CAPÍTULO CINCO
LA BALANZA DE LA FELICIDAD
Apuestas por el bienestar emocional y físico

¿Habéis visto la película en la que Meryl Streep interpreta a la política británica Margaret Thatcher? Me dejó consternada. «¿Quién era?», me preguntó mi hija cuando se lo comentaba al día siguiente. La verdad es que la película no ofrece claves lo bastante inteligentes o sugerentes como para poder llegar a una conclusión clara en este sentido. Dibuja sin embargo el retrato de una mujer que, a través de las ventanas que se abren en medio de su demencia senil, recuerda retazos de una vida pragmática hasta la saciedad y aferrada al deber por encima de cualquier otra consideración. Y de ahí mi desazón: no se trata de un deber compasivo donde caben el matiz o la risa, sino de un deber inflexible y carnívoro que se come entera a la protagonista. Admito que el destino nos jugó una mala pasada cuando nos dotó de un cerebro programado hace miles de años para sobrevivir en condiciones muy adversas. Hoy en día no nos enfrentamos a leones ni hienas en las calles de nuestra ciudad, pero seguimos reaccionando ante una mirada esquiva o un bocinazo estridente con la misma desconfianza que necesitábamos entonces para sobrevivir en la selva.

Tanto, que terminamos creyendo que el disfrute está reñido con el deber y con la supervivencia. ¡Cuidado! Hay que contrarrestar esta jugarreta. ¿Qué tal un sistema electrónico incorporado de serie que reinicie nuestro cerebro cuando nos volvemos incapaces de disfrutar y de hacer disfrutar?

De acuerdo, vivir no es fácil. La alegría aparece casi siempre en forma de destellos, corazonadas e intuiciones que arrancamos trabajosamente, casi de milagro, a la vida pétrea donde nos ha tocado encarnarnos. En estas condiciones trabajosas es fácil olvidarse de disfrutar, cegados por una vida esforzada, amueblada de quehaceres diarios, una vida que cumple, aguanta y limita tanto que al fin deja incluso de emocionarse. ¿Es eso vida o es una parodia? Los niños nacen con enormes ganas de descubrir y de disfrutar, pero cuando miras a tu alrededor compruebas que en el altar del deber, adusto y antipático, se consumen tantas vidas adultas valiosas. Muchas personas, a lo largo de los siglos, se han preguntado qué es una buena vida. Como tantas otras, esta mañana le hice esa pregunta a mi hija mientras desayunábamos. «¿Qué crees que es una buena vida para tu padre?», le pregunté. «¿Y para tu abuela Ana? ¿Y para tu tío Jaime? ¿Y para mí?». Se sorprendió ella misma al comprobar que para cada persona, una buena vida significa algo diferente. ¿Tienen todas ellas algo en común? Me acordé de las palabras de la psicoterapeuta coreana Insoo Kim Berg, fundadora de una escuela de psicología llamada «terapia breve», cuando decía que para ella la buena vida era contribuir a que la existencia de los demás fuese un poquito mejor. Podría ser tan sólo un testimonio entre tantos otros, pero los estudios le dan la razón: detectan, efectivamente, que para las personas es más satisfactorio dar a los demás que recibir. Aunque nos empeñemos en pretender que el hedonismo y el egoísmo son tendencias naturales que nos otorgan las mejores gratificaciones, la vida es paradójica y no nos deja ser realmente felices hasta que aprendemos a alimentar la necesidad innata de colaborar y de compartir con los demás.

Concedido pues: una buena vida probablemente tenga algo que ver con apartarse del egoísmo feroz. Pero ¿se puede vivir generosamente desde la alegría, o se consigue sólo desde el sacrificio adusto? Estoy convencida de que ése es uno de nuestros grandes retos: allanar espacios para el disfrute y para la esperanza siempre que sea posible, abriendo deliberadamente resquicios de luz en el granito que nos toca cincelar día a día con esfuerzo y paciencia. No creo que los dioses, cuando soñaban con este mundo, cuando lo esbozaron, incluso cuando lo abandonaron en nuestras manos imperfectas, quisieran vernos arrastrar un deber antipático y yermo que da la espalda, con tanta y tan cruel contundencia, al bienestar, al sentido del humor, a la compasión y a la felicidad. El primer deber es vivir, y la vida, sin duda, es mucho más que un triste deber.

Las rutas que vamos a transitar ahora son las más atractivas de nuestra geografía humana, las más deseadas, porque en sus márgenes crecen paisajes inolvidables que nos embelesan, aunque a veces se alejan en el horizonte como espejismos sin que podamos alcanzarlos. En cualquier caso son rutas largas, que se bifurcan a menudo, y por ello hay que salir bien equipado y sin prisas. ¿Cómo elegimos los mejores tramos de estas rutas? ¿Y dónde encontraremos reposo tras la caminata?

RUTA 13. LA FELICIDAD POR DENTRO

La balanza de la felicidad

Hablamos mucho de la felicidad[24], pero en general apenas somos capaces de definirla y tampoco solemos tener claro qué elementos la conforman. Sin embargo, necesitamos comprender qué cosas nos suelen hacer felices para poder fomentar aquellas que de verdad nos sirven.

De entrada sabemos que determinados comportamientos y elementos ayudan a conseguir mayores cuotas de felicidad o de infelicidad, porque los psicólogos nos han facilitado en los últimos años muchas claves concretas acerca de qué nos hace más felices o infelices.

No estoy seguro de si la gente es más bien feliz o más bien infeliz…

Los investigadores apuntan que una mayoría de personas se describen entre poco y bastante felices, y eso implica que la mayoría podría incrementar sus niveles de bienestar con el esfuerzo adecuado, aunque también sabemos que tendemos a dejarnos llevar por una programación innata que nos orienta más fácilmente hacia la infelicidad que hacia la felicidad.

¿De qué depende mi felicidad?

Es importante recordar que casi la mitad de nuestra felicidad depende de nuestra actitud. La felicidad requiere un esfuerzo que no siempre estamos dispuestos a hacer, pero cuando lo hacemos, la recompensa —a la que va ligada un incremento en los niveles de felicidad individuales y colectivos— es llamativa. De hecho, según las investigaciones clásicas sobre la felicidad, las personas optimistas y agradecidas son más felices, y no sólo se sienten mejor en lo emocional sino también en lo físico: tienen menos accidentes cardiovasculares y sistemas inmunológicos más resistentes; superan mejor la adversidad; trabajan de forma más eficaz; resuelven con mayor competencia los conflictos y ganan más dinero. En definitiva, cuando logramos que los demás sean más felices incrementamos nuestras propias posibilidades de serlo también.

Tras décadas de investigaciones, parece correcto concluir que los elementos que más contribuyen a la felicidad siguen siendo los que llevan siglos en boca de los sabios: la gratitud, el perdón, la compasión, saber disfrutar de las cosas pequeñas que nos acompañan a diario y tener una red de afectos no necesariamente amplia pero sí sólida. Es lógico que antaño se supiese de forma intuitiva lo que las investigaciones actuales miden de forma más concreta, porque el ser humano sigue siendo el mismo desde hace miles de años. Varía el entorno, varían las costumbres y las expectativas pero seguimos dependiendo de qué lado de la balanza se sitúa nuestro cerebro empático y nuestros miedos cuando se debate a diario entre la necesidad de sobrevivir y el deseo de colaborar y de amar.

Veremos a lo largo de este capítulo cómo podemos familiarizarnos y poner en práctica los elementos y los comportamientos que contribuyen a nuestra felicidad personal y colectiva.

¿De verdad podemos influir en nuestra felicidad diaria? ¿No somos presos de elementos más o menos estables como el dinero o la salud?

Esos elementos —salud, educación, estado civil…— son circunstancias de nuestras vidas, pero según los concretos apenas cuentan un 10 por ciento en el cómputo de la felicidad personal. Además, en muchos casos cambiar o mejorar estas circunstancias está en nuestras manos en la medida en que podemos aprender a elegir pensamientos y hábitos de vida más saludables.

Entonces, ¿qué cuenta en el cómputo de la felicidad?

En torno al 50 por ciento de tu felicidad está determinado por la genética. Los expertos llaman a esa disposición genética a ser felices el «punto nodal de la felicidad» y lo comparan con el peso corporal: puedes influir en ello, puedes mejorarlo o empeorarlo, pero tiendes a volver a tu punto medio. Otro 10 por ciento de tu felicidad se debe a las circunstancias, como acabamos de mencionar, y el 40 por ciento restante depende de tu comportamiento diario, de tu enfoque vital y de cómo juzgas a los demás y a ti mismo.

