Capítulo 5

La mujer que abrió la puerta apenas tres centímetros en respuesta a la llamada era alta, graciosa y daba la impresión de gran seguridad en sí misma. Sujetaba con una mano una bata contra su pecho.

—¿Diga? —preguntó mirando a Perry Mason con mirada francamente calculadora.

—Soy Perry Mason, abogado. Yo…

—¡Oh! —le interrumpió ella—. Ya sabía que le había visto a usted en fotos o en el cine. Ah, es un verdadero placer, señor Mason. Soy Nadine Palmer, aunque supongo que ya lo sabe o no habría venido. Caramba, no estoy presentable. Cuando sonó el timbre acababa de salir de la ducha.

Vaciló un instante y extendió la mano con cierta deliberación, lo cual hizo que su gesto fuese como si le tendiese al abogado una parte de su personalidad.

—¿Podría entrar solamente un instante? —preguntó Mason.

—No estoy presentable… Oh, bien, pase. Tendrá que aguardar a que me vista.

—Gracias. Es algo muy importante o no la molestaría a usted.

El abogado la siguió al interior de un apartamento pequeño pero muy bien amueblado.

Ella le indicó un asiento junto a una mesita cargada de revistas.

—¿Qué pasa, señor Mason? ¿Estoy en algún lío?

—¿Espera usted estarlo?

—He tenido algunos y probablemente tendré más —asintió ella—. Y ahora, si me perdona, iré a cambiarme.

—A su comodidad. Aguardaré aunque no dispongo de mucho tiempo. He de asistir a una conferencia de prensa. Soy el abogado de Morley Eden. Éste, por si usted lo ignora, adquirió cierta propiedad a Loring Carson.

Al oír mencionar el nombre de Carson los ojos de la joven relampaguearon y apretó los labios. A medio camino del dormitorio se detuvo, giró sobre sí misma y se encaró con Mason.

—¿Qué tiene usted que ver con Loring Carson? —quiso saber.

—Por el momento —repuso Mason— no violo ninguna confidencia si le digo que voy a presentar una demanda contra él por trescientos cincuenta mil dólares como daños y perjuicios por fraude, pidiendo además triple compensación en calidad de daños ejemplares.

—Espero que consiga usted hasta el último centavo —manifestó ella con calor.

—Por lo visto, Carson no es un gran amigo suyo —sonrió Mason.

—¡Ese gusano…! —Nadine Palmer escupió el insulto despreciativamente—. Ha destrozado completamente mi reputación y dejó los pingajos de la misma en manos de todos los periodistas de la ciudad.

—Tengo entendido que cometió una equivocación y que…

—¿Equivocación? —le cortó ella—. No hubo tal equivocación. Ese hombre intentó deliberadamente empañar el buen nombre de su esposa, y el hecho de arrastrar el mío por los suelos en su intento, no le causó el menor pesar.

—Sí, ya sé que se mencionó su nombre —observó Perry Mason.

—¿Mencionó? —repitió ella iracunda—. Lo pregonaron por toda la ciudad. Carson presentó una contrademanda afirmando que su esposa tenía un asunto amoroso con Norbert Jennings, que viajaban juntos los fines de semana, y que ella se inscribía en los hoteles con el nombre de Nadine Palmer.

—Ya —murmuró Mason.

—Luego, después que la esposa ganara el pleito, ese canalla tuvo la audacia de decir que todo había sido un error, que un detective privado había seguido a otra mujer por equivocación, que su esposa no era la mujer que se había inscrito en varios hoteles, sino que era yo, la verdadera Nadine Palmer, la persona a la que el detective había seguido en lugar de la otra. Imagínese el perjuicio que todo esto me causó.

Mason asintió con simpatía.

Bruscamente, la joven tomó asiento.

—Usted es abogado, señor Mason, y habrá visto otras mujeres en bata de baño. Además, dispone de poco tiempo y yo también. Bien, hablemos y solucionemos el asunto. La gente me pone enferma. Hay más hipocresía en nuestra civilización y en nuestros códigos de moral, de lo que se quiere admitir. Cuando me casé con Harry Palmer yo era lo que generalmente llaman «una buena chica». Esto fue lo malo. No conocía a los hombres. No sabía nada de la vida y menos aún del sexo.

Hizo una pausa y miró fijamente al abogado.

—Pasé cinco años sufriendo la peor abyección a que puede verse sujeta una mujer y al final decidí que, puesto que no teníamos hijos, no le debía nada a Harry Palmer. Y me largué. Nos divorciamos y para demostrarle si era tonta, no reclamé ninguna pensión. De joven, antes de casarme, había trabajado, y decidí volver a trabajar… sólo que ya no era una chica sino una mujer. El divorcio tiene una cosa, señor Mason, que los libros callan. Una cambia de chica a mujer. Una ha de valerse por sí misma. Una ha descubierto que el matrimonio no es un lecho de rosas, y que una es un ser normal con apetitos y deseos, y que una ya está marcada. Definitivamente marcada.

