Capítulo 13

El juez Ned C. Fisk, caballero de aspecto benévolo, con una mente tan aguda como una navaja de afeitar, miró a Morrison Ormsby, uno de los más competentes ayudantes del fiscal del distrito de Nueva York.

—El pueblo tiene la palabra —dijo el juez.

Ormsby, que estaba estudiando una serie de notas cabalísticas colocadas delante del nombre de cada uno de los miembros del jurado, repuso sin levantar la mirada:

—El pueblo está conforme.

El juez miró a Perry Mason.

—El abogado defensor tiene la palabra.

—Los acusados se hallan plenamente satisfechos con este jurado, señoría —respondió Mason gravemente, poniéndose en pie.

Ormsby, cogido por sorpresa, levantó la vista con incredulidad. La defensa, en un caso importante de asesinato, no ejercía su prerrogativa de rechazar a los jurados.

—Que juren los jurados —ordenó el juez Fisk.

Tras el juramento, el juez continuó:

—Los restantes miembros no elegidos, pueden despejar la sala.

Hizo una pausa, mientras los nombrados abandonaban el tribunal, y prosiguió:

—Se advierte a las personas que componen el jurado que se les prohíbe expresar su opinión respecto a los méritos de este debate hasta que se les someta finalmente. No deberán discutir las pruebas del caso ni se les permite que escuchen discusiones al respecto. Bien, ahora este tribunal tomará quince minutos de descanso antes de empezar a escuchar las pruebas. El tribunal volverá a reunirse exactamente a las diez.

El juez abandonó el estrado.

Mason se volvió hacia Paul Drake y Della Street, sentados a su lado.

—Ésta es la pesadilla de todo abogado —susurró—. He de escuchar el relato de las pruebas sin tener la menor idea de lo que la acusación oculta bajo la manga.

—¿No puedes obligar a hablar a los acusados? —inquirió Drake, mirando a Vivian Carson y Morley Eden, que estaban sentados entre dos guardias.

—Ni una sola palabra.

—Bien, la acusación goza de una buena posición —reconoció Drake—. Lo mantiene todo bajo secreto, y Ormsby es tan astuto como una serpiente.

—Lo sé —asintió Mason—, pero él prefiere no estar demasiado seguro de las cosas. Y yo utilizaré todos los trucos de la ley, pero le obligaré a demostrar la culpabilidad de los acusados hasta mucho más allá de toda duda razonable.

—Bien hecho, jefe —aprobó Della Street.

—Se trata de un caso —prosiguió el abogado— que se apoya solamente en la evidencia circunstancial. Y en este Estado existe la regla de que si las circunstancias pueden explicarse por cualquier hipótesis razonable, aparte de la culpa, los jurados están obligados, por su juramento, a aceptar dicha hipótesis y absolver a los acusados.

»Naturalmente, ésta es otra forma de establecer la regla legal de que un acusado no puede ser condenado a menos que la evidencia demuestre su culpabilidad más allá de toda duda razonable. Si en la mente de los jurados existe dicha duda razonable, tienen que resolverse en favor de los acusados y absolverlos.

»Sin embargo, esta regla tiene una aplicación peculiar respecto a la evidencia circunstancial y yo me propongo aprovecharla.

—El periodista que nos dijo que usted se apoyaría en los tecnicismos legales —murmuró Della— se refería a esto, ¿verdad?

—Ignoraba a qué se refería —replicó Mason—. Sólo deseaba obtener alguna copia de los papeles de la defensa porque yo me negué a darle la menor pista al respecto.

—Bien, éste es el espíritu de la ley —manifestó el detective—. Un acusado no ha de demostrar que no es culpable, pero la acusación sí ha de demostrar su culpa hasta más allá de toda duda razonable. Un acusado puede estar tranquilamente sentado y confiar en la presunción de su inocencia.

El juez Fisk volvió al estrado. Los jurados ocuparon sus asientos. La prensa, tras haber recorrido la casa dividida por la alambrada y haber interrogado a los dos acusados, antes supuestamente enemigos mortales y ahora sentados juntos para responder de un horroroso crimen, había convertido al caso en uno de los más importantes del año.

Por entonces, era de todos conocido que Mason iba, utilizando una frase conocida, «a ciegas», que sus clientes no hacían declaraciones a nadie, ni siquiera a la prensa, y que no deseaban hacerlas.

Algunos periodistas habían dado a entender que esto era simplemente una estrategia por parte de Mason, y que los acusados se limitaban a seguir sus instrucciones.

Otros no obstante, estaban convencidos de que Mason estaba completamente a oscuras respecto a la actuación de los acusados en el caso… situación que involucraba el sexo, el misterio y el drama en un caso de asesinato, lo cual había dado como resultado una sala completamente atestada de gente, con un corredor exterior donde había una larga cola, cuyos componentes esperaban poder entrar en la sala aquella tarde.

—¿Desea la acusación hacer una declaración de apertura? —inquirió el juez Fisk.

Orsmby asintió y se puso en pie.

—Con el permiso de la sala y de las damas y caballeros del jurado, ésta será una de las declaraciones de apertura más breves que haya hecho en mi vida.

El fiscal tosió.

—El difunto, Loring Carson, y la acusada Vivian Carson, eran marido y mujer. Pero no se llevaban bien. Vivian Carson pidió el divorcio.

Ormsby se aproximó lentamente al jurado.

—Mientras tanto, Morley Eden, el otro acusado, contrató a Loring Carson para que le construyera la casa, que se erigió sobre un terreno compuesto por dos lotes que el acusado Eden le compró asimismo al propio Loring Carson.

»No entraré en el detalle de las dificultades legales, pero resultó que de los dos lotes de terreno en que estaba edificada la casa, el difunto Loring Carson poseía uno como propiedad privada, y la acusada poseía el otro, también como propiedad privada. Cuando se adjudicó el título, Vivian Carson hizo colocar una alambrada que dividía la propiedad en dos partes. El acusado, Morley Eden, que poseía a su vez una escritura de venta firmada por Loring Carson, era propietario de la otra parte de la casa.

»Los dos acusados estaban enfurecidos contra Loring Carson. Vivian Carson porque pensaba que su marido estaba escondiendo dinero a fin de defraudarla en el acto de divorcio. Como demostrará la acusación, esto resultó cierto.

»Morley Eden había adquirido el terreno al difunto, Loring Carson, y le había pagado por la construcción de la casa en dichos terrenos. Luego averiguó que Carson le había mentido respecto al título de propiedad, resultando de ello que la casa estaba parcialmente edificada en una propiedad que no le pertenecía.

»Vamos a demostrar que Loring Carson había escondido parte de su dinero en un lugar muy difícil de encontrar, en un escondrijo secreto disimulado en la piscina de la casa que había edificado para Morley Eden.

Ormsby hizo una pausa y miró fijamente a los miembros del jurado.

—Por una ironía del destino, resultó que uno de los lotes, el concedido a Vivian Carson como su propiedad privada, contenía el escondite del dinero.

»Loring Carson fue a la casa y abrió el escondite secreto el 15 de mayo del presente año. Evidentemente intentaba dejar el dinero donde estaba, sabedor de que nadie podía sospechar que tal escondrijo se hallaba directamente bajo los ojos de su esposa.

»Sin embargo, su confianza le perdió. Los acusados descubrieron su secreto y mataron a Loring Carson, bien a sangre fría, bien en altercado subsiguiente al hallazgo de tal lugar.

»La acusada, Vivian Carson, aguardó hasta que su marido abrió el escondrijo y luego, completamente desnuda, surgió de la piscina por la parte correspondiente a Morley Eden, donde éste la aguardaba. La joven nadó bajo la alambrada y retiró cierta cantidad de dinero y valores negociables por más de ciento cincuenta mil dólares, del interior del escondite. El mismo día del crimen, dichos valores fueron entregados a Perry Mason.

»Loring Carson descubrió lo ocurrido y fue muerto por los dos acusados.

»El tribunal les dirá que, una vez establecido que un acusado, cualquier acusado, ha matado a otro ser humano, la carga de las pruebas pasa a dicho acusado para demostrar todas las circunstancias recurrentes a modo de extenuación o justificación.

