Capítulo 10
El botones de Las Vegas contempló los tres billetes de dólar que Perry Mason le había puesto en mano.
—Genevieve… sí, claro, Genevieve es una de nuestras chicas.
—¿Puedes indicármela?
—Venga por aquí.
El muchacho condujo al abogado por delante de un mostrador hasta una inmensa sala de juego donde las ruletas, las ruedas de la fortuna y los dados formaban una baraúnda casi infernal. Varias jóvenes ataviadas con pantalones muy ceñidos estaban sentadas detrás de las mesas de veintiuno. En el otro extremo de la sala había una serie de tragaperras, que chirriaban continuamente, chirrido que ocasionalmente interrumpía una voz hablando por un altavoz y anunciando:
—¡Pleno en la máquina veintiuno! ¡La máquina catorce ha conseguido premio doble…!
—Allí está —señaló el botones.
—¿Cuál es?
—La bonita.
—A mí todas me lo parecen —sonrió Mason.
—Genevieve es la más bonita de todas —le devolvió el botones la sonrisa—. Además, aquí les pagan para que lo sean.
—Bien, gracias.
Mason cruzó por entre la multitud de jugadores y mirones hasta el lugar indicado.
La joven, de espaldas a él, lucía un vestido reluciente que le ceñía el cuerpo como la piel a la cebolla. Se volvió hacia Mason y lo estudió con sus grandes y negros ojos, con un leve rastro de descaro.
—Hola, —saludó Mason.
—Hola.
—Busco a Genevieve.
—Ya la ha encontrado.
—Me llamo Mason.
—No me diga que también se llama Perry.
—Me llamo Perry.
—Me pareció haber visto alguna foto suya. Bien, ¿qué diablos le trae a Las Vegas?
—Quiero divertirme.
—Pues se halla usted en el centro geométrico del sitio más divertido del mundo. De todos modos, no se confunda conmigo. Yo no estoy en venta.
—Ni en alquiler —repuso Mason casualmente.
—Podríamos considerar un arrendamiento a largo plazo —sonrió ella, sin intentar ocultar su interés.
—Quiero charlar. ¿Puede hablar mientras trabaja o no se lo permiten?
—Éste es mi oficio. Puedo conducirle a una mesa de juego y…
—Mi atención está concentrada en otras cosas —confesó el abogado—. ¿Podemos tomar una copa?
—No es muy alentador, salvo como preliminar, pero en las actuales circunstancias creo que sí.
—¿En un reservado? —preguntó Mason.
—En un reservado. Pero recuerde que estoy de servicio y en circulación. Mi deber es llevar los clientes a las mesas de juego, tratar de que todo el mundo se sienta feliz y de vez en cuando coger un puñado de fichas y demostrarles a los jugadores lo fácil que es ganar.
—¿Es fácil ganar? —se interesó Mason.
—Si uno sabe hacerlo, sí.
—¿Cuesta mucho aprender?
—Venga, se lo enseñaré.
Cogió al abogado por el brazo y lo condujo a la mesa de ruleta.
—Déle al croupier veinte dólares para fichas.
Mason entregó los veinte dólares y recibió un montón de fichas.
—Bien —dijo ella—. Yo apostaré con su dinero. Y usted recogerá las ganancias.
La joven estudió la rueda un momento y colocó unas fichas en el número siete.
La rueda se detuvo en el nueve.
—Así de fácil, ¿eh? —se burló Mason.
—Hum… Estoy presintiendo… Pondré un par de fichas en el veintisiete y otras en el doble cero. Luego, cinco en el rojo y tres en el tercer doce.
—De este modo —observó Mason—, veinte dólares vuelan muy pronto.
—Después —susurró ella— tendré libertad para entrar con usted en un reservado. Así pensarán que estoy cultivando un cliente.
La bolita dejó de saltar.
—Mire.
Mason vio cómo el croupier empujaba unas fichas hacia él.
—Ahora —rió Genevieve— ya tiene más que cuando empezó.
Mason le entregó la mitad de las ganancias.
—¿Puede aceptar algún dinero?
La joven sólo aceptó unas fichas, efectuó varias apuestas en la mesa y se inclinó hacia el abogado de modo que éste notó el roce de su cuerpo contra su hombro. Los labios de la muchacha estaban casi pegados a su oído.
—No puedo cambiar fichas —murmuró—, pero sí podré aceptar dinero cuando usted haya cambiado.
—Todo esto es nuevo para mí, Genevieve.
—Cuando uno gana —aconsejó la muchacha— hay que forzar la suerte. Cuando uno pierde, hay que retirarse.
—¿Es ésta la única receta del éxito?
—Casi. Lo malo es que los jugadores no obran así. Cuando un jugador pierde intenta forzar la suerte y cuando gana decide mostrarse conservador. Usted ahora está de buenas… siga adelante.
Mason contempló cómo la joven repartía varias fichas por la mesa.
El croupier le entregó a Mason un montón de fichas.
