10

Se hubiera puesto a gritar, a maldecir a voces desde lo alto del castillo si no hubiera estado Celeste a su lado. Llevaba tanto tiempo sin tomarse un descanso, sin sentirse relajado, tranquilo, sin pasar un buen rato como el que estaba pasando aquella mañana. Olvidar… hasta el extremo de ver su enfermedad como un minúsculo borrón que se colaba de vez en cuando en su cabeza. Quería alargar ese día, quería seguir con la causante de ese estado de paz más tiempo. Entonces habían regresado el dolor y los mareos para darle una bofetada en los morros, para recordarle el miedo, la enfermedad, la posibilidad de la muerte.

Se tomó su calmante y se miró una vez más en el espejo del cuarto de baño del bar, chascando la lengua al descubrir las ojeras y la palidez.

—¡Maldita sea! —gruñó echándose más agua en la cara.

Quería rugir de frustración. No deseaba volver a encerrarse en su dormitorio a lloriquear como un cobarde. Quería beber la vida, disfrutarla, saborear esa vitalidad que Celeste le estaba regalando sin pedir nada a cambio. No, no quería que terminase y, sobre todo, por nada del mundo deseaba que ella se enterara de que estaba enfermo. Aunque, debía reconocer que esa genuina preocupación en sus bonitos ojos ambarinos le había agradado casi egoístamente. ¿Por qué? Cualquiera sabía. Odiaba que Daisy le preguntara cómo se encontraba, pero le había gustado sentir que Celeste quería cuidar de él. No, definitivamente no deseaba que aquello terminara, porque después vendría el mañana y no tenía ni idea de qué traería.

—Te he pedido un tercio, ¿vale? —anunció Celeste cuando regresó a su lado en la mesa.

—¡Genial! Estoy frito. ¿Quieres algo de comer?

—¿Bromeas? ¿Después de la pila de pasteles que hemos comido esta mañana? —Soltó una carcajada.

Jake la miró fijamente de nuevo. No podía evitarlo. Verla reír hacía que sus labios también se curvaran, era maravillosa.

—Y, bueno, ¿hasta cuándo duran tus vacaciones por España? Eso no me lo has dicho —le preguntó, sacándolo de su ensimismamiento.

—Había pensado en pasar una semana, pero no sé si me concederán tanto tiempo —murmuró con la mirada un poco ensombrecida.

El tiempo dependía de su estado de salud. El mareo sufrido antes de ir a España no había gustado en absoluto al doctor Marshall. Desde luego había sido mala suerte caerse justo en el baño, en el sitio más chungo para desmayarse de todo su apartamento. Era casi imposible no golpearse con uno de los sanitarios o muebles. La brecha era lo de menos, aunque aún dolía, lo realmente preocupante era el mareo en sí. Su médico hubiera preferido tenerlo vigilado y a salvo, por supuesto, pero había respetado su decisión de tomarse unos días antes de… bueno, de lo que estuviera por venir. Eso sí, no sin arrancarle la firme promesa de que acudiría al hospital más cercano al mínimo síntoma o cambio en su estado. El dolor que padecía ahora, y comenzaba a remitir gracias al calmante, no podía considerarse una novedad.

Se quedó un instante pensativo, mientras observaba cómo la camarera les dejaba sus bebidas en la mesa, sacudiendo una bonita melena rubia. Ella le sonrió ligeramente y por un momento su rostro, su olor, le resultaron familiares.

—¿Trabajo? —preguntó Celeste, rescatándolo una vez más de su pensamientos.

—¿Eh?

—Dices que dependerá del tiempo que te concedan, supongo que te refieres a trabajo, a pesar de ser tu propio jefe. A no ser que seas un preso fugado de la cárcel que no sabe cuándo lo pillarán o algo por el estilo —bromeó.

Jake sonrió perezosamente y se recostó contra el respaldo de su silla. Los malos pensamientos de nuevo se habían escondido en un rincón apartado de su mente.

—¿Y si te dijera que en realidad soy un agente de la CIA y que estoy aquí de incógnito en una misión secreta?

—¡Guau! —exclamó ella abriendo mucho los ojos y tapándose la boca, fingiendo fascinación.

—¡Seh! —soltó con chulería, antes de guiñarle un ojo y añadir con una voz grave de galán de los años cincuenta—: Pero te he visto en la cafetería y no he podido resistirme a dejar atrás toda mi misión para conocer a una mujer tan espectacular.