»Es cierto que esperamos demostrar nuestro caso, en parte sobre evidencia circunstancial. Sin embargo, la evidencia circunstancial es buena evidencia. Demostraremos más allá de toda duda, sólo por la evidencia circunstancial, que los acusados, actuando conjuntamente, mataron a Loring Carson e intentaron disimular su crimen.

»El pueblo de este Estado sólo pide justicia.

»Gracias.

Ormsby volvió a su asiento y se sentó con el aspecto del hombre que cumple con un deber desagradable, si bien intenta llevarlo a cabo de manera competente.

Mason no quiso hablar.

Luego, Ormsby, actuando con calma, con terrible eficiencia, con los modales profesionales de un cirujano efectuando una delicada intervención, inició la procesión de los testigos.

Primero convocó a un forense que declaró que, en su opinión, Loring Carson había muerto de tres a cinco horas antes de efectuar él su examen del cadáver. Situó la hora de la muerte entre las diez y media y las doce y media de la mañana del día 15 de mayo.

La muerte, en su opinión, fue casi instantánea, producida por la herida causada por un cuchillo con una hoja de veinticinco centímetros. La hoja había penetrado en el músculo cardíaco, aunque la hemorragia externa apenas tuvo importancia, pues la sangre se derramó internamente.

Según el forense, el difunto no había sido movido desde el momento en que fue apuñalado hasta que falleció, aparte de caer al suelo.

Ormsby introdujo luego copias certificadas del dictamen del juez que repartió la propiedad, concediendo un lote de terreno a Vivian Carson, y el otro a su marido. Presentó asimismo una copia certificada del mandamiento de prohibición, impidiendo que Loring Carson, sus representantes y agentes penetrasen en la parte de propiedad correspondiente a su esposa.

Luego, Ormsby llamó al inspector que declaró brevemente que había sido contratado por Vivian Carson, la cual le pidió que lo tuviese todo dispuesto para el sábado por la mañana; después, habían buscado un cerrajero que abrió las puertas y fabricó las llaves de aquel lado de casa; que la joven había ordenado que trazara una línea que corría cinco centímetros dentro de su propiedad; que los obreros estaban preparados y que tan pronto como el inspector hubo trazado dicha línea, los obreros iniciaron la colocación de la alambrada.

El testigo declaró que estuvo en la casa hasta que alambrada estuvo colocada, comprobando dicha colocación, que después pasó al otro lado de la casa y trazó otra línea dentro de cinco centímetros de la propiedad, de modo que la alambrada corriese a una distancia uniforme de los cinco centímetros en el interior de la propiedad por ambos lados.

—¿Le hizo la acusada Vivian Carson —quiso saber el fiscal— alguna declaración entonces respecto a por qué deseaba que la alambrada corriese a cinco centímetros de su propiedad?

—Sí.

—¿Qué dijo?

El testigo aseguró:

—Dijo que si Morley Eden ponía un solo dedo en alambrada, ello constituiría una violación de la orden prohibición, por lo cual intentaba citarle con la acusación de desprecio al tribunal.

—¿Efectuó alguna declaración indicando lo que sentía por el difunto, su antiguo marido?

—Aseguró que odiaba la tierra que él pisaba.

—¿Dijo algo más?

—Sí, que el difunto era un canalla de la peor especie y que su mayor satisfacción sería hundirle un cuchillo en las costillas.

Ormsby miró significativamente al jurado.

—¿Le molestaría al testigo repetir estas últimas palabras de su declaración? —preguntó—. ¿Qué fue lo que dijo la acusada?

—Que nada le causaría mayor placer que hundir un cuchillo en las costillas de su marido.

—Contrainterrogatorio —concedió el fiscal.

Mason le sonrió al testigo.

—¿Tiene usted alguna experiencia sobre el divorcio? —preguntó.

—Personalmente, no.

—¿Entre sus amistades?

—Sí.

—¿Conoce a alguna mujer que se haya divorciado de su marido?

—Sí.

—¿Ha hablado con alguna, una vez concedido el divorcio, cuando todavía estaba enojada con su esposo?

—Sí.

—Bien —Mason sonrió afablemente—, ¿cuántas de dichas mujeres le han declarado que estaban dispuestas a hundir un cuchillo en las costillas del marido, que era un canalla de la peor especie, o que les gustaría arrancarles los ojos, u otras expresiones similares?

—¡Un momento, un momento! —el fiscal se puso en pie—. ¡Me opongo a la pregunta por incompetente, infundada e inmaterial y no constituir un contrainterrogatorio apropiado! Este testigo no es un experto en divorcios ni yo lo he presentado como tal.

—Yo opino en cambio —replicó Mason—, con el permiso de la sala, que sí es un contrainterrogatorio apropiado. Claro que si el señor fiscal teme que el testigo responda a la pregunta, la retiraré en su honor.

—La última observación está fuera de lugar —sentenció el juez.

—No me asusta que el testigo conteste a la pregunta —exclamó el fiscal—. Trato simplemente de que las declaraciones sean legales.

—Bien —murmuró el juez Fisk—, creo que mantendré la objeción. Dudo que se trate de un contrainterrogatorio apropiado. ¿Alguna otra pregunta?

Mason, siempre sonriendo amablemente al testigo, continuó:

—Cuando la acusada, Vivian Carson, declaró que su mayor satisfacción sería hundir un cuchillo en las costillas de su marido, ¿difería el tono de su voz del usado para pronunciar comentarios semejantes en boca de las mujeres divorciadas que usted conoce, comentarios tales como «de buena gana le arrancaría los ojos a ese granuja», o algo por el estilo?

—¡Un momento! —saltó en pie el fiscal—. Me opongo por no ser un contrainterrogatorio apropiado y por la misma razón que a la pregunta anterior, que el tribunal ya ha sentenciado. Declaro que el abogado defensor es culpable de orientar al testigo y de conducta despreciativa al intentar insistir en este tema declarado improcedente.

El juez Fisk meditó un instante y después sacudió la cabeza.

—No creo que se trate de la misma pregunta de antes —comentó—. La pregunta actual se refiere al tono de voz. No mantengo la objeción. El testigo puede contestar.

—Vivian Carson —sonrió el testigo— empleó el mismo tono de voz que otras mujeres, en su caso. No recuerdo que ninguna haya exclamado especialmente que desease hundir un cuchillo en las costillas del antiguo marido, pero sí me acuerdo de una que dijo que nada le daría más placer que arrojar a su marido por un precipicio… bien, a su ex marido.

—¿Y esto fue dicho en el mismo tono? —insistió Mason.

—En el mismo tono de voz.

—De todas sus amistades —prosiguió Mason—, ¿cuántas de esas mujeres cuyos comentarios usted ha oído después del divorcio, han expresado el deseo de arrojar al marido por un precipicio, arrancarle los ojos, o palabras similares, y han llevado a cabo la amenaza?

—¡Me opongo! ¡Improcedente, irrelevante, inmaterial! —tronó el fiscal.

—Admitida la protesta —dijo el juez—. He permitido la pregunta relativa al tono de voz, pero nada más.

Mason se volvió hacia el jurado con una amplia sonrisa altamente reveladora.

—Nada más.

Algunos miembros del jurado devolvieron la sonrisa del defensor.

Ormsby, enfurecido, pero fríamente competente, exclamó :

—¡Qué se presente el teniente Tragg al estrado!

El teniente Tragg, muy experto en declarar de modo que el jurado quedara impresionado, subió al estrado, prestó juramento y declaró que había estado en la escena del crimen, presentó las fotografías del cadáver y describió la casa.

—¿Observó cierta humedad cerca del cuerpo? —le interrogó el fiscal.

—Sí, señor. Había dos charquitos de agua.

—¿De qué tamaño?

—Como la palma de mi mano.

—¿Dónde estaban?

—Sobre el suelo enladrillado.

—¿A qué distancia del cadáver?

—Uno a quince centímetros aproximadamente de la parte más próxima del cuerpo, y el otro a unos treinta.

—¿Hizo usted algo para determinar cuál era el origen del agua?

—Sí. Recogimos cuidadosamente el agua con cuentagotas y en el análisis se vio que era agua procedente de la piscina. Dicha piscina contiene cierta cantidad de cloro, y aquel día había funcionado.