¿Puedo hacer algo concreto para sentirme más feliz?

Puedes hacer mucho para mejorar tu nivel de felicidad, entendido como el conjunto de tu bienestar emocional y físico. Puedes gestionar tu actitud, tus emociones y tus pensamientos, y también puedes modificar tu entorno y tus circunstancias en la medida de lo posible, como sugerimos a lo largo de estas páginas. Ésa sería tu contribución deliberada y activa a tu cómputo de felicidad.

También hay elementos insospechados que nos pueden hacer más o menos felices. Por ejemplo, si pregunto a cualquiera de vosotros quién es más feliz, una persona de treinta años o una de setenta, ¿qué me vais a decir? Seguramente pensaréis que la persona de treinta años es más feliz que la de setenta (es lo que pensamos casi todos). Pero los estudios revelan que, de media, la gente es más feliz a partir de los cuarenta y seis años. Esto se desprende de un conjunto de estudios que intentan medir y comprender la felicidad de las personas no sólo en términos de dinero.

De un vistazo: si la vida es una curva, una pata de la U representa cuando eres un adulto joven. Aquí generalmente eres feliz, aunque estés estresado. Con los años, llegas a la parte plana de la U, en torno a los cuarenta y seis. Para mucha gente, éste es el punto álgido de preocupaciones y de tristezas, de responsabilidades y de pérdida de ilusiones. Curiosamente, a partir de este punto las cosas vuelven a mejorar y si gestionas bien tu capital de felicidad tienes bastantes posibilidades, cuando legues a la otra pata de la U, en la edad madura, de ser incluso más feliz que cuando tenías treinta años.

¿Por qué la gente tiende a ser más feliz en la edad madura?

Sólo podemos barajar hipótesis, pero algunas son bastante convincentes. Sostenía el filósofo William James «qué agradable es el día en el que dejamos de esforzarnos por ser jóvenes o delgados», y desde luego parece que con la edad las personas suelen aprender a aceptar sus fortalezas y sus debilidades, liberándose de una parte de frustración y de ambición. Muchos aprenden a disfrutar de todo aquello que está realmente a su alcance y dan más importancia a uno de los elementos clave en el cómputo de la felicidad: las relaciones con los demás.

Por cierto, ¿cómo medimos la felicidad?

En los años treinta, el gobierno de Estados Unidos empezó a utilizar como medida del valor de mercado de todos los bienes y servicios producidos por una economía el Producto Interior Bruto (PIB). Aunque se reconoce el valor del PIB para controlar los vaivenes de la economía, no es un instrumento adaptado para medir el bienestar general de una sociedad. Sabemos, por ejemplo, que las sociedades que más han prosperado en los últimos cincuenta años no logran mejorar necesariamente sus niveles de felicidad. Por ello muchos gobiernos, y la Comisión Europea en concreto, trabajan para desarrollar nuevos criterios que permitan medir el bienestar de las personas, entre ellos el acceso al conocimiento y al tiempo libre. La dificultad estriba en convertir principios generales consensuados en métodos cuantificables.

Un caso atípico es el del pequeño reino de Bután, donde llevan años midiendo lo que denominan «felicidad interior bruta» y conjugando esta medida con otras más estrictamente económicas. Por ello sus políticas sociales y económicas valoran no sólo el rendimiento económico, sino también el uso del tiempo, la diversidad del entorno, el bienestar emocional de las persona, si los trabajadores pueden pasar tiempo con sus familias, si logran desarrollar sus aficiones… Así, en Bután hay bosques que no se talan aunque los beneficios económicos sean evidentes porque no cumplen los criterios del producto interior bruto de felicidad. El encargado de velar por esto es el Ministerio de la Felicidad.

Concrétamente, ¿sabemos qué elementos cuentan más en la balanza de la felicidad?

Ten en cuenta que cuando hablamos de felicidad nos referimos a una sensación de bienestar que las personas perciben, es decir, que la felicidad es algo personal y subjetivo y por ello cada uno tiene que encontrar su propio camino hacia ella. Pero lo cierto es que sabemos que hay elementos que ayudan más que otros a conseguir este bienestar. En otras palabras, que si la felicidad fuese una balanza existen elementos que pesarían más de un lado o del otro de esta balanza. Merece pues la pena preguntarse si les estamos dando suficiente importancia en nuestra búsqueda de la felicidad. Repasémoslos:

  • – ¿Hombre o mujer? Las mujeres suelen ser un poco más felices que los hombres, aunque también tienden más a la depresión (entre una quinta y una cuarta parte de mujeres tendrá una depresión a lo largo de su vida).

  • – ¿Neurótico o extrovertido? Estos son rasgos que influyen mucho en la felicidad. El neurótico tiende a sentirse culpable, a estar enfadado y ansioso, lo cual quiere decir que se deja llevar por las emociones más negativas y suele tener poca capacidad para relacionarse con los demás. El extrovertido, en cambio, es feliz rodeado de gente, en fiestas, en el trabajo, y tiende a ser alegre y optimista.

  • – ¿Casado o soltero? No es cuestión de estado civil, pero la gente con pareja tiene más probabilidades de ser feliz que los solteros.

  • – ¿Niños? Cuando miras tu vida en conjunto, algo que solemos hacer muy de vez en cuando, los niños aportan felicidad al cómputo global. Pero en el día a día aumentan considerablemente las preocupaciones y el estrés, y por tanto tienden disminuir el bienestar diario de sus padres.

  • – ¿Dinero? El dinero influye mucho en la felicidad si las personas no tienen cubiertas sus necesidades básicas. Por ejemplo, la gente sin hogar en Calcuta tienen un 2,9 de felicidad en una escala de 7; en cambio, muchos multimillonarios norteamericanos tienen un 5,8 en una escala de 7. Pero si tienes cubiertas tus necesidad básicas, un inuit en Groenlandia y un masai que vive en una cabaña en África son tan felices como los ciudadanos acomodados de Estados Unidos[25]. Otro dato interesante: nuestros ingresos se han multiplicado vertiginosamente en las últimas décadas en los países desarrollados, pero los niveles de felicidad que medimos se parecen mucho a los que había antes de la segunda guerra mundial.

  • – ¿Ganar la lotería? Aunque el subidón que te da ganar la lotería es poderoso, al cabo de unos meses regresas a los niveles de felicidad anteriores a haberla ganado. En parte se debe a algo evolutivo, una programación que hace que de la misma forma que nos acostumbramos a vivir con cambios en principio negativos, también lo hacemos con cambios positivos, y pasado un tiempo ni el coche nuevo ni la casa recién comprada nos impactan tanto. Los mejores cambios son los que no son sólo materiales, como comprarte una lavadora, sino que nos abren puertas para que nos pasen más cosas buenas, como por ejemplo si empiezas un nuevo hobby, porque entonces los cambios y oportunidades se multiplican y abren horizontes siempre distintos.

  • – ¿Trabajo? Éste es un elemento muy importante. Si tienes trabajo, tu nivel de felicidad sube. Y por cierto, trabajar cerca de casa también es un indicador de felicidad.

  • – ¿Ocuparse de los demás u ocuparse de uno mismo? Aquí los estudios son contundentes: dar felicidad a los demás es más importante que perseguirla hedonísticamente. Los estudios indican que a mayor número de actividades significativas, mayor incremento en el cómputo de felicidad y sensación de que la vida tiene un sentido.

  • – ¿Salud? Aunque la salud es importante en la balanza de la felicidad, somos capaces de superar muchos baches de salud y retornar a nuestros niveles habituales de felicidad. Por ejemplo, el psicólogo de la Universidad de Harvard Daniel Gilbert ha calculado que las personas a las que les amputan un brazo vuelven a su nivel anterior de felicidad en unos tres años.

  • – ¿Edad? La edad suele jugar a nuestro favor en el cómputo de felicidad. No son las arrugas ni los achaques, evidentemente, los que pueden hacernos más felices con la edad, sino los cambios internos que se dan en la forma de enfrentarse a la vida. Si hemos aprendido algo a lo largo de los años, ahora tendremos más probabilidades de ser más efectivos resolviendo conflictos, de aceptar mejor los reveses de la vida, de sentir más compasión por los demás, de encajar mejor las críticas (nos entristecen igual, pero sentiremos menos ira), de tener menos ambiciones angustiosas, de disfrutar por tanto más de lo que tenemos, aunque sea sencillo… Además, si envejeces bien estarás más centrado en el presente, y eso te dará mucha felicidad.