—¡Uhmm, pero qué sexi! —ronroneó Celeste, siguiéndole el juego. Extendió su mano hacia la que él tenía apoyada contra la mesa y comenzó a trazar curvas con sus dedos sobre ella.

Y ahí fue donde la broma de seducción dejó de ser una broma, al menos para Jake. Se tensó un poco al sentir esa caricia, sorprendido del calor que tan leve gesto había extendido por todo su cuerpo, barriendo cualquier dolor y cualquier preocupación como un tsunami. Jadeó quedamente y giró un poco la mano para recibir sus juguetones dedos en la palma. Era imposible que Celeste supiera que sus manos se acababan de convertir en una de las zonas más erógenas de su cuerpo, ella solo pretendía seguir con el absurdo juego que él había iniciado, pero, sin pretenderlo, lo estaba volviendo loco. Loco… ¿Por qué? No era la primera vez que una mujer guapa le acariciaba las manos; de hecho, había recibido cientos de caricias, mucho más íntimas incluso. ¿Por qué ese gesto casi inocente lo estaba abrasando?

La miró a los ojos con intensidad, incapaz de esconder el destello de lujuria que sabía que debía de haber ahí. Cuando Celeste se encontró con su mirada, se tensó un poco, se lamió el labio inferior con nerviosismo, atrayendo una vez más su mirada hacia aquella boca tan fascinante, y retiró la mano como si se hubiera quemado.

Jake cruzó las piernas, incómodo, tratando de evitar que ella se fijara en lo que lo delataba bajo su pantalón. ¿Qué iba mal con él? Nunca le había pasado algo así. ¿A qué venían esas ganas casi irrefrenables de cogerla de la mano, de empujarla hacia él, de aplastar su boca contra la suya? ¿Y por qué sentía un nudo en el estómago al pensar en ello? Un nudo placentero y atormentador a la vez…

«¡Mierda, mierda, Jake! ¿Será esto uno de esos síntomas raros? Quizás se me está yendo la cabeza, después de todo» se dijo, apartando la mirada de la mujer y volviendo a echarse contra el respaldo todo lo que pudo, como si con eso consiguiera hacer desaparecer el deseo, apartarla de aquel impulso lujurioso tan fuera de lugar.

A Celeste, por su parte, le costó romper el contacto. Le hubiera gustado seguir explorando esa mano, descubriendo cómo de oscuros podían llegar a ponerse sus ojos mientras lo hacía. Porque se habían oscurecido, claro que sí. No era tan inocente para no saber identificar esa mirada en un hombre. Y ella se había sentido pletórica, enorme al haberla puesto allí; al menos al principio. De repente pensó detenidamente en sus actos y se sintió fatal, avergonzada. ¿Qué estaría pensando Jake de ella? Podía engañarse diciendo que lo había hecho sin querer, que acariciar su mano formaba parte de la broma que había iniciado él, pero sería mentira y lo sabía. Había estado hambrienta por tocarlo un poco más íntimamente desde que salieron de la cafetería y había aprovechado la ocasión, simplemente. De acuerdo, lo que no esperaba ni en un millón de años era la sensación. La descarga de calor, las cosquillas mientras lo rozaba.

Una vez más, la voz «toca pelotas» en su cabeza vino a romper la magia del momento: «Solo ha sido una ilusión, no te montes pájaros, Celeste. Baja de las nubes, vuelve a la cruda realidad».

—No, esta vez no camino por las nubes —susurró muy bajito. Jake la miró con las cejas alzadas.

—¿Cómo has dicho? —murmuró con voz ronca, con la mirada aún algo cargada de lo que ella interpretaba como deseo.

—¡Oh! Decía que parece que se está nublando un poco —respondió atropelladamente—. Tal vez deberíamos…

—¿Seguir con la visita antes de que se ponga a llover? —sugirió él deprisa.

Sin darle tiempo a reaccionar, se levantó para pagar la cuenta.

—¿Podría darle esta propina a su camarera? No la veo por aquí ahora —le oyó decir. El hombre de la barra lo miró con cara de no comprender—. La chica rubia que sirvió nuestra mesa —explicó Jake.

—No hay ninguna camarera aquí, señor, ni rubia ni morena —exclamó el hombre, entregando su vuelta y girándose, tal vez para evitar seguir hablando.

