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Hola, Jake.

Este es un mensaje terapia; una carta destinada a volcar mis penurias, pero que, por supuesto, no tengo intención de enviar. Hoy es el día perfecto para hacer algo infantil y estúpido de nuevo. ¿Por qué no escribir un mensaje a tu ídolo? Mejor que ponerse a llorar sí es.

En fin, digamos que solo necesitaba una pequeña distracción para olvidar lo que me espera mañana, el día en el que, con un noventa y nueve por ciento de probabilidades, lo perderé todo. Tengo tanto miedo… Ojalá las cosas fueran como en las películas; pero supongo que los finales felices no tienen cabida en un mundo lleno de soberbia, orgullo, avaricia, mentiras… ¡de basura!

Por eso mi mente prefiere volar la mayor parte del tiempo, evadirse de la realidad gris y columpiarse en el cielo, en las nubes, donde todo es luz y sucede como en un sueño. El problema es que la tierra suele estar demasiado cerca del cielo y, como siempre me advertía mi abuelo, un día acabaré de culo contra el suelo.

Bueno, no sé si se puede ir más de culo en la vida, así que esta noche me arriesgaré a volar un poco, a soñar que envío realmente este mensaje y tú lo abres, lo lees y, por tanto, conectas conmigo aunque solo sea un segundo, antes de que todo se derrumbe en mi vida.

—¡Oh, por favor! ¿Se puede ser más patética? —bufó Celeste, echando mano a la copa de vino que había dejado en la mesita de noche.

Sentada sobre su cama, con el portátil sobre las rodillas flexionadas, sintió que aquella tercera copa comenzaba a hacerle algo agradable a su cabeza. Era fácil sonreír y soñar, pensar estupideces. El problema era que al menos necesitaba diez más para olvidar lo que le esperaba al día siguiente, y lo que menos necesitaba era acudir al juzgado con una resaca de aúpa.

Volvió a dejar la copa y lanzó un vistazo a su mensaje. Se había creado una cuenta de Facebook exclusivamente para escribirlo, y eso aun sabiendo que no lo pensaba enviar. Pero era agradable fantasear… Y ver las fotos y comentarios de Jake, eso siempre era agradable. Tu ídolo parecía como más cercano en una página social; él lo parecía, al menos, pues no era lo mismo leer artículos enlatados que sus propias palabras. Suspiró pensando que en unos meses estrenaría una nueva película. Iría a verla al cine diez millones de veces, hasta memorizarla, y después compraría el DVD para verla otros diez millones.

—Eso si me queda pasta para hacerlo después de mañana… —gruñó.

Releyó el mensaje y se rio. Con un resoplido, seleccionó todo el texto y pulsó la tecla suprimir, pero algo extraño pasó con el ordenador. La pantalla parpadeó y emitió una luz plateada. Celeste la miró con el ceño fruncido, un poco cegada, hasta que volvió a quedar quieta y clara. Entonces pudo verla con claridad y ahogó un grito, mientras se tapaba la boca con la mano. En lugar de borrarse, el mensaje aparecía ahora en la parte de arriba, en la zona de enviados.

—¡Ostras! —exclamó, echándose hacia atrás contra el respaldo de la cama—. ¡Qué vergüenza, por Dios!

Después estalló a reír. Menos mal que en aquella cuenta de Facebook no había ninguna cosa que pudiera identificarla. Bueno… eso no era del todo cierto… Teniendo en cuenta que era la dueña de una de las librerías más famosas de Barcelona y que su foto de perfil era la foto del cartel de la tienda… Se tapó los ojos y volvió a reír.

—Y ¿qué más da, Celeste? No has puesto nada demasiado estúpido, ¿no? —¡Joder! ¿Pero qué estaba diciendo? El vino la había vuelto idiota, desde luego. ¡Como si Jake Smart no tuviera nada mejor que hacer que leer las tonterías que le contaban sus fans!

Salió de su página y apagó el ordenador. Se levantó y fue a dejar la copa en la cocina, lanzando una mirada soñadora al acogedor salón de su apartamento. Suspiró, sintiéndose triste de nuevo. Probablemente, a partir del día siguiente ya no podría seguir llamándolo suyo. Algo que había pertenecido a su familia desde siempre… Con el ánimo en los suelos otra vez, se lavó los dientes y se metió en la cama, dispuesta a pasar otra noche en vela, aguardando un día duro.