  • – ¿Naturaleza? Estamos programados para estar a gusto en la naturaleza. Venimos de la sabana, de los cielos abiertos y de los grandes espacios. Hay estudios que muestran que las personas que están rodeadas de naturaleza enferman menos, y también que los pacientes en los hospitales se recuperan antes si están frente a una ventana con vistas.

  • – ¿Disfrutar de una afición? Un elemento que aporta felicidad es el denominado «fluir», un término acuñado por el psicólogo Mihály Csikszentmihályi que describe un estado mental y emocional de mucha concentración que puede darse cuando estamos profundamente absortos en un actividad lúdica o creativa. Este estado se da habitualmente en atletas, músicos, escritores, jugadores profesionales o personas religiosas.

Como estamos comprobando, la felicidad se alimenta de elementos diversos que cada persona adapta a sus necesidades y que valora en función de sus preferencias.

La felicidad es una suma de emociones mezcladas. Sin embargo, el cerebro no siempre nos ayuda a experimentar las emociones que nos producen felicidad, porque una de sus tendencias más características es fijarse en lo negativo y a atascarse en la desconfianza y el miedo. Recordemos que aunque nuestro cerebro tiene recursos y habilidades impresionantes, no está óptimamente diseñado excepto para sobrevivir, y por ello el placer y la alegría no son su máxima prioridad. Para contrarrestar la tendencia innata a la supervivencia, y por tanto a la negatividad del cerebro humano, tenemos que entrenarlo deliberadamente para percibir una realidad más equilibrada, menos sesgada. En definitiva, a pensar en positivo. Para ello son determinantes tanto tener herramientas para la gestión del estrés como ser capaces de generar emociones positivas y filtrar las emociones negativas cuando éstas no responden a circunstancias objetivas. Respecto a esto último, uno de los mejores expertos en este ámbito es el psicólogo John Gottmann, de la Universidad de Washington, que ha dedicado años a estudiar cómo el equilibrio o ratio entre lo negativo y lo positivo tiene un impacto medible y concreto en la vida y las relaciones de las personas. Veamos cómo podemos mejorar este ratio en nuestras vidas.

La ratio positiva/negativa

Determinados estudios llevados a cabo en Estados Unidos revelan que sólo en torno al 20 por ciento de la población siente que su vida es ilusionante. Los psicólogos describen a las personas que sienten que viven vidas ilusionantes como personas que «florecen» porque se sienten satisfechas. Estas personas suelen hacerse preguntas como: ¿Estoy aprendiendo cosas nuevas? ¿Cambio a mejor? ¿Contribuyo a mejorar las vidas de los demás? Por el contrario, las personas que no experimentan ilusión por sus vidas piensan que «van tirando», aunque muchos en algún momento sintieron que las cosas les iban bien. ¿Qué han perdido por el camino? No están deprimidos o enfermos, están resignados. Casi un 60 por ciento de las personas que participan en estos estudios dicen que viven la vida de forma automática, sin que tenga demasiado sentido. Hacen los gestos, pero no se sienten realmente vivos.

¿Qué podemos hacer para sentirnos bien y recuperar ilusión?

Tenemos que ser conscientes de que estamos hechos de emociones positivas y negativas: necesitamos emociones de todo tipo para estar vivos. Con las emociones negativas tendemos a excluir, a protegernos, a rechazar, a sentir miedo. Nos vienen de forma muy natural porque, como ya hemos mencionado, tenemos un cerebro programado para sobrevivir y estamos al tanto de todo lo que pueda amenazarnos. Las emociones positivas tienden en cambio a incluir, a dejar entrar sentimientos de placer en nuestras vidas, como cuando nos divertimos o sentimos interés por algo, o nos maravillamos y nos sentimos inspirados o agradecidos.

Cuando mejoramos nuestra «dieta» de emociones positivas solemos darnos cuenta de que la vida cobra más sentido. También recibimos más apoyo social, o al menos somos más conscientes del que ya tenemos porque estamos más abiertos a los demás.

En cualquier caso, las emociones no son un estado permanente: vienen y van. No merece la pena intentar aferrarse a las emociones sino más bien entrenarse para generar más positivas que negativas, hasta lograr un equilibrio sano entre ambas. De entrada, para florecer y recuperar la ilusión…

Sé un poco impredecible y haz algo inesperado.

Para crecer y transformarte, a veces debes tener un comportamiento un poco inesperado. Nadie crece si hace lo mismo día tras día. Lo vemos en la selección natural: hay variaciones entre padres e hijos, hay transformaciones en las especies y ello implica cambios y nuevas habilidades. Para evolucionar, hay que mantener la capacidad de hacer cosas distintas.

Mejora tu ratio positiva/negativa, empezando por tus relaciones.

¿Cómo sabemos si una relación mantiene un buen equilibrio entre lo negativo y lo positivo? Este equilibrio puede observarse en las relaciones humanas contando el número de situaciones positivas (por ejemplo, «esto es una buena idea») y negativas («esto no es lo que yo esperaba», «estoy decepcionado») que ocurren entre las personas. Esto permite a los expertos diagnosticar qué clase de relación hay entre personas, ya sea una pareja, una equipo de trabajo, padres e hijos, amigos u otros.

¿Qué impacto tiene este equilibrio entre lo positivo y lo negativo en la vida de pareja?

John Gottman, el prestigioso psicólogo americano, predice con un alto grado de acierto si una pareja se va a divorciar en los siguientes cinco años sólo con observarla durante quince minutos. Para este diagnóstico utiliza lo que denomina «el equilibrio mágico de las relaciones de pareja», que es de 1:5 a favor de lo positivo.

Ello quiere decir que si comparamos lo positivo —el interés que mostramos por el otro, preguntarle cómo le ha ido el día, ser cariñoso…— y lo negativo —las críticas, la ira, la hostilidad, los sentimientos heridos…—, comprobamos que las parejas que perduran, hacen y dicen cinco veces más cosas positivas que las que se separan.

Esto implica que para arreglar un comportamiento o un gesto negativo se necesita hacer cinco actos positivos por cada uno negativo, ya que lo negativo pesa cinco veces más que lo positivo para el cerebro humano.

¿Y en los equipos de trabajo?

Las investigaciones de los doctores Fredrickson y Losada muestran que los mejores equipos también mantienen equilibrios claramente escorados hacia la positividad, con un punto de inflexión que está en torno al 3 a 1 a favor de lo positivo. El 80 por ciento de los adultos norteamericanos no llegan a cumplir esa ratio, lo que sugiere que con un poco de esfuerzo tenemos muchas oportunidades de mejorar en este sentido[26].

¿Cómo podemos aplicar el equilibrio positivo-negativo en casa?

Si tendemos a escorarnos hacia la negatividad en lo laboral o en la vida de pareja, probablemente también lo hagamos en casa de cara a nuestros hijos. Tal vez olvidemos integrar suficiente espacio para el disfrute y el juego y no estemos centrados en ayudar al niño a ser feliz. Como dicen los italianos, niente senza gioia, esto es, «¡nada sin alegría!».

¿Cómo puedo generar emociones positivas?

Una forma muy eficaz de generar emociones positivas es vivir el presente, intentando no escapar hacia el pasado o el futuro. Los estudios muestran que cuando las personas están estresadas o asustadas tienen menos emociones positivas porque están preocupadas por su supervivencia. Para generar más emociones positivas necesitamos crear entornos que nos permitan desconectar el modo de alarma del cerebro emocional.

Para ello no necesitamos grandes inversiones materiales sino un entorno razonablemente solícito y seguro. La abundancia, para el cerebro miedoso, es percibir que tiene suficiente y centrarse en vivir el presente.

RUTA 14. EL VIAJE INTERIOR

Vivir el presente

¿Sueles pensar en lo que haces? ¿O tiendes a hacer una cosa y pensar otra? Si tu respuesta es que sí, te pasa lo que nos pasa a casi todos, tanto que ni nos damos cuenta de ello: que no vivimos el presente. Sin embargo, las investigaciones apuntan claramente que somos más felices cuando nos centramos en él. Si te cuesta centrarte en el presente, ése es un problema que tiene solución.

