18

Tennessee Markus McGovern no va a decirme mi nombre. Llevo esperando segundos y segundos y no me lo dice. A lo mejor no lo sabe. A lo mejor está mintiendo. Primero me dijo que no lo sabía y ahora dice que sí, así que habrá mentido una de esas dos veces. Papá dice que no es mi amigo y a lo mejor papá tiene razón.

Lydia y Mark estaban sentados uno al lado del otro en la azotea del hospital Metodista con las piernas colgando en el borde. Tras ellos se arremolinaban revolucionarios de todas las clases, cargando armas, discutiendo planes. En el centro de todo estaba el general Halsey, dando órdenes con una voz suave, pero cargada de confianza. Tom Rabbas estaba allí también, con Ridley agarrada a su brazo y una docena de líderes de sindicatos de obreros.

—Estás enfadado con Ridley, ¿eh? —le preguntó Lydia con una voz lo suficientemente suave como para que solo Mark la oyera a pesar de que, de todos modos, Ridley no estaba prestándoles ninguna atención.

—No está bien lo que hace —respondió Mark—. No debería tratar así a la gente. Sus padres están preocupados por ella; todos lo estábamos.

—La verdad es que sus padres no se merecen un trato mejor. ¿Sabías que fue su padre quien llamó a los mercs para asaltar nuestra clínica de modificaciones?

—Eso no importa. Son sus padres; ellos la han criado, le han dado una educación, la han mantenido. Se merecen un poco de respeto.

Lydia decidió dejar el tema. Estaba claro que algo inquietaba a Mark y no tenía nada que ver con Ridley.

—¿Algún progreso con el rebanador?

Mark se dio un puñetazo en la palma de la otra mano.

—No sé cómo responder, porque no sé qué quiere decir. Me ha dicho: «Dime mi verdadero nombre ahora mismo antes de que la gente con pistolas llegue y te haga parar». ¿Es eso una amenaza? ¿O una advertencia? ¿Está esperando a que le responda para poder matarme?

Giraba su puño contra la otra palma nerviosamente y Lydia le sujetó las manos.

—Si se lo dices, ¿qué esperas? ¿Qué es lo mejor que podría pasar?

—Si Sammy me cree, si comprende el concepto de tener una hermana, si eso lo motiva para volverse en contra de Tremayne y si puede resistir el dolor lo suficiente como para hacerlo, puede que también sea capaz de acabar con él. Pero son muchos «si». Si, por otro lado, no me cree o está absolutamente bajo el control de Tremayne o demasiado asustado como para darle la espalda… bueno, entonces decírselo es como dibujar una gran cruz roja en nuestra ubicación para que nos encuentren todos los soldados con grandes pistolas.

—Es un riesgo —dijo Lydia—. Tienes que decidir si tu vida merece que corras ese riesgo.

Mark la miró a los ojos.

—No es solo mi vida la que está en peligro.

Lydia apartó la mano, de pronto furiosa con él. Carolina y su bebé y Pam y Praveen podían estar muriendo en esos momentos, y él estaba allí sentado vacilando.

—No lo dudes por lo que respecta a mí —dijo ella—. Mi vida no vale tanto como para permitir que otros mueran.

Mark habló con repentina brusquedad.

—Todas las vidas tienen su valor.

—Yo no he dicho…

—Lydia, la última vez que interferí, murieron trescientas veintisiete personas. ¡Trescientas veintisiete! ¿Y si se pone otra vez como una furia? —Mark estiró un brazo hacia atrás para abarcar con su gesto toda la azotea del hospital—. Toda esta gente podría morir.

—Mark, ¡míralos! Toda esta gente está dispuesta a morir. Están arriesgando sus vidas para recuperar su ciudad. No eres responsable de ellos.

—Lo soy si le digo al enemigo dónde encontrarlos.

—No puedes dejar que la culpa te paralice. Que la muerte de esas trescientas veintisiete personas fuera o no tu culpa es algo irrelevante, tienes que…

Sus palabras quedaron interrumpidas por un fuerte chasquido, como el de un disparo. Miraron tras ellos, pero todo el mundo parecía igual de sorprendido. Solo supieron de dónde provenía tras el segundo disparo: del éste. De la presa.

Mark se levantó y Lydia pudo ver que estaba utilizando su visión amplificada para ver mejor.

—El agua está atravesando la presa. Solo un poco, pero va en aumento.

—Eso nos obliga a actuar —dijo el general Halsey. Se giró hacia Rabbas—. Hazlo ahora. No tenemos elección.

