CAPÍTULO DOS
«ERES UN ESCLAVO Y NO LO SABES»
Cómo comprender los mecanismos que nos
mueven
El mundo de mi hija Tici está lleno de cajitas para clasificar. Es su medida para comprender el mundo que la rodea. Si caminas erecto y tu piel es suave, eres uno de los suyos. Si vas encorvado y tienes el rostro marcado por los embistes de la vida, te clasifica como miembro de una especie misteriosa. «El abuelo de Paula anda muy recto y se mueve mucho. No parece un abuelo», me dijo el otro día. «¿Y qué parece?», le pregunté con curiosidad. «Parece humano», dictaminó con absoluta seriedad mi duendecillo.
Entiendo a Tici, porque vista con poca perspectiva esta vida nos puede parecer muy confusa y nuestros comportamientos humanos impredecibles. Nos pasamos los días ensayando en qué cajitas mentales podríamos encajar a las personas, los objetos y las experiencias que vamos acumulando, principalmente porque no nos han enseñado un sistema más sensato. Lo malo de este procedimiento aleatorio es que es probable que lleguemos a la edad adulta con un desorden insostenible en nuestras cajitas, con personas y comportamientos que se solapan y contradicen hasta desconcertarnos por completo. Para enfrentarnos a ese caos mental y emocional, quizá adoptemos algunas creencias inmutables construidas al hilo de la interpretación de experiencias personales más o menos afortunadas, de refranes populares y de las opiniones de nuestros padres, que tampoco tuvieron método ni ayuda para organizar sus propias cajitas.
Si durante siglos el deber de sobrevivir físicamente en un mundo complejo y violento nos ha llevado a respuestas enlatadas para simplificar nuestras vidas y asegurar la obediencia del grupo y del individuo, el futuro será muy distinto. Por encima de las resistencias a educarnos para comprendernos, vamos a necesitar enfrentarnos al auge de enfermedades mentales con políticas de prevención que ayuden a las personas a evitar comportamientos dañinos y una gestión emocional deficiente y destructiva. Este cambio de paradigma es ya palpable, aunque los mecanismos sociales y educativos no lo reflejen con la suficiente agilidad. Pero afortunadamente, a lo largo de las próximas décadas todos accederemos a las claves de lo que ocurre en nuestro interior.
Una señal que nos puede guiar cuando intentamos comprender las reacciones de las personas que nos rodean es ésta: los humanos vivimos dudando siempre entre el amor y el miedo, y elegimos a diario en qué parte de la balanza nos queremos situar. Las reacciones que pesan en la parte del miedo son todas aquellas que supuestamente nos ayudan a sobrevivir en un mundo del que desconfiamos: renuncias, rechazos, desprecios, codicia, ataques, agresividad, desconfianza, palabras hirientes, falta de iniciativa, huidas y reproches. De ellas hablaremos extensamente en este capítulo, porque son las que nos arrastran a comportamientos, pensamientos y palabras cuyo impacto puede ser muy destructivo, tanto, que necesitamos imperiosamente aprender, y enseñar a nuestros hijos, a gestionarlos. La parte de la balanza que fomenta comportamientos que tienen que ver con el afecto, la compasión y la curiosidad, refleja en cambio emociones tendentes a la transparencia y a la colaboración. De éstas hablaremos en las últimas rutas de este libro.
El lugar en el que se colocan las personas en este equilibrio entre el amor y el miedo dice mucho acerca de qué temen, qué desean o qué desconocen. Cuando emprendemos las rutas de las emociones más reactivas —la ira, el desprecio, la envidia o la venganza— transitamos caminos resbaladizos y acerados, llenos de gravilla y desniveles que nos empujan cabeza abajo. Resulta importante aprender a mirar donde pisamos antes de aventurarnos en parajes dominados por la mente más instintiva. Cuando comprendemos y reconocemos las señales de las fuerzas que nos arrastran, pasamos de ser esclavos a ser dueños de nuestras emociones. No es una utopía. Lean y convénzanse.
RUTA 4. LOS LABERINTOS DE LA MENTE
Sólo vemos lo que nos interesa ver
¿Por qué veo el mundo desde una perspectiva subjetiva?
Pondré un ejemplo. ¿Os habéis planteado alguna vez cómo percibe el mundo exterior una hormiga? Como todos los demás seres vivos, una hormiga depende de sus sentidos para comprender lo que la rodea. Las hormigas no ven demasiado bien y utilizan sus antenas para oler. Si una hormiga está muy cerca de otra hormiga, podrá verla. Pero a un humano no podrá verlo porque está a una escala demasiado grande. Para una hormiga, un humano a una pequeña distancia simplemente no existe[4].
Todo lo vemos a nuestra medida.
Estamos encerrados en la caja negra del cerebro.
La información del mundo exterior le llega al cerebro a través de los sentidos. Es como si estuviésemos encerrados en una caja negra con cinco aberturas, que son nuestros cinco sentidos. El cerebro hace lo que puede con los medios que tiene pero es una estructura física y como cualquier estructura física tiene limitaciones. Si pensamos por ejemplo en el nervio óptico, éste contiene un millón de fibras, parecidas a cables, que viajan desde la retina hasta el tálamo; sin embargo, este millón de fibras, que en principio parece un número muy grande, es pequeño si lo comparamos con el total de píxeles que tenemos en la cámara del teléfono móvil. Y pese a ello, nuestra experiencia de la realidad es mucho más detallada y nítida que la de la cámara de un móvil.
¿Cómo conseguimos tanto con tan pocos medios?
Tiene que ver con cómo interpretamos la realidad. El cerebro procesa la información que recibe a su manera: cuando la retina se fija en un objeto no capta cada detalle, sino que es el cerebro el que decide qué es más importante en esa información. Por ello, sólo vamos a ver lo que el cerebro cree que nos interesa ver: los bordes de los objetos van a tener más importancia que el interior de los mismos, y las esquinas más que las líneas rectas, porque contienen más información. En base a estos principios nuestro cerebro construye la realidad y rellena, de alguna manera, la información que no le llega, imaginando por aproximación lo que podría haber ahí fuera.