¿De verdad tenemos que aprender algo tan sencillo como vivir el momento? ¿No debería ser algo automático, estar aquí, pensar en lo que haces?

La capacidad del cerebro adulto, dotado de una gran corteza cerebral para prever el futuro y recordar el pasado puede ser muy útil pero también es un arma de doble filo, porque nos hace presa de miedos y de deseos interminables. ¡Nos cuesta mucho no obsesionarnos con el futuro, con lo siguiente que toca hacer, o con recordar situaciones pasadas! Los niños son más capaces de vivir en el presente porque su propia estructura cerebral, todavía inmadura, se lo pone más fácil. Pero al cerebro adulto le cuesta hacerlo. Hay que entrenarlo un poco.

¿Para qué entrenarnos? ¿No estamos bien así, con la cabeza siempre en otro sitio?

Pues no. Sabíamos que las experiencias más placenteras son las que nos absorben en cuerpo y mente, las que no están contaminadas por las preocupaciones o las lamentaciones: tocar un instrumento, conducir disfrutando de la carretera, plantar flores… Pero lo que no sabíamos es que eso también es verdad de las rutinas diarias, como fregar los platos, lavarnos los dientes, pelar una manzana…

Lo han estudiado dos psicólogos de la Universidad de Harvard, Matt Kilingsworth y Dan Gilbert. ¡Resulta que casi la mitad de nuestros pensamientos no tienen nada que ver con lo que estamos haciendo! Y esto nos suele ocurrir incluso cuando hacemos actividades supuestamente divertidas, como mirar la tele o charlar con alguien.

Así que, estar pensando una cosa y haciendo otra ¿no nos hace más felices?

Pues no. Somos más felices cuando nuestros pensamientos y nuestras acciones coinciden, aunque sólo sea para lavarnos los dientes. Os diré más: se ha comprobado que te hace más feliz, por ejemplo, barrer el suelo pensando en lo que estás haciendo que barrer el suelo pensando en unas vacaciones de ensueño.

¿Cómo han podido medir eso en un laboratorio?

Debe de ser muy difícil. Lo han hecho con un método poco convencional pero muy eficaz que se llama el «sampleo de experiencias». A través de un teléfono móvil, los investigadores han desarrollado un programa que ha llamado automáticamente varias veces al día a las cinco mil personas que han participado en el estudio.

Les preguntaban qué hacían, en qué pensaban y cuán felices se sentían. Y han comprobado que incluso las personas que tienen vidas divertidas y emocionantes, si no se centran en lo que hacen no son tan felices como las personas con existencias tranquilas pero que están de verdad presentes en sus vidas.

¿Qué puedes recomendarme para ser más feliz de inmediato, ahora mismo?

De entrada, piensa sólo en lo que haces, es decir, hazlo no de forma automática sino con conciencia de ello. No es tan fácil, si no estás acostumbrado a hacerlo así, a tu cerebro al principio le va a costar. Hay estudios que fotografían la actividad cerebral en los que se ve que incluso cuando seguimos instrucciones, o cuando no estamos pensando en nada en particular, nuestros cerebros se comportan como si estuviésemos distraídos. Es como una programación cerebral que salta por defecto.

Ayúdame a aprender a vivir en el presente.

Podemos entrenar la mente a vivir en el presente, pero entrenar la mente es como entrenar el cuerpo: necesitas un esfuerzo constante y regular para tener una mente sana. Para ello vamos a darte unos sencillos ejercicios de «atención plena» y cuando los hagas con facilidad los podrás adaptar a las actividades diarias que prefieras:

  • – No hagas ningún movimiento inútil. Cuando tienes prisa haces muchos movimientos inútiles, abres el cajón que no es, se te caen cosas al suelo, coges la prenda de vestir equivocada…

  • – Camina diez pasos descalzo y a conciencia. En casa, descálzate y camina diez pasos muy concentrado en sentir el suelo, la presión sobre los pies, la temperatura…

  • – Come algo que te guste, como una pasa, con atención plena. Coge una uva pasa, mírala, huélela, ponla muy despacio en tu boca y saboréala también muy lentamente, pensando en todas las sensaciones que te produce. ¿La notas contra tu paladar? ¿Es dulce o sosa? ¿Es pequeña, está arrugada, está seca o jugosa? Piensa sólo en esta pasa. Céntrate únicamente en ella.

  • – Practica el aprecio por lo que te rodea. Sentir agradecimiento es una forma muy rápida de percibir mejor la realidad. El monje benedictino David Steindl-Rast[27] propone este sencillo ejercicio: «Durante el día, aprecia alguna cosa que nunca has apreciado». Por ejemplo, sales a la calle y miras un camión que nunca habías apreciado antes. Parece una tontería apreciar un camión, pero te fijas en su color, lo aprecias con todos tus sentidos, lo tocas, lo miras, lo sientes, escuchas el ruido que hace. Por la noche, recuerdas ese sentido de apreciación y agradecimiento por ese camión que nunca te había importado antes. ¿De qué sirve ese ejercicio? Te ayuda a entrenar la atención plena y el sentimiento de apreciación profunda.

  • – No hagas siempre lo mismo ni de la misma forma. Posiblemente una razón por la que el cerebro tiende a desconectar de lo que hace es para hacer las cosas de forma automática. Para contrarrestar esto, un ejercicio eficaz es romper algunos hábitos automáticos, aunque no sean malos. Por ejemplo, puedes retarte cada día a cambiar alguno de tus gestos automáticos, como sentarte en un lugar distinto en la mesa, o lavarte los dientes al revés de como sueles hacer, o sentarte en un lado diferente del sofá…

RUTA 15. LA FELICIDAD POR FUERA

Durante la infancia desarrollamos grandes patrones emocionales, en función del entorno y de la genética, con los que nos relacionamos con el resto del mundo y que determinan nuestras creencias y reacciones frente al amor, la curiosidad o el miedo. Aunque la genética potencia un determinado perfil mental y físico en las personas, hoy sabemos que la activación de nuestros genes depende mucho del entorno. Existen multitud de ejemplos, como los estudios con gemelos idénticos que llevan un gen que les predispone a una enfermedad mental pero que sólo se desarrolla en función del entorno. Somos extremadamente vulnerables al entorno. Por ello, un niño que se siente bajo presión debido a maltratos, abusos o simplemente una vida estresante tendrá, cuando sea adulto, reacciones fisiológicas, emocionales y mentales que se disparan más fácilmente ante posibles amenazas o eventos estresantes. Un niño que no ha sido amado tendrá, con mucha probabilidad, dificultades para establecer relaciones afectivas sólidas. Veremos a lo largo de las próximas páginas el impacto de distintos elementos genéticos y medioambientales en nuestras vidas.

Pero ¿qué le pasa al cerebro masculino?

¿Por qué cuando estoy estresado yo prefiero estar callado y ella se empeña en hablar? ¿Por qué me gusta el boxeo y a ella no? ¿Por qué yo no confundo el sexo con el amor? ¿Por qué se me llevan los demonios cuando alguien me hace una faena con el coche? ¿Por qué nunca caigo en la cuenta de que ella se ha cambiado de peinado?

¿Esto le pasa a todo el mundo? ¿Son cosas del cerebro masculino o tiene remedio? Claro que hay diferencias entre nuestros cerebros masculinos y femeninos, pero varían de persona a persona y deben considerarse sólo una tendencia que nos afecta en grados distintos y que se debe a muchos factores, sobre todo evolutivos: la educación, la genética, las costumbres que dejan huella en el cerebro… Hay muchos hombres y mujeres que no responden, o sólo responden en parte, a esas tendencias. Más aún: dentro de cada hombre hay una mujer.

¿Cuidas de la mujer que llevas dentro?

No son sólo palabras, es una realidad biológica. Los hombres son «derivados» en el sentido de que todos somos derivados de una mujer. Es lo que llaman «la Eva mitocondrial», porque la forma biológica por defecto en la naturaleza es la femenina. Desde que nos conciben hasta las ocho semanas de vida como fetos, todos tenemos circuitos cerebrales de tipo femenino. Después el feto varón empieza a liberar, desde sus diminutos testículos, grandes cantidades de testosterona, la hormona masculina, que impregna los circuitos cerebrales y lo transforma en un niño. El cerebro femenino, en cambio, no se ve expuesto a tanta testosterona y las niñas nacen con circuitos cerebrales en los que zonas como las del oído o las emociones, por ejemplo, son mayores que en el cerebro masculino.