Siguiendo los consejos de Genevieve, el abogado repartió varios montoncitos de fichas por la mesa, y volvió a ganar.
La gente que estaba ociosa no tardó en reunirse en torno a la ruleta para asistir a la fenomenal suerte de la pareja. No tardó en haber una doble fila de mirones. El juego adquirió tanto vigor que el croupier tardaba ya bastante en hacer correr la ruleta, recoger las fichas y pagar a los ganadores.
Mason ganaba casi cada tres vueltas de ruleta, pero luego estuvo cinco jugadas sin obtener nada.
Bruscamente, el abogado se metió las fichas restantes en un bolsillo de la chaqueta.
—Vamos —le dijo a Genevieve—. Quiero descansar. Necesito un trago. Estoy sediento.
—Puede beber aquí mismo —replicó ella en voz alta para que lo oyese el croupier.
—Deseo sentarme y beber tranquilamente. ¿Podré pagar la bebida con estas fichas?
—Seguro —afirmó ella—, o puede cambiarlas en la ventanilla de caja y luego comprar otro puñado.
Mason siguió a Genevieve hasta la ventanilla, entregó las fichas, que el cajero contó cuidadosamente, y recibió quinientos ochenta dólares.
El abogado cogió a la muchacha por el brazo y le metió subrepticiamente un billete de cien dólares en la mano.
—¿Es aceptable esto? —preguntó en voz baja.
—Completamente —sonrió ella sin mirar el billete.
Fueron hacia el mostrador, lo rodearon y llegaron a un rincón donde había varias mesitas separadas entre sí por vallas de madera. Tomaron asiento y Genevieve miró al abogado, sonriendo y enseñando sus blancos dientes.
—Usted es un buen jugador —comentó la chica.
—Ahora sí. Usted me ha iniciado. ¿Siempre es tan fácil?
—Sí, cuando se está de buenas.
—¿Y qué ocurre cuando uno está de malas?
—Cuando uno está de malas —replicó ella—, se vuelve loco. Uno se enfurruña y piensa que la mesa le debe dinero. Después, el jugador me mira y piensa que yo soy un gafe. En tales ocasiones, llamo a una compañera, la cual se sienta al lado del jugador. Éste se fija en ella y se olvida de mí. Tras lo cual yo me alejo y el jugador se queda con otra muchacha en las manos.
—¿Y es ella la que se lleva la propina?
—No sea tonto —rió Genevieve—. Los que pierden no dan propinas, pero cuando un tipo gana se muestra muy espléndido. Caramba, incluso he visto en Méjico darles propinas a los croupiers.
—¿Puede controlar el croupier lo que sucede en la mesa? —quiso saber Mason.
—Naturalmente.
Un camarero se acercó a la mesita. Mason levantó las cejas inquisitivamente.
—Whisky con soda, Bert —pidió Genevieve.
—Gin con tónica, por favor —dijo Mason.
Genevieve se tiró de la falda, bajó la mirada y de pronto levantó los ojos con expresión de sorpresa.
—¡Me ha dado usted cien dólares! —exclamó.
—Sí.
—Oh… ¡Bendita sea su alma! Muchas gracias.
—En realidad… deseo algo —sonrió el abogado.
—Todos los hombres quieren algo —murmuró ella—. Supongo que podré darle lo que quiere. Algo… accesible.
Se acercó seductoramente al abogado. Luego se echó a reír y añadió:
—Oh, olvídelo. Desciendo otra vez a la tierra. ¿Qué desea el famoso Perry Mason?
—Saber si conoce usted a Nadine Palmer.
—Palmer… Nadine Palmer… —la joven frunció el ceño pensativamente, en un esfuerzo por recordar.
De pronto movió lentamente la cabeza.
—Este nombre no significa nada para mí —murmuró—. Tal vez la reconociese si la viera. Conozco a muchas personas que sólo son rostros sin nombre. ¿Vive aquí?
—En Los Ángeles.
Genevieve volvió a mover negativamente la cabeza.
—¿Conoce a Loring Carson? —insistió el abogado.
Los ojos de la muchacha se fijaron en los de Mason, y dejó entrever nuevamente sus blancos dientes.
—Conozco a Loring Carson.
—¿Le ha visto últimamente?
Genevieve frunció el ceño.
—Depende de lo que entienda por últimamente. Le vi… Estuvo aquí la semana pasada. Creo que hace una semana que no le he echado la vista encima.
—Ha muerto —anunció fríamente Mason.
—Sí, ya… ¿Cómo? ¿Qué ha muerto?
—Ha muerto. Lo asesinaron hoy, a última hora de la mañana o a primeras de la tarde.
—¿Loring Carson… ha muerto?
—Exacto. Asesinado.
—¿Quién lo mató?
—No lo sé.
Genevieve abatió la mirada. Durante diez segundos su rostro perdió toda expresión; luego suspiró, levantó la vista y volvió a mirar fijamente a Mason.
—De acuerdo, ha muerto. Ha desaparecido.