—¿Qué demostró el análisis respecto al agua de los dos charcos?

—Que poseía el mismo grado de cloración que el agua de la piscina.

—¿Tomó fotografías de la posición de la alambrada que atravesaba la piscina?

—En efecto.

—Exhíbalas, por favor, así como las que usted tomó, o tomaron bajo sus órdenes, del cadáver, la casa y sus alrededores. Me gustaría identificar fotográficamente el lugar de autos con el fin de orientar a los jurados.

Tragg exhibió una serie de fotos y durante media hora fueron presentadas una a una, identificadas por Tragg respecto al momento en que fueron tomadas, la posición de la cámara, la angularidad y la orientación, tras lo cual fueron todas aceptadas como pruebas.

—¿Quién estaba presente cuando usted llegó a la escena del crimen? —prosiguió el fiscal.

—Morley Eden, uno de los acusados, y el señor Perry Mason, que actuaba como su abogado; después, Vivian Carson, la otra acusada. Naturalmente, había varios periodistas y el personal del departamento de Policía, y mucho después, llego el forense.

—¿Estaba allí el señor Perry Mason?

—Sí.

—¿Conversó con él respecto al crimen?

—Sí.

—¿Le hizo alguna sugerencia el señor Mason?

—Sí.

—¿Cuál?

—Sugirió que prestara particular atención a las condiciones de las ropas del muerto.

—¿A qué parte de esas ropas?

—A las mangas de la camisa.

—¿De qué se trataba?

—La camisa —declaró Tragg—, tenía unos puños franceses. Y los gemelos de dichos puños eran de diamantes cubiertos de esmalte negro para disimularlos. Parte del esmalte del gemelo derecho, no obstante, había saltado y los diamantes brillaban debajo.

—¿Eran unos diamantes grandes o pequeños?

—Regulares, de mucho precio. Los gemelos tenían montura de platino.

—¿Y la camisa?

—Tenía las mangas mojadas hasta la altura del codo.

—El cadáver llevaba chaqueta, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Y las mangas de dicha chaqueta?

—No estaban mojadas, salvo por dentro, donde el forro había estado en contacto con las mangas mojadas de la camisa. Sin embargo, por la parte exterior, dichas mangas no estaban mojadas ni humedecidas.

—¿Habló de esto con el señor Mason?

—Sí.

—¿Qué dijo él?

—Sugirió que inspeccionase la piscina.

—¿Lo hizo usted?

—Sí.

—¿Qué encontró?

—Nada.

—¿Algo más?

—Entonces, Mason sugirió que no había inspeccionado toda la piscina.

—¿Le dio la impresión, por lo dicho por el señor Mason que éste estaba familiarizado con el escondrijo que usted luego descubrió, y que deseaba dirigir hacia el mismo su atención?

—¡Un momento! —exclamó Mason—. Esta pregunta es argumentativa, exigiendo una conclusión del testigo. Además, es incompetente, irrelevante e inmaterial.

—Admitida la protesta —dictó el juez—. Seguramente, señor fiscal, usted no necesita dirigir la atención del testigo hacia conclusiones. Que diga lo que hizo y lo que encontró.

—Sí, señoría —se inclinó Ormsby, mirando a los jurados para observar el efecto causado por sus palabras. Luego se volvió hacia el testigo—. Lo diré de otro modo —parecía fastidiado por la barrera de legalidades que se oponía a obtener del testigo una declaración real—. ¿Completó la inspección de la piscina?

—Sí.

—¿Halló algo?

—Nada.

—Después, efectuó otro reconocimiento.

—Sí, señor.

—¿Por sugerencia de quién?

—Del señor Perry Mason.

—Al decir el señor Perry Mason, se refiere al abogado que representa en este juicio a los acusados, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y qué dijo el señor Mason?

Ormsby se acercó al testigo, aguardando la respuesta y subrayando su pregunta con su acción, así como la anhelada respuesta del teniente.

—El señor Mason sugirió —declaró el testigo— que inspeccionase detrás de los peldaños de la piscina.

—Detrás de los peldaños de la piscina —repitió el fiscal.

—Sí.

—¿Lo hizo usted?

—Lo hice.

—¿Y qué encontró?

—Tan pronto como miré allí, o mejor, tan pronto como palpé con la mano, hallé una anilla de metal.

—¿Qué hizo entonces?

—Inserté el índice en la anilla y tiré gentilmente.

—¿Qué ocurrió?

—Un muelle levantó una parte de loseta de unos treinta centímetros cuadrados, dejando al descubierto un escondrijo que medía unos veinticinco centímetros cuadrados, y medio metro de profundidad, forrado de acero y conteniendo un muelle automático, de forma que al apretar la losa hacia abajo, quedaba cerrada automáticamente.

—¿Estaba la loseta asida por alguna bisagra?

—Sí.

—¿Qué halló usted en el escondrijo?

—Nada.

—¿Nada?

—Exacto: Absolutamente nada.

—¿Demostró el señor Perry Mason sorpresa cuando descubrió usted la anilla en el sitio que con tanta insistencia había indicado…? Bien, retiro la pregunta. Pido perdón al tribunal y al defensor. Comprendo que la pregunta no es apropiada. Sin embargo, teniente, deseo asegurarme de haber comprendido correctamente su declaración. ¿Halló usted la anilla en el lugar señalado por el señor Mason?

—Indicó que buscara allí.

—Después de haber usted explorado la piscina sin hallar nada.

—Exactamente.

Ormsby se acercó a la mesa de la defensa, se inclinó ligeramente hacia delante y sonrió.

—Solamente pretendo ahorrarle trabajo, defensor —murmuró.

—De acuerdo, adelante —gruñó Mason.

—Bien —el fiscal se volvió hacia el testigo—, ¿era impulsada la loseta por un muelle?

—Sí.

—¿Dónde estaba?

—Era un muelle enrollado, como vimos más adelante, insertado en torno a una varilla de acero que servía de eje, en torno al cual giraba la bisagra. Esto no queda muy claro, pero lo importante es que la loseta tenía una bisagra. A través de ésta pasaba una varilla de acero, proporcionando la palanca necesaria para levantar la bisagra. El muelle estaba retorcido en torno a los extremos de dicha varilla, con la tensión suficiente para soltar la loseta.

—Supongo que dicha loseta tenía el mismo aspecto y dimensiones que las restantes.

—Era idéntica a las demás, salvo por el hecho de que había taladrado un agujero para insertar un fragmento de metal que reforzaba el escondrijo. Luego la varilla que actuaba como eje fue insertada en el cemento, de modo que el conjunto constituyese un gozne rudimentario.

—¿De modo que el muelle se soltaba cuando tiraban del cable?

—Sí.

—¿Cómo se cerraba dicha loseta a la que usted se refiere?

—Sólo mediante la presión física, dominando al muelle.

—De modo que era virtualmente imposible distinguir a dicha loseta de las demás, una vez cerrada.

—Era un trabajo muy hábil —reconoció el teniente—. Incluso sabiendo que la loseta estaba trucada era imposible distinguirla de las otras. El gozne era tan perfecto y el mecanismo del muelle tan bien disimulado que era absolutamente imposible ver que la loseta no estaba firmemente asentada en el cemento.

—¿Y el escondrijo era impermeable?

—Totalmente.

—¿Cómo se lograba la impermeabilidad?

—Mediante un fragmento de espuma cubierta con cinta que rodeaba el lado inferior de la tapa de la loseta.

—De modo que la persona que presionase sobre la losa para cerrar el escondrijo tenía que colocar las yemas de los dedos en dicha cinta.

—Sí.

—Una cinta de papel encerado, claro.

—Claro.

—Y una vez levantada, la losa tenía que ser presionada hacia abajo para cerrar el escondrijo.

—Sí, señor.

—¿Encontró usted alguna huella dactilar en dicha cinta, o en el interior del escondite? Teniente, le pregunto respecto al interior, no el exterior, del escondite.

—Sí.

—¿Descubrió huellas dactilares latentes que pudieran identificarse?

—Sí.

—Fotografió dichas huellas, ¿verdad?

—Sí.