—¿Luz plateada? —resopló Amon desde su plano inmortal, mientras observaba a Celeste dar vueltas en su cama—. No has sido muy discreta que digamos, ¿no?

—¿Qué dices? —se defendió Gabi—. Ha sido totalmente correcto y lo suficientemente confuso como para que la chica no sospeche. Ha sido perfecto.

—Claro, como cada cosa que haces —masculló el demonio con una sonrisa torcida.

El ángel chascó los dedos y los trasladó a otro dormitorio, en otro apartamento, este mucho más lujoso, y frío, observó sacudiendo la cabeza.

—Este hombre necesita algo de calor en su vida —exclamó con los brazos en jarras, observando la decoración minimalista y deshumanizada a su alrededor—. Y pensar que yo tenía intención de dejar pasar una encarnación más para que conociera a su amor verdadero… Menos mal que me has hecho recordarlos.

—Sí, claro, menos mal que has apostado su destino con un demonio —se burló Amon, señalando el sobre blanco con membrete que había sobre la cama del dormitorio. Gabi suspiró con tristeza.

—No estoy de acuerdo con eso, Amon —murmuró, mirando a Jake Smart, que entraba en ese momento en la habitación con una taza humeante en las manos y una expresión desolada en su apuesto rostro—. Creo que te has pasado, es demasiado…

—No, no me vengas con rollos, guapa. Es mi parte del juego y debes aceptarla. ¡Sin intervenir!

—Sin intervenir —volvió a suspirar el ángel—. ¡Tampoco tú puedes hacerlo! Una vez que dé «mi empujón» se acabó nuestra participación en sus vidas, debemos dejarlo correr, ¿estamos?

—¡Claro que estamos! —protestó él—. Ya te dije que tienes mi palabra.

—¡Oh, la palabra de un demonio! —dramatizó. Amon se rio.

—Yo podría decir lo mismo. Los ángeles sois tan de fiar como los anuncios de Teletienda de la madrugada. No voy a intervenir, ese era el trato.

—Bien, eso espero.

Gabi centró su atención en Jake, que se había sentado en la cama con su portátil, de la misma forma en la que lo había hecho Celeste antes. Hizo un giro con su dedo sobre la cabeza del hombre y a este de repente se le ocurrió la idea de echar un vistazo a su cuenta de Facebook. El ángel resopló con fastidio al ver el icono del correo anunciando ciento ochenta mensajes.

—Otro día quizás —murmuró el actor, dispuesto a ignorar los mensajes y ojear un poco las notificaciones. Esa noche no tenía ánimos para leer las declaraciones de amor de mujeres que ni siquiera lo conocían. Cinco minutos después ya se había cansado de darle al ratón y se disponía a cerrar la página, sin embargo, una luz plateada parpadeó en la pantalla, cegándolo durante unos segundos. Cuando todo regresó a la normalidad, las más de doscientas notificaciones se habían esfumado, junto a ciento setenta y nueve mensajes. La bandeja de entrada solo señalaba uno—. ¿Qué demonios ha pasado aquí? —masculló, alzando las cejas.

Todavía haciéndose preguntas, se dispuso a salir de nuevo de su cuenta, pero el maldito chisme no parecía reaccionar como debía.

—¡Oh, vamos, no tengo ganas de tonterías! —murmuró, a punto de cerrar la tapa y olvidarse del ordenador.

Gabi lanzó un gruñido impaciente desde su plano y chascó los dedos frente a la cara de Jake. Este alzó la mirada algo aturdido, aspirando el repentino olor a flores silvestres que había llenado la habitación. Volvió a mirar la pantalla del ordenador y sonrió.

—Ok, supongo que un mensaje no me hará daño, ¿no? —dijo entrando en su correo—. Muy bien, señorita… ¿Made in Heaven? Buena canción. Sí, creo que tengo cinco minutos para una fan de Queen.

—Creo que te he concedido demasiadas oportunidades —resopló Amon—. El chico pasaba de nuestra Celeste, si no hubiera sido por tu intervención… No sé si eso ha sido muy justo.

—¡Es mi empujón, no me vengas con historias, tú te has pasado mil veces más!

—Vaaaale, te lo paso porque los chicos tienen buen gusto con la música y me han caído bien. Casi me va a dar pena machacarlos.

—Sigue soñando, guapo. Nunca conseguirás machacar a estos dos, ya lo verás —dijo Gabi sonriente, apartándose su preciosa melena rubia.

Chascaron los dedos y se esfumaron, dejando una estela de flores y humo en el dormitorio de Jake Smart.