El actor se quedó un momento parado, mirando su espalda con expresión sorprendida. Celeste echó un vistazo a su alrededor para ver si veía a la chica que les había servido, pero solo vio a otros clientes por allí y a un joven sirviendo una mesa. Jake se encogió de hombros, se acercó de nuevo y, con una sonrisa despreocupada, le tendió la mano.

—¿Vamos?

Ella miró unos instantes esa mano que minutos antes la había mantenido idiotizada e, inconscientemente, se mordió el labio. Se fijó en que Jake volvía a bajar los ojos hacia su boca al hacerlo y suspiró sin poder evitarlo. Esa mirada era la cosa más erótica que había visto en su vida. ¿Pero qué diablos habían puesto en su cerveza? ¡Al infierno! No quería pensar demasiado, ya pensaría y sufriría cuando todo acabara, cuando tuviera que regresar a casa, a sus problemas, a la jodida realidad que su cabeza se empeñaba en recordar constantemente. Cogió la mano que él le ofrecía con decisión, sintiendo de nuevo todas esas descargas que le hablaban de destino, y salieron así a la calle, ambos sonrientes, ambos reacios a soltar su amarre.

—Bueno, definitivamente creo que no puedo dar ni un paso más. —Celeste se desplomó en uno de los escalones de la Plaza Mayor, junto a la emblemática iglesia de San Martín. Soltó un suspiro sonoro y bebió un largo trago de una botella de agua.

—¿En serio? Menudos veinticuatro años, eres más floja que mi abuela. —Jake se dejó caer a su lado, sin poder disimular el gemido de placer al poder reposar al fin sus pies.

—¿Tienes abuela? —le preguntó ella con las cejas alzadas, pasándole la botella.

—Nop, pero si la tuviera seguro que sería infinitamente más ágil que tú —resopló, antes de vaciar la botella de un trago.

—Y habla el que no tuvo perniles de subir hasta el campanario de Santa María la Mayor.

—Eso es vértigo, no vagancia.

—¡Qué vas a tener vértigo! —Celeste le dio un empujón en el hombro antes de echarse a reír—. Si te has metido por todos los recovecos habidos y por haber del castillo.

Jake se limitó a sonreír y a alzar su rostro hacia el cielo con los ojos cerrados para recibir el calor de los anaranjados rayos de sol, que comenzaban a debilitarse antes del crepúsculo. Celeste lo miró y se recreó con esa imagen. La palidez había abandonado su rostro hacía horas y en ese momento se le veía formidable, con la luz de la tarde recayendo en su piel y dotándola de un tono aún más dorado. Jake lanzó un suspiro cuando una ligera brisa acarició su rostro. Pensó que parecía un dios, aunque sonara cursi o exagerado. ¡Qué complicadas eran las cosas en su cabeza! Ahora que lo tenía a su lado, tan cercano, tan hermoso, tan especial, deseó que él no fuera Jake Smart. Todo sería más sencillo si siguiera siendo solo Jake al día siguiente, si ambos fueran personas comunes, con vidas comunes, si fueran realmente turistas buscando un respiro de sus vidas cotidianas. Sin embargo, no lo eran. A ella le espera un infierno de lucha casi perdida al regresar; a él, la fama, los lujos, el éxito… su chica.

Porque, que supiera, Jake no había roto con la modelo Daisy B. Y esa era la realidad: Jake Smart estaría demasiado lejos y alto para ella una vez que abandonaran el oasis de Trujillo.

—¿En qué piensas? —le preguntó con voz suave, al percatarse de su mirada empañada.

—En mañana —susurró Celeste con una sonrisa triste.

Jake la miró un instante con intensidad y asintió, comprendiendo a la perfección a lo que se refería. Estiró la mano y le acarició la mejilla con los nudillos, una caricia suave e inocente que una vez más envió mil chispas por sus articulaciones. Celeste amplió su sonrisa e inclinó la cara para que pudiera acariciarla mejor.

—¿Por qué? —le preguntó roncamente, sin dejar de acariciarla—. Todavía queda mucho día por delante, ¿por qué pensar en mañana?

Eso, ¿por qué? ¿Por qué no olvidar la realidad un poco más, por qué no robar todo el tiempo posible a los sueños? Quería seguir viviendo ese junto a Jake, una realidad mágica en la que no existían los problemas. Porque, aunque habían hablado de casi todo durante ese maravilloso día, ambos habían evitado concienzudamente traer las sombras a su oasis. Celeste decidió que no les dejaría ni una rendija abierta, aunque el día tocara a su fin.