—Luego, tomó usted las huellas dactilares de varias personas que usted pensó podían tener acceso a dicho escondite a la casa donde el mismo se hallaba localizado, ¿cierto?

—Sí.

—Y, mediante la debida comparación, ¿pudo determinar a quién o a quiénes pertenecían dichas huellas?

—Sí.

—¿De quiénes eran dichas huellas?

Tragg dio media vuelta en el sillón a fin de mirar directamente al jurado.

—Dos de las personas que habían dejado sus huellas en la tapa de la loseta eran los acusados Vivian Carson y Morley Eden.

—¿Quiere decir que allí encontraron las huellas dactilares de ambos acusados?

—Exactamente.

—¿Tiene las fotos de esas huellas latentes, y de las huellas personales de los acusados?

—Sí.

—¿Aquí?

—Sí.

—¿Quiere presentarlas, por favor?

Tragg exhibió las fotografías, que fueron aceptadas como pruebas. Una serie de ampliaciones que se colocaron en unos caballetes, mientras Tragg indicaba los puntos de semejanza.

Ormsby devolvió las fotos al testigo.

—Usted ha declarado que la otra acusada, Vivian Carson, estaba presente en el lugar del crimen.

—Sí. En su lado de casa.

—¿La visitó?

—Sí.

—¿La interrogó?

—Sí.

—¿Le preguntó usted dónde había estado y qué había hecho?

—Sí. Respondió que había ido de compras y acababa de regresar.

—Dejemos aclarada la situación —dijo Ormsby mirando al jurado para asegurarse de que seguían atentamente el testimonio—. La alambrada dividía la casa, separando una parte del salón y llegando hasta la piscina del patio. ¿Dónde quedaban los dormitorios, en la parte correspondiente a Vivian Carson o a Morley Eden?

—Los dormitorios estaban en la parte correspondiente a Eden.

—¿Y la cocina?

—En la parte de Vivian Carson.

—Y según usted, fue a interrogar a Vivian Carson a su parte de casa.

—Exacto.

—¿Dónde la interrogó?

—Primero en la cocina y después en el patio.

—Y estando en la cocina, ¿tuvo ocasión de observar una barra magnética con cuchillos pegados a la misma?

—Sí.

—¿Está el arma del crimen en poder suyo?

—Sí.

—Preséntela, por favor.

Tragg exhibió el cuchillo con mango de madera y Ormsby pidió que fuese aceptado como prueba.

—No hay objeción —proclamó Mason.

—Dirigiendo su atención a la hora en que estuvo usted en aquella cocina, ¿habló con la señora Carson del arma del crimen?

—Sí. Le pregunté si faltaba algún cuchillo de la barra magnética que estaba a la derecha de la cocina.

—Y ella respondió…

—Que no faltaba nada.

—¿Qué más?

—Dirigí su atención hacia el cuchillo con mango de madera y le pregunté si había estado constantemente allí, a lo que contestó afirmativamente. Entonces cogí el cuchillo y descubrí que no había sido utilizado nunca, pues todavía tenía a lápiz el precio en la hoja.

—¿Llamó su atención sobre este hecho?

—Sí.

—¿Cuál fue su respuesta?

—Dijo que nunca lo había usado, pues llevaba muy poco tiempo en la casa.

—¿Ha traído usted ese otro cuchillo?

—Sí.

—Preséntelo, por favor.

Tragg exhibió un segundo cuchillo que también fue aceptado como prueba.

—Teniente, deseo llamar su atención sobre esas marcas trazadas con tiza negra en la hoja de este cuchillo. ¿Son las mismas marcas que mostraba la hoja cuando usted lo cogió?

—Sí.

—¿Intentó localizar el auto que pertenecía a Loring Carson en la época de su muerte?

—Sí. Obtuvimos la descripción gracias al departamento de automóviles, y radiamos el correspondiente llamamiento.

—¿Lo encontraron?

—Sí, varios días después de descubrir el cadáver.

—¿Dónde lo encontraron, teniente?

—En un garaje cerrado, alquilado por la acusada, Vivian Carson, en los Apartamentos Larchmore de esta ciudad.

—¿Explicaron los acusados, o alguno de ambos, por qué estaba el coche en aquel garaje?

—No dieron ninguna explicación. Se negaron a discutir el asunto.

—Exijo que la última observación del testigo no figure en acta —gritó Mason—. Los acusados no tienen que dar ninguna explicación a la Policía, según la ley.

—Moción denegada —sentenció el juez Fisk—. El testigo ha declarado sobre una negativa que es la equivalencia de una declaración de los acusados.

—¿Hubo alguna conversación entre usted y Vivian Carson respecto a que Loring Carson ocultase dinero de sus ingresos cuando se sentenció sobre el caso de divorcio? —preguntó el fiscal.

—Sí. Declaró varias veces que su ex marido poseía dinero escondido, en gran cantidad, que ella no había podido encontrar, y que el juez Goodwin, que había sentenciado el divorcio, tampoco había encontrado. Añadió que dicho juez había afirmado firmemente que estaba convencido de que Loring Carson tenía dinero o valores ocultos.

—¿A qué hora tuvo lugar dicha conversación, teniente?

—Hacia… Oh, a las doce, y continuó, con varios intervalos, hasta las tres menos cuarto.

—¿Encontraron dinero en el cadáver?

—Sí, grandes sumas en billetes, bueno, grandes a los ojos de un pobre policía…

Risas en la sala.

—…y también hallamos una gran cantidad en cheques de viaje a nombre de A. B. L. Seymour.

—¿Tiene encima esos cheques?

—Sí.

—Preséntelos, por favor.

El teniente exhibió el talonario, que quedó aceptado como prueba, así como los billetes hallados en el cadáver.

—Bien, utilizando este nombre de A. B. L. Seymour en el talonario de cheques de viaje como pista, o como punto de partida, ¿localizaron a ese A. B. L. Seymour?

—Sí.

—¿Qué encontraron?

—Que no existe nadie con el nombre de A. B. L. Seymour, que era sólo un nombre falso que utilizaba Loring Carson con el propósito de ocultar sus ingresos; que había adquirido grandes cantidades de cheques de viaje; que había comprado valores negociables a nombre de A. B. L. Seymour; y que poseía una cuenta corriente en Las Vegas a nombre de A. B. L. Seymour; que el saldo de dicha cuenta superaba los cien mil dólares.

—¿Comprobó la firma de A. B. L. Seymour para asegurarse de que procedía de la escritura del difunto?

—Si.

—¿Encontraron valores a nombre de A. B. L. Seymour?

—Sí.

—¿Dónde?

—En Las Vegas.

—¿En qué lugar?

—En la habitación de un pabellón alquilado por el señor Perry Mason.

—¿De veras? —exclamó el fiscal dramáticamente—. Por el señor Perry Mason, ¿eh?

—Sí.

—¿Estaban dichos valores en su poder?

—Sí, señor, en una cartera.

—¿Una cartera que él llevaba desde Los Ángeles?

—Era una cartera que le pertenecía. Estaba en su habitación de Las Vegas. Supongo que la había llevado consigo.

—No haga suposiciones —advirtió el juez—, y limítese a los hechos.

—No intento objetar —murmuró Mason—. Pero habiendo hecho una suposición contestando a una pregunta orientadora, quisiera, no obstante, que toda la respuesta fuese borrada del acta.

El juez Fisk miró escrutadoramente a Perry Mason y sonrió.

—Muy bien —decidió—, pero como no hay objeción, la respuesta figurará en acta.

—¿Dijo algo el señor Mason respecto a cómo había entrado en posesión de los valores? —continuó Ormsby el interrogatorio.

—No.

—¿Se llevó usted la cartera con los valores?

—Sí.

—¿Había alguna señal identificadora en la cartera?

—Sí contenía el nombre de Perry Mason en letras doradas… Bueno, el nombre estampado era «P punto Mason»

—¿Tiene usted la cartera de valores?

—Lo entregué todo a usted. Creo que usted lo posee todo, aunque en la cartera hay mis señales de identificación.

El fiscal presentó la cartera y los valores, identificándose todo y siendo aceptado como evidencia.