Nos pasa continuamente, hay cientos de ejemplos de cómo nos engaña el cerebro: recuerda por ejemplo que tus ojos ven en dos dimensiones, de izquierda a derecha y de arriba abajo, como si viviesen pegados a una hoja de papel. Si cierras un ojo y luego el otro de manera alternativa, verás que la imagen se desplaza de izquierda a derecha. Este desplazamiento es el que utiliza el cerebro para construir la tercera dimensión. Cuando miras la luna, el cerebro, para que no te parezca extraña, prefiere poner su tamaño a la medida de los demás objetos terráqueos, como los picos de las montañas. Por eso cuando miras al horizonte ves la luna más grande aunque sea la misma que la que brilla en el cielo, lejana y solitaria. ¿Y has pensado alguna vez por qué, si la Tierra viaja por el sistema solar a unos doscientos cincuenta kilómetros por segundo, no notamos esa velocidad? Es porque no tenemos un órgano específico capaz de sentir la velocidad absoluta: sólo podemos detectar la velocidad relativa, es decir, cuando aceleramos o cuando nos movemos en función de otro objeto.
Es lógico que el cerebro tenga que interpretar y completar la realidad que nos rodea porque reconstruye con muy pocos medios la realidad externa. No somos capaces de percibir lo infinitamente grande ni lo infinitamente pequeño. No podemos escuchar los ruidos cósmicos. No podemos oler siquiera lo que huele un perro, ni escuchar lo que escuchar un búho. Así que lo que no podemos ver o percibir, pensamos, como hacen las hormigas, que no existe…
¿Hay algún sentido del que me deba fiar muy poco?
La capacidad del cerebro de inventar la realidad o de redondearla es un atajo que hace más fácil la vida diaria y que afecta a todos nuestros sentidos, sobre todo a la vista.
¿Cuándo se suelen dar las ilusiones ópticas o cognitivas?
Si surge una disonancia entre la realidad y lo que tú esperas de esa realidad, el cerebro probablemente te haga ver lo que esperas en vez de la realidad objetiva. El cerebro va a lo práctico y quiere tener toda la información cuanto antes, ¡por si acaso! Esto lo hace porque el ser humano está programado para descubrir cuanto antes cualquier posible amenaza: es cuestión de supervivencia.
Vamos a ver algunos ejemplos concretos de engaños visuales:
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– Ilusión óptica: el engañoso efecto de las «tuercas imposibles» de Jerry Andrus [5]. ¿Cómo puede ser que un palo se tuerza para entrar por entre dos tuercas que aparentemente están en dos ángulos opuestos? Es posible si lo que en realidad estamos viendo es una ilusión óptica, y no la realidad que imaginamos, que no se ajusta a lo que nuestros ojos ven. Nuestro cerebro nos ha vuelto a engañar. En este caso, por la perspectiva y la forma de construir las tuercas, el cerebro ha dado por hecho que estábamos viendo la parte exterior de las mismas, cuando realmente, si las girásemos, estaríamos viendo el interior… Es imposible no equivocarse, el cerebro simplemente ha vuelto a malinterpretar los estímulos que le llegan.
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– «Y que viva la buena vida».
Lee este cartel. Si te pasa como a la mayoría de personas no te habrás dado cuenta de que le sobra una palabra. Es lógico: cuando algo falla en un patrón familiar, el cerebro se toma la justicia por su mano y lo corrige por su cuenta. Pensamos con patrones prefabricados porque es una forma cómoda y rápida de pensar que a menudo nos resulta útil para ahorrar tiempo y esfuerzo. Por ello, cuando el cerebro reconoce un patrón lo completa automáticamente y si le sobra una palabra, como en este caso, la elimina sin más. En nuestro ejemplo no importa porque la corrección del cerebro no tiene implicaciones importantes, pero debemos tener en cuenta que esa será siempre nuestra tendencia, y a veces esto implica que no vemos lo que no esperamos ver o lo que no nos interesa ver… y entonces sí que importa porque distorsionamos la realidad [6].
¿Puedo hacer algo concreto para que mi cerebro sea más ágil y más astuto?
Para mejorar tu agilidad mental y tu memoria a corto plazo, ¡haz neurobics! El neurólogo Lawrence Katz, de la Universidad de Duke, recomienda esta gimnasia cerebral para aumentar las conexiones entre las células cerebrales. Piensa en tu vida diaria: aunque tengamos vidas ajetreadas, la mayoría tendemos a repetir siempre las mismas rutinas y eso implica que utilizamos siempre los mismos caminos neuronales en el cerebro. Para crear nuevos caminos, haz gimnasia con tus neuronas: estíralas, sorpréndelas, sácalas de su rutina y preséntales novedades divertidas a través de todos tus sentidos. Tendemos a depender de dos sentidos concretos, la vista y el oído; potencia por lo tanto tu sentido del tacto, el olfato y el gusto. Aquí tienes algunas sugerencias:
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– Vístete o dúchate con los ojos cerrados (tus manos notarán texturas que nunca habías percibido).
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– Haz el amor de una forma diferente, cerrando los ojos o centrándote en un sentido que sueles usar menos.
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– Utiliza la mano no-dominante para actividades sencillas, como lavarte los dientes.
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– Come con los ojos tapados.
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– Lee en voz alta.
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– Cambia de ruta para ir a los sitios habituales.
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– Modifica cualquier rutina, por ejemplo cambia algunos objetos de sitio, como la papelera.
Lo que el cerebro puede hacerles a nuestros sentidos también se lo puede hacer a nuestra forma de percibir la vida, a nuestra capacidad de estar optimistas o pesimistas. Aquí podemos verlo con un ejemplo. Cuenta rápidamente el número de cosas negras que hay en este grafismo:
¿Cuántas cosas blancas has visto? Probablemente apenas te hayas fijado en ellas. Eso es lo que nos ocurre con la tristeza, porque cuando estamos tristes sólo vemos una parte de la realidad… pero el resto también existe.
Un dato curioso es que si ponemos imágenes de muchas cosas distintas en una mesa, somos capaces de encontrar la imagen de una serpiente más deprisa que, por ejemplo, la de flores o ranas (es lógico, porque para sobrevivir siempre ha sido más útil reconocer a una serpiente que a una rana).
Entrena tu cerebro para pensar en positivo.
El cerebro programado para sobrevivir, para fijarse en lo amenazante, puede acabar obsesionado con las situaciones tristes y sin capacidad para percibir las realidades positivas que le rodean. Pero podemos aprender a equilibrar esta manía persecutoria del cerebro: al empezar o al terminar el día, y durante dos semanas, piensa en diez cosas buenas que te han ocurrido pero que te hayan pasado desapercibidas. Este ejercicio es fantástico porque entrenas el cerebro a pensar en positivo.