—Sí, algo hay de cierto en eso —asintió Mason.

—Todo hombre que se interesa por ti comprende que ya no eres una chica sino una mujer, y que has estado casada. Y te trata de acuerdo con esta noción. Si no respondes del modo que él cree has de responder, te aleja de su lado.

La joven hizo una pausa para tomar aliento.

—Los hombres se vanaglorian de sus conquistas. Los casados tienen queridas. Todo esto forma parte de la vida de sociedad. Pero una divorciada no es ni carne ni pescado. Y se supone que es una mujer fácil. Y después… ocurre este terrible enredo. Por culpa de ese imbécil y su maravilloso detective. No sé si fue culpa de éste o de Carson, pero tampoco me importa. Lo que sí sé es que Loring Carson es, fue y siempre será, un canalla.

Nadine Palmer pronunció las últimas palabras con gran energía.

—Norbert y yo éramos buenos amigos. Supongo que pensaba casarse conmigo y, teniendo en cuenta todo lo ocurrido, creo que yo hubiera accedido… aunque no pienso volver a ir al matrimonio con los ojos cerrados. No, ya lo hice una vez. Y no volveré a cometer tamaña tontería. Pero ahora Norbert se siente ridiculizado y…

—¿Ya no desea pedirla en matrimonio? —inquirió Perry Mason.

—¿Si lo desea? Claro que sí. Se muestra precisamente muy insistente. Me llama dos o tres veces al día para proponerme el casamiento. Pero yo cuelgo. ¿Y sabe por qué llama con ese propósito, señor Mason? Simplemente, porque piensa que es él el culpable de que la gente ya no me llame «buena chica».

Mason asintió pensativamente.

—Tengo más de veintiún años —continuó ella—. Estoy divorciada y tengo derecho a vivir mi propia vida. Sólo quiero que la sociedad no se meta conmigo. Y respecto a Loring Carson, sólo deseo verle muerto.

Echó atrás la cabeza con gesto resuelto, demostrando su enojo.

—Bien, señor Mason, ya he echado fuera todo mi veneno, y después de ser culpable de haberle dejado ver mi bilis, seré lo bastante cortés como para dejar que me explique el motivo de su visita.

—De acuerdo —asintió Mason nuevamente—. He venido para ahorrarle publicidad.

Nadine se asombró:

—¿Cómo?

—La demanda que he presentado contra Loring Carson, o al menos creo que ya habrá sido presentada por ahora, es bastante espectacular. No sé si se halla usted familiarizada con el contrato existente entre Carson y Morley Eden.

Ella sacudió negativamente la cabeza.

—Pues se trata de dos lotes de terreno contiguos —explicó Mason—. Uno de ellos era la propiedad separada de la señora Carson, y otra era propiedad mancomunada del matrimonio, siendo este último el lote que el tribunal le otorgó a Carson. El terreno lo adquirió Morley Eden, el cual posee el título de propiedad sobre el terreno y sobre el edificio. Y ahora hay dos personas afectadas por la contrademanda de Loring Carson: Usted, precisamente, y Vivian Carson.

—Vivian me resulta simpática —repuso Nadine.

—Y aparentemente, también al juez Goodwin.

—¿Qué tiene que ver el juez con todo este asunto? Bueno, ya sé que Carson tiene sus finanzas tan embrolladas que el tribunal no logró poner nada en claro.

—Siempre es un fallo subestimar la inteligencia de un juez —comentó el abogado.

—¿Cree que Carson subestimó la inteligencia del juez Goodwin?

—Efectivamente.

—¿Puedo preguntarle qué ocurrirá?

—Por eso estoy aquí —convino Mason—. Pensé que usted debía de saberlo. El juez Goodwin opina que cuando el buen nombre de una mujer está mancillado es muy difícil lograr que vuelva a resplandecer.

—¡Ese hombre es muy inteligente! —afirmó Nadine con fervor.

—Cuando un periódico publica una historia —continuó Mason—, le da prioridad de acuerdo con el interés del lector. Por ejemplo, la historia de una mujer a la que se ha sorprendido con un hombre, atrae el interés de la masa. Luego, que todo haya sido una equivocación ya no se publica apenas.

—¿Se refiere a mi caso?

—En realidad —replicó Mason—, el juez se refiere a Vivian Carson. Le gustaría que se publicase que Carson se equivocó. Por lo tanto, ha colocado a mi cliente, Morley Eden, en una posición que pide una acción inmediata. Sí, opino que el juez Goodwin fue muy astuto en sus razonamientos, aunque a mi entender olvidó una cosa.