—Creo —resumió—, que esto termina con mi examen directo del testigo, por el momento; aunque como este caso será visto por períodos, si el tribunal permite esta expresión, seguramente volveré a convocar a este testigo.

—No hay objeción —concedió Mason.

—¿Desea usted reservarse el contrainterrogatorio de este testigo hasta el final de su declaración? —indagó el juez.

—Me gustaría formularle ahora unas preguntas y seguramente volveré a contrainterrogarle más adelante.

—Muy bien, actúe, por favor.

—Usted ha dado a entender —Mason se adelantó al sillón de los testigos—, que los valores y la cartera que hallaron en mi poder fueron aceptados por mí de manos de mis clientes en Los Ángeles y llevados a Las Vegas, Nevada.

—No sabía que lo hubiese indicado —sonrió Tragg—. Aunque es lo que pienso.

La ligera vacilación del teniente y su sonrisa reforzaron su opinión.

—¿Poseía usted alguna prueba de que yo hubiera recibido dichos valores en Los Ángeles y los hubiera llevado a Las Vegas?

—No encontré ninguna evidencia directa —repuso el teniente Tragg, y añadió gratuitamente—: Esas cosas no suelen realizarse delante de la policía, señor Mason.

La sala se conmovió en una sola carcajada.

—Tengo que pedirle al testigo —intervino prestamente el juez—, que se abstenga de formular comentarios y se limite a contestar las preguntas. Al fin y al cabo, teniente usted es oficial de policía, ha estado en muchas ocasiones en el estrado de los testigos, está familiarizado con los procedimientos en un tribunal, y sabe de sobra el efecto que ha causado. Piense que esta vista será más conveniente si se atiene a los reglamentos.

—Lo siento, señoría —se disculpó Tragg.

—Adelante.

—Bien —continuó Mason—, cuando usted empezó a palpar en torno al reborde de la piscina buscando algo que confirmase las mangas mojadas del difunto, ¿se mojó las mangas de su camisa?

—No, señor —replicó Tragg—, probablemente porque no tenía prisa.

—¿Qué hizo, pues?

—Me arremangué.

—¿Las dos mangas?

—Sí… No, señor Mason. Lo siento. Sólo la manga derecha hasta el codo.

—¿No se arremangó la manga izquierda?

—No.

—¿Y no se la mojó?

—No. Sólo utilicé la mano derecha en mi exploración.

—Gracias —dijo Mason—. Nada más por el momento.

—Que se presente Oliver Iván —pidió Ormsby.

Iván era un individuo de media edad, corpulento y estólido que no mostraba ninguna emoción.

—¿Cuál es su ocupación? —empezó el fiscal su interrogatorio.

—Tengo una ferretería.

—¿Dónde?

—Cerca del cine de la calle Dupont.

—¿Estaba usted en ella el quince de marzo de este año?

—Sí.

—¿Ha visto anteriormente a los acusados?

—Sí.

—¿Cuándo fue la primera vez?

—El quince de marzo.

—¿A qué hora?

—Entre las doce y las doce y media.

—¿Habló con ellos?

—Sí.

—¿Cerró algún trato con ellos?

—Sí.

—¿Respecto a qué?

—Deseaban comprar un cuchillo.

—¿Iban juntos?

—Sí.

—¿Les vendió el cuchillo?

—Sí.

—¿Reconocería el cuchillo si lo viese?

—Sí.

—Le enseño a usted la prueba G del Pueblo y le pregunto si ha visto ya ese cuchillo.

—Es idéntico al que les vendí. Tiene en la hoja el precio puesto por mí. Las letras EAK representan el costo, y el precio de venta se halla grabado en la hoja.

—¿Oyó usted alguna conversación entre los acusados respecto al tipo de cuchillo que necesitaban?

—Sí. Hablaban en tono bajo, pero logré oírles perfectamente. Deseaban un «cuchillo idéntico».

—¿Idéntico a qué?

—No lo sé. Sólo oí «un cuchillo idéntico».

—¿Observó algo especial en su comportamiento?

—La joven señora Carson temblaba tanto que apenas podía sujetar el cuchillo. El joven también parecía excitado aunque trataba de tranquilizar a la mujer.

—¿Observó algunas muestras de afecto, algún indicio de que sintieran algo el uno por el otro?

—El hombre le rodeaba con el brazo, acariciándole el hombro y aconsejándole que se calmase.

—A dicho usted «el hombre». ¿A quién se refiere?

—Siempre al acusado Morley Eden.

—¿No hay duda de que se trata del mismo cuchillo que usted les vendió?

—Ninguna.

—Contrainterrogatorio —anunció el fiscal.

Los modales de Mason eran corteses, casi casuales.

—¿Posee usted una ferretería de importancia? —preguntó.

—Regular.

—Respecto a ese cuchillo… ¿Recuerda dónde lo adquirió?

—Con una partida de cuchillos el día 4 de febrero, a la Compañía de Cubiertos de Calidad.

—¿Adquirió una partida? —preguntó Mason, fingiendo sorpresa.

—Sí.

—¿Y solamente marcó el precio de coste y de venta en un cuchillo?

—No he dicho eso —replicó airadamente Iván—. Sólo dije que había puesto el precio de coste y el de venta en este cuchillo.

—¿Marcó los demás?

—Los marqué todos.

—¿Y los puso a la venta?

—Sí.

—Entonces —reflexionó Mason—, este cuchillo pudo ser adquirido por cualquier cliente a partir del día 4 de febrero hasta el 15 de marzo.

—Recuerdo haberles vendido a los acusados este cuchillo.

—Usted recuerda haberles vendido un cuchillo —rectificó Mason—. Pero este cuchillo, éste precisamente, con la marca de coste y de venta en la hoja, pudo venderlo cualquier día a partir del 4 de febrero y antes del 16 de marzo, o sea incluyendo la mañana del 15 de dicho mes.

—Sí, es posible.

—Pudo comprarlo otra persona.

—Cierto.

—Entonces, y toda vez que se halla usted bajo juramento, Loring Carson, el difunto, pudo comprarle a usted este cuchillo y colocarlo en la cocina de la casa que estaba equipando por cuenta de Morley Eden.

El testigo cambió de postura incómodamente.

—Recuerdo la conversación. Recuerdo la venta a los acusados.

—Recuerda haberles vendido un cuchillo —insistió Mason amablemente—. Usted ha identificado este cuchillo como perteneciente a una partida de cuchillos recibidos de un fabricante. No puede en conciencia ni objetivamente decir otra cosa, ¿no es cierto?

—Supongo que sí.

—Usted recuerda haber vendido un cuchillo —continuó el abogado—, y ahora le pregunto si puede declarar bajo juramento que este cuchillo, y sólo éste, no fue vendido a Loring Carson antes del 15 de marzo de este año, y después del 4 de febrero, momento en que recibió usted la partida.

—No, no puedo —murmuró el testigo.

—Nada más —concluyó Mason cordialmente—, y muchas gracias por su sinceridad. No hay más preguntas.

—Yo sí haré otra en redirecto —se puso Ormsby en pie—. Usted vendió a los dos acusados un cuchillo el 15 de marzo de este año que es absolutamente idéntico al cuchillo que ahora le enseño y que ostenta las mismas cifras en la hoja. ¿Es así o no?

—¡Protesto! —exclamó Mason—, porque el fiscal trata de contrainterrogar a su propio testigo. Esta pregunta además, es orientadora y sugerente.

—Es orientadora —replicó el juez.

—Sólo trata de resumir el testimonio —se defendió el fiscal.

—Sugiero que si el señor fiscal desea resumir la declaración de este testigo aguarde a resumir el caso ante el jurado —dictaminó el juez, sonriendo—. Por favor, formule su pregunta en otros términos, señor fiscal.

—Oh, no hay más preguntas —murmuró irritado Ormsby—. Esto es todo.

—Esto es todo —repitió el juez—. Puede usted abandonar el estrado, testigo.

—Llamaré ahora a Lorraine Henley —dijo el fiscal.

La mujer que avanzó hacia el estrado contaba unos cuarenta años, un rostro anguloso y unos labios decididos.

Cuando hubo prestado juramento, el fiscal empezó:

—¿Dónde vive usted?

—En los Apartamentos Larchmore.