—¿Era amigo suyo? —indagó Mason.
—Era… un buen chico, digámoslo así.
—¿Sabía que su matrimonio iba a la deriva?
—Virtualmente, todos los matrimonios, antes o después, van a la deriva. Al menos, todos los que yo conozco.
—¿Jugaba mucho? —continuó interrogando Perry Mason.
—No puedo discutir las costumbres de nuestros clientes, pero sí, jugaba fuerte.
—¿Ganaba?
—Era buen jugador.
—¿Lo cual significa…?
—Que hacía lo que le aconsejaba. No es ningún secreto. Forzaba la suerte cuando estaba de buenas y se marchaba cuando la fortuna le volvía la espalda. Hágalo también usted y ganará, al menos en Las Vegas. Pero nadie lo hace.
—¿Por qué?
—Lo ignoro.
—¿Carson era diferente?
—Carson era un buen jugador y cuando estaba de malas… hacía lo que usted está haciendo.
—¿Qué?
—Sacarme de la circulación e invitarme a una copa.
—¿Lo permite la dirección?
—Señor Mason, voy a serle sincera. Usted es un hombre mayor y yo soy una mujer hecha y derecha. Usted es un adulto y yo también. La dirección gana poco con la bebida. Y la casa trata de dar comida, pasatiempos y alojamiento lo más barato posible.
—Entiendo.
—Por otra parte, el Estado de Nevada obtiene fabulosas ganancias del juego. Todo este lujo lo pagan los jugadores que no ganan, los que pierden.
—¿Hay jugadores que ganan?
—Sí.
—¿Insistentemente?
—Insistentemente.
—De modo que usted quiere decir que cuando un jugador es activo y respalda las mesas, la dirección no se opone a que usted pierda cierto tiempo con él.
—En esas circunstancias —le rectificó ella—, la dirección lo alienta. Usted, señor Mason, es un hombre demasiado inteligente para no ganar. Usted y yo volveremos a la mesa. Si no está de buenas, nos separaremos. Si lo está, me quedaré con usted. Pero algo me dice que estará de malas. Creo que usted ya ha tenido su momento de coqueteo con Dama Fortuna.
—¿Y opina que ahora Dama Fortuna me echará encima una ducha de agua fría?
—Dama Fortuna es mujer —replicó ella—. Dama Fortuna es intensamente femenina. Usted le dio a Dama Fortuna la ocasión de sonreírle y ella le sonrió y algo más. Saltó a su regazo. Usted indicó que jugaba con muy poco interés y que pensaba en mí. Que estaba más concentrado en mí que en ella. Pues bien, ahora tiene un mano a mano conmigo. Cuando usted vuelva a la mesa, creo que Dama Fortuna se mostrará con usted tan fría como el hielo.
—¿Y si ocurre esto…?
—Si esto ocurre, yo le dejaré solo y me esfumaré. Usted hallará otra chica, puesto que juega bastante fuerte como para interesar a mis compañeras. De lo contrario, si da usted señales de abandonar la partida por estar de malas, probablemente dará usted vueltas por aquí en solitario, sin que nadie se fije en usted.
—Interesante, ¿eh?
—Negocio —objetó la joven—. Y ahora, ¿qué desea?
—Quiero saber si Nadine Palmer está en contacto con usted —explicó Mason—. Nadine es una joven muy razonable, muy dueña de sí. Tengo motivos para creer que esta tarde cogió en Los Ángeles un avión y vino hacia aquí. Creo que la busca a usted. Si se pone en contacto con usted, me gustaría saber qué quiere.
El camarero sirvió las bebidas. Mason y Genevieve chocaron los vasos.
—Chin chin —murmuró Mason alegremente.
—Chin chin —contestó ella.
Ambos bebieron.
—Oiga, Perry —dijo luego la muchacha—, seré franca con usted. La muerte de Loring ha sido un verdadero escopetazo para mí.
—¿Le era muy simpático?
Ella vaciló y al final miró directamente al abogado.
—Sí.
—¿Íntimamente?
—Sí.
—Permítame una pregunta: ¿iba usted a convertirse en la segunda señora Carson?
—No.
—¿Puedo saber por qué?
—Yo tengo mi trabajo y él tenía el suyo. Yo soy una excelente compañera de juego. Pero seguramente sería una pésima esposa. Él era un tipo encantador y sabía tratar bien a las muchachas. Muchos hombres son así. Esencialmente, son como viajantes de comercio. Les gusta vender y conseguir muchos pedidos, pero cuando adquieren la mercancía, cuando la tienen constantemente en casa, cuando viaja con ellos, ya no tienen incentivo para vender. Y cuando ven que no pueden desprenderse de la mercancía se aburren. Y una vez aburridos, ya no son plenamente responsables. Y un hombre irresponsable es una pérdida para sí mismo y para el mundo.
—Usted no tiene una idea muy elevada del matrimonio —observó Mason.
—Está muy bien para ciertas personas.