—¿Cuál?

—El efecto de su decisión sobre usted.

—¿En qué me afecta?

—El paso que ahora doy —prosiguió el abogado— dará como resultado que los periódicos concedan gran publicidad a la comedia de los errores[1], y al hecho de que Carson la señaló a usted, ante el detective, en lugar de Vivian Carson.

—Creo que todo fue hecho deliberadamente —dijo ella.

—No se trata de eso. Lo interesante es que todo el caso será ahora ampliamente tratado en la prensa.

Nadine Palmer empezó a decir algo, mas de pronto todo el impacto de las palabras del abogado taladró su cerebro. Agrandó los ojos.

—¿Quiere decir que publicarán todo lo referente a los viajes de fin de semana?

—Exactamente.

—¡Oh, Dios mío! —gimió.

—Por tanto —siguió Mason—, opino que ha de hacer usted algunos planes por anticipado. Si desea adelantarse a la prensa, envíe una declaración, para que no puedan alterar los hechos auténticos. Si, por otra parte, no quiere saber nada con los periódicos, ésta es la ocasión para desaparecer.

La joven vaciló unos instantes.

—Prefiero desaparecer —decidió luego—. ¿Cuándo empezarán los fuegos artificiales?

—Probablemente dentro de una hora.

—Oiga, señor Mason —exclamó Nadine, poniéndose en pie—, ¿tiene alguna objeción a que le obedezca?

—¿Qué quiere decir?

—Que usted me aconsejó que desapareciese.

Mason reflexionó un momento y al fin sacudió la cabeza.

—No estoy en situación de aconsejarle nada. Usted no es mi cliente. Ya tengo uno en este caso. Sólo he tratado de advertirla amistosamente.

—Está bien. ¿Recordará que me advirtió amistosamente, para que nadie pudiera encontrarme?

—Ésta ha sido una de las alternativas que sugerí como más prudentes.

—Es la alternativa que voy a adoptar —manifestó la joven—. Aguarde un momento. Me meteré en un agujero y le echaré tierra encima. Además, voy a salir de aquí con usted. Me acompañará hacia el centro.

Corrió a su dormitorio, abrió una puerta, y antes de volver a cerrarla, gritó:

—Aguarde a que me vista y meta algunas prendas en la maleta. ¡Me largo de aquí!

El abogado tomó asiento, consultó su reloj, frunció el ceño pensativamente, sacó del bolsillo su pitillera y vio que no le quedaban cigarrillos. Esperó otro minuto y preguntó en voz alta:

—¿Tiene por aquí algunos cigarrillos, señora Palmer?

La voz de la muchacha sonó claramente a través de la puerta.

—En mi bolso hay un paquete. Está encima de la mesa.

El abogado fue a cogerlo, encontró el paquete de cigarrillos, tomó uno, encendió su mechero y de repente se detuvo en su acción, al observar que el cigarrillo estaba húmedo.

Bruscamente, se abrió la puerta del dormitorio. Nadine Palmer, envuelta en un salto de cama que modelaba maravillosamente su figura, entró corriendo en el saloncito.

—Supongo que los habrá encontrado —murmuró.

Cogió el bolso, hurgó en su interior un instante y extrajo un paquete de cigarrillos que entregó al abogado. Mason cambió de posición.

—Un momento, esto no es justo —rió ella—. Usted se halla ahora entre yo y la luz. Y por el momento, no estoy vestida para que usted me observe a contraluz. Sólo trato de mostrarme hospitalaria.

Mason cogió un cigarrillo del nuevo paquete, metiéndoselo subrepticiamente en el bolsillo.

—Gracias.

—Ah, hubiese debido rogarle que cerrase los ojos —rió ella maliciosamente—. Bien, tenga paciencia un minuto. Luego, le permitiré que me acompañe hasta la primera parada de autobús.

Dio media vuelta y, con un fútil intento de ceñirse el salto de cama en torno a su cuerpo, regresó al dormitorio.

El abogado volvió a encender el cigarrillo que ella acababa de darle, el cual prendió instantáneamente. Mason miró en el interior del bolso. El paquete de cigarrillos que había dentro, parecía exactamente igual al de los pitillos mojados.

Sin embargo, al examinar este último paquete vio que todos los demás cigarrillos estaban perfectamente secos.

Intrigado, Mason sacó el cigarrillo húmedo de su bolsillo y lo exploró con el pulgar y el índice. Decididamente, el pitillo estaba empapado de agua.

El abogado se sentó, fumando, y contemplando de vez cuando la punta rojiza del pitillo bien seco que tenía entre los dedos.