—¿Cuánto hace que vive allí?

—Más de un año.

—¿Conoce a la acusada Vivian Carson?

—Sí.

—¿Vivía cerca de usted?

—En el apartamento 4 B de los Apartamentos Larchmore. Directamente enfrente de la zona de aparcamiento donde yo habito.

—¿Puede explicar a qué se refiere al decir aparcamiento de coches?

—Sí. Los aparcamientos están dispuestos en forma de L, en una ligera pendiente. Los apartamentos tienen entrada lateral sobre dos calles. Hay un callejón a cada lado del edificio, y esta zona asfaltada como aparcamiento de coches es accesible desde ambos callejones. Es una zona más baja que las calles adonde da la fachada del edificio.

La testigo hizo una pausa, sonrió y prosiguió:

—Creo que he de aclarar esto. La esquina de ambas calles es la parte más elevada del terreno. La calle principal tiene un ras regular, pero la lateral decae bruscamente. Sin embargo, todos los apartamentos tienen garajes subterráneos, con excepción de los cuatro de la esquina, los cuales poseen garajes separados.

—¿Había un garaje debajo del apartamento alquilado por la acusada?

—Un garaje doble.

—¿Vio usted a la acusada Vivian Carson el día quince de marzo?

—Sí.

—¿A qué hora?

—Hacia las once y cuarto o las once y media de la mañana.

—¿Qué hacía?

—Abría la puerta de su garaje… de uno de sus garajes.

—¿Qué más sucedió?

—Vi cómo un hombre conducía un auto hasta el interior del garaje.

—¿Se fijó en el hombre?

—Atentamente.

—¿Volvió a verle?

—Sí.

—¿Le ve ahora?

—Sí. Es Morley Eden, uno de los acusados en este caso. El mismo que está sentado a aquella mesa.

—¿El que se halla sentado al lado de Vivian Carson?

—Sí.

—¿Qué vio respecto al coche?

—Bueno, el hombre condujo el auto al garaje después de que Vivian abriera la puerta. Luego salió, ella cerró la puerta y los dos se alejaron de allí andando apresuradamente.

—¿No entraron en el apartamento de la señora Carson?

—No, o al menos no les vi entrar. Hay una entrada posterior en el edificio, pero lo cierto es que anduvieron por el callejón y desaparecieron de mi vista.

—Contrainterrogatorio —anunció Ormsby.

La voz de Mason se elevó en un tono cortés.

—¿Qué hacía usted cuando los acusados encerraron el auto?

—Vigilarles.

Rumores en la sala.

—¿Y antes qué hacía?

—Estaba sentada junto a la ventana.

—¿Espiando acaso el apartamento alquilado por Vivian Carson?

—Pues lo veía, en efecto.

—¿Estaba usted allí sentada, vigilando?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—Bastante. No sé exactamente cuánto.

—¿Toda la mañana?

—Buena parte de la mañana.

—¿Había vigilado también el apartamento la noche antes?

—Digamos que me gusta vigilar las cosas.

—¿Por qué?

—Porque me picaba la curiosidad por saber qué pasaba. Supongo que un ser humano tiene derecho a sentir curiosidad. Vivian Carson había dejado el apartamento dos días antes, llevándose varias maletas, y no había vuelto. Me pregunté dónde habría ido y qué estaría haciendo.

—De modo que usted vigilaba el apartamento para averiguar algo.

—Sí.

—¿Puede decir cuál era la marca del coche que esas personas encerraron en el garaje? —inquirió Mason—. La marca y el modelo.

—No. Era un coche verde. Nada más.

—¿No conoce las diferencias entre las distintas marcas de coches?

—No.

—¿Conduce un coche?

—No.

—¿Posee uno?

—No.

—¿Ha poseído alguno?

—No. Hago mis compras en autobús.

Risas en la sala.

—¿No anotó por casualidad la matrícula de aquel coche?

—No.

—¿No se fijó en si se trataba de una matrícula de otro Estado?

—No miraba precisamente el coche, sino al hombre y la mujer.

—Entonces, ¿usted se había autonombrado vigilante de las idas y venidas de Vivian Carson?

—Yo soy una mujer decente. Aquél es un barrio decente y me gusta que lo siga siendo. Ciertamente, había leído bastantes cosas de la acusada en la prensa para mantener mis ojos bien abiertos.

—¿Sabía si lo que había leído en la prensa era verdadero o falso?

—No lo sabía. Pero había leído mucho sobre ella en los diarios. Usted quiere saber por qué la vigilaba y ya se lo he dicho.

—Gracias —terminó Mason—. Creo que esto sitúa muy bien su posición, señora Henley… ¿O es señorita Henley?

—¡Señorita Henley! —proclamó la mujer—. Cuando he declarado mis referencias personales he dicho claramente «señorita».

Mason sonrió cortésmente, aunque con una sonrisa muy significativa y miró al jurado.

—Muchas gracias, señorita Henley —dijo—. No hay más preguntas.

—Nada más —estableció el juez—. Llame a su nuevo testigo, señor fiscal.

Con el ademán del hombre que anuncia una sorpresa dramática destinada a tener amplias repercusiones, Ormsby exclamó:

—Señoría, deseo llamar a Nadine Palmer.

Nadine Palmer avanzó por el pasillo central y prestó juramento.

Lucía un modelo castaño, sombrero del mismo tono, y un bolso de piel. Sus esbeltas piernas, bellamente atezadas bajo las medias de nylon, se veían acentuadas por unos zapatos de precio elevado, color marrón.

Sus alertas pupilas estaban al acecho cuando ocupó el sillón de los testigos, y paseó rápidamente su mirada de Ormsby a Mason, y otra vez a Ormsby, luego al jurado y finalmente se concentró en el fiscal.

—Se llama usted Nadine Palmer y reside en el 1721 de la Crockley Avenue.

—Exacto.

—¿Conoce a los acusados?

—Personalmente, no.

—¿Conoció en vida a Loring Carson?

—Le había visto. No recuerdo haber hablado con él, y al decir que no le conozco personalmente, no me refiero a no conocerle ni de vista. He asistido a varias reuniones donde él estaba presente, y sé quién es.

—Concentrando su atención en el quince de marzo de este año, le pregunto dónde estuvo la noche de aquel día.

—Fui a un lugar llamado Punto Mirador.

—¿Puede indicar dónde está situado ese Punto Mirador, en relación con la casa construida por Loring Carson, propiedad de Morley Eden?

—A un cuarto de kilómetro, tal vez menos, de la casa. El mirador se halla de forma que es posible divisar la parte trasera de la casa: el patio, la piscina y el resto de la propiedad posterior.

—¿Está mucho más elevado que la casa en cuestión?

—Sí. No conozco la altura exacta, pero desde allí es posible ver la casa. Y particularmente la techumbre.

—¿Es posible divisar el camino que conduce al edificio?

—No. Sólo se ve el patio, la piscina y las ventanas de aquel lado. La misma casa oculta la carretera y es imposible ver el sendero que conduce a la casa porque sube gradualmente y la casa impide su visión.

—Entiendo —sonrió el fiscal—. Aquí tenemos un plano que muestra Punto Mirador, y ahora le pregunto si puede orientarse con ese plano y señalar al jurado dónde estuvo usted el quince de marzo de este año.

Al cabo de un momento, la testigo puso el índice en el plano.

—Estuve aquí.

—¿A qué hora?

—Hacia… bueno, serían las diez y cuarto aproximadamente.

—¿Aguardó usted allí?

—Sí.

—¿Tenía algo que la ayudara a ver hasta cierta distancia?

—Unos prismáticos.

—¿Qué hacía con ellos?

—Vigilaba la parte trasera de la casa de Morley Eden.

—¿La misma construida por Loring Carson?

—Sí.

—¿Cuál era el motivo de su presencia allí?

—Era un motivo personal. Yo… creía saber que un caballero que estaba furioso contra Loring Carson por ciertas manchas que éste había arrojado sobre mi reputación insistía en que Carson se retractase públicamente, y que si Carson se negaba a ello… Bien, creo que intentaba darle una lección.

—Estando usted allí… ¿Observó señales de actividad?

—Sí.

—¿Quiere describirlas al jurado?