—Tienes razón, el sol se esconde, pero el día puede seguir todo el tiempo que queramos.

Jake sonrió y sus ojos verdes lanzaron un destello precioso, mezcla de placer, mezcla de anticipación, y un poco de ese toque de deseo que parecía no haberlos abandonado desde el episodio del bar.

—Ahora necesito una ducha, cambiarme de ropa, hacer unas llamadas, pero…

—¿Quieres cenar conmigo esta noche? —se adelantó ella.

Jake ensanchó su sonrisa y ese brillo se acentuó, deslumbrándola. ¡Al infierno si estaba siendo descarada o demasiado rápida! Se aferraría a ese sueño todo el tiempo que pudiera, exprimiría cada pequeña gota que consiguiera extraer de él.

—Solo si me dejas pagar a mí —advirtió, alzando un dedo.

—¿Ya estamos?

—Todavía te debo los pasteles y tú has pagado la comida.

—¡Un bocadillo, por Dios! —protestó Celeste, poniéndose en pie y mirándolo desde arriba con los brazos en jarras.

—¿Y qué te hace pensar que no te voy a invitar a un bocadillo yo también? —Ella bufó en respuesta y Jake la miró con seriedad—. Celeste… Tal vez… No, sé que tú no podrás entenderlo de la misma manera que yo, pero… necesito pagarte de algún modo.

—¿Pagarme? —casi gritó—. ¿Pagarme qué? No me vengas con…

—El que probablemente ha sido uno de los mejores días de mi vida —respondió en un susurro ronco—. El mejor, con seguridad, de los últimos años al menos.

Jake se puso en pie y se situó frente a ella, muy cerca, tan, tan cerca… Le cogió una mano y con la otra volvió a acariciar su mejilla. Celeste jadeó y tuvo que cerrar los ojos un instante para evitar que las vueltas que daba el mundo alrededor de ella la hicieran caer al suelo. Tragó saliva, sintiendo la garganta seca, y solo fue capaz de asentir en silencio, mientras volvía a clavar su mirada en aquellos penetrantes ojos verdes con los que tanto había soñado desde niña.

—Déjame decorar este sueño.

—¿Decorarlo? —musitó—. ¿Cómo?

—Quiero construir una noche perfecta, contigo. Quiero ser un galán hoy, uno de verdad. Quiero… —Jake tragó saliva, no encontrando las palabras para expresar eso que crepitaba en su estómago al tenerla allí, tan suave, tan dulce, ¡tan suya, por Dios! Su expresión le decía que podía haber obtenido todo de ella en ese instante, y sin embargo, era él, para variar, el que ansiaba darle todo. ¡Todo lo que deseara y más!—. Quiero…

—¿Invitarme a cenar en un restaurante pijo de esos que yo no podría permitirme ni en un millón de años? —preguntó ella estúpidamente.

Jake soltó una carcajada y en un arranque de alegría la estrechó en un abrazo fuerte, Celeste respondió despacio, aturdida, rodeándolo también con los brazos. Finalmente acabó uniéndose a él en las risas. Se apartó ligeramente y la tomó por los hombros, sacudiéndola un poco, como solía hacer cuando se emocionaba con algo.

—¡Sí! —respondió con rotundidad—. Justamente eso quiero, una noche de ensueño contigo.

Celeste sonrió con timidez y apartó la mirada. No sabía qué decir, pues no sabía si eso de «una noche de ensueño» tenía las mismas implicaciones para él que para ella. Jake leyó sus pensamientos y torció los labios en una sonrisa pícara antes de hablar.

—Una cena, tal vez un baile… ¿Pasteles? —Celeste rio suavemente y lo miró de nuevo a los ojos. Jake suspiró. Jamás en toda su vida había deseado tanto besar a alguien. ¿Cuándo había surgido ese deseo? ¿Cuándo se había convertido en vital para él? ¡Solo la conocía de unas horas! Era una locura y sin embargo… ¡Era!—. Lo que tú desees. Una noche de ensueño para ti será una noche mágica para mí.

—Bien —respondió en un susurro—. Bien… Tú ganas.