—Carson no pertenecía al tipo de casado, ¿eh?
—Carson seguramente no hubiese sido feliz con ninguna mujer hasta… después de los cincuenta años, y entonces ya habría sido tarde.
—¿Para el matrimonio?
—Para mí. Se habría casado con alguna mujer, de veintinueve o treinta años, que le habría convencido de que sólo tenía veinticinco.
—¿Y entonces…?
—Loring hubiera querido sentar la cabeza. Habría pensado que acababa de acertar un pleno. Y la mujer habría visto cómo él se iba envejeciendo y acabando.
—¿Qué más?
Genevieve se encogió de hombros y apuró su bebida.
—Volvamos al juego —propuso el abogado, inclinando su vaso—. Y si Nadine Palmer se pone en contacto con usted me lo hará saber, ¿verdad?
—¿Por cuánto?
—Por doscientos dólares.
—Lo pensaré. Depende de lo que ella desee. ¿Se trata de algo que puede reportarme dinero?
—No lo sé.
—No quiero engañarle, señor Mason. No me gustan los engaños ni las mentiras. He visto muchas cosas aquí en Las Vegas y he conocido a muchas compañeras de trabajo, pero también he ganado algo. Y una de las cosas que he ganado es aprender a ser libre, y ese derecho a ser libre me da derecho a ser franca. Gracias a Dios, ya no he de mentir ni engañar, y no pienso volver a hacerlo.
—¿Acostumbraba a mentir? —preguntó Mason.
—Toda chica que intente ser respetable y no lo sea, ha de engañar y aparentar lo que no es.
—Usted no era lo que aparentaba, ¿eh?
Ambos se echaron a reír.
—Perry Mason —exclamó ella—, usted quiere cierta información a cambio de doscientos dólares. Y yo le digo que no quiero mentir. Bien, volvamos a la mesa. Veremos si está o no de buenas.
Genevieve abrió la marcha hacia la ruleta.
—Pida cien dólares en fichas —dijo luego.
Mason entregó cien dólares.
El abogado comenzó a apostar en diversos números. Esta vez sin la ayuda de Genevieve, que se limitó a observar.
Una y otra vez rodó la bolita sin que Mason ganara nada. Sólo logró una pequeña cantidad al rojo y al segundo doce, pero los números le esquivaban y su montón de fichas empezó a bajar.
Genevieve le miró y sonrió.
Una joven que llevaba un vestido sumamente ajustado al cuerpo, alargó bruscamente un brazo desnudo sobre la mesa y se inclinó para recoger una apuesta colocada sobre un número del extremo más alejado. Se tambaleó ligeramente y su suave cuerpo pareció rozar la solapa del abogado.
—Oh, le pido perdón —murmuró, levantando la vista y sonriendo.
—De nada.
—Tonta de mí —continuó la joven—, tuve la corazonada de ese número… Bien, al fin y al cabo no ha salido.
—La próxima vez tendrá más suerte —deseó Mason.
Sus ojos se encontraron.
—Siempre hay una próxima vez —repuso ella—. Siempre hay alguna novedad, siempre hay un mañana, un presente, una noche… ésta —terminó con suavidad.
Colocó otra apuesta en el mismo rincón de la mesa y tuvo que apoyarse con más fuerza en Mason. Esta vez cogió el brazo del abogado.
—Deséeme suerte —le pidió.
—Tal vez usted me la dé a mí —replicó él.
—De acuerdo, vamos a darnos suerte mutuamente.
La apuesta de la joven salió premiada.
—¡Oh, bravo, bravo! —palmoteo muy excitada, apretando el brazo del abogado—. ¡Bravo, bravo, lo he logrado!
La sonrisa de Mason era enigmática.
El abogado efectuó otras tres apuestas, evaporando el resto de sus fichas.
—Oh, no irá usted a abandonar —murmuró la joven con incredulidad.
—Me tomaré un descanso —repuso el abogado—. Iré a respirar un poco. Volveré.
—Sí, por favor —suplicó la joven. Luego, a guisa de explicación como deseando disculparse por haberle cogido del brazo, agregó—: Estando usted aquí he tenido suerte. De modo… que usted me trae suerte.
Le miró pensativamente mientras el abogado se apartaba de la mesa.
Genevieve no estaba a la vista.
El abogado regresó al bar, pidió otra ginebra con tónica y se sentó a beber y contemplar el bullicio.
Quince minutos más tarde divisó a Nadine Palmer cruzando por entre el gentío.
Mason dejó el vaso y la siguió hasta una mesa.
Nadine llevaba un bolso lleno de fichas. Evidentemente, había bebido.
Se acercó a una mesa de ruleta y empezó a apostar. Su suerte era fenomenal. Al cabo de unos minutos había una gran cantidad de mirones, tratando de imitar sus apuestas.
Mason sintió que unos ojos le estaban mirando y al levantar la vista halló que Genevieve le miraba por entre los espectadores.
