fila tras fila. Y después aún, el rugido de la gran máquina aspiradora que limpiaba las palomitas y los envoltorios de los caramelos que la gente había tirado. Hasta el final de sus días, el olor de las palomitas y los caramelos la transportaría de vuelta al pequeño apartamento, como si lo hubiera abandonado el día antes.

Su infancia en el cine había sido una experiencia maravillosa, pero Maggie sospechaba que era la principal causa de las dificultades que siempre había tenido para afrontar la realidad. En alguna parte, había leído que el período que transcurría entre el primer y el cuarto año de la vida de un niño era una época formativa, así que sin duda debía de haberla afectado.

Se había criado en la era del glorioso tecnicolor, la época de todos los grandes musicales rebosantes de canciones alegres y gente hermosa, donde, al final, el chico siempre conseguía a la chica. Y a pesar de que era hija única, nunca se había sentido sola. Las estrellas de cine eran sus amigos y compañeros de juegos y se sentía muy feliz. Pero entonces la televisión comenzó a hacer furor y, como muchos otros cines modestos, El País de las Maravillas tuvo que cerrar y ellos mudarse a un apartamento convencional. Eso sí que fue un golpe.

En el mundo real no había música de fondo, ni palomitas o caramelos en el piso de abajo, ni luz rosa por las noches. Ni siquiera un argumento que ella pudiera seguir. Su padre había conseguido un trabajo como vendedor de zapatos, pero el dinero siempre escaseaba y se habían ido trasladando de un apartamento lóbrego y mal ventilado a otro, lo que había provocado que Maggie comenzara a sentirse perdida y nerviosa. El mundo a su alrededor se volvió raro y poco familiar. Nunca les dijo nada a sus padres, pero tenía la inquietante sensación de que, de algún modo, se había producido un error, y ella no estaba donde debía. No supo cuál era ese lugar hasta una bochornosa tarde de agosto, cuando tenía diez años. Su madre acababa de empezar a trabajar como ayudante de costurera para ganar algo de dinero extra, y se había llevado a Maggie para arreglarle el vestuario a una señora que vivía en Mountain Brook. Ella nunca había estado en esa parte de la ciudad y cuando llegaron a Red Mountain y vio «Crestview», la gran y regia mansión Tudor de ladrillo rojo construida sobre la cima, sintió que se quedaba sin aliento. Para Maggie fue como contemplar un castillo en el cielo, algo sacado de una película. Y mientras bajaban por la otra ladera hacia el mundo fresco y verde de Mountain Brook, con sus calles arboladas, las fachadas cubiertas de enredadera y las casas de piedra con sus grandes, onduladas y elegantes extensiones de césped, se sintió como una chiquilla que hubiese sido raptada y a la que llevaran de regreso a casa. Aquél era el lugar al que pertenecía y donde podía volver a respirar con normalidad.

En aquella época vivía en la otra punta de la ciudad, en un mugriento bajo con tuberías en el techo, pero, aun así, la visión de «Crestview» bastó para darle algo con lo que soñar. De noche, tumbada en el colchón apelmazado del sofá cama, fantaseaba con la gran casa de la colina. Se imaginaba a sí misma en la terraza lateral, tomando el té, contemplando la ciudad a sus pies. Era un absurdo sueño infantil, pero sirvió para darle un poco de paz durante todos aquellos años en los que nunca terminaban de asentarse y tenían que vivir en lugares estrechos y oscuros. Con el paso del tiempo, sin embargo, «Crestview» se convirtió para ella en algo más que un lugar. Se transformó en su ideal, en algo a lo que aspirar.

Muchas de las clientas de la costurera para la que trabajaba su madre eran mujeres que vivían «al otro lado de la montaña» y a Maggie le encantaba acompañarla y ver las casas maravillosamente decoradas, el mobiliario, las obras de arte, las alfombras orientales, las largas escalinatas que subían a grandes y amplios dormitorios con terrazas desde las que se divisaba la ciudad entera. A nadie le molestaba su presencia. Sabía comportarse y no hacer ruido. Todas las damas se portaban bien con ella, pero Maggie le cogió especial cariño a la señora Roberts desde el primer momento. Para ella, era la viva imagen de la elegancia y la gracia. La señora Roberts, que no tenía hijas, se interesaba a su vez por Maggie y de vez en cuando le preguntaba a su madre: «¿Puedo llevar a Maggie a tomar el té?» o «¿Puedo llevar a Maggie al almuerzo de Pascua en el club?».

A Maggie le encantaba ir al Club de Campo de Birmingham, con sus grandes sillas y sofás de cretona con flores; y la gente «del otro lado de la montaña» le gustó desde el primer momento; sus modales, su ropa, la forma en que se ocupaban de todo… La fascinaban las cosas exóticas que comían: queso Camembert, alcachofas, caviar, aceitunas negras, salmón ahumado… Nada que ver con los espaguetis de lata Franco-American a los que ella estaba acostumbrada. Al cumplir los doce años, la señora Roberts le consiguió una beca en Brook Hill, una escuela privada para señoritas. De no haberla acogido la señora Roberts bajo su ala, posiblemente nunca hubiese llegado a saber que en el mundo existía tanta belleza y elegancia. La señora Roberts le enseñó a apreciar las cosas buenas de la vida.

Y aunque era una de las mujeres más ricas de la ciudad, no era nada pretenciosa. Cuando donaba dinero a alguna de las numerosas causas que apoyaba, lo hacía siempre de forma anónima. Sin importarle la raza o la clase social, abría su casa a todos y todos recibían un buen trato en ella.

La señora Roberts era todo aquello que Maggie aspiraba ser. Pasó el resto de su infancia contemplando la hermosa vida de quienes vivían «al otro lado de la montaña», esperando crecer y mudarse allí. Nunca se le ocurrió que eso no iba a suceder. Siempre había dado por hecho que algún día, de algún modo, terminaría viviendo allí, en una casa preciosa, casada con un hombre maravilloso. Pero como en tantas otras cosas (Richard, por ejemplo), se había equivocado por completo.

Ojalá hubiera podido terminar como la señora Roberts y el resto de las damas del «otro lado de la montaña». Admiraba muchísimo su forma pulcra y ordenada de vivir. A la muerte de sus maridos, vendían sus mansiones y se mudaban a una casita con jardín en English Village. Luego, al llegar a determinada edad, se trasladaban a St. Martin’s in the Pines, la preciosa residencia episcopaliana que todas ellas elegían para pasar el resto de sus días con sus viejas amigas (a la mayoría de las cuales conocían desde los tiempos de la escuela primaria), jugando al bridge y yendo al teatro, a museos y a exposiciones florales en el autocar de la institución.

St. Martin’s era una institución dividida en tres partes, que hacía mucho más fáciles las cosas incómodas de la vida. Primero estaba la casita en medio de los jardines del recinto; luego, cuando la salud de un residente comenzaba a fallar, lo trasladaban a la zona de vida asistida y, finalmente, a la parcela adquirida por su familia. Un final bonito, práctico y predecible que Maggie, por desgracia, no tenía dinero para permitirse ni ánimo para esperar. No, no tendría el final en tecnicolor que siempre había esperado, pero no podría haber pedido un comienzo más maravilloso.