¿Hay alguna zona del cerebro masculino particularmente llamativa?

El espacio reservado en el cerebro masculino al sexo puede ser hasta dos veces y medio más grande que el de una mujer. De allí la frase de Groucho Marx: «No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted es puramente sexual». Dado que en general el sexo juega un papel importante en nuestras vidas, convendría educarnos acerca de lo que suele motivar a nuestras parejas. Por ejemplo, ¿sabías que una mujer necesita estar relajada para poder disfrutar del sexo? Son cosas del cerebro…

Helen Fisher, de la Universidad Rutgers de Nueva Jersey (Estados Unidos), explica además que los dos hemisferios del cerebro masculino suelen estar menos conectados, y eso da a los hombres la habilidad de centrarse en una sola cosa y de disfrutar persiguiendo una meta tras otra. En cambio, el cerebro femenino es capaz de asimilar y conectar muchos sentimientos a la vez; y, por cierto, también tiende a asimilar el amor al sexo más deprisa.

¿Es verdad eso que dicen de que a las mujeres el mundo de las emociones les resulta más natural?

La razón de estas diferencias entre hombres y mujeres probablemente sea evolutiva: antiguamente la mujer se quedaba en el poblado cuidando de sus hijos. La comunicación y la empatía, el sentir por los demás, eran muy importantes para ella y le venía bien conectarlo todo, interpretar las señales sutiles de los que la rodeaban.

Pero el hombre tenía que cazar, y por tanto le era más útil tener un instinto más agresivo, ya que necesitas saber desconectar de determinadas emociones y preocupaciones para salir con una lanza a enfrentarte a un león. Y así, un hombre puede pasar horas pescando, zapeando o viendo fútbol sin pensar en nada especial, centrado en compartimentos mentales estancos, mientras que a las mujeres les resulta más natural conectarlo todo.

¿Pero en el fondo hombres y mujeres sentimos lo mismo?

Absolutamente. Hombres y mujeres sentimos lo mismo aunque lo expresemos a veces de formas distintas. Por ejemplo, en la forma de contar nuestras historias.

Imagina que llevas toda la noche de juerga sin tu mujer. Y a la mañana siguiente, ella te pregunta que qué tal. ¿Qué le contestas? Probablemente no expliques gran cosa, y eso a ella la va a fastidiar porque no se va a creer que todos los bares se parezcan tanto ni que en doce horas no hayas hablado de nada interesante, aunque sea verdad. Y es que de entrada, la tendencia del cerebro masculino es ir al grano y contar el final, que de alguna forma es la «meta», sin pararse a darle tanta importancia a los detalles. En esto nos acompaña nuestro caudal verbal, porque de media las mujeres usan unas veinticinco mil palabras al día, frente a las doce mil de los hombres.

A una mujer estresada, ¿le alivia hablar?

Desde luego: a una mujer, cuando está estresada, le alivia hablar, porque necesita expresar sus emociones y cuando lo hace genera progesterona, y eso la calma.

También debemos tener en cuenta cómo nos educan: desde pequeños, el guión típico que se impone a los hombres es no hablar de sus deseos, de sus miedos o de las cosas que les hacen vulnerables. Y por ello a veces hablar puede hacerles sentirse débiles.

¿Por eso los hombres necesitan estar solos cuando se enfadan?

Sí, esa es otra tendencia del cerebro masculino. En estudios con niños y niñas, se ha visto que ya desde pequeños los chicos tienden a necesitar soledad cuando están disgustados (lo llaman «irse a la cueva»), pero luego se les pasa el disgusto antes. En cambio las niñas y las mujeres tardan más en enfadarse con sus amigos, pero luego el «periodo refractario», es decir, el tiempo que se tarda en perdonar al otro, es más largo. Así que es importante comprender estos mecanismos para no tomárselos como algo personal. Tu chica no es rencorosa, es sólo que tiene un periodo refractario más largo que tú.

¿El cerebro masculino es tan sociable como el femenino?

Se ha visto que si encierras a muchos hombres juntos en un lugar tienden a pelearse. En cambio las mujeres, entre ellas, tienden a disfrutar, porque hablan, conectan…

¿Por qué parece más habitual que los hombres se tomen como un insulto personal que alguien les haga una faena con el coche?

Posiblemente se enfaden por dos cosas: por la testosterona y por el coche. Por una parte, los hombres están programados para responder agrediendo o huyendo cuando otro macho de la especie les amenaza (por ejemplo, otro hombre en un coche). ¡Se les encienden todas las alarmas! Por otra parte, los estudios dicen que los hombres se identifican menos con sus cuerpos que las mujeres. En general les gustan más los sistemas y las máquinas, por ello cualquier insulto al coche se lo pueden tomar como algo más personal. Algo que pueden hacer vuestras compañeras para calmaros en una situación así es acariciaros la nuca y murmurar: «Vaya, menudo desgraciado…», para mostrar comprensión, y no miraros como si estuvieseis locos: vuestra airada reacción es sólo porque os identificáis mucho con vuestro coche.

¿Y por qué los hombres suelen disfrutar con los deportes violentos más que las mujeres?

Si eres hombre, ver a tu equipo luchando por ganar incrementa tus niveles de testosterona y te ayuda a identificarte con ideales tradicionales masculinos, como la dominación, la toma de riesgos, la competición… De hecho, cuanto menos activo es un hombre físicamente más puede necesitar compensar esta falta de acción en su vida mirando a otros hombres en acción.

No sólo el hecho de nacer hombre o mujer puede teñir nuestra forma de relacionarnos y de expresar las emociones. Muchos otros elementos nos convierten en lo que somos, y uno de los más insospechados es, sin duda, el orden de nacimiento, que siendo aparentemente anodino y casual podría sin embargo dictar una parte de nuestro destino.

El orden de nacimiento puede afectar tu destino

¿Sabéis que los primogénitos tienden a alcanzar sus metas con más frecuencia que los demás hermanos? Un dato curioso para ilustrarlo: de los primeros veintitrés astronautas que fueron al espacio, veintiuno eran primogénitos y dos eran hijos únicos, que son como superprimogénitos y tienen por tanto muchas probabilidades de conseguir sus metas. En una de las elecciones recientes a presidente de Estados Unidos, de los once candidatos todos eran primogénitos.

Soy primogénito. ¿De qué manera puede este hecho haber influido en mi vida?

Los primogénitos tienen tendencia a asumir el mando con facilidad y a dar la cara. Por ello, suelen elegir profesiones donde puedan destacar. Ya de pequeños, los padres probablemente tenían grandes expectativas con ese primer hijo. Le dedicaron más tiempo, al menos hasta que legó el segundo. Los primogénitos suelen sentirse responsables de sus hermanos y, sobre todo, de no defraudar a sus padres, y tienden por ello a mostrar una madurez y sentido de la responsabilidad notables para su edad.

Mi hermano no se parece en nada a mí aunque hayamos recibido la misma educación. ¿Por qué?

Nos criamos en la misma familia que nuestros hermanos, pero eso no significa que nos traten igual. Cuando llega el segundo hijo, éste suele adoptar el papel opuesto al de su hermano mayor. Así que piensa en tu hermano mayor, sobre todo si sois del mismo sexo, y toma nota: ¿Cuánto de lo que haces es sólo por ser distinto a él? Los segundos tienden a recibir menos admiración y atenciones que el primogénito y aprenden a valerse más por sí mismos. Los hermanos pequeños, en cambio, cargan con menos expectativas y comparaciones y por ello tienden a tomar riesgos y a estar más abiertos al cambio. Como suelen asumir un papel más divertido en las familias, es corriente que elijan profesiones más artísticas o de cara al público.

Sea cual sea nuestro lugar de nacimiento o nuestras circunstancias particulares, los seres humanos tenemos algo en común: la vida nos dota de una larga infancia como bagaje de partida. Cuando un niño nace, tiene un cerebro del tamaño aproximado de un chimpancé adulto. Este cerebro desproporcionado dificulta el propio nacimiento, una característica exclusivamente humana que no le ocurre a ninguna otra especie. Cuando llegamos a la edad adulta el cerebro es aproximadamente tres veces más grande que cuando nacimos. Este prolongado proceso de desarrollo implica que necesitamos mucha protección durante nuestra larguísima infancia; ninguna otra especie tiene cachorros que no son capaces de cuidar de sí mismos a los cinco años de nacer. Por ello requerimos una inversión parental notable de nuestros dos progenitores, padre y madre.