El abogado miró primero a Nadine y luego a Genevieve. El semblante de ésta no acusaba ninguna expresión.
Mason continuó entre la gente observando a Nadine hasta que ésta tuvo delante un montón tan enorme de fichas que formaba una barricada.
De pronto, Mason se inclinó y colocó un solo dólar en el número once.
—Cambie las fichas y váyase —susurró al oído de Nadine.
La joven dio media vuelta y soltó una exclamación de sorpresa.
—Cambie y lárguese —repitió el abogado.
El abogado efectuó otras dos apuestas y se apartó de la mesa.
—Ya me ha oído —le dijo a Nadine.
Cinco minutos después, la joven acompañada de dos botones que llevaban las fichas, se dirigió a la ventanilla de caja.
La gente la observaba con curiosidad mientras le cambiaban fichas por valor de más de diez mil dólares.
Perry Mason la cogió por el brazo al abandonar la ventanilla.
—¿Qué hace usted aquí? —inquirió ella.
—¿Y usted qué hace? —replicó el abogado.
—Juego.
—Jugaba —razonó Perry Mason—. Ahora se marcha.
—¿Cómo? Vengo aquí a menudo. Puedo perfectamente gobernar mi propia vida, señor Mason, sin necesidad de seguir sus consejos.
—El consejo que voy a darle es puramente gratuito —repuso el abogado sin inmutarse—. No le hablo como abogado sino como amigo.
—Al parecer, se ha convertido en amigo íntimo en muy poco tiempo.
—Deseo formularle varias preguntas —manifestó Mason—. ¿Quiere un trago?
—No, ya he bebido bastante. Me marcho a mi habitación. ¿Viene?
—¿No habrá inconveniente?
—¿Qué quiere que haga, que contrate a una dama de compañía? —se burló ella.
—No, sólo he preguntado si era conveniente.
La joven salió por una puerta lateral y cruzó por delante de varios pabellones, con el abogado al lado.
Insertó una llave en una cerradura, dejó que Mason empujase el batiente y entraron. Era una habitación suntuosa, con cama, televisión, varios mullidos sillones, una alfombra de pared a pared y un ambiente de plácido lujo.
Cuando Mason cerró la puerta, Nadine se sentó, cruzó las piernas, mostrando una generosa porción de medias de nylon, y contempló apreciativamente a Perry Mason.
—Será mejor que esto sea bueno —murmuró.
—Lo es —asintió el abogado.
—Para que lo sepa —continuó Nadine—, estaba completamente de buenas, cuando usted me obligó a dejar el juego.
—¿Cuánto ha ganado?
—Mucho.
—Unos diez o doce mil dólares…
—Era la segunda vez que cambiaba —explicó ella.
—¿Y la primera?
—Más.
—¿A qué hora llegó?
—Tomé un taxi hasta el aeropuerto y cogí el primer avión.
—No compró el pasaje a su nombre.
—¿Es algún crimen?
—Podría tomarse en consideración en relación con un crimen —puntualizó el abogado—, a menos, claro, que tuviese buenas razones.
—Tenía una buena razón.
Mason la estudió unos instantes.
—Tengo la impresión de que usted trata de ganar tiempo.
—Y yo tengo la impresión —replicó Nadine—, de que usted ha venido a la pesca de información.
—No lo niego. Necesito información. ¿Por qué no compró el pasaje a su nombre?
—Porque estoy harta de ser la presa de todos los lobos del mundo —contestó ella con ojos llameantes—. Gracias a Loring Carson, mi nombre se ha convertido en una marca de fábrica. Soy un poco la señorita Buscona.
—¡Tonterías! —proclamó Mason—. Algunas personas se enteraron de lo ocurrido por la prensa, sonrieron un poco, doblaron la hoja y se olvidaron del caso… al menos en lo que respecta a usted. Admito que la situación no es la misma en lo que concierne a Vivian Carson. Loring Carson le echó mucho cieno encima y naturalmente ha salido muy perjudicada.
—Bien, guarde un poco de simpatía para mí, abogado —repuso Nadine—. Todos los caballeros a los que he conocido desde esa publicidad han intentado seducirme.
—¿Y antes, no? —preguntó suavemente Mason.
—Oiga, tengo una racha estupenda —exclamó la joven—. Y usted me ha ordenado, o casi, abandonar el juego. Pues bien, recite un monólogo y volveré a la mesa. Y si no habla de prisa, me marcharé sin escucharle.
Se puso en pie, se alisó la falda y fue hacia la puerta.
—¿Sabía usted —empezó Mason— que Loring Carson había sido asesinado cuando dejó Los Ángeles?
La muchacha se detuvo en seco y dio media vuelta, con labios temblorosos.
—¡Asesinado! —gritó.
—Eso he dicho.
—¡Dios mío! —musitó ella.
Volvió al sillón y se dejó caer como si le fallasen las piernas. Sus ojos, muy grandes y oscuros, escrutaron el rostro del abogado.
—¿Cuándo? —preguntó.