Jake olfateó el aire con la nariz arrugada, pensando que a la mañana siguiente hablaría con la asistenta para que cambiara de limpiador, ambientador o lo que fuera, ese le revolvía las tripas.

—Bien, a ver qué tienes que contarme, señorita Made in Heaven —musitó distraído, mientras clicaba en el mensaje

Después de leer el mensaje tres veces, se recostó contra el respaldo de su cama y lanzó un hondo suspiro. Extraño. Sin ni siquiera una despedida, como si en verdad no hubiera tenido intención de enviarlo. Nada de halagos, ni declaraciones de amor, ni ninguna de las cosas habituales. Bueno, eso no era del todo cierto, a menudo solía recibir mensajes de chicas que estaban tristes y buscaban consuelo, como si él fuera un psicólogo o algo así; sin embargo, este era diferente… No sabría decir en qué, solo que al terminar de leerlo le había apetecido volver a hacerlo, y después una vez más… Sentía curiosidad por esa misteriosa chica, que por lo que él sabía, bien podía ser un gordo calvo de cincuenta años, llamado Peter. No había foto, solo un cielo morado con nubes rosas, y de su muro de Facebook tampoco podía desentrañar nada. Porque había entrado a cotillear algo de información, sí señor. ¿Por qué?

—Estamos sensibleros esta noche, ¿no, Jake? —se dijo con una sonrisa triste.

Tenía sus motivos para estarlo, eso no era lo extraño. Lo raro era haberse sentido conmovido por el mensaje de una desconocida que ni siquiera decía el porqué de su malestar. Solo que estaba triste. Tal vez había sido su forma de escribir o lo que había escrito. Se había sentido identificado con la sensación de desolación y había envidiado esa facilidad para evadirse. «Columpiarse en el cielo, en las nubes, donde todo es luz y sucede como en un sueño».

Era abrumador pensar que, para aquella chica, el hecho de que él leyera su mensaje era como columpiarse en las nubes. ¿Cómo no iba a sentirse halagado con algo así?

—Ojalá yo pudiera evadirme de mis problemas con algo tan sencillo.

¿Qué le ocurriría a Made in Heaven? Su mundo se derrumbaba, había dicho. Como el suyo se había derrumbado de repente. Y tal vez esa era la conexión, el motivo por el que aquel extraño mensaje le había tocado la fibra. Volvió a leerlo una vez más, riendo un poco con la idea de caer de culo desde las nubes. De culo, sí, como acababa de estrellarse él mismo desde su nube de gloria. Lanzó una mirada al sobre que descansaba a sus pies y gruñó.

Estiró los brazos y bostezó, sintiendo el inicio de una jaqueca. Pronto ese leve malestar se convertiría en algo difícil de soportar, y de nuevo tendría que aguantarlo solo. Echó un vistazo al teléfono que reposaba sobre la mesita de noche, por si Daisy había llamado y a él se le había pasado —como si eso pudiera ser posible, teniendo en cuenta que nunca se separaba de su móvil—. Le hubiera venido bien tener compañía. No es que Daisy rebosara del calor y la ternura que él necesitaba esa noche, pero lo habría ayudado a no sentirse… pues eso, de culo contra el suelo. Aunque en verdad, era preferible estar solo a tener que fingir que todo iba bien en el paraíso, y Daisy pertenecía a un paraíso de papel cuché. No, ella no encajaba con el infierno que revelaba el dichoso sobrecito.

Volvió a abrir el mensaje de Made in Heaven, preguntándose una vez más qué había en él que lo atraía irremediablemente. En el fondo sabía de qué se trataba, lo decía más o menos claro el jodido informe que había recogido esa tarde de su clínica. No obstante, en ese momento prefirió pensar que era algo más romántico, algo del destino y todo ese rollo de novela, «hecho en el cielo». Como si la chica misteriosa hubiera venido en el momento justo para darle una bofetada y recordarle que no era el único en el mundo con problemas. Como solía decirse: mal de muchos consuelo de tontos, ¿no?

—Bien, yo debo de ser un completo idiota, entonces. ¿Estará ella tan asustada como lo estoy yo en este momento? En cualquier caso…

Comenzó a teclear un mensaje de respuesta, esperando infundirle un ánimo que no sentía ni de lejos, y deseando conseguir que ella rozara, aunque fuera por un instante, esas nubes de las que hablaba y que tanto deseaba rozar él.