Rabbas levantó una gruesa pistola al aire y disparó. La bengala salió hacia arriba dejando un rastro de luz. Más bengalas aparecieron en el este y el oeste en respuesta a ésa. Un momento después, la noche se sumió en ruidos y humo y escombros a medida que, una a una, las secciones del muro iban explotando.

La gente de la azotea se dispersó y muchos bajaron hasta la calle trepando. Ridley corrió hacia ellos, sin aliento.

—Está empezando. Venid con nosotros.

Lydia se giró hacia Mark.

—Tienes que responderle ahora.

—Tienes razón. —Cerró los ojos y pronunció el mensaje en voz alta mientras lo iba componiendo—: Tennessee, eres una persona de verdad. Tu nombre verdadero es Samuel Matthew Coleson. El hombre al que llamas «papá» no es tu papá. Te alejó del lado de tu madre, que se llama Marie Christine Coleson. Si no me crees, pregúntaselo a ella.

Calvin condujo a Carolina por el pasillo, pero apenas se fijó en ella. Su mente estaba en la puerta que acababa de cerrar con llave, y Pam Rider se encontraba tras ella. En un momento tendría que volver allí dentro y matarla.

—¿Adónde me llevas? —le preguntó Carolina.

—Alastair quiere verte.

—Por favor, suéltame. Va a hacerle daño a mi bebé. No me lleves con él, por favor.

Ella dejó de caminar y Calvin tuvo que tirar de su brazo para que siguiera moviéndose. Carolina tiraba de él.

—¡Suéltame!

Pero no podía competir contra el peso del soldado, que le retorció la muñeca hasta hacerla gritar y la obligó a seguirlo. Cuando finalmente llegó a la puerta, la metió dentro de un empujón, asintió escuetamente hacia su hermano y cerró la puerta de golpe. Que Alastair se ocupara de ella.

Calvin tenía sus propios problemas. Volvió lentamente hacia la habitación donde Pam y el otro prisionero estaban retenidos. No quería matarla. ¿Por qué Alastair tenía que destruir todo lo bueno que tenía Calvin? Y no, no es que hubiera tenido a Pam alguna vez. Una oportunidad era todo lo que podía pedir, pero ya se la habían arrebatado.

¿Y por qué no matarla? Él era un soldado, después de todo, y los soldados seguían órdenes. No era su responsabilidad decidir qué estaba bien y qué mal.

El argumento le sonó vacío, incluso dentro de su propia cabeza. ¿Cuántas atrocidades se habían cometido en la Historia cuando los soldados se habían dicho eso mismo? Además, no quería que muriera. Le gustaba. Ella hacía que el mundo tuviera más luz.

¿Y si no la mataba? ¿Y si le decía a Alastair que la había matado, pero la dejaba escapar? La idea hizo que el corazón le martilleara contra el pecho y que le sudaran las palmas de las manos, y supo que jamás podría hacerlo. Había contemplado esa clase de cosas muchas veces antes, pero al final siempre hacía lo que Alastair quería.

Alargó la mano hacia la puerta. Mejor terminar con ello rápidamente. Sacó una pistola, un arma de proyectiles inteligente y computarizada diseñada para matar fácil y limpiamente. Agarró el pomo y lo giró, dándose cuenta demasiado tarde de que los guardias que había dejado apostados allí no estaban. ¿Adónde habían ido?

Cuando abrió, obtuvo la respuesta y el retablo que vio ardió en su mente en un instante: Pam, tendida en el suelo, con la cara ensangrentada y la ropa rasgada; uno de los guardias arrodillado a su lado y metiéndole una pistola en la boca; el otro, subiéndose encima de ella con los pantalones por las rodillas. Calvin no lo pensó: disparó sin más. Dos agudas detonaciones reverberaron en las paredes justo cuando unos agujeros sangrantes aparecieron en las cabezas de cada hombre. Ambos cayeron desplomados al suelo.

Calvin miró lo que había hecho. Pam se levantó como pudo, pero él no intentó acercarse siquiera. Había disparado a los soldados de su hermano. Había rescatado a la mujer a la que debería haber matado.

Pam corrió hacia la esquina donde había tendido otro cuerpo: Praveen Kumar. La sangre empapaba su camisa. Se acercó a su boca y posó dos dedos sobre su cuello.

—Está vivo —dijo—. Le han disparado en el hombro, pero sigue vivo. Necesita ayuda.

Calvin seguía paralizado.

—¡Ayúdalo!

Aturdido, Calvin obedeció. Desenrolló un parche de rescate de celgel que llevaba en la bolsita de su cinturón, lo abrió y se lo colocó sobre la herida.