—No saben aún la hora exacta. Probablemente, a última hora de esta mañana o a primeras de la tarde.
—¿Dónde?
—En la casa que construyó para Morley Eden.
—¿Quién… quién lo hizo?
—Lo ignoramos —replicó Mason—. Encontraron el cadáver junto a la alambrada que divide la casa de Eden. En la parte correspondiente a éste.
—¿Cómo lo mataron?
—Fue apuñalado con una cuchilla de carnicero que alguien pudo coger de la cocina de Vivian Carson. Lo más interesante es que todas las pruebas indican que Carson había retirado poco antes una gran suma de un escondite situado en la piscina, y que la persona que lo mató se llevó dicha suma.
La joven seguía sentada, inmóvil, temblándole sólo los labios, tratando al parecer de despejar su ofuscado cerebro.
—No tengo mucho tiempo para hablar con usted, Nadine, porque la Policía está haciendo todo lo posible para localizarla a usted.
—¿La Policía? ¿Qué quieren de mí?
—Hay algunos indicios —explicó el abogado— que ponen en evidencia que la persona que cometió el crimen cogió el cuchillo en un lado de la casa, pasó después al otro a través de la alambrada… para lo cual tuvo que nadar zambulléndose en la piscina.
La joven no comentó esa declaración.
—Recuerde que cuando estuve en su apartamento, la encontré a usted con el cabello mojado. Y llevaba usted un salto de cama. Dijo que estaba tomando una ducha. ¿No era una hora bastante intempestiva para tomar una ducha?
—Para mí no. ¿Hacia qué lado apunta usted?
—También le pedí un cigarrillo —continuó Mason—, y usted me dijo que mirase en su bolso. Bien, miré y hallé un paquete de cigarrillos. Saqué uno y estaba mojado. No logré encenderlo.
Nadine Palmer pareció abismada por estas palabras.
—Usted —prosiguió— salió del dormitorio, arrastrando el salto de cama, sin importarle un ardite mostrar sus indudables encantos por el afán de coger el bolso. Bien, lo cogió, dio media vuelta, fingió sacar el paquete de cigarrillos de su interior y me lo dio.
Mason sonrió y volvió a adoptar una actitud grave.
—Aquellos cigarrillos estaban totalmente secos. Usted los llevaba en la mano cuando salió del dormitorio.
—¿Y eso qué significa, señor Sherlock Holmes?
—Significa —replicó Mason— que usted necesitaba pasar de un lado de casa al otro; que se desnudó y se zambulló, llevando sólo el slip y los sostenes, que después regresó nadando, que escurrió sus prendas interiores, que las metió en el bolso, que se puso el vestido, que se marchó a casa y que se estaba cambiando cuando yo llamé.
—O sea que yo maté a Loring Carson.
—O sea —objetó Mason—, que la Policía considerará que todo esto es altamente sospechoso. Bien, cuando usted iba en mi coche, yo dije algo referente a la amiguita de Loring Carson, Genevieve Hyde, que trabaja aquí en Las Vegas. Tan pronto como usted oyó su nombre, quiso abandonar mi coche y subir a un taxi.
El abogado miró fijamente a la muchacha, que continuaba inmóvil.
—Entonces pensé que ello se debía a que yo había sacado un conejo del sombrero; que usted no conocía el nombre de la amiga de Carson y que tan pronto como lo supo decidió verla.
Perry Mason hizo una pausa.
—Pero ahora tengo otra idea.
—¿Cuál?
—Tengo la sensación —prosiguió el abogado— de que usted pudo obtener de repente un buen puñado de dólares; que deseaba justificar que estuvieran en su posesión y que cuando yo mencioné Las Vegas tuvo usted una gran idea. Decidió venir aquí, ir de una mesa a otra apostando, y más tarde, de este modo, podría alegar que había tenido mucha suerte.
—¿De veras? —se burló Nadine—. Pues efectivamente he tenido mucha suerte. Usted mismo lo vio. Y vio las fichas que cambié.
—Exactamente —asintió el abogado—. El hecho de venir aquí con el objeto de disimular su reciente adquisición de mucho dinero no significa que no haya podido ganar.
Nadine le miró calculadoramente unos instantes.
—¿Y bien? —la apremió Mason.
—Es usted el que está mojado, señor Perry Mason —repuso al fin la muchacha—. Yo nada sé de un paquete de cigarrillos mojados. Vengo muy a menudo a Las Vegas para jugar. Me gusta el juego. A veces gano bastante. Usualmente, me gusta venir acompañada de un amigo, aunque reconozco que cuando usted nombró Las Vegas sonó una campanilla en mi cerebro y de repente tuve la impresión de que me aguardaba una buena racha. Comprendí que si venía aquí, conseguiría un fortunón.
Perry Mason la escuchaba sonriendo.
—Cuando tengo estos presentimientos me gusta jugar. A veces se debe a algo dicho por alguien lo que me da un presentimiento respecto al caballo de una carrera; entonces, me apresuro a apostar por el caballo en cuestión. Me gusta jugar de acuerdo con mis presentimientos.