Jake sonrió y, con el mismo ímpetu y alegría que había experimentado antes, la estrechó de nuevo y le estampó un beso en los labios. Un beso que ni siquiera se pensó, fue algo espontáneo, algo motivado por la alegría de saber que le concedía unas horas más en ese oasis que habían construido juntos. Entonces Celeste gimió y la sintió derretirse en sus brazos, y el beso casto le produjo una descarga como todas las que ella provocaba cuando lo rozaba. Recordó esa boca que tanto había admirado a lo largo del día y sus labios, antes duros y precipitados, se tornaron suaves y temblorosos al rozar los suyos. Suspiró contra ellos, antes de estrecharla más fuerte, Celeste enredó las manos en su cuello y…

—¡Fito!

El grito alarmado vino acompañado de una fuerte embestida que los obligó a separarse antes de poder profundizar el beso. Celeste se vio acosada de repente por una preciosidad enorme de ojos naranjas, pelo fuego y negro y orejas puntiagudas. El perro había llegado hasta ella trotando y, poniéndose en pie sobre sus patas traseras, se apoyaba ahora contra su pecho, mientras le lavaba la cara a lametones sin dejar de mover el rabo frenéticamente y lanzar pequeños gemiditos, como si se tratara de un cachorrito indefenso.

—¡Hola! —exclamó ella sorprendida, moviendo la cabeza para escapar de las muestras de cariño del pastor alemán—. ¿Quién eres tú? ¿A qué vienen estas confianzas?

Jake se recuperó de su sorpresa y empezó a reír mientras rascaba las orejas del perro, este torcía la cabeza para tratar de lamer también su mano.

—¡Fito, malo, malo! —Una niña se acercó hasta ellos con el aliento entrecortado, y comenzó a reñir al perro, empujándolo para que volviera al suelo—. Lo siento, lo siento muchísimo. Le aseguro que no muerde ni nada, es solo que es muy juguetón y está loco, y es demasiado fuerte, y…

—Tranquila, tranquila, pequeña —la calmó Celeste riendo—. Solo me ha sorprendido, pero no asustado. Me encantan los perros y yo a ellos. —Se volvió a Jake para aclararle—: Esto es algo bastante común en mi vida, ¿sabes? No sé qué les doy, pero raro es el día que uno de estos bichejos no trata de comerme a besos. Fíjate que siempre he tenido que advertir a mis citas de esto, estás avisado.

Jake rio alegremente y siguió acariciando a Fito.

—Afortunado es el que tenga una cita contigo, prometes diversión sin límites.

—Sip. Y babas, y huellas de patas en la ropa. —Celeste dio un beso al perro en la cabeza—. Tranquila, cielo, en realidad me siento halagada, tienes un perro muy guapo.

La niña sonrió aliviada y apretó el collar del animal para que no volviera a escaparse. Después de unas cuantas caricias más, se despidieron y la niña se alejó con Fito, que seguía mirando atrás con su enorme lengua colgando, como si se pensara si regresar junto a Celeste.

—Lo has enamorado —dijo Jake con una sonrisa en los labios, mientras los veían alejarse.

—Como te digo, suele pasarme. De hecho, soy voluntaria en un albergue de animales porque el cariño es mutuo.

—Siempre he considerado que los perros son los más inteligentes, esto lo confirma —expuso con sencillez—. Y tú eres sencillamente maravillosa, ¿cómo no podrían adorarte?

Celeste lo miró con una sonrisita tímida, sintiendo ese cumplido como uno más de los regalos de aquel maravilloso día. Se quedaron en silencio un instante, ambos pensando en lo que había estado a punto de ocurrir antes de que los interrumpieran. Ninguno podía estar seguro de si un beso complicaría las cosas entre ellos, si darle a esa relación tan especial una implicación más sentimental, incluso sexual, sería un error; sin embargo, los dos pudieron leer en los ojos del otro que estaban dispuestos a correr el riesgo.

—¿Te acompaño a tu hotel? —preguntó Jake en voz baja.

—¡Oh! —exclamó Celeste. Se mordió el labio y se preguntó si decir «¡¡¡sí!!!» sonaría muy desesperado.

—Quiero decir… —Jake se atolondró un poco al darse cuenta de cómo había sonado aquello y se apresuró a aclararlo—. Quiero decir, que si te acompaño a tu hotel, de verdad. Ehmm… no lo he dicho con el sentido…

Celeste estalló en carcajadas y lo cogió del brazo, arrancando a andar, él sonrió y se dejó llevar.