—Cuando empecé a mirar no parecía haber nadie en la casa… y…

—Esto sólo es una conclusión de la testigo —la interrumpió el propio fiscal—. Diga sólo lo que vio. No saque conclusiones, señora Palmer. Diga sólo lo que vio.

—Aparqué el auto, salté a tierra y miré con los prismáticos de vez en cuando. Luego, desviaba la vista para conceder un descanso a los ojos, y si observaba algo que me parecía interesante volvía a concentrarme en los prismáticos.

—¿Qué fue lo primero que vio, el primer movimiento?

—Vi a Loring Carson.

—¿Dónde lo vio?

—Estaba en la cocina de la casa.

—Dejemos esto en claro —pidió Ormsby—. La casa estaba dividida por una alambrada. ¿La veía usted?

—Claro.

—A un lado de la alambrada había la parte de la casa con la cocina. Al otro lado se hallaba gran parte del salón con y los dormitorios.

—Esto es correcto.

—Vamos, pues, a referirnos al lado de la cocina y al de los dormitorios de la casa, para que el testimonio sea claro —indicó el fiscal—. ¿Dónde estaba Loring Carson cuando usted le vio?

—En la parte de la casa donde estaba la cocina.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Qué hizo usted?

—Le enfoqué con los prismáticos.

—¿Conoce la ampliación del aparato?

—Un ocho.

—¿Pudo verle con claridad?

—Sí.

—¿Le reconoció?

—Oh, sí.

—¿Pudo ver qué hacía?

—Estaba inclinado sobre la piscina, en los peldaños. No vi qué hacía. Estuve tratando de ajustar los prismáticos lo mejor posible.

—De acuerdo. ¿Qué ocurrió?

—El señor Carson estaba de rodillas junto al sector de piscina más cercano a los peldaños.

—¿Llevaba algo?

—Una cartera de piel.

—¿Qué hizo?

—Se arrodilló y metió el antebrazo derecho dentro del agua de la piscina… Vi que tiraba de algo y de repente observé cómo una parte de la losa aparentemente sólida se abría, dejando ver un escondite debajo.

—¿Qué hizo el señor Carson?

—Sacó unos papeles de la cartera, los metió en el escondrijo, y cerró la losa.

—Continúe. ¿Qué más vio usted?

—Loring Carson —prosiguió Nadine Palmer— penetró en la casa y casi inmediatamente, del otro lado de la vivienda…

—Un momento —la interrogó el fiscal—. Dejemos esto en claro. ¿A qué lado de la casa se refiere usted al decir que Loring Carson entró en la vivienda: al de la cocina o al de los dormitorios?

—Al de la cocina.

—Muy bien. Al referirse al otro lado de la casa, ¿a cuál se refiere?

—Al de los dormitorios.

—¿Qué sucedió en ese lado de la casa?

—Una mujer desnuda salió corriendo de la casa y se zambulló en la piscina.

—¿Miraba usted por los prismáticos?

—Sí.

—¿Reconocería a la mujer?

—No puedo asegurar positivamente quién era, pero creo que…

—¡Protesto! —saltó Perry Mason—. Con el permiso del tribunal la testigo ha contestado la pregunta. Ha dicho que no podía identificar a la persona. No importa lo que piense si no puede jurar quién era.

—Admito que era una simple conversación —gruñó Ormsby—. La testigo quiso decir que no puede identificar a la persona más que dentro de ciertos límites, pero quiere ser leal y reconoce que puede equivocarse.

—No creo necesario que el señor fiscal interprete los pensamientos de la testigo —replicó Mason—. Declara en lengua inglesa y yo la entiendo tanto como el señor fiscal.

El juez Fisk frunció el ceño.

—Interrogaré yo a la testigo —dijo—. Me gustaría que el señor abogado defensor se abstuviera de interrumpirme. Señora Palmer, ¿vio usted a una persona desnuda, realmente?

—Una mujer. Estaba desnuda.

—¿No llevaba bañador?

La testigo negó vigorosamente con la cabeza.

—Estaba desnuda.

—¿Qué hizo?

—Salió del lado de la casa donde están los dormitorios y se metió en el agua tan deprisa que casi me dejó sin aliento.

—¿Corría?

—Corría y penetró en el agua, empezando a nadar como un pez.

—¿Miraba usted con los prismáticos?

—Sí, pero no logré mantenerla en su radio visual. La nadadora avanzaba muy de prisa… Es decir, se hallaba dentro del radio visual de los prismáticos, pero no dentro del radio visual de mis ojos. Se movía… con enorme rapidez.

—¿Obtuvo una buena visión de la mujer?

—Sólo de modo general, bastante borrosa.

—¿Podría jurar absolutamente cuál era su identidad?

—Absolutamente no. Sólo obtuve una impresión general.

—En estas circunstancias —sentenció el juez—, consideraremos la declaración de la testigo en el sentido de que piensa que puede decir quién era la mujer, sólo a título personal; la falta de evidencia es suficiente. Adelante, señor fiscal.

—Bien, aquella mujer —prosiguió Ormsby— saltó a las piscina y la cruzó a nado.

—Como un pez. Su velocidad dentro del agua era increíble.

—¿Qué más hizo?

—Subió los peldaños del otro extremo de la piscina tiró de algo y se abrió la baldosa. Ella se inclinó encima. Luego vi que llevaba consigo una bolsa de plástico. Y empezó a sacar papeles del escondite, que metía en la bolsa, con gran rapidez.

—¿La miró usted entonces?

—Estaba vuelta de espaldas a mí.

—¿La vigilaba con los prismáticos?

—Sí.

—¿Qué hizo usted?

—Pues… —vaciló la testigo—, comprendí lo que sucedía y…

—No importa lo que usted comprendió —la atajó el fiscal—. Por favor, preste atención a mi pregunta, señora Palmer: ¿qué hizo usted?

—Dejé los prismáticos sobre el asiento del auto y eché a correr.

—¿Hacia dónde?

—Por un sendero que conduce al terreno situado debajo de la piscina de aquella casa.

—¿Conocía ya aquel sendero?

—Sí.

—¿Cuánto tardó en recorrer el sendero?

—No mucho. Oh, no sé… corrí unos doscientos metros. Luego, llegué a un claro y empecé a ascender hacia la piscina.

—Mientras corría por el sendero, ¿podía divisar la casa o la piscina?

—No. La montaña está llena de abrojos, creo que hay un chaparral… y mucha hierba alta. No conozco la naturaleza de los arbustos, pero es la clase de maleza que se ve en todas las colinas de California del Sur.

—Cuando surgió de entre la maleza, ¿dónde estaba? ¿Puede indicarlo en el plano?

—Por aquí —repuso la testigo, señalando un lugar del plano.

—Lo marcaré con un círculo —decidió el fiscal—. Desde este punto, ¿veía claramente la casa?

—Sí.

—¿Qué hizo usted?

—Fui rápidamente hacia la casa. Estaba casi sin aliento pero volví a correr.

—¿Y qué vio?

—Nada.

—¿Ni en la piscina?

—Estaba desierta.

—¿Y la losa del escondite?

—Estaba abierta, sobre la bisagra.

—¿Qué hizo entonces?

—Me encaminé hacia el patio, mas de pronto oí voces procedentes del interior.

—¿Del lado de los dormitorios?

—Sí.

—¿Qué hizo después?

—Me acerqué al muro de la parte de los dormitorios.

—¿Qué más?

—Entonces capté lo que decían.

—¿Y qué decían?

—Un momento —intervino Mason—. Sepamos antes quienes hablaban.

—Ya iba a esto —gruñó el fiscal.

—Creo que esto es primordial.

—Muy bien —rezongó Ormsby—, tal vez tenga usted razón. Le pregunto a la testigo: ¿tuvo ocasión de ver a las personas que hablaban?

—No al momento, pero sí unos instantes más tarde.

—¿Quiénes eran?

—Los acusados, Vivian Carson y Morley Eden.

—¿Dónde hablaban?

—En el salón.

—¿Les oyó desde la piscina?

—Sí. Las puertas corredizas estaban abiertas y me fue posible oírles distintamente.

—¿Qué decían? ¿Qué conversación oyó?