Los patrones emocionales que aprendemos en la infancia son muy potentes porque se graban de forma inconsciente y profunda en nuestro cerebro en base a un complicado equilibrio químico, eléctrico y físico. En esa etapa se forma nuestra consciencia, los vínculos de apego que determinan cómo nos relacionamos con los demás, nuestra capacidad para superar obstáculos, para comprender y gestionar nuestras emociones, para motivarnos a nosotros mismos, para controlar los impulsos… Un ejemplo de cómo aprenden nuestros hijos es cómo aprenden los bebés, que están inmersos durante los dos primeros años de vida en el desarrollo del hemisferio derecho de su cerebro, desde donde aprendemos a leer emociones, a regularlas y a interactuar con los demás. La madre o padre, de forma inconsciente, enseñan al niño técnicas de autorregulación que serán determinantes en la vida del pequeño. «Vaya, tesoro, pareces disgustado. Creo que has tomado demasiada leche y que tienes que eructar. Deja que te ayude, verás cómo te sientes mejor. Ves, ya estás sonriendo otra vez», dicen papá o mamá a su hijo. Esta madre o padre acaba de enseñarle al niño todos los aspectos de una emoción. Le ha enseñado a nombrar la emoción —«pareces disgustado»—, es decir, a reconocerla. Le ha enseñado que las emociones y los disgustos tienen motivos: «Has bebido demasiada leche…». Y también le ha enseñado que puede recibir ayuda de otras personas: «Deja que te ayude…». Finalmente, le ha enseñado que cuando te sientes mejor sonríes de nuevo, esto es, que puedes mostrar tus emociones a los demás. Sin entrenamiento previo, esta madre o padre le ha dado a su hijo una clase magistral sobre gestión emocional. Imaginemos en cambio qué habría enseñado a este bebé una madre deprimida, irritada o demasiado ocupada para ayudar al pequeño.

Todos los padres tienden hacia un estilo educativo, generalmente heredado de sus propios padres. Según las investigaciones de John Gottman, tan malo es abusar de un estilo autoritario que despoja al niño de su autoestima como de un estilo permisivo, que no proporciona al menor límites claros y la posibilidad de practicar una buena gestión emocional ante la adversidad y los eventos estresantes.

Educar implica pues un aprendizaje en buena parte imitativo e inconsciente durante el cual el niño absorbe lo que sus padres le enseñan día a día, no por lo que dicen sino por lo que hacen. Imitamos comportamientos y por ello heredamos en buena medida como propia la mirada de nuestros padres al resto del mundo. Si fuera necesario deshacer o modificar estos patrones más adelante, en la edad adulta, requeriremos un trabajo consciente y repetido. Para prevenir la necesidad de desaprender patrones negativos, he aquí algunas reglas del pulgar para padres de hijos afortunados.

Ocho reglas del pulgar para padres de hijos afortunados[28].

La expresión «regla del pulgar», traducida del inglés rule of thumb, se refiere a observaciones generalmente aceptadas y relativamente eficaces basadas en la experiencia práctica. No siempre es fácil acertar en las decisiones y las palabras diarias con las que guiamos a nuestros hijos, y por ello es importante conocer algunos de los principios básicos que guían una educación emocionalmente inteligente.

  1. ¿Crees que se puede mimar demasiado a un bebé? Contrariamente a lo que se solía pensar, es casi imposible mimar demasiado a un bebé, al menos hasta los seis meses. Hay estudios que demuestran que cuanto más cuidas y muestras afecto a un bebé, más independiente y seguro se mostrará cuando empiece a caminar. Los bebés lloran porque es su señal de atención, y si no reciben respuesta se frustran y tienen una imagen insegura del mundo que les rodea.

    Sugerencia: no apresures la autonomía de un niño; el cambio de cama, dejarle solo, quitarle el pañal… no deben llegar demasiado pronto. Dale tiempo a sentirse seguro y cuidado, y por tanto querido.

  2. ¿Alguna vez has amenazado con marcharte sin el niño? Aunque las circunstancias puedan ser tremendamente frustrantes —en el parque, en un cumpleaños…—, y aunque nunca fueses a hacerlo, la simple amenaza de abandono es muy dañina para el niño. Especialmente en los primeros años, los padres representan la principal fuente de seguridad y de confianza para el niño, y éste aprenderá a desarrollar vínculos de confianza y de afecto con los demás a lo largo de su vida en función de esos primeros vínculos con sus progenitores. Por ello es fundamental que sientan que sus padres no les abandonarán. El abandono despierta en el niño el fantasma de la muerte, de la desprotección, y por tanto no es una moneda de negociación válida ni justa. Sugerencia: a los niños les cuesta hacer transiciones y calcular el tiempo, por ello conviene avisar de lo que va a suceder a continuación: «Va siendo hora de cenar», «nos iremos dentro de diez minutos», «ve acabando, faltan cinco minutos»… Y así ayudarle a hacer la transición de un momento a otro con naturalidad. Para los más jóvenes, un buen truco es sacar partido a su curiosidad y encontrar fuentes de distracción, como las formas de las nubes o el color de un camión en la calle.

  3. ¿Das por sentado que lo que funcionó con tu primer hijo funcionará con el segundo? Dice David Elkind, de la Universidad de Tufts (Estados Unidos), que «la misma agua hirviendo que endureció el huevo ablanda la zanahoria». Esto nos recuerda que para los hijos no vale la talla única: no sólo varía la personalidad de cada hijo sino que varían también sus estilos de aprendizaje, su capacidad de concentración, sus estilos afectivos o su forma de responder a la disciplina.

    Sugerencia: aprende a comprender las necesidades de tu hijo, su temperamento, su forma de expresar y recibir afecto, sus peculiaridades, y adapta tu forma de disciplinarle y de motivarle a lo que necesita.

  4. ¿Alguna vez le has mentido a tu hijo? Una regla del pulgar fundamental es «no mientas a tu hijo», aunque sea para evitarle un posible sufrimiento. Un ejemplo sería decirle que te has llevado su mascota a casa de un amigo cuando en realidad el animal ha muerto. Distorsionar la realidad no es una solución aceptable porque socavas la confianza de tu hijo en las personas en las que más confía. Sugerencia: es importante que la explicación que des al niño se ajuste a su capacidad de entenderte, es decir, que si es muy pequeño no necesita largas explicaciones sobre qué es la muerte o la enfermedad. Otra forma de mentir y dañar la autoestima del niño es quitar importancia a sus sentimientos, o decirle que no siente lo que siente: «No tienes miedo de ir al cole, eso es una tontería».

    Las experiencias difíciles son una oportunidad para crecer y fortalecerse, y la labor del padre es acompañar y apoyar al niño hasta que logre afrontar sus emociones. Sugerencia: ayudar al niño a reconocer y poner nombre a sus emociones, y luego enseñarle formas de gestionarlas[29].

  5. ¿Te comportas mal, como si eso no importase? Los niños aprenden por imitación. Son esponjas que absorben todo lo que haces, bueno o malo. Por ejemplo, los hijos de fumadores tienen el doble de posibilidades de fumar que los hijos de no fumadores. Otros comportamientos y actitudes más sutiles, como tu forma de tratar a los demás, también tienen muchas posibilidades de ser imitados por tus hijos y considerados «normales». Sugerencia: sé coherente con lo que dices y haces, y recuerda que el niño incorporará tus comportamientos, más que tus palabras, a su vida. Si quieres que sea respetuoso y amable, muéstrale esa actitud regularmente.

  6. ¿Castigas o riñes a tu hijo cuando se enfada? Pretender «eliminar» o ignorar las emociones negativas de los niños no funciona; las emociones negativas son una forma razonable de expresarse, sobre todo dados los límites mentales y verbales del niño. Sugerencia: empatiza con los sentimientos de tu hijo —«comprendo que estés enfadado…»— pero limita sus actos —«… aunque no puedo dejarte pegar a nadie»—. Enséñale formas asertivas y no violentas de expresar sus necesidades y de resolver conflictos.

  7. ¿Pierdes el norte porque tu hijo ha roto las reglas? Si el niño juega a un videojuego violento o hace algo inesperado que consideras malo, ponlo en contexto: si la mayor parte de su entorno y de sus actividades son sanas, un error no suele ser catastrófico.