—¿Y esto fue un presentimiento?
—Fue un presentimiento.
—Una reacción un poco rápida —comentó Mason.
—Todas mis reacciones lo son —replicó Nadine—. ¿Y dónde tenía escondido Loring Carson tanto dinero en la residencia de Morley Eden?
—Era un escondrijo muy ingenioso —explicó el abogado—. Evidentemente lo planeó al construir la casa.
Acto seguido, el abogado pasó a contar todo lo referente al escondite de la piscina.
—Cuando me marché de allí —añadió—, la Policía proyectaba sacar las huellas dactilares de aquella loseta en busca de posibles sospechosos.
A su pesar, la expresión de la joven se alteró visiblemente.
—¡Huellas dactilares!
—Huellas dactilares —repitió plácidamente Mason.
—No es… no es posible dejar huellas dactilares en una superficie tan lisa como aquélla, ¿verdad?
—Al contrario —objetó el abogado—, el forro del escondite es un material ideal para las huellas.
—Señor Mason… —vaciló la joven—, deseo comunicarle algo.
—Un momento —la detuvo él—. He venido en busca de información. Soy abogado pero usted no es mi cliente. Yo ya tengo uno. De modo que lo que usted me diga, no podré considerarlo como confidencial.
—¿Tendrá que contárselo a la Policía?
—Sí.
—Entonces no le diré nada.
—De acuerdo —asintió el abogado—. Pero recuerde una cosa: sí… tenga en cuenta que he dicho «si», si en la evidencia reunida por la Policía hay algo que pueda incriminarla a usted, no tiene por qué declarar nada. Si estuvo usted allí, cogió el dinero o parte de él, lo mejor que puede hacer es contratar los servicios de un abogado.
La joven no contestó al momento.
—¿Bien…?
—Estuve allí.
—¿En la piscina?
—No. No estuve en la casa. Fui con el coche hasta un lugar situado más arriba de la casa. Allí hay muchos solares en venta. Ya había ido antes y me había dado cuenta de que desde aquel lugar era posible ver la casa, el patio y la piscina.
—¿Por qué fue a dicho punto? No, no conteste a menos que desee que lo sepa la Policía.
—La Policía lo sabe… o lo sabrá.
—¿Por qué?
—Me sorprendió allí un vigilante de la demarcación.
—¿Le contó que pensaba usted adquirir un terreno?
—No pude. Me sorprendió atisbando con los prismáticos. Sabía que Norbert Jennings pensaba ir allí, muy encolerizado, buscando a Loring Carson. No sé cómo, pero sabía que Loring Carson estaría en la casa. Y como la heroína que es la causa de una pelea, yo deseaba asistir al combate. En cambio, vi…
Bruscamente, calló.
—¿Qué vio? —la urgió Mason.
—Vi… vi…
La joven dejó de hablar al sonar el timbre de la puerta.
—Será la masajista —dijo ella con indiferencia—. Pedí que la enviasen…
Cruzó la estancia y abrió la puerta.
—Entre. Tendrá que aguardar unos minutos mientras yo…
Se interrumpió y jadeó al ver al teniente Tragg con expresión sonriente.
—No importa, gracias —murmuró Tragg—. Entraré y si me lo permite, me presentaré. Soy el teniente Tragg del Departamento de Homicidios de Los Ángeles, y el caballero que me acompaña es el sargento Camp, Elias Camp, de la Policía de Las Vegas.
Los dos policías penetraron en el pabellón.
Tragg sonrió al ver a Mason.
—Realmente, Perry, es usted bastante tenaz.
—¿Me siguió hasta aquí? —inquirió el abogado.
—Oh, hice algo mejor. Sabíamos que usted deseaba localizar a Nadine Palmer y que un detective la seguía, de modo que me limité a llamar a varias compañías aéreas, preguntando si Perry Mason había reservado un pasaje durante la tarde y hacia qué destino.
El teniente dio media vuelta.
—Evidentemente, la señora Palmer no utilizó su propio nombre porque no pudimos saber dónde había cogido el avión. Pero sí averiguamos que usted había venido hacia aquí, Perry, y usted es un tipo famoso. Dejó un rastro claramente visible. Y tuvimos muy poca dificultad en localizarle. Hubiéramos llegado antes pero tuve que cumplir ciertas formalidades estatales.
El teniente Tragg, haciendo una pausa, se volvió definitivamente hacia Nadine.
—Señora Palmer, ¿ha jugado usted desde su llegada?
—Sí. ¿Es algún delito?
—En absoluto. Y creo que ha sido usted muy afortunada.
—En efecto, lo cual tampoco es ilegal.
—Al contrario, es estupendo —asintió Tragg—. El Departamento de Impuestos estará muy interesado. Siempre agrada una sorpresa. ¿Dónde dejó usted sus ganancias, señora Palmer?