Antes de que terminase de fumar, Nadine Palmer, ataviada con un traje sastre, entró en el salón con un maletín, un bolso y otra maleta.

—Le permito que me ayude con la maleta —sonrió—. ¿Ha traído coche?

—En efecto.

—Entonces, ¿puede acompañarme hasta una parada de autobús?

—Ciertamente.

—¿Hacia dónde va usted?

—A visitar a mi cliente, Morley Eden. Es el que adquirió la propiedad de Loring Carson, haciendo que éste le construyese la casa según sus propios planos.

—¿De modo que va usted hacia allí? —insistió la muchacha con tono desmayado.

—Sí.

—Bien, le acompañaré parte del camino. Le dejaré en la primera parada de autobús que encontremos.

—¿No quiere que llame un taxi?

—Deseo salir de aquí con usted porque no quiero dejar ningún rastro —repuso ella—, y sé que cuando los periodistas se encuentran con una historia picante como ésta se convierten en verdaderos demonios. Son capaces de formular toda clase de preguntas maliciosas.

—Creo —comentó Mason—, que las inscripciones de los hoteles no se hacían a nombre de señor y señora Norbert Jennings, sino en el suyo propio.

—Exactamente —asintió ella—. Se trataba de viajes de fin de semana y tenga en cuenta que ya no soy una niña, sino una mujer. La gente tiene tendencia a sacar sus propias conclusiones cuando se trata de una divorciada… y yo lo soy. ¿Nos vamos?

Mason cogió la maleta, salió al pasillo en dirección al ascensor, y por fin ambos llegaron al coche. Observó cómo Nadine Palmer echaba una ojeada por encima del hombro, una ojeada aprensiva, en el momento en que él abrió la portezuela del auto. Luego, saltó al interior con gracia y sonrió.

—Muchas gracias, señor Mason. Es usted un gran hombre… Y me ha ayudado mucho… seguramente más de lo que cree.

—Bueno —respondió Mason torpemente—, se me ocurrió que el juez Goodwin solamente pensaba en Vivian Carson y que alguien tenía que acordarse de usted porque, al fin y al cabo, es tan víctima inocente como la mujer de Carson.

—Tal vez no tanto, según la mente judicial —replicó ella—. Después de todo, yo me interesé por Norbert Jennings y realicé con él varios viajes.

—¿Adónde? —quiso saber el abogado.

—A muchos sitios. Ya se enterará por los diarios. Temo que, fui un poco indiscreta… ¡Maldición, esta palabra es muy cursi! Lo diré de otro modo: no tuve cuidado. Naturalmente, no esperaba que un detective me estuviese siguiendo y tomando nota de cuanto hacía.

—¿Tan terrible fue?

—Podría darlo a entender de este modo. Después de asistir a un club de Las Vegas, Norbert me acompañó a mi habitación. Allí tomamos unas copas y charlamos. Supongo que cuando se marchó eran las dos y media de la madrugada. Naturalmente, el detective estaba ojo avizor con una libreta y un reloj… y sacando sus propias conclusiones.

Mason puso en marcha el coche, que arrancó calle abajo.

—¿Conoce a una chica de Las Vegas que se llama Genevieve Hyde, de profesión camarera?

—¿Por qué?

—Porque, por lo visto, es amiguita de Loring Carson —replicó el abogado—. Podría tener alguna importancia. ¿La vio usted? ¿La conoció personalmente?

La joven frunció el ceño pensativamente.

—No… Claro está, conozco algunas camareras de allí, y hablé con varias sin saber sus nombres. Sí, estuve a menudo en Las Vegas.

—¿Con Jennings?

—Hice varios viajes con él… y también sola. Me gusta Las Vegas. Me gusta aquella excitación. Es algo encantador. Y, para ser sincera con usted, señor Mason, el juego me apasiona.

—¿Conque estuvo sola?

—Sola, en el sentido personal, nunca. Siempre con alguien, tres o cuatro… Y también con algún hombre. Jugar resulta caro para una chica que trabaja… Y si el acompañante te regala unas cuantas fichas…

—Dijo usted que no pidió pensión alimenticia, ¿verdad? —recordó Mason—. Entonces, ¿puedo preguntar cómo se las arregla para…?

—Ah, allí hay un taxi, señor Mason —le interrumpió la muchacha apresuradamente—. Si quiere dejarme aquí, lo cogeré en lugar del autobús.

Ella misma bajó la ventanilla.

—¡Taxi! —gritó.

Mason detuvo el coche, el taxista asintió, se apeó y procedió a trasladar el equipaje.

—Muchas gracias, señor Mason —agradeció ella.

Le dio un beso fugaz y corrió hacia el taxi.

Detrás del auto del abogado se oyó un bocinazo pidiendo paso y Perry Mason enfiló de nuevo calle abajo.