El Relámpago Morado
Lunes, 27 de octubre de 2008, a medianoche
Mucho después de que Maggie hubiese apagado la luz en su casa, Ethel Clipp seguía recostada en la cama, con el camisón de franela morada con gatos estampados, poniéndose rulos en su fino cabello púrpura mientras pasaba de la CNN a la Fox TV y vuelta atrás. A esas alturas, le daba igual quién ganara las elecciones presidenciales. No le gustaba ninguno de los dos candidatos. Sin embargo, quería saber lo que pasaba para tener algo de lo que quejarse por la mañana. Por descontado, Brenda era una entusiasta partidaria de Barack Obama y Maggie nunca hablaba de política, así que no había forma de saber a quién votaba. A Ethel ningún candidato le había gustado demasiado desde Harry Truman. De hecho, nada le gustaba demasiado desde 1948, y no tenía reparos en decirlo. A veces, podía ser un poco brusca. Era más vieja de lo que reconocía (ochenta y ocho años el pasado mayo), estaba sorda de un oído y sufría una artritis horrible en las dos rodillas, pero a pesar de la edad, no faltaba un solo día a Red Mountain. Le gustaba su trabajo. Era lo que mantenía su corazón en funcionamiento. Suponía que había gente que esperaba con impaciencia la jubilación para poder viajar, pero ella no. Antes, la gente viajaba por placer, pero por lo que a Ethel se refería, ya no había nada placentero en ello.
Tiempo atrás le gustaba ir en tren, pero desde que el gobierno se hizo cargo del sistema ferroviario, lo que hasta entonces habían sido vagones restaurante con manteles de lino blanco en las mesas y cubertería fina se había convertido en bares llenos de gente con zapatillas que comía sándwiches calentados al microondas y bebía cerveza y Diet Snapple. Y del avión mejor olvidarse. Aquellas largas colas para que te manosearan y hurgaran hasta la extenuación, como si fueras una criminal…
Demonios, no quería quitarse los zapatos delante de desconocidos y guardarlos en un sucio recipiente de plástico. Hacía años, cuando cogías un avión, te servían una comida caliente completa: rosbif con salsa de carne o langosta, con un buen vino y su postre. Pero ahora sólo te daban agua y una bolsita de cacahuetes. Y aunque el avión llegara a su hora, ya no había mozos para ayudarte con las maletas. Tras su último vuelo, al tratar de coger su equipaje, la cinta transportadora se la llevó consigo y, de no ser por un hombre que la sujetó, a saber dónde habría ido a parar. Y, para colmo, luego resultó que ni siquiera era su maleta. Se la habían perdido. Cómo podía acabar en Butte, Montana, y en un vuelo de una aerolínea completamente distinta, una maleta en la que ponía claramente Birmingham, Alabama, era algo que Ethel era incapaz de entender. Y Dios sabía que en coche no se podía ir a ninguna parte, con todos aquellos camiones de dieciocho ruedas detrás, pegados a ti y dándote sustos de muerte con el claxon. E incluso si conseguías llegar a tu destino sin acabar aplastada a un lado de la carretera, ya no era lo mismo. Años atrás, cuando llegabas a un hotel, parecían alegrarse de verte, y te decían: «¡Bienvenida!». Mientras que ahora sólo había un muchacho en recepción que ni siquiera levantaba la vista. En lugar de saludarte, se limitaba a preguntar: «¿Tiene usted reserva?». Así que prefería quedarse en casa.
Además, tampoco tenía ningún sitio adonde ir. Mientras Maggie y Brenda estuvieran dispuestas a continuar y a mantener abierta Red Mountain, ella se quedaría a su lado. Y ahora que Babs (La Bestia de Birmingham) Bingington andaba rondando por su oficina como un enorme tiburón, Ethel tenía que mantenerse en guardia las veinticuatro horas del día. Tenía algunas sospechas, y que el diablo se la llevara si permitía que Babs usase con Maggie las mismas artimañas que había empleado con Hazel.
Ethel era cristiana y todo eso, pero aun así no podía perdonarle a Babs lo que le había hecho a Hazel. Lo intentaba, pero de momento sin conseguirlo.