Cuando notes que te estás escorando hacia lo negativo, plantéate hacer el ejercicio de nuevo.
Vivimos en un sueño fabricado a nuestra medida. En este sueño, uno sólo ve lo que le interesa ver. Es como vivir, pensar y sentir metido en un túnel, sin poder cambiar de dirección. Es bueno salirse del túnel de lo evidente, de las opiniones cerradas, las de uno mismo y las de los demás. ¡Hay que estar abierto a lo inhabitual, a lo inesperado! No perdamos la capacidad de sorprendernos y de descubrir una realidad compleja y apasionante. ¿Cómo lo arreglamos? ¿Cómo dejamos de ser esclavos? Descubramos algunos de los mecanismos principales que nos atrapan en sus redes. Uno de los principales es, sin duda alguna, el miedo.
No se puede vivir con miedo
El miedo es una emoción primitiva y poderosa que nos condiciona hasta límites insospechados porque actúa sobre la parte más emocional, y por tanto más irresistible, del cerebro. Nos avisa de que puede haber peligro y actúa como nuestro guardaespaldas, nos mantiene con vida. Pero para no vivir presos de miedos superfluos o exagerados hay que aprender a reconocer el miedo y a gestionarlo.
El miedo tiene dos respuestas muy diferenciadas: la física y la emocional. La respuesta física se manifiesta cuando sudamos, se acelera el corazón, suben los niveles de adrenalina y la sangre inunda los músculos. Cuando tenemos miedo el cuerpo «grita»: «¡Huye o ataca!» y en efecto se prepara físicamente para huir o para atacar. Es una respuesta automática, fundamental para sobrevivir. Esta respuesta te lleva por delante, es más fuerte que la razón. Así como la respuesta bioquímica del cuerpo es una respuesta universal y automática, la respuesta emocional al miedo es particular y depende de cada persona.
¿Por qué hay personas que tienen miedo y otras que no?
En realidad todo el mundo tiene miedo y suele evitar las situaciones de riesgo real. Tememos a menudo lo que nos sorprende, lo que desconocemos, incluso a veces tenemos miedo de cosas absurdas[7]. Pero casi todos disfrutamos de la sensación de sentir miedo en un entorno seguro, por ejemplo en el túnel del terror de los parques de atracciones, en las películas… Por eso hay una importante industria del miedo. Tener miedo en el sofá de casa, bien resguardado, es muy divertido. Cuando hacemos deportes de riesgo o en situaciones en las que superamos el miedo, nos invade una sensación física estimulante: el subidón de adrenalina es intenso y emocionante, a la vez que la superación del miedo es placentera y relajante. Esta mezcla resulta muy excitante. Sin embargo, cuando te enfrentas repetidas veces a una situación similar te terminas acostumbrando y tu respuesta fisiológica, la respuesta corporal, disminuye. Para volver a sentir el subidón de adrenalina tendrás que buscar retos cada vez más fuertes. Por eso la gente a la que le gusta arriesgarse lo hace cada vez con mayor intensidad.
¿Cómo aprendemos a tener miedo?
Aunque nacemos con la alarma del miedo programada para sobrevivir, también aprendemos a tener miedo desde muy pequeños. Contaré un experimento algo macabro pero real. Imaginad a un niño de ocho meses, el pequeño Albert, al que unos psicólogos enseñan por primera vez una rata blanca, un conejo, un perro, periódicos quemándose… El pequeño Albert no tiene miedo a nada. Dos meses más tarde, lo ponen sobre un colchón en medio de una habitación con una rata blanca.
Les dejan jugar. En sesiones posteriores, los malvados psicólogos hacen un ruido muy desagradable cuando el niño acaricia la rata: por fin, el pequeño Albert se asusta y llora. Al cabo de unas pocas sesiones, el pequeño llora en cuanto la rata aparece en la habitación, ya sin necesidad de hacer el ruido. El bebé ha aprendido a asociar el ruido con la rata y a temer los dos. Con este experimento, al cabo de un tiempo el pequeño Albert temía no sólo a las ratas sino a cualquier animal con pelo que entrase en la habitación y que le recordase a la rata, incluso un Papa Noel con barba blanca, o un abrigo de pelo, o un perro. Es decir, que el pequeño Albert ya había aprendido a tener miedo[8].
Y de mayores, ¿también aprendemos miedos nuevos?
Sí. Imagina que estás conduciendo y suena una canción de los Rolling en el coche. Y de repente, en una fracción de segundo, aparece una luz que se precipita contra la parte derecha de tu vehículo y algo impacta contra ti. Durante esa fracción de segundo del impacto, todo va a cámara lenta: ves a alguien en la calle con un impermeable que te mira asombrado, ves las ramas de un árbol rozar la ventanilla del coche y por fin éste se estrella.
Acabó el impacto físico. Pero el impacto emocional sigue. La adrenalina y otras hormonas del estrés están disparadas en tu cuerpo y por tanto, si no estás muerto o inconsciente, estás muy alerta. Es algo casi sobrehumano. Todos los detalles del impacto están en tu cerebro, los puedes ver una y otra vez. Durante las semanas posteriores, aunque tu memoria vaya desdibujándose, los detalles seguirán allí y te obsesionarán. Y cuando años más tarde veas un destello de luz como la del accidente, o escuches la música que tenías puesta en el coche, o veas un impermeable como el del hombre que te miraba la noche del accidente… tu cuerpo responderá con mucho miedo. Tienes un recuerdo emocional grabado en el cerebro y a partir de entonces conducir de noche te asusta. Escuchar a los Rolling te recuerda al accidente. Las ramas de los árboles te inquietan. A veces ni recuerdas por qué, pero tu cerebro sí lo recuerda, es su forma de intentar protegerte, y te dice:
«Eh, chico, ¡ese recuerdo es muy importante! Lo pasaste fatal… No lo olvides. Yo te lo recordaré cada dos por tres para protegerte». Es decir, que el cerebro almacena los recuerdos por si pueden ayudar a salvarte en otra ocasión.
Cuando hay un posible peligro, ¿cómo le llega la información a mi cerebro?
Cuando hay una señal de peligro la información le llega al cerebro por dos caminos: por uno largo, consciente y racional que analiza la información despacio, y por otro que va directo a la parte del cerebro más emocional, un atajo inconsciente y automático. Este tipo de miedo —el miedo condicionado, automático, el que siente el pequeño Albert cuando ve algo con pelo, el que siente la persona que tuvo el accidente cuando escuchaba a los Rolling…— es una de las técnicas más útiles de la madre naturaleza para ayudarnos a sobrevivir en un entorno impredecible.
Por ejemplo, imagina que caminas por un bosque y que ves de pasada algo largo y sinuoso que hace un ruido siseante… Antes de que puedas decir o pensar la palabra «serpiente», ya te paralizas. La información está viajando a tu cerebro por dos caminos. Por el largo, buscarás asociaciones con información concreta que tienes almacenada allí: tus recuerdos de infancia de alguna serpiente, las películas de Indiana Jones… Por el otro camino, por el atajo emocional, la información llega de forma mucho más sencilla, sin tanto detalle: la parte emocional del cerebro echa las campanas al vuelo y el cuerpo se paraliza, sale huyendo o ataca. Y lo hace sin que tú le tengas que dar la orden consciente.
¿Podemos borrar los recuerdos emocionales del miedo? ¿Podemos evitar que nos persigan?
Es muy difícil eliminar los recuerdos emocionales. Estamos programados para no hacerlo: tenemos menos circuitos que van del cerebro racional al cerebro emocional que al revés porque el cerebro no quiere que interfiramos cuando hay peligro. Esto era muy útil en entornos llenos de depredadores, cuando sobrevivir era algo vital minuto a minuto. Pero si lo que te estresa es el tráfico o la opinión del jefe… no es un buen sistema para la vida diaria.
¿Y los miedos exagerados?
Aproximadamente un 10 por ciento de las personas adultas tienen algún tipo de fobia, de miedos patológicos que requieren ayuda médica. También tenemos muchos miedos corrientes que pueden resultar molestos pero con los que muchas personas conviven a diario: El miedo a los insectos: en un estudio se constató que niñas de once meses asociaban muy deprisa la imagen de una araña o serpiente con una cara de susto, cosa que no hacían los chicos. Este miedo tiene probablemente una explicación evolutiva: antiguamente, las mujeres se enfrentaban a las serpientes y las arañas constantemente mientras recolectaban comida en el campo. El reflejo de huir y de sentir asco las protegía a ellas y a sus hijos de picaduras y mordeduras. En cambio los hombres, que eran los cazadores e iban tras el mamut y el oso, no podían darse el lujo de asustarse frente a una araña así que la madre naturaleza favoreció a aquellos hombres que no huían frente a un bicho, fuera del tamaño que fuera.
El miedo a volar: millones de personas en el mundo tienen miedo a volar en avión. Cuando existe fobia, hay quien tiene miedo de que el avión se caiga o quien teme padecer un ataque de claustrofobia. La terapia clásica para superar esta fobia es muy eficaz. Aunque en principio los datos racionales por si solos no sirven para sobreponernos a las fobias, si lo que tenemos, en vez de fobia, es simplemente miedo, recordemos que las posibilidades de morir en un accidente de avión son de una entre veinte mil, una minucia comparada con el uno entre cien de hacerlo en un accidente de coche o el uno entre cinco de una enfermedad de corazón.
El miedo a la oscuridad: es uno de los miedos más corrientes de los niños y hay que comprenderles, pues está justificado. ¿Por qué? Porque se debe ante todo a su gran imaginación. Ellos piensan que cualquier cosa es posible, que hay gente que vuela, que hay monstruos y hadas… y la oscuridad agrava su lógico temor a lo inesperado. ¿Quién sabe qué cosas mágicas y extrañas se esconden en esa oscuridad? A medida que vayan comprendiendo mejor el mundo que les rodea y que distingan entre realidad y ficción, superarán naturalmente su miedo a la oscuridad.
El miedo al dentista: entre un 9 y un 20 por ciento de personas dicen que les angustia ir al dentista, y alegan miedo a las inyecciones, sensación de desprotección y falta de control. Un truco para aliviar el miedo es pactar con el dentista que en cuanto estés incómodo, levantas la mano y él hace una pausa en la sesión; así recuperarás sensación de control y te relajarás un poco.
¿Tienes miedo de algo, o de muchas cosas? Pues recuerda que el miedo es sólo una alarma muy antigua que llevamos programada en el cerebro. Era una alarma estupenda cuando el mundo estaba lleno de peligros y de amenazas, pero hoy no podemos vivir con la alarma puesta las veinticuatro horas del día. El miedo te tiene que proteger pero no te debe limitar. Mira a tus miedos a la cara, compréndelos y conseguirás derrotar a muchos de ellos. ¡No se puede vivir con miedo!
RUTA
5. TORMENTAS Y BORRASCAS:
LA GESTIÓN DE LAS
EMOCIONES NEGATIVAS
Las emociones negativas —la tristeza, el desprecio o la ira— no son buenas ni malas: son útiles o son perjudiciales. Tienen, como todas las emociones, una razón de ser evolutiva. Como acabamos de ver, si sentimos miedo porque hay un peligro real, este miedo puede ser muy útil porque nos incita a huir o agredir para defendernos.
Igualmente, la ira puede darnos alas para defender aquello en lo que creemos, y en este sentido puede ser el germen de la justicia social. No se trata pues de querer anular estas emociones o negarlas sino de aprender a gestionarlas para que su fuerza no sea arrolladora y su expresión pueda manifestarse a la medida de lo que necesitamos para resolver un conflicto de forma constructiva. Veamos las claves de la ira.
Enfados: el secuestro emocional
¿Por qué nos enfadamos?
Recordad esto: cuando os enfadáis, estáis siendo víctimas de un secuestro. Sois rehenes de una respuesta automática. ¿Por qué? Sabemos que el cerebro tiene una parte más emocional y otra más racional. La parte más emocional incluye la amígdala, una especie de guardián del cerebro que tiene el poder de secuestrar al resto de la mente más racional en un milisegundo.
¿Cómo ocurre este secuestro?
Es muy sencillo: normalmente el cerebro procesa la información que le llega del exterior desde el tálamo, que dirige esta información a la corteza cerebral. Y de allí, pasa a la amígdala, y eso genera péptidos y hormonas que fomentan determinadas emociones y reacciones. Ahora bien, si el cerebro cree que hay un peligro envía toda la información directamente a la amígdala, despreciando el cerebro racional. Así ocurre cuando te sientes amenazado o disgustado y reaccionas de forma irracional y posiblemente destructiva. Recuerda que se trata de una parte del cerebro primitiva, diseñada para sobrevivir y no para tomar decisiones complejas, ya que el cerebro humano se diseñó hace unos cien mil años y sigue funcionando con parámetros poco actualizados que reaccionan violentamente cuando sienten que hay peligro. Eso es lo que Daniel Goleman llama «secuestro emocional», y ocurre en un milisegundo cuando el cerebro emocional cree que debe salvarte la vida.
Parece un mecanismo interesante… ¿no?
Ya, pero también te puede arruinar la vida. O por lo menos la noche. Es un mecanismo interesante si realmente tu vida corre peligro y el cerebro tiene que hacer huir o agredir de forma instantánea. Pero en una cena de Navidad, cuando tu vida no corre peligro, no sólo no te sirve esta reacción instintiva, este secuestro emocional, sino que te perjudica. Porque ante cualquier situación sin riesgo para tu vida, aunque quizá altamente estresante, como esa tradicional discusión de Nochebuena con tu cuñado, puede reaccionar de forma exagerada ante un peligro que no es físico, sino emocional. Nuestro cerebro estaba programado para reaccionar así ante peligros físicos, pero ahora seguimos reaccionando igual ante peligros emocionales, que son los más corrientes en las vidas que tenemos hoy en día.
A tu mente racional la secuestra una respuesta emocional[9].
¿Cómo sé si me estoy dejando secuestrar por la amígdala, por la parte más emocional del cerebro?
Hay tres indicios que deben alertarte:
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– Sientes una reacción emocional muy fuerte.
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– Todo es muy rápido y se te escapa de las manos.
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– Intuyes que después del secuestro emocional te darás cuenta de que la reacción no era apropiada, que era desmesurada.
Tenemos ejemplos famosos de personas que fueron secuestradas por su amígdala, como el caso del futbolista Zinedine Zidane, que frente a millones de espectadores de más de doscientos países dio un cabezazo a Materazzi, durante la final del mundial de fútbol de 2006. Le echaron del partido, Francia perdió y Zidane cargó con las culpas de una situación controvertida. El incidente supuso un final de carrera desastroso para el prestigioso futbolista. Fue un claro caso de secuestro emocional, una reacción emocional muy fuerte y repentina que sin duda obedecía a una provocación pero cuya consecuencia, aunque el futbolista pidió perdón, fue nefasta para Zidane y para su equipo.
Recuerda que poca gente puede obligarte a hacer cosas que no quieres, pero tu amígdala sí puede…
¿Por qué se dan tantos enfados en Navidades?
Los estudios muestran que no somos conscientes, a menudo, de las emociones negativas que albergamos, en parte porque muchas están escondidas en la parte más oculta de la mente. Nos dejamos llevar inconscientemente por la frustración, la decepción, la ira, la tristeza, el desprecio o los sentimientos heridos. Los entornos que despiertan estos sentimientos disparan nuestras reacciones emocionales más automáticas. Las familias son un terreno fértil para los secuestros emocionales porque acumulan años de agravios que tal vez no hemos sabido solucionar a medida que ocurren. Típicamente, las familias tienen tendencia a no hablar abiertamente de los problemas y estos se entierran y reprimen para no amenazar el equilibrio familiar. Pero los problemas y los resentimientos siguen allí, y de repente cualquier palabra o una mirada inoportuna te trae recuerdos dolorosos que encienden la chispa del secuestro emocional.
¿Podría evitarse que los conflictos se enquisten en el entorno familiar?
Podría, aunque generalmente ni en casa ni en la escuela nos enseñan a solucionar conflictos y estos se enquistan. Por ello, ante cualquier provocación, grande o pequeña, el cerebro percibe peligro y dolor y reacciona instintivamente. Así es como llegamos al secuestro emocional, porque una palabra te ha recordado de repente que alguien querido «no me trata bien», «no me cuida», «nunca lo ha hecho»… Llegas a casa por Navidad y asocias el entorno y los comportamientos, sin casi darte cuenta, a recuerdos que te exasperan, te duelen o te aburren. Por cierto, cuando estás aburrido eres casi tan «peligroso» como cuando estás enfadado.
«No me gusta la Navidad, aunque no sé por qué».
Otra razón que podría contribuir a los enfados navideños es que el sentido de la Navidad ha cambiado. Las fiestas navideñas eran un momento muy especial cuando las familias se veían menos, cuando se comía peor, cuando para muchos tenía un significado específico… Ahora se han convertido para muchas familias en algo muy material, unos días que generan expectativas, obligaciones y estrés pero que a muchas personas les aportan relativamente poco. Este sentimiento de decepción general con la Navidad nos afecta cuando nos reunimos y nos hace más sensibles al secuestro emocional.
¿Qué podemos hacer para no ser víctimas de un secuestro emocional?
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– El «segundo mágico». La neurociencia revela que tenemos un cuarto de segundo mágico durante el cual podemos rechazar un impulso emocional destructivo.
Si logras detectar las señales del enfado antes de que esos automatismos emocionales te hayan secuestrado podrás controlarlos.
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– Ponle nombre a lo que sientes. Otra técnica muy eficaz que llevan décadas recomendando los psicólogos es identificar y nombrar tus sentimientos negativos.
Por ejemplo, «estoy muy enfadado por lo que me hizo el año pasado», o «siento desprecio por él porque engañó a mi hermana». Ahora sabemos, gracias a los escáneres cerebrales, que poner nombre a un sentimiento reduce su intensidad y devuelve poder de decisión a la parte más racional de tu mente[10].
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– «¿Importará dentro de cinco años?». Para darte tiempo a poner las cosas en contexto, pregúntate si lo que te inquieta o enfada importará dentro de unos años… Para ayudarte, respira lentamente antes de seguir hablando; eso te permitirá ganar tiempo y tranquilizar tu amígdala.
¿Y si el enfado ya me ha secuestrado?
Si hemos caído en la trampa y la amígdala nos ha secuestrado, podemos intentar recuperar la calma lo antes posible. No es fácil, porque ¿os habéis fijado en que, cuando nos enfadamos o disgustamos, tardamos horas en recuperar la calma? Nos cuesta dormir esa noche. Ello es debido al cóctel de hormonas estresantes que nos han invadido durante el secuestro emocional. Esas hormonas nos impiden calmarnos. Pero cuando estamos alterados hay formas inteligentes de ayudar al cuerpo y a la mente a gestionar el deseo de venganza.
