La dama del brazo helado
Brenda se encontraba en la tienda Five Points, con el brazo metido hasta el hombro en un gran refrigerador. Durante los últimos diez minutos, había estado hurgando entre lo que le había parecido un centenar de botes de helado, buscando el de menta con trocitos de chocolate del tamaño que necesitaba. Tenían de todas clases: de ron con pasas, café, crema de nueces, vainilla y fresa. Pero no el de menta con trocitos de chocolate de medio litro. Estupendo. No sólo se le había congelado el brazo hasta tal punto que ya casi no se sentía los dedos, sino que ahora iba a tener que conducir hasta el supermercado Bruno, en la autopista de Green Springs, para ver si lo encontraba allí.
Mientras cruzaba la ciudad, manejando el volante con el brazo izquierdo porque el derecho seguía teniéndolo adormecido, su irritación con Robbie iba en aumento. ¿Por qué no podía comprar helado de chocolate o de vainilla normal y corriente? No, su hermana tenía que comprar helado de menta con trocitos de chocolate, una variedad veraniega que sabía muy bien que era difícil de conseguir en invierno. Y, por otra parte, sabiendo que Brenda sentiría la tentación, ¿por qué tenía que tener helado en el congelador? Pero claro, Robbie no era demasiado normal.
¿Qué persona normal se «olvidaría» de la comida? A ella comer la volvía loca, mientras que Robbie nunca se terminaba lo que tenía en el plato, e incluso en su propia fiesta de cumpleaños, había comido sólo media porción de pastel. Brenda nunca se había comido media porción de nada en toda su vida, y era incapaz de entender a las personas que hacían cosas así.
Treinta minutos más tarde, cuando al fin salió de Bruno con un bote de medio litro de helado de menta con trocitos de chocolate, hizo un esfuerzo por no mirar hacia la derecha, porque sabía que la tienda de yogur helado que había junto al supermercado seguiría abierta. Pero estaba alterada y estresada y necesitaba algo para calmarse, así que, después de la batalla más corta de la historia de la humanidad, se dirigió hacia allí. Pensó que, dado que ya había dinamitado su dieta para un mes entero comiéndose medio litro de helado, tampoco pasaba nada por permitirse un cucurucho pequeño de yogur sin grasa ni azúcar. No le haría ningún daño.
Entró, sacó un número de la máquina y se puso a la larga cola, todavía furiosa consigo misma por haberse comido el helado de Robbie. Pero tampoco era del todo culpa suya. Se trataba de una enfermedad familiar. Durante años, no había dejado de atormentar a su hermana mayor, Tonya, por su alcoholismo, e incluso había organizado una intervención y le había pagado una clínica de rehabilitación… dos veces. Pero en realidad ella no era mejor. Tonya no podía probar una copa sin acabar emborrachándose y ella, evidentemente, no podía probar un poco de helado. Oh, bueno… Al día siguiente dejaría el azúcar durante un mes entero.
A medida que la fila avanzaba despacio, se fijó en las otras personas obesas que esperaban con ella y decidió que tampoco comería pan ni patatas fritas. Tenía que perder el peso que quería antes del verano. El pasado había sido un auténtico infierno: no había polvo de talco suficiente en el mundo para impedir que el cuerpo se le llenara de irritaciones bajo el asfixiante y húmedo calor de Alabama, y últimamente habían empezado a molestarle las rodillas y las caderas, por tener que soportar tanto peso. No se lo había mencionado a Robbie, porque le habría respondido con un «Te lo dije». Era horrible vivir con una profesional de la medicina.
Miró el reloj de la pared. Ya eran las ocho y cuarto. El helado tenía que estar en el congelador a las nueve y si el muchacho que había tras el mostrador no espabilaba, iba a tener que marcharse sin su cucurucho. Sólo esperaba que, justo esa noche, su hermana no volviera a casa temprano y decidiera tomarse un helado. Lo más probable era que no, pero con la suerte que estaba teniendo últimamente, no podía estar segura. Cuando vio que el chico comenzaba a tocar la campanilla del mostrador, pensó que tenía que dar media vuelta y marcharse de inmediato. Estaba llamando a alguien de la trastienda para que saliera a ayudarlo, porque la mujer que Brenda tenía delante acababa de encargar helados para todo el equipo de fútbol femenino de sexto, que acababa de ganar un partido y esperaba en una furgoneta aparcada en la calle. Cómo no. Precisamente cuando más prisa tenía. Y, encima, cuando por fin le tocó a ella, la máquina se había averiado y tuvo que esperar otros diez minutos.
Cuando más tarde entró en el garaje, vio que el coche de Robbie ya estaba allí. A Dios gracias, había previsto la eventualidad y llevaba la bolsa con la leche, los cereales y los plátanos, para poder justificar su visita a la tienda. Se guardó el helado en el bolso. Lo metería en el congelador más tarde, cuando su hermana se hubiera ido a la cama. Cuando entró en la cocina con la bolsa, Robbie, que aún llevaba la bata del hospital, puso cara de sorpresa.
—¿Dónde estabas?
—Oh, nos hacían falta algunas cosas, así que he hecho una escapada y las he comprado. Plátanos, leche y Cheerios —añadió mientras volvía a dejarlo todo de donde lo había cogido aquella misma tarde.
Robbie pareció desconcertada al oírlo.
—Qué curioso, juraría haber visto un racimo de plátanos esta mañana. ¿Ya no quedan?
Brenda no quería que la pillara en una mentira y recordó una cosa que Hazel dijo una vez: «Si no quieres responder a una pregunta, cambia de tema con entusiasmo». Así que lo que hizo fue volverse hacia su hermana y decirle muy animada:
—¿Sabes qué? ¡Los derviches giróvagos vienen a Birmingham!
—¿Los qué? —preguntó Robbie.
Brenda cogió el periódico y le mostró el artículo, lo que hizo que, para su gran alivio, su hermana se olvidara de los plátanos. Que Dios bendijera a Hazel. Cinco años hacía ya que se había ido y aún era capaz de salvarla.