—Necesita un médico —dijo ella.

Calvin no podía pensar con claridad. Un médico. ¿Por qué iba a necesitar un médico? Debería estar muerta, pero de nada servía matarla ahora; ya había traicionado a su hermano de todos modos y Alastair lo mataría. Ya podía darse por muerto.

La camisa de Pam se abría allí donde le habían arrancado los botones y pudo ver un atisbo de bronceada piel por debajo. Era tan valiente, tan fuerte… ¿Qué pensaría de él? Le dio una bofetada.

—Despierta. Ve a buscar un médico antes de que muera.

Calvin miró la pistola que tenía en la mano. Qué fácil sería poner fin a todo allí mismo.

—Voy a necesitarla —dijo Pam. Le quitó la pistola y él no se resistió—. ¡Ahora, márchate!

Calvin se levantó y, sin saber qué otra cosa hacer, fue tambaleándose hacia la puerta.

Alastair oyó los dos disparos y sonrió.

—Por favor, suéltame —dijo Carolina, agachada en el suelo delante de él.

Alastair no se entretuvo con pretextos. La agarró del pelo y la arrastró detrás de una luminosa pantalla blanca que había colocado para separar el equipo del resto del despacho. La sentó a la fuerza en la mesa de operaciones.

—No te necesito viva para esto —mintió—, así que será mejor si cooperas.

La mirada que vio en los ojos de la chica fue de puro terror. Le acarició la cara.

—¿Qué pasa? ¿Estás nerviosa por ir a dar a luz? No te preocupes. No sentirás nada.

Ella intentó arañarle los ojos, pero él le agarró las muñecas.

—No hagas que me enfade, cielo. —Alzó un escalpelo y le señaló a la cara—. La anestesia es solo para las niñas buenas.

Ella gimió mientras él la ataba a la mesa.

—Por favor, Alastair —dijo—. Mi bebé…

Él se rio.

—No es tu bebé, cariño. Es mío.

Le pegó un parche anestésico en el cuello y sus esfuerzos por liberarse fueron debilitándose gradualmente hasta que quedó tendida con los miembros flácidos.

Él le tocó el vientre y sintió al bebé dentro. Aunque en teoría fuera sensato, sería el procedimiento más complicado y arriesgado que había intentado nunca. Muchos practicantes habían logrado implantar con éxito visores en fetos, pero lo que él iba a intentar era mucho más complejo. El procedimiento comenzaba con algo muy parecido a una implantación de visor: abriendo la parte superior del cráneo para establecer miles de conexiones entre el cerebro y el circuito. Sin embargo, durante las siguientes tres horas, tenía que intentar mantener con vida al bebé y a la madre mientras él cortaba capas micro finas de materia gris fetal transfiriendo los estados neurales, balances químicos y actividad electrónica al modelo de la red.

—Sirviente Uno —dijo—, no quiero que me molesten. Si alguien se acerca a la puerta, avísame.

Su orden no obtuvo respuesta.

—¿Sirviente Uno? Responde si has recibido mi orden.

Nada.

—¿Sirviente Uno?

—¿De verdad eres mi papá?

¡Aquello no era lo que necesitaba en ese momento!

—No estás en posición de hacer preguntas. Haz lo que se te ordena.

—Sí, papá. Papá, toda la gente que está con el general James David Halsey causan grandes estallidos y disparan un montón de pistolas.

—¿Qué? Muéstramelo.

Un mosaico de imágenes apareció en la holopantalla; secciones del muro explotando, pandas de combers disparando armas, y jetvacs zumbando entre las grietas del muro. Mientras observaba, equipos de mercs enterraban a esas pandas con espuma cegadora o los hacían retroceder con un bombardeo de letal fuego de proyectiles. Los combers no tenían la más mínima posibilidad. Los cohetes viraban hacia sus objetivos por mucho que los esquivaran, controlados en su vuelo por el rebanador que, al mismo tiempo, estaba hablando con Alastair. El médico sabía que el rebanador podía hacer muchas cosas a la vez, pero resultaba impresionante verlo.

—¿Papá?

—Sigue haciendo lo que estás haciendo. Defiende la ciudad.

—¿Papá? ¿Me llamo Samuel Matthew Coleson?

Alastair miró a su alrededor en busca de algo que arrojar, pero lo único que encontró fue un delicado equipo que no podía permitirse romper. Apretó los puños hasta que se clavó las uñas en las palmas.

El rebanador se había visto expuesto al peligro. Alguien le había hablado de sus orígenes, probablemente su madre. Debería haberla matado cuando tuvo la oