25

—Te estás durmiendo.

—¡No es cierto!

Celeste soltó una carcajada y le lanzó a Jake un cojín, él ni siquiera tuvo reflejos para esquivarlo y se escurrió desde su cara al suelo en un solo movimiento.

—Vale, a lo mejor me estoy durmiendo un poco —admitió riéndose.

Se desperezó e hizo un esfuerzo por enfocar su vista en la pantalla de la televisión. Volvió a cerrar los ojos con un suave gruñido, pellizcándose el puente de la nariz.

—Venga, vamos a la cama —le dijo ella, poniéndose en pie y tirando de su mano.

Jake la miró con una sonrisa perezosa y se puso en pie, la atrajo hacia él y la besó en los labios.

—Esa frase basta para despertar a un hombre —ronroneó. Ella rio de nuevo.

—No a ti, al parecer. Tendrías que ver los ojos que tienes. ¡Venga, a dormir!

—Sí, será lo mejor. Adelántate, enseguida voy.

Celeste se dirigió al dormitorio y, cuando estuvo seguro de que no lo veía, Jake lanzó un suspiro tembloroso y se dirigió hacia el perchero, donde había colgado su chaqueta. Sacó un pastillero del bolsillo interior y se encerró en el baño.

Gabi los observaba desde su plano, como solía hacer a menudo, y vigiló los movimientos de Jake con expresión preocupada. Cuando salió del servicio, lanzó una mirada pesarosa a la palidez de su piel. El joven se pasó una mano por la nuca y se la masajeó, con los ojos cerrados. El ángel gimió.

—No ha sido una tregua muy larga —murmuró con tristeza. En ese momento, algo en el ambiente cambió, llamando su atención. Aspiró hondo y un sabor horrible y conocido se instaló en su paladar. ¡Maldad!—. ¿Qué demonios…? —susurró, lanzando miradas nerviosas a su alrededor.

Se acercó a la ventana y oteó el exterior. Vio las sombras enseguida. Las siluetas de dos hombres oscurecidas sobrenaturalmente por un centenar de brumas, el sello inconfundible de que esos dos estaban haciendo algo terrible, algo que acababa de condenar sus almas. Trató de identificar la estela de Amon, pero no había ni rastro de él. No, aquello no era cosa de un demonio, lo cual lo hacía más escalofriante: era maldad perpetrada por hombres, ni más ni menos.

Apretó los puños y se mordió el labio. Independientemente de su apuesta, sabía que un ángel no debía intervenir en el devenir de los hombres, que lo que aquellos dos tipos estaban haciendo debía dejarse hacer, que era cosa de las fuerzas del bien y del mal… No podía existir uno sin el otro… No debía intervenir… Sufriría un castigo terrible si lo hacía…

Miró a Jake, a la evidente debilidad que presentaba en ese momento. Pensó en la chica que lo esperaba en la cama, completa y feliz por primera vez en una vida llena de baches y pesares, ajena por completo a lo que el futuro le deparaba aún.

—¡Maldición! ¿Es que no tienen ya bastante? —gruñó Gabi, mirando a un cielo imaginario.

Olfateó el humo y sintió las llamas mucho antes de que sonara la alarma antiincendios de la librería. Jake dio un bote al escucharla y miró con ojos como platos hacia la puerta del apartamento. Corrió hacia ella, justo cuando Celeste se precipitaba fuera del dormitorio.

—¡Dios mío! —jadeó cuando ambos bajaron al primer rellano de la escalera y el humo les impidió seguir avanzando.

—¡Arriba, arriba, deprisa! —gritó Jake, empujando a Celeste para que regresara hacia el apartamento—. ¡Llama a los bomberos!

—¿Qué diablos ha sucedido, Jake? —exclamó ella, con las manos temblando tanto que apenas podía marcar—. ¡Me gasté una pasta en un sistema antiincendios, pero no he visto ni un jodido chorro de agua ahí abajo!

—Quizás se haya averiado —murmuró sin convicción, mientras corría hacia la salida de emergencia que había en la cocina. Cerró los ojos y lanzó una plegaria silenciosa al comprobar que sus temores no eran infundados. La puerta no se abría; estaban atrapados ahí arriba. Alguien había prendido fuego a la librería y había bloqueado todos los accesos para evitar que pudieran escapar. Solo un nombre acudió a su cabeza en ese instante, capaz de tal atrocidad—. ¡Hijo de puta!

Había sido una mala decisión, eso era evidente. No había más que ver el infierno a su alrededor para entenderlo, aun así, no hubiera actuado de otra forma porque jamás habría podido seguir viviendo sin haberlo intentado al menos. Iker empezó a sentir los pulmones saturados de humo casi en el momento de entrar en la zona de los cheniles. Para cuando alcanzó las primeras puertas ya tosía y babeaba como un perro rabioso. La garganta le ardía y los ojos le lloraban tanto que tenía que ir guiándose por el tacto de una sola mano, para evitar dejar caer la manta, que ya se sentía demasiado caliente sobre su cabeza.

A pesar de ello, consiguió abrirlas. Los perrillos aullaban por todos lados y la desesperación le invadió cuando comprendió que nunca podría ser lo suficientemente rápido para llegar a todos.

—¡Vamos, pequeños! —urgió a los animales que se encogían de miedo al fondo del habitáculo, aterrorizados. Dos de ellos salieron al fin, pero el tercero permaneció acurrucado, gimiendo—. No tengas miedo, Coque, venga.

Al final tuvo que entrar a por el perro y sacarlo en brazos, operación que le robó unos valiosísimos minutos. Miró hacia delante y tragó una saliva que le hizo toser más. ¿Cómo diablos se había producido aquel incendio? Por allí no había nada que… Iker tropezó con un bidón que lo hizo caer de rodillas. El mundo se le cayó a los pies cuando lo entendió: gasolina, por todas partes. Y paños que apenas eran ya cenizas aquí y allá, y… ¿paja? ¿En serio? Alguien se había tomado las suficientes molestias para asegurarse de que todo el albergue ardiera, con sus inquilinos dentro. Ni siquiera se habían molestado mucho en tratar de ocultar que era intencionado. Se imaginó por qué, claro. La persona que había ordenado aquella barbaridad estaba segura de poder escapar indemne. En cualquier caso, las leyes nunca favorecían a los animales.

Con la rabia hirviendo en sus venas, corrió como pudo, a ciegas, hacia donde estaba la siguiente puerta. El hierro le quemó la palma de nuevo y siseó de dolor, aunque no se detuvo, la abrió y dos perros salieron corriendo hacia el exterior, con ese instinto tan admirable que solo ellos poseían. Alcanzó dos puertas más antes de que el humo y el calor lo invadieran todo. Se detuvo con la mano en el pecho, cada respiración una tortura, los gritos y ladridos a su alrededor parecían cada vez más lejanos mientras la realidad se apagaba. Trató de dar un paso más hacia delante, pero uno de los bidones que aún no habían prendido estalló cerca, provocando que una nube de fuego espeso y rojo avanzara implacable hacia su cara. Se lanzó al suelo, tratando de protegerse inútilmente con los brazos.

Antes de caer, aún tuvo un pensamiento desesperado para los pobres animales que no había conseguido salvar y una última visión de lo que pudo haber sido con Javier, de haber actuado de otra manera. Alzó sus ojos irritados al cielo nocturno, completamente aturdido por la asfixia, y distinguió un relámpago, tan brillante que por un momento fue capaz de iluminar la oscuridad; después, todo quedó reemplazado por el calor, el miedo y el terrible dolor de las llamas lamiendo su piel. Sus gritos corearon los aullidos de los pobres animales, conscientes de su funesto destino.

—Los bomberos vienen en camino. —Celeste entró en la cocina con el móvil en la mano y los ojos llenos de lágrimas—. Pero la puerta ya está caliente, Jake, el fuego lo habrá devorado todo mucho antes de que lleguen.

Él la estrechó con fuerza y le besó la cabeza para tratar de calmarla. Su cuerpo temblaba por el miedo y el llanto y de nuevo sintió la rabia furiosa en su interior. Esto no podía acabar así, no podían haberse encontrado para que todo terminara de esta manera. Era tan injusto. Y Fran quedaría impune, seguro; la gentuza como esa sabía cómo escapar de la ley, además, tenía a sus gorilas para pagar las culpas.

—Jake, tenemos que salir de aquí —le dijo Celeste, mirándolo con la cara arrasada por las lágrimas y la angustia—. No hay mucho que nosotros podamos hacer.

Deseó matar a ese cabrón con sus propias manos por poner esa expresión en su rostro. Se veía tan aterrada, tan indefensa… Y él no podía ayudarla. Esta vez no podría rescatarla del dolor.

—¿A qué esperas? —insistió—. El fuego puede alcanzar el ático de un momento a otro.

—Celeste…

La chica se acercó a la puerta de emergencia y dio un tirón. Su cara se descompuso mudada por el pánico. Un nuevo tirón, seguido de una oleada desesperada, acompañada de golpes y gritos.

—¡Celeste, Celeste, cálmate! —Jake la separó de la puerta y la abrazó con fuerza mientras ella gritaba histéricamente—. Está bloqueada, pero buscaremos la manera de abrirla, o saldremos por otro lado. Tranquila.

—¡No hay otro lado! ¡La escalera de incendios está tras esta jodida puerta, no hay otra salida, Jake! —gritó—. Esto es cosa de Fran, lo sé. Ha sido él.