¿Nos satisface realmente la venganza?
¿Nos quedamos a gusto cuando nos vengamos de alguien? En un experimento de la Universidad de Zúrich, se pidió a los participantes en el mismo que imaginaran que se estaban vengando de un enemigo; de entrada experimentaron un gran goce y se iluminó un potente centro de placer del cerebro. Pero investigaciones de las universidades de Virginia y de Harvard muestran que, en realidad, vengarse de alguien no produce a medio plazo el placer que esperábamos. Hay dos razones principales:
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– Cuando te vengas, sigues pensando en la persona odiada por más tiempo que si no te vengas. Es decir, te dejas atrapar por pensamientos que te hacen sentir mal. Convives a la fuerza con lo que más te desagrada y prolongas las emociones negativas.
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– Puede que hayas conseguido vengarte, pero ahora la persona de la que te has vengado está furiosa contigo. Tienes un enemigo que te amenaza y eso te da miedo. La venganza es un círculo vicioso: «Tú me haces daño y yo te lo devuelvo» que tiene un coste tremendo porque escala muy rápidamente y te pone en peligro.
¿Hay alguna forma de vengarse que dé gusto y no me haga sentir culpable ni vulnerable?
Las investigaciones muestran que si alguien se venga por ti te sientes menos mal. Pero tiene que ser alguien neutro y ajeno; un ejemplo legal sería dejar que la justicia actúe, un ejemplo alternativo y muy desaconsejable sería contratar a un matón. ¿Por qué te sientes menos mal si otro se venga por ti? Pues porque el peligro que acabamos de comentar ya no se cierne sobre ti tan directamente: no das la cara y eres anónimo, así que no tienes tanto miedo. Pero si has recurrido a un matón o al anonimato, ¿te sientes bien siendo mezquino y cobarde? Internet está llena de ejemplos de «destructores» y «vengadores» anónimos que nunca se atreverían a dar la cara.
Desescalando la escalera de la ira y la venganza
¿Qué podemos hacer para aliviar el deseo de venganza?
Hay cinco pasos muy eficaces que te van a ayudar a calmar tu ira sin dañarte ni dañar de forma innecesaria a nadie. Para explicarlos, vamos a imaginar una escalera con la que vamos a desescalar el conflicto y la ira. Estamos en lo alto de la escalera, llenos de enfado y de odio, y queremos vengarnos… ¿Qué hacemos?
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Peldaño 1: Respira hondo. ¿Por qué? Un recurso muy bueno contra la ira es centrar la atención en la respiración profunda, desde el vientre, que por sí sola produce cambios en el cerebro: vas a generar más hormonas de las que te hacen sentir mejor, como la serotonina y la endorfina, y vas a mejorar la coordinación entre los dos hemisferios cerebrales.
Te ayudará imaginar una señal gigante de ¡¡STOP!! Ahora puedes pensar no sólo en el corto plazo, sino también en las consecuencias a medio y largo plazo si te vengas.
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Peldaño 2: Un pensamiento negativo daña tu cuerpo durante seis horas. ¿Por qué? ¡Cuida tu cuerpo! Un pensamiento negativo debilita tu sistema inmunológico durante seis horas. Además el estrés continuado —esa sensación de agobio permanente— daña tu cerebro. Vas a razonar menos bien porque llegará menos riego sanguíneo a las zonas del cerebro más necesarias para que puedas tomar las decisiones adecuadas.
Así que para y piensa en el daño que te estás haciendo. ¿Merece la pena?
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Peldaño 3: Qué elijo, ¿justicia o felicidad? Elige la felicidad. ¿Por qué? La teoría de la justicia dice que la vida debería ser justa o igual para todos. Pero como la vida no es así, esta teoría te lleva a una vida llena de reproches y de amargura contra todo y contra todos. Pensad en los ejemplos, que seguro que conocéis, de personas que viven empeñados en la teoría de la justicia, amargados y enfadados. ¿Dicen que son razonables? ¡Pues no seáis tan razonables!
¡Sed felices! Cuando me guío por la teoría de la felicidad, elijo aquello que contribuye más a mi felicidad y a la de los demás, por encima de todo. Así no disminuyo el valor de mi vida y de todo lo que la llena comparándome con los demás.
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Peldaño 4: Ponte en su piel. ¿Por qué? Sabemos que ponerse en la piel del otro es muy eficaz para aliviar nuestro deseo de venganza. Pregúntate si esta persona quiere dañarte o si en realidad cree que sólo se está defendiendo. La mayor parte de las personas no hacen daño por ensañarse con los demás, sino porque creen que se están defendiendo. Este convencimiento te ayudará a superar al menos una parte de tu deseo de venganza. Para ello, intenta sentir y comprender la situación desde el punto de vista del otro.
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Peldaño 5: Desahógate de forma constructiva. ¿Por qué? Mucha gente dice que es importante aliviar la ira con ejercicio violento, «sacando la agresión hacia fuera». Pero aquí no todo vale: sirve realizar actividades enérgicas, como correr, caminar o ir en bicicleta; sin embargo, si eres físicamente agresivo —si quemas un coche o clavas agujas en una muñeca que tiene la cara del jefe…— te sentirás mejor un momento porque «sueltas humo», pero estarás reforzando un comportamiento destructivo que a medio plazo sabemos que no te hará feliz.
Si tuviésemos que resumir todo lo que hemos comentado en una sola frase, podríamos decir que perdonar no es olvidar: es recordar lo que nos ha herido y dejarlo ir. Y esta reflexión nos lleva a plantearnos ahora por qué, a pesar de que actúan como un veneno para el cuerpo y la mente y no parecen servir a un fin claro, a veces nos empeñamos en agarrarnos a pensamientos negativos y a desear el mal a los demás.
La Schadenfreude: «Quiero que fracases» o por qué nos alegramos de la desdicha de los demás
El concepto del que estamos hablando se llama en literatura científica «Schadenfreude», una palabra alemana que evoca un sentimiento universal: regodearse ante el fracaso de los demás. La Schadenfreude se agudiza si hay razones para creer que se está haciendo justicia («se lo merece…»), pero eso no explica por qué a veces nos alegramos del dolor ajeno. Se puede desear justicia sin ser un sádico.
¿Hay alguna explicación razonable a esto, o es que sencillamente somos malas personas y ya está?
Como nos es muy fácil ponernos en la piel de los demás, cuando les pasa algo malo pensamos: «Menos mal que eso no me ha pasado a mí…». Es un reflejo natural que te hace sentir bien y a salvo. Pero alegrarse por la desdicha ajena —la Schadenfreude— tiene mucho que ver con la envidia.
¿Y de qué sirve la envidia?
Desear lo que tiene el otro, si no lo llevas a extremos, es una forma de mantener conexiones con el grupo, de competir, de no quedarte atrás. Pero, ojo, porque cuando sientes mucha envidia se activan nodos de dolor físico en tu cerebro. La envidia duele. En cambio, cuando un envidioso se entera de que a la persona que envidia le va mal, se le activan los centros de recompensa del cerebro. Y eso le alivia el dolor que siente.
¿Quién se alegra más por la desdicha ajena?
Un estudio del año 2012 de la Universidad de Leiden, en Holanda, revela que cuanto menos autoestima tienes, más posibilidades hay de que sientas alegría, en vez de compasión, cuando les va mal a los demás. Es porque te da la sensación de que no sólo tú eres un «fracasado».
¿Y esto tiene algún remedio? ¿Podemos hacer algo para no sentir envidia por los demás y desearles el mal?
La envidia paraliza y envenena, te obsesionas con una sola persona en vez de intentar transformar el sistema que ha permitido que esa persona se equivoque.
Recordad que una emoción intensa de signo negativo se cura con otra emoción intensa del signo opuesto. Contra la envidia, podemos visualizar, imaginar, cómo cuidamos y deseamos lo mejor incluso a aquellos que consideramos enemigos… La justicia no está reñida con la compasión.
Al final de nuestra infancia, salimos al mundo exterior armados con nuestras experiencias familiares, y sentimos amor y miedo y curiosidad en la medida en la que aprendimos en nuestras casas. Es fácil que lleguemos a manipular a las personas —tanto a los amigos como a los amores— para que encajen en nuestros guiones; por eso, si tu infancia fue sobre todo negativa, te será más difícil tener amigos y amores sanos. Como buena parte de tu guión aprendido es inconsciente —lo tienes grabado en tu cerebro pero no eres consciente de ello ni de su poder—, el esfuerzo por comprender nuestro pasado y nuestras circunstancias nos libera. Comprende qué te hace ser como eres y podrás transformarlo.
RUTA 6. ¿QUIERES CAMBIAR DE RUMBO?
Estamos programados para cambiar: la plasticidad cerebral
Podemos cambiar. Aunque intuitivamente tememos que sea difícil, ello nos ocurre porque no hemos aprendido a gestionar un cerebro cuyas estructuras y funciones, contrariamente a lo que se creyó durante décadas, están preparadas para cambiar. Esta característica extraordinaria del cerebro es lo que denominamos «plasticidad cerebral», algo que el neurólogo Norman Doidge, autor de El cerebro que se cambia a sí mismo, define como la característica del cerebro de ser cambiable y adaptable. La plasticidad del cerebro es lo que le permite modificar sus estructuras y funciones en respuesta a las experiencias mentales. Éstas incluyen sentir, percibir, planear o ejecutar acciones motoras e imaginar.
¿Por qué solemos elegir los comportamientos rígidos?
Es lo que Norman Doidge denomina «la paradoja de la plasticidad»: nuestros cerebros están preparados para adoptar comportamientos rígidos o flexibles según cómo entrenemos el cerebro.
¿De qué forma se fijan los hábitos, los pensamientos y los comportamientos en el cerebro?
Vamos a verlo con una de las imágenes que utiliza uno de los grandes neurocientíficos, Alvaro Pascual-Leone, que sugiere esta imagen para comprender cómo funciona nuestro cerebro: imagina que tu cerebro es una montaña nevada en invierno. Hay elementos de esta montaña que te vienen dados, como la pendiente de sus laderas, las rocas, la consistencia de la nieve… Eso serían nuestros genes, y nacemos con ello.
Ahora imagina que coges un trineo y que empiezas a bajar esta montaña. La primera vez que bajes seguirás el camino más fácil en función de las características de la colina y de cómo conduces. Si te pasas la tarde entera bajando en trineo crearás varios senderos y te gustará mucho usarlos; estarán muy marcados por las huelas del trineo y cada vez te costará más salirte de esos caminos para crear senderos nuevos. Ése es tu cerebro. A fuerza de repetir las cosas más o menos igual, las haces de forma automática. Eso te puede llevar a adoptar hábitos buenos y hábitos malos.
Una vez que creas hábitos malos, es difícil salirte de ellos porque son caminos veloces y bien trillados por los que el trineo se desliza solo. Si quieres cambiar esos caminos tendrás que bloquear el impulso de seguirlos para poder, deliberadamente, abrir nuevos senderos. Esto implica que la característica que ahora conocemos del cerebro —su plasticidad, su capacidad para cambiar físicamente y para renovarse— tiene un lado bueno y otro malo. El malo es que nos cuesta desaprender los comportamientos una vez que los hemos consolidado. El bueno es que podemos cambiar si aprendemos a deshacer caminos.
Explica Norman Doidge que lo que los humanos tendemos a hacer es a observar nuestros comportamientos rígidos, creados por nosotros mismos, y afirmar: «Mi cerebro es rígido, yo no puedo cambiar ni alterar lo que hago». ¡Pero claro que tu cerebro puede cambiar! Simplemente ocurre que has fomentado comportamientos rígidos y automáticos, y que cuando no usamos determinadas funciones cerebrales alternativas éstas empiezan a degradarse.
Si cambiar no sólo es posible sino que estamos dotados para ello, ¿por qué nos cuesta tanto?
El cambio mental requiere un esfuerzo, exactamente en la misma medida en que lo requiere el cambio físico. Pero así como podemos decidir qué cambios físicos queremos —una tripa más firme, una cintura más fina, más resistencia cuando corremos…— y podemos medir esos cambios de forma concreta, los cambios psicológicos son mucho más sutiles y tenemos menos facilidad para diagnosticar los que son necesarios y medir su impacto en nuestra vida. De momento, ése es el papel del psicoterapeuta, pero en las próximas décadas, a medida que los métodos diagnósticos sean más automáticos y más fiables y que podamos contar con una forma de autoevaluarnos y modular los tratamientos terapéuticos en función de las necesidades, cambiar será un proceso mucho más familiar y corriente.
¿Entonces la psicoterapia podría definirse como un tratamiento neuroplástico?