—¡Olvídalo! Sí, acompáñame y así sabrás dónde recogerme esta noche, y ya veremos qué sentido le damos a todo esto… —expuso sacudiendo la cabeza—. Francamente, es… Tú y yo… es…

—Como columpiarse en las nubes —respondió Jake.

Ella lo miró sorprendida. ¡Acababa de repetir las palabras de Made in Heaven! ¡Destino! Todo encajaba, todo era correcto, todo estaba escrito: ellos estaban hechos el uno para el otro, aunque solo fuera durante un tiempo efímero.

—¿Dónde te alojas? —le preguntó, haciéndola regresar a la realidad.

—En el Hotel Casa de Orellana.

Jake se detuvo de repente y la miró con las cejas alzadas.

—¿Estás de coña, no? —Ella negó con la cabeza—. ¡Yo me hospedo en el Casa de Orellana!

Celeste notó cómo su mandíbula caía irremediablemente y se mantenía así durante unos segundos.

—No puede ser… —susurró.

—¡Sí! Como te he dicho, hacía mucho tiempo que deseaba visitar Trujillo, a veces me hago viajes de fantasía, ¿sabes? Miro planos, vuelos, hoteles… Y estoy enamorado de ese hotel desde que lo vi en internet. Ni siquiera me planteé otro cuando decidí venir.

—Es una maravilla —afirmó ella aún con la mirada algo perdida.

—Sí, sí que lo es —coincidió él—. Y una causalidad maravillosa, como ha sido todo en este día mágico.

—¿En qué habitación estás? —preguntó con un hilo de voz, mirando al horizonte, segura de cuál sería su respuesta.

—En «La Torre de Don Gonzalo».

Lo sabía. Era la habitación en la que se había alojado con sus padres años atrás. Celeste sonrió y asintió en silencio, volviendo su rostro para mirarlo a los ojos. Lo cogió de la mano y se la apretó un poco.

—No, no es una casualidad, es destino.

—¡Destino! —escupió Amon con la boca torcida en un gesto de fastidio. Miró hacia atrás, hacia donde la niña se alejaba con el pastor alemán—. ¿De qué me sirve evitar un beso cuando la noche promete cientos? ¡Maldita sea, no puedo perder esta apuesta!

Se quedó un instante quieto, acariciándose la barbilla con los ojos entrecerrados, pensando en su siguiente movimiento.

—¿Dando un paseíto por Trujillo?

El demonio dio un bote y se volvió para enfrentarse a Gabi, que lo observaba con los brazos en jarras y un destello asesino en sus ojos azules.

—¡Hola, mi amor! —la saludó con una de sus melosas y encantadoras sonrisas.

—Amon, ¿qué estás haciendo aquí? No estarás haciendo trampas, ¿verdad? —preguntó con voz falsamente sedosa.

—¿Yo? —exclamó ofendido—. ¿Qué te hace pensar eso? Solo he venido a echar un vistazo para ver cómo les va a nuestros muchachos. Y, por cierto, ¿qué estás haciendo tú aquí? —inquirió, señalándola con un dedo, estrechando los ojos con desconfianza.

—Asegurarme de que nada «anormal» se interponga en el destino de esos dos —respondió Gabi, cruzando los brazos sobre su pecho.

—¿Por qué te empeñas en pensar lo peor de mí, mujer?

—¡No soy una mujer! Y pienso tal como debo de un demonio, Amon.

—Yo podría decir lo mismo, los ángeles sois criaturas sin escrúpulos —se defendió. Gabi resopló como respuesta—. Está bien, podemos pasar el resto del día discutiendo esto y yo tengo muchas cosas que hacer.

—Bien, pues lárgate y deja en paz a nuestros chicos —espetó el ángel.

—Ok, pero después de ti.

—¡Oh, por favor! Contaremos hasta tres, ¿vale?

—Vale —estuvo de acuerdo Amon—. Uno…

—Dos…

Rápido como una centella, el demonio cogió a Gabi por el cuello y le estampó un beso en los labios antes de exclamar con una enorme sonrisa:

—¡Tres!

Acto seguido, chascó los dedos y desapareció. El ángel se quedó un segundo parada en el mismo sitio, con los ojos muy abiertos por la sorpresa y los dedos acariciando sus labios.

—¡Será…! —musitó, mientras una sonrisa tonta se dibujaba en sus labios. Reaccionando al fin, y no muy segura de si debía sentirse enfada o halagada, hizo una floritura con la mano y se esfumó, dejando su estela junto a la estatua de Pizarro.