—Encontraré la forma, lo juro…

—¡Dios mío! —aulló con un lamento desesperado, cayendo al suelo de rodillas—. Me lo advirtió, me dijo que me mataría si no regresaba con él y es lo que va a hacer. Y te he arrastrado a ti en esta pesadilla.

—¡No digas eso! —gruñó, poniéndola en pie y sacudiéndola suavemente por los hombros—. Nadie va a morir. Tienes que tranquilizarte para que puedas ayudarme.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos, tan necesitada de protección, tan pequeña… Asintió despacio, tragando saliva, tiñendo su terror de determinación.

—Escúchame, si no podemos usar las puertas, tendremos que salir por las ventanas.

—¡Eso es imposible, nos mataríamos!

—Nos encerraremos en el dormitorio. Llenaremos la bañera de tu cuarto de baño y empaparemos toallas —explicó Jake con fingida calma—. Tienes que darme todas las sábanas, colchas, todo lo que podamos usar para hacer una cuerda.

—¡Jesús! —gimió Celeste, echándose a llorar de nuevo.

—¡Solo como último recurso, mi amor! Esperaremos a que los bomberos nos saquen, ellos serán más rápidos, ya lo verás. —Ojalá lo creyera con la misma firmeza con la que lo decía.

En cualquier caso, debió de sonar lo bastante convincente, pues ella asintió y se dejó arrastrar fuera de la cocina. Al alcanzar el salón, el alma se les cayó a los pies. El humo se filtraba ya espeso y oscuro por la rendija de la puerta que conectaba con la librería.

—¡Vamos, deprisa! —la urgió Jake. Una vez dentro del dormitorio, cerró la puerta y volvió a cogerla de los hombros—. Celeste, mírame, tienes que ser fuerte, ¿vale? Nos sacarán de aquí, ya lo verás.

—El fuego…

—¡Olvídalo! Restauraremos todo, no te preocupes por eso ahora, lo importante es mantener la calma.

—No, no, tú no lo entiendes —susurró ella, mirándolo con esa mirada perdida que le partía el alma—. El fuego me aterra y Fran lo sabe. Es mi mayor fobia. Mis padres… Ellos no lograron salir del coche y… ¡Dios mío, Jake, no quiero morir como ellos, no quiero!

—No vas a morir, no vas a morir —le susurró apretándola en un abrazo, mientras le limpiaba las lágrimas—. Ven conmigo, mojaremos toallas y…

En ese momento se produjo un fogonazo de luz en la habitación, tal vez en todo el apartamento, que los cegó durante unos minutos eternos. Lo siguió una especie de explosión que sonó como un millón de cristales pulverizados derramándose por el suelo. Jake apretó a Celeste entre sus brazos para tratar de protegerla, sin saber exactamente de qué. Y entonces vino el silencio.

Un silencio como de otro mundo, cargado de susurros insonoros, de palabras no pronunciadas, de música sin acordes, sin sonido. Un silencio sobrenatural, de un millón de años, poderoso, mágico. Un silencio acompañado de un intenso olor a flores silvestres, que se fue extendiendo por todo el apartamento, purificando el aire, absorbiendo el humo, el calor, las llamas y con ellos, los nervios y el terror.

Transcurrió lo que pareció una eternidad hasta que Jake y Celeste se atrevieron a salir del refugio de su dormitorio. Lo primero que apreciaron fue el frescor. No había ningún resto de olor a quemado, de humo. Miraron a su alrededor sin que ninguna palabra acudiera a sus labios durante largos minutos. Jake corrió entonces hacia la puerta de entrada y bajó la escalera hasta el primer rellano. Parecía que había estallado una bomba allí abajo. La librería estaba toda ennegrecida, paredes, suelo, estanterías… No había ni un solo rincón que no se viera negro y horrible, con libros a medio devorar por el fuego, tirados por el suelo, otros eran apenas carbonilla y cenizas. El mostrador se había convertido en un montón de astillas frágiles y retorcidas. La cafetería era un caos de mesas mutiladas y con la pintura abombada. Las llamas habían actuado muy deprisa, tal vez alentadas por algún combustible. Y sí, aquel era justo el aspecto que esperarías encontrar en una librería que había ardido hacía unos minutos, excepto por un detalle.

Cuando Celeste se reunió con él en la escalera, sus ojos se abrieron tanto como lo estaban los suyos, y solo fue capaz de pronunciar:

—¿Qué…?

Jake ni siquiera habló. Tan solo sacudió la cabeza, incrédulo, sin dejar de mirar con sorpresa la brillante capa de polvo de cristal que lo cubría todo, provocando que, a pesar de la negrura, del carbón y las cenizas, la librería brillara con un destello plateado, como si las mismísimas estrellas hubieran bajado del cielo para apagar aquel incendio, y el perfume de un centenar de flores del campo se hubiera filtrado justo hasta allí para purificar el aire.