Exactamente. La psicoterapia y cualquier tratamiento psicoterapéutico eficaz conlleva determinados cambios en el cerebro. Esto se ha visto en escáneres cerebrales después de llevar a cabo trabajo psicodinámicos, terapias conductivo-conductuales y trabajos interpersonales, y también se aprecia en algunas terapias específicas que se han desarrollado para comprender el alcance de la neuroplasticidad. Es importante ser consciente de ello, ya que en los años sesenta, setenta y ochenta se creía que las terapias eran «sólo hablar», y que las únicas intervenciones biológicas reales tenían que ver con la medicación. Ahora sabemos que no es así: las terapias en las que el paciente habla son, según Norman Doidge, como operaciones de microcirugía. Cuando ayudamos a las personas a recordar un trauma, activamos los circuitos cerebrales asociados a este trauma y esos circuitos, cuando se activan, se vuelven más maleables, como han demostrado científicos como Joseph LeDoux de la Universidad de Nueva York. Cuando un circuito es más maleable, es más fácil volver a programarlo. Por ello a veces es importante hablar del pasado en las terapias, porque no puedes cambiar las redes cerebrales si no las activas. La psicoterapia se centra en esos dos procesos: desaprender y aprender, y ambos son procesos plásticos.
¿Qué circunstancias nos llevan a cambiar, es decir, a activar nuestro potencial plástico de nuevo?
Por ejemplo, cuando tenemos que colaborar con otro ser. No podríamos colaborar con otras personas si fuésemos demasiado rígidos. Ésa sería una buena razón: somos más receptivos al aprendizaje cuando somos colaborativos. De hecho, las personas que se comprometen en relaciones amorosas maduras perciben este proceso de apertura al otro: enamorarse invita a aprender y a cambiar, y es un tiempo muy fértil desde el punto de vista plástico. Por ello, es importante dedicar tiempo al principio de una relación a consolidar comportamientos constructivos que formen una base sana para la relación, y a deshacer patrones interpersonales negativos.
Cuando aprendemos algo nuevo, ¿ese aprendizaje tiene un efecto inmediato en el cerebro?
Sí, definitivamente. Ahora sabemos que cuando cambiamos el comportamiento y los esquemas mentales estamos utilizando la forma más contundente de producir cambios biológicos en el individuo. Numerosos estudios lo avalan, entre ellos los del científico Eric Kandel, que han demostrado que cuando un animal aprende algo no sólo cambia el número de conexiones sinápticas entre dos neuronas —y estamos hablando de entre mil trescientas y dos mil seiscientas a medida que el animal aprende o desaprende algo— sino que determinados genes se activan en las neuronas para fabricar proteínas y lograr esa conexión. Esto nos da la clave de que nuestra vida mental puede influir en la expresión, o activación, de determinados genes.
¿Influye el sueño en mi capacidad de aprender o desaprender?
¡Desde luego! Estamos comprobando que el cerebro consolida estos cambios durante el sueño. Es por ello por lo que una siesta o una buena noche antes de un examen son importantes. Aunque parece que no ocurre nada cuando dormimos, en realidad consolidamos y ordenamos aprendizajes y emociones durante el sueño.
¿Por qué a veces siento como si nada cambiase, aunque lo esté intentando?
Nos inspira escuchar historias acerca de personas que logran consolidar grandes cambios, que consiguen llevar a cabo una dieta importante, recuperarse de determinados accidentes cardiovasculares o lograr vivir de forma autónoma con sólo medio cerebro… Y es que los humanos somos capaces de llevar a cabo grandes cambios, sobre todo si nos enfrentamos a grandes retos, porque en esos momentos la alternativa es sobrevivir o resignarse. Pero en todos los casos estos cambios requieren un trabajo deliberado paciente y a veces considerable. En los procesos de cambio existen lo que se denomina «mesetas de aprendizaje»: cuando realizamos los ejercicios que nos permiten estimular las neuronas, hay momentos durante los cuales el trabajo del cerebro es, sobre todo, consolidar el aprendizaje, periodos necesarios en los que los cambios sintomáticos son menos evidentes, aunque no significa que nada cambie.
Dame algún ejemplo práctico de cómo puedo deshacer caminos mentales y emocionales a través de un cambio de comportamiento.
Vamos a centrarnos en algunos ejemplos de cambio que podemos poner en marcha de forma sencilla y consciente. Dice Oliver James, un reconocido psicólogo británico, que si no comprendes tu pasado estás condenado a repetirlo. Hemos visto en estas páginas que la familia es un entorno donde tendemos, por costumbre, a repetir patrones mentales y emocionales. Por ello sugerimos estas maneras prácticas de cambiar:
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– Revisa tu guión familiar. Jugamos un papel estático en nuestras familias. En la próxima reunión familiar, como si estuvieses en medio de un pequeño teatro, juega a cambiar ese guión. Si eres el que siempre se acuerda de llevar regalos en Navidad, olvídate este año. Si eres el que siempre ayuda a recoger, instálate como si nada en el sofá después de comer. Si eres el que siempre llega tarde, llega a la hora por esta vez. Verás algo curioso: ¡Todos se resistirán a que cambies!
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– Cambia de entorno. Es difícil cambiar en el mismo entorno en el que se generaron nuestros comportamientos y emociones problemáticos. Cambiar es mucho menos complicado si cambiamos de entorno, o si cambiamos algunas características de nuestro entorno: amigos, aficiones, trabajo, casa, barrio, rutinas…
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– Haz de tu vida una creación permanente. Cambia algunas cosas de forma consciente y deliberada. El ejercicio consiste en que todos los días voy a hacer un gesto distinto: ir a comprar el pan por otro camino, hacer la cama de forma distinta, freír un huevo de otra manera, vestirme un poco diferente, no sentarme siempre en el mismo lugar en la mesa… Reinvento cada acción automática, hay muchas en nuestras vidas. Impongo conciencia y no camino de forma automática sino que hago de mi vida una creación permanente.
Los humanos necesitamos estabilidad. Pero demasiada estabilidad puede significar que hemos renunciado a utilizar nuestras capacidades, nuestra creatividad, que nos encerramos en un papel y en un guión que aprendimos en la infancia y que tal vez no nos hace felices. No seas un esclavo sin saberlo. Cuestiona cómo vives, lo que eres y cómo te relacionas con el resto del mundo. Escribe tu propio guión y reinvéntate.