—Están… están aquí.
—Excelente —aprobó el teniente—. Bien, este papel que le entrego es una orden de registro autorizándonos a examinar su equipaje.
—¡No! —chilló ella—. ¡No pueden hacerlo!
—Oh, sí podemos —sonrió Targg—, y vamos a examinarlo. Primero el bolso. Está sobre la cama como si usted hubiera metido apresuradamente algo dentro. Veamos qué contiene, si no le importa.
Tragg abrió el bolso.
—Vaya, vaya, vaya… —rezongó.
—¡Es el dinero que he ganado! —gritó Nadine—. ¡Lo he ganado en la mesa de ruleta!
Tragg la miró largamente con sonrisa cordial, aunque con las pupilas tan duras como diamantes.
—La felicito —murmuró.
—Supongo que ya no me necesitan —intervino el abogado—. Recuerde lo que le dije, señora Palmer, y…
—No, no se marche —le cerró el paso el teniente Tragg—. Quiero que se quede por dos motivos. Primero, deseo que oiga la declaración de la señora Palmer, puesto que usted será un testigo desinteresado ya que tiene otro cliente en el caso; segundo, quiero registrarle antes de que se vaya.
—¿Registrarme? —preguntó Mason sumamente extrañado.
—Exactamente —asintió Tragg—. Tal vez vino usted a presentar una reclamación en nombre de su cliente y recibió algún dinero a modo de fianza. Estoy seguro de que no encontraré nada sobre su persona, Mason, pero es una formalidad sobre la que ha insistido la Policía de Las Vegas.
—¿Tiene una orden para registrarme? —inquirió Perry Mason.
—Podemos llevarle a la comisaría —intervino el policía local—, encerrarle por conducta desordenada, por ocupar un pabellón con propósitos inmorales, por resistirse a un oficial de la ley, y por otros cargos. Una vez allí le registraremos de arriba abajo. A su elección. Y ahora separe los brazos de los costados.
Sonriendo, Mason separó los brazos del cuerpo.
—Adelante, caballeros de la ley —les invitó.
—No oculta nada —refunfuñó Tragg—. Nada en absoluto. Le conozco mucho. De ocultar algo habría objetado una y mil veces.
El oficial de Las Vegas le palpó rápidamente, registrándole también los bolsillos.
—Creo que todo está dentro del bolso —gruñó al fin.
—Y hay bastante —agregó Tragg—. Varios miles de dólares. ¿Todo eso lo ha ganado en el juego, señora Palmer?
—No me gusta su actitud —replicó la joven—. No me gusta el modo cómo ha entrado usted en este pabellón, y no he de contestar a sus malditas preguntas. Usted trata de intimidarme y yo insisto en tener a mi lado un abogado elegido por mí.
—¿Es el señor Mason el abogado al que se refiere?
—No —negó ella—. El señor Mason representa a otro cliente del caso. Yo quiero un abogado que me represente a mí, a mí sola.
Tragg fue a abrir la puerta y saludó a Mason, sonriéndole.
—Abogado, ha llegado el momento de su mutis —dijo—. Le han registrado, posee usted un certificado de salud y no es el abogado de esa joven. Nosotros la llevaremos a la comisaría para interrogarla y no deseamos entretenerle a usted más.
El teniente volvió a inclinarse antes de continuar:
—Tengo entendido que también usted obtuvo algunas ganancias a la ruleta, Mason. Si no le importa aceptar el consejo de un veterano, le sugiero que se mantenga apartado de las mesas por el resto de la noche. Aquí hay una excelente sala de fiestas. Y naturalmente, no le importará que la policía de Las Vegas le tenga bajo vigilancia. Queremos saber a dónde va, qué hace y con quién habla. No tendría que decirle esto, pero sé que usted descubrirá a varios caballeros en torno a la entrada del casino, con órdenes de no perderle de vista. En estos casos, si existe una mutua comprensión todo es más sencillo.
Tragg saludó burlonamente, manteniendo la puerta abierta.
Mason se volvió hacia Nadine.
—Creo que ha adoptado usted una decisión prudente. Busque un abogado.
—¿La está aconsejando? —inquirió Tragg.
—Como amigo, no como abogado.
—El señor Mason, como usted ya ha dicho —gruñó el teniente— representa a otros clientes del caso. Y todo lo que hace, es para proteger los intereses de dichos clientes. Naturalmente, si consigue que usted sea incriminada por la Policía, esto irá en favor de los clientes de Perry Mason. Se lo comunico para que no tome en consideración ninguna de sus palabras. No me gustaría que colaborase con nosotros albergando prejuicios, y no creo que el señor Mason desee aconsejarla como abogado, en cuyo caso faltaría a la ética legal.
Abrió más la puerta.
—Y ahora, Perry, buenas noches y deseo que disfrute con el espectáculo de la pista.
—Gracias —replicó Mason—. Así lo haré, teniente, y por mi parte le deseo que su visita a este pabellón resulte fructífera.