—La mujer dijo…

—Por la mujer, ¿a quién se refiere?

—A la acusada Vivian Carson.

—Bien, ¿qué dijo la señora Carson?

—Dijo: «Querido, jamás olvidaremos esto».

—¿Qué más?

—Morley Eden contestó: «No es necesario. Tampoco le contaremos esto a nadie. Dejaremos que los periodistas descubran el cadáver. Mason ha convocado una conferencia de prensa para más tarde. Los periodistas encontrarán el cadáver. Y yo fingiré no saber nada».

—¿Algo más?

—Vivian Carson replicó: «¿Y el cuchillo? Es el de mi cocina». Y Morley Eden murmuró: «Compraremos otro. No podemos permitir que esto se interponga entre nosotros. Acabamos de encontrarnos uno al otro y tenemos derecho a ser felices. Voy a luchar por nuestra dicha».

—¿Qué más?

—Oí cómo se movían. Pensé que se dirigían a la piscina. Vacilé un momento, y me apretujé contra la pared del edificio donde no podían verme, a menos que salieran al patio y mirasen hacia fuera.

—Siga.

—Oí cerrar una puerta y comprendí que se habían marchado. Después, el silencio reinó en toda la casa.

—¿Qué hizo usted a continuación?

—Volví a descender por el sendero y trepé lentamente hacia arriba, hacia el sitio donde había dejado el coche y me marché a casa.

—¿A qué hora llegó a su casa?

—Hacia… Oh, un poco después de las once y media.

—¿Qué hizo entonces?

—No llamé a la Policía. No sabía qué había sucedido exactamente. Estaba asustada y… bien, me sentía un poco culpable por haber espiado aquella casa. Ignoraba que se hubiese cometido un asesinato.

—Tengo que retroceder un poco, señora Palmer —sonrió el fiscal—. ¿Reconoció a la mujer desnuda que saltó a la piscina?

—Sí. Creo que sí.

—Si evita el empleo de la palabra «creo» será mejor —manifestó Ormsby—, porque es susceptible de varias interpretaciones y el defensor tratará de emplear la interpretación menos ventajosa para usted. Bien, díganos cuál fue su cálculo de la situación.

—Pues… vi a esa mujer totalmente desnuda. Claro que sólo fue una visión fugaz, pero…

—¿Sabe quién era?

—Estoy casi segura de que era la acusada.

Ormsby se volvió sonriendo hacia Mason.

—Contrainterrogatorio, señor defensor.

—¿Casi segura? —le preguntó el abogado a la testigo.

Ella asintió.

—¿No está completamente segura?

—No.

—¿No podría jurar?

—No.

—¿Existe en su mente alguna duda razonable respecto a si se trataba o no de la acusada?

—Sí, es leal decir que tengo una duda razonable. No, no estoy segura de quién era.

—¿Qué hizo al llegar a casa? —inquirió Mason.

—Me duché.

—¿Por algún motivo especial?

—No. Yo… Oh, había corrido entre la maleza y el campo estaba muy reseco. Estaba llena de polvo. Necesitaba una ducha y la tomé.

—¿Tuvo un visitante mientras se duchaba?

—Un poco después. ¿Trata usted de hablar de su visita, señor Mason?

—Trato de sacarle la verdad. ¿Tuvo un visitante?

—Sí.

—¿Quién fue?

—Usted.

—¿Sostuvo una conversación conmigo?

—¡Protesto! —exclamó el fiscal—. Protesto por irrelevante, incompetente e inmaterial. Nadie se ha referido a esto en el examen directo.

—Pero no hay duda de que se celebró la conversación, ¿verdad, señor fiscal? —intervino el juez.

—No lo sé. No puedo decirlo.

—La conversación tiene como propósito —aclaró Mason— demostrar que la testigo ocultaba en aquellos instantes ciertos asuntos.

—No tenía la menor obligación la testigo —objetó el fiscal—, de contarle a usted lo que había visto.

El juez Fisk consultó el reloj.

—Se aplaza la vista por breves minutos —manifestó—. Ya son más de las doce. La vista queda aplazada hasta la una y cuarto. Durante ese tiempo, los señores del jurado no deben formar ni expresar ninguna opinión sobre el caso, ni sobre la inocencia o culpabilidad de los acusados. Tampoco deberán discutir el caso entre ellos, ni tolerar que nadie lo discuta en su presencia. La vista se aplaza hasta la una y cuarto.

Mientras los espectadores salían de la sala, Mason se enfrentó con sus clientes. Hizo una seña a los guardias en que se alejasen, dando a entender que se trataba de una conferencia privada.

—Van a tener que contarme lo que sucedió —murmuró.

Morley Eden sacudió testarudamente la cabeza.

Vivian Carson empezó a gimotear.

—Tomemos las cosas específicamente —aconsejó el abogado—. ¿Metieron sí o no el coche de Loring Carson dentro de aquel garaje? ¿Se equivocó la vecina en su identificación? Si no dice la verdad se abren ante nosotros unas posibilidades enormes. Si la dice, no quiero perder tiempo ni dinero tratando de descubrir qué personas encerraron el coche.

—Le diré una cosa, señor Mason —masculló Morley tras una pausa—. Esa mujer dice la verdad. Nosotros encerramos el coche.

—¿Por qué diablos…? —se indignó Mason.

—Si conociese usted todos los hechos —prosiguió Morley—, comprendería que no podíamos hacer otra cosa, pero si usted conociese todos los hechos no… bien, no tendría la menor oportunidad de protegernos.

—Tampoco la tengo ahora.

—No podemos ayudarle. Tenemos que luchar de acuerdo con este plan.

—¿Por qué metieron el coche en el garaje? —insistió Mason.

—Porque —respondió Morley—, estaba estacionado delante del apartamento de Vivian, había estado aparcado delante de una boca de riego y lo habían multado. Sólo teníamos un minuto para actuar y no podíamos hacer otra cosa. Teníamos que quitarlo de la calle.

—¿Habían dejado una multa en el auto por estar estacionado frente a una boca de riego delante del apartamento de Vivian? —repitió Mason con incredulidad.

—Precisamente.

—Y naturalmente, usted sabía que se trataba del coche de Carson.

—Sí. Lo peor es que lo habían multado a las tres de la madrugada. Usted ya sabe lo que esto significa. Todo el mundo habría creído que Loring y yo habíamos reanudado nuestras relaciones conyugales —expresó Vivian.

—No lo entiendo —confesó Mason—. Supongo que es preferible que la gente pensase que ustedes habían reanudado su vida conyugal, que no adquirir un billete para de cámara de gas.

—Sí, ahora lo sabemos —replicó Vivian con impaciencia—. Pero usted tiene que ver las cosas de acuerdo con lo que nosotros vimos el quince de marzo.

—¿Por qué dejó Carson allí el coche? —quiso saber el abogado.

—No lo sé, pero supongo que ello formaba parte del diabólico esquema planeado por Loring. Cogió el coche y lo dejó expresamente delante de la boca de riego para que lo multasen.

—¿Qué hacían ustedes juntos en la ciudad? —indagó Mason.

Morley miró significativamente a Vivian, y la joven sacudió la cabeza.

—Lo siento —dijo el joven—. Ya hemos contestado a todas las preguntas posibles, Mason. Tendrá usted que actuar como defensor. Suponga que somos culpables. Suponga que hemos cometido un asesinato a sangre fría y que usted es el abogado que nos representa. Como defensor tiene la obligación de descubrir todos los agujeros de la evidencia. Bien, inténtelo. Haga lo que pueda. Es lo único que le pedimos.

—¡Maldición! —exclamó Mason—. ¿Intentan ustedes entrar por la fuerza en la celda de la muerte?

—No intentamos nada —contestó Morley con irritación—, pero si nos condenan, nos conformaremos. Si nos declaran inocentes, podremos levantar la cabeza y llevar una vida honrada. Y le diré una cosa: Nosotros no le matamos. No le diremos nada más.

—¿A qué hora llegaron a casa cuando salieron juntos? —persistió Mason.

—No le diremos nada más —repuso el joven.

Los guardias, que estaban un poco apartados, se acercaron con muestras de impaciencia.

Mason se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo—, llévenselos.