  8. ¿Te saltas las comidas en familia y llenas los armarios de comida basura? Cada vez más investigaciones muestran que las familias que comen juntas en torno a una mesa están más sanas física y mentalmente. Cuando sea posible, fomenta las comidas o cenas en familia donde se hable de las cosas buenas y malas del día de cada uno y se disfrute de estar juntos. No hace falta hacer nada muy especial, pero sí enseñar a los niños a comer alimentos sanos; por ello intenta que la nevera tenga alimentos nutritivos a los que los niños tengan acceso y reemplaza la comida basura con alternativas atractivas, aunque sea poco a poco.

Aseguran los expertos, como el doctor John Ratey, de la Universidad de Harvard, que cada día hay más evidencias de que no sólo la comida sino también el ejercicio contribuyen a regular el cerebro emocional. Éste nos ayuda a gestionar nuestros humores, potencia la motivación, calma la ansiedad y regula el estrés, fortalece la capacidad de atención, mejora las funciones cognitivas del cerebro y ayuda a controlar determinados impulsos.

¿Cuál es la razón de este impacto del ejercicio en nuestras vidas? Cuando nuestros genes se desarrollaron, hace más de medio millón de años, nos desplazábamos entre doce y dieciocho kilómetros al día, levantábamos pesas y hacíamos ejercicio físico constantemente. Nuestros genes no han cambiado tanto desde aquella época, y el movimiento sigue siendo crucial para nuestra salud porque forma parte de nuestro cerebro. El ejercicio y el juego potencian la actividad celular y generan neurotransmisores, en particular dopamina, norepinefrina y serotonina, además de hormonas beneficiosas para la salud física y mental.

Las últimas décadas han arrojado datos contundentes que demuestran que el ejercicio también ayuda a prevenir o contener el declive cognitivo asociado a la edad. Esto, dado la creciente expectativa de vida, es cada vez más importante. El Estudio McArthur sobre Envejecimiento Satisfactorio desarrollado a finales de los años ochenta y principio de los noventa por una fundación norteamericana desveló que había tres actividades que lograban frenar el principio del declive cognitivo. La primera era reducir la ingesta de calorías y mantener un peso corporal controlado. La segunda, la práctica del aprendizaje permanente, aunque fuese con sudokus o rompecabezas, para mantener el cerebro activo. Y la tercera actividad beneficiosa era el ejercicio. Estos datos se han comprobado e investigado a lo largo de las últimas décadas, poniendo de manifiesto la importancia vital del ejercicio y de la dieta para estar en forma.

Errores que nos impiden estar en forma

La sociedad nos vende una imagen muy artificial de perfección física y nosotros nos la creemos. Eso crea mucha infelicidad. No se trata de ser supuestamente perfectos, sino de aprender a cuidar y a valorar lo que tenemos. Sólo hace falta ayudar a que salga a la luz lo mejor de cada uno. Como decía Miguel Ángel de su David cuando terminó la escultura: «Siempre estuvo allí, yo sólo tuve que quitar lo que sobraba». Y hay actitudes que nos ayudan a quitar eso que sobra, y otras en cambio que nos perjudican, aunque las hagamos con buena voluntad. Por ejemplo, ¿qué dirías tú que es realmente importante de cara a estar en forma?

Lo primero es tener ganas de ponerse manos a la obra para cuidarse. Y para eso, primera regla de oro: aprende a utilizar el poder de las palabras antes de hacer las cosas. Esto es fundamental. Por ejemplo, si antes de hacer ejercicio yo digo: «Ufff, qué pereza, me toca hacer veinte minutos de asquerosa bicicleta estática, qué ganas de tirarla por el hueco de la escalera. ¡Ojalá que este rato pase pronto!», lo que estoy consiguiendo es programar mi cerebro para que cada vez que piense en hacer ejercicio lo asocie automáticamente con la sensación de pereza y de asco. Así que aprende a programar tu cerebro de forma positiva y cada vez te dará menos pereza hacer las actividades que son buenas para ti.

Tú decides qué sentimientos y qué palabras asocias a cada actividad y a cada persona que hay en tu vida. Prográmate para pensar en el rato diario de ejercicio como «éste es mi momento, esto es lo que yo hago por mí». Funciona, y cuando legue el momento de hacer ejercicio lo vivirás como algo positivo.

¿Qué cantidad de ejercicio debo hacer?

Aquí hay otra regla de oro que solemos desconocer. Atentos, porque lo importante cuando haces ejercicio no es la cantidad, sino la calidad. Recordad esto: es mejor hacer poco ejercicio pero intenso, que mucho ejercicio flojo. No se trata de sufrir o de hacerse daño, sino que en la medida de nuestras posibilidades hay que salirse de algo que se llama «la zona de confort». Vamos a ver por qué esto es tan importante. Un estudio reciente muestra que los niños, si caminan veinte minutos al 60 por ciento de su capacidad cardiovascular máxima (eso es simplemente caminar sin sudar y pudiendo incluso charlar), mejoran sus pruebas académicas en torno al 15 por ciento. ¡Sólo con caminar! Si haces estas pruebas con personas mayores, ves mejorías entre tres y seis meses con resultados excelentes respecto a sus capacidades cognitivas y al manejo de la ansiedad y la sociabilidad, además de una mejoría importante en su salud física. El ejercicio aeróbico es excelente en este sentido.

¿Qué pasa si haces ejercicio entre un 70 y un 85 por ciento de tu capacidad máxima?

Aquí vas a ver cambios neuroquímicos, un incremento en el número de neurotransmisores y otros beneficios múltiples. Por supuesto también vas a quemar más glucosa, porque le estás pidiendo un esfuerzo extra a tus músculos, y generarás más factores de crecimiento que mejorarán tu circulación y el crecimiento del músculo.

Incorporar a tu sesión de ejercicio unos segundos de actividad, corta pero intensa, tiene un efecto potente en el cerebro. Por ejemplo, un sprint o levantar pesas durante treinta segundos provoca un pico de todos los elementos que hemos mencionado y genera la denominada hormona anti-edad, una hormona de crecimiento llamada HGH. También generas más óxido nitroso, y eso es muy interesante porque te ayuda a limpiar placa y células que se adhieren a las pequeñas arterias, ésas que luego causan problemas y accidentes cardiovasculares, y con ello te llegan mejor a la sangre la glucosa y el oxígeno. Pero para eso necesitamos un ejercicio de intensidad fuerte, y cuidado porque eso sólo es recomendable si tienes muy buena salud.

¿Hay alguna recompensa después de este esfuerzo?

Un truco para los que han hecho esa media horita de ejercicio intenso y ahora quieren una pequeña recompensa es saber que existe algo que se llama la ventana de la oportunidad: son los cuarenta y cinco minutos que transcurren después del ejercicio durante los cuales lo que comes se va a quemar más deprisa. Es decir, que si quieres picar algo, esos cuarenta y cinco minutos después del ejercicio son tu momento.

Por cierto, ¿cómo sé si tengo hambre de verdad, si necesito comer o es puro capricho?

A veces me cuesta distinguir. Pues aquí nos sirve el truco de Bob Greene, el famoso entrenador de Oprah Winfrey, la superestrella norteamericana de la televisión. Vamos a descubrir su termómetro del hambre, que va del 1 al 5. Imagina que estás subido a un termómetro del hambre, en el nivel 1. Ahora estás tranquilo, no tienes síntomas físicos de apetito, pero tal vez estás un poco aburrido, o te acabas de pelear con alguien, o te sientes solo y decides comer. Pero, cuidado, porque si comes cuando estás en los niveles 1 o 2 estás alimentando una necesidad emocional, no física. Es lo que pasa cuando fumas, por ejemplo. En los niveles 1 y 2 no hay hambre, lo que hay son carencias emocionales, como pereza, aburrimiento, miedo, soledad… Piensa qué áreas de tu vida —pareja, niños, trabajo, finanzas— no están funcionando, porque en estos niveles, si comes, es porque te estás consolando con la comida.

Ahora estamos en el nivel 3. ¿Cómo te encuentras? Ahí sientes cómo te ruge la tripa y tienes un poco de cansancio físico, pero es que llevas varias horas sin comer. Te vendría bien reponer fuerzas. En el nivel 3 el hipotálamo avisa a tu cerebro a través de los neurotransmisores de que necesitas comer y empiezas a notar los síntomas físicos: te ruge la tripa porque los intestinos se mueven, pero sólo te queda aire y notas un pequeño bajón físico, un leve cansancio. Aquí hay que comer. Por cierto, recuerda que son mejores cinco comidas ligeras, que tres pesadas. Pero si te descuidas, y pasas al nivel 4 sin comer y no has hecho caso de las señales del nivel 3, en el siguiente probablemente te haya bajado el azúcar y la serotonina. Eso puede ponerte un poco irritable y descoordinado. Una vez alcanzado el nivel 5 ¡has entrado en fase de alerta! Ahora estás tan cansado que ya no controlas bien tu apetito, comerás sin masticar bien y no estarás tan atento cuando el cerebro le dé la señal a tu cuerpo de que hay que parar, de que es suficiente comida.

¡Qué desastre! ¿Qué puedo hacer? No tires la toalla. Otra metedura de pata típica es despreciar la regla del 80 por ciento. Recuerda que si haces algo, como comer sano, es mejor hacerlo al 80 por ciento que no hacerlo nunca. Olvidaste que había que parar y comer en el nivel 3, antes de llegar al agotamiento, pero si lo intentas hacer habitualmente, al menos al 80 por ciento, es mucho mejor que nada.

Cuídate a diario. Hemos hablado de la importancia de asociar palabras y sentimientos positivos a los ratos que dedicas a cuidarte. También hemos dicho que es mejor hacer poco ejercicio, pero intenso. Y hemos recordado que, en el termómetro del hambre, hay que comer sólo cuando sentimos que es físicamente necesario, no antes, porque entonces estaremos alimentando una necesidad emocional. Por encima de todo, recuerda cuidar el cuerpo que tienes, porque cada persona es un pequeño milagro de la naturaleza, y eso hay que celebrarlo cada día. No lo dejes para mañana.

Adelgazar engañando al cerebro

El neurólogo David Linden explica que cuando hablamos de grasas, azúcares y otras comidas densas desde el punto de vista de las calorías que contienen, necesitamos comprender que la evolución del cerebro es lenta y que los cambios sociales y culturales, en cambio, son muy rápidos. Eso crea desajustes que son muy evidentes en nuestra forma de comer. No estamos preparados desde el punto de vista evolutivo para nuestras sociedades prósperas, porque no sabemos protegernos del acceso ilimitado al exceso de calorías.

Venimos evolutivamente de tribus de cazadores y recolectores donde, a menudo, había que soportar hambrunas intermitentes. En esta situación, te conviene comer lo que está a mano, aunque engordes un poco, porque aprovechar cualquier bocado, sobre todo si tiene muchas calorías, podría salvarte más adelante. Pero este instinto no nos ayuda en las grandes ciudades, en las que hay comida abundante. Por ello, en las sociedades más prósperas económicamente, el peso medio ha aumentado; por ejemplo, doce quilos en el peso medio de un norteamericano desde 1960 hasta hoy. No es porque hayamos cambiado nuestro perfil genético, o porque los circuitos cerebrales que controlan el apetito hayan variado, sino porque las grandes corporaciones, en los últimos veinte años, han sabido sacar provecho de nuestra debilidad innata por la comida calorífica, heredada de nuestras preferencias de las eras del Paleolítico y Neolítico, y aprovechan que nos cuesta resistirnos. Por ello, sería aconsejable estar al quite para no dejarnos llevar.

¿Qué cosas nos atraen más?

Todo aquello con texturas que contrastan, como salado y azucarado, o dulce y picante; cosas crujientes por fuera y suaves por dentro, que activan nuestros circuitos de recompensa, sobre todo cuando los alternamos. Esto es algo que tenemos en común con otras especies, como las ratas.

Seguro que muchos hemos intentado adelgazar y hemos probado dietas y pastillas milagro de todo tipo, pero ¿ha funcionado? La mayoría de las veces probablemente no. Comer y beber es algo placentero y activa nuestros centros de placer cerebrales, y la mezcla de preferencias culinarias evolutivas heredadas del pasado con la industria alimentaria moderna, que manipula porciones exageradas de comida procesadas con altos niveles de grasa, de azúcar y sal, dificulta nuestros intentos por llevar a cabo una dieta sana. Pero atentos, porque vamos a conocer ahora formas de adelgazar engañando al cerebro…

¿Sabes que tienes un pequeño cerebro en la tripa? Tienes cien millones de neuronas dentro de tu intestino, con sensores mecánicos y químicos, y microcircuitos independientes, y la capacidad de controlar músculos. Es como un cerebro de verdad. En pocas palabras: tienes un cerebro grande en la cabeza y otro invisible, del tamaño del de un gato, en la tripa.

¿Para qué quiero un cerebro de gato en mi estómago?

Pues porque tu cerebro de gato, el que tienes en la tripa, es el que sabe lo que pasa allí abajo y le envía señales al cerebro grande diciendo: ¡Come! o ¡Deja de comer!

Y esos dos cerebros, el grande de la cabeza y el de gato que tengo en el estómago, ¿por qué no se ponen de acuerdo y me ayudan a decir «basta»? Pues a menudo porque no se escuchan. Cuando el estómago está vacío, se genera una hormona llamada grelina que da la sensación de hambre. Cuando el estómago está lleno generamos leptina, que es la hormona de la saciedad. Las señales están allí y el cerebro de gato las envía al cerebro grande. Pero como hemos visto, es tan fácil de digerir y tan sabrosa la comida humana que es muy tentador ignorar las señales del estómago, que te dice que ya has comido suficiente… Así que el cerebro disfruta con los sabores y tú te sigues atiborrando. Tienes que ponerlo de tu parte. Aquí tienes algunas sugerencias para doblegar al cerebro glotón:

  • – Como ya hemos dicho algunas veces, el cerebro no distingue entre la realidad y lo que imagina. Por eso si imaginas que te estás comiendo algo antes de comerlo de verdad, tu cerebro perderá algo de interés por ese alimento y comerás menos. Esto sólo funciona si imaginas que comes algo que luego vas a comer de verdad…

  • – Ahora ya estás sentado: empieza comiendo a tu ritmo normal y al poco tiempo baja el ritmo, es decir, come más despacio de lo habitual. Está comprobado que esto reduce tu apetito de forma significativa porque al cabo de un rato el cerebro creerá que has comido más de lo que has comido en realidad y por eso vas más despacio.

  • – Si comes delante de la tele vas a comer más. Si comes charlando o leyendo también vas a comer más. Cualquier distracción le da una excusa al cerebro glotón para no escuchar las señales que le dicen que ya ha comido lo suficiente.

  • – Si te comes el postre en un bol grande y con cuchara grande comes hasta un 30 por ciento más de comida que si comes en un bol pequeño y con cuchara pequeña.

  • – Pierdes dos veces más peso si escribes una lista diaria de todo lo que comes (basta con apuntarlo en un post-it en la nevera).

Como hemos visto, los circuitos de recompensa del cerebro nos incitan a hacer cosas evolutivamente necesarias para la supervivencia de la especie, como comer o hacer el amor. Pero los humanos hemos encontrado formas de potenciar estos circuitos y potenciar estos circuitos de forma artificial, principalmente con drogas psicoactivas como el cannabis, el alcohol o la cafeína, y también con la comida, manipulada para tomar nuestros circuitos de placer al asalto. Sin embargo, gracias a unas características genéticas que compartimos con otros primates, y tal vez también con cetáceos como las ballenas y los delfines, a nuestros circuitos del placer les pasa algo extraordinario, y es que podemos activarlos con cosas absolutamente arbitrarias, o que no tienen al menos una relación tan directa con las necesidades evolutivas. Esto dota a nuestras vidas humanas de un atractivo especial. Los humanos podemos activar nuestros circuitos de recompensa y placer absteniéndonos de sexo o dejando de comer, si a ello nos impulsan y motivan determinadas ideas sociales, culturales o religiosas. Es decir, que las ideas son más atractivas para nosotros y tienen su propia recompensa para el cerebro. Incluso el altruismo, que nos incita a dar a los demás, puede ser placentero para la mayoría de personas, que sienten como se activan los circuitos de placer cuando donan a un proyecto de caridad, o incluso cuando donan anónimamente.

Las ideas pueden pues proporcionarnos mucho placer. Lograr generar y disfrutar de esta capacidad característicamente humana alimenta una vida dotada de sentido y de creatividad. Vamos a ver ahora qué elementos y técnicas nos pueden ayudar a poner en marcha y a concretar las metas que derivamos de nuestra capacidad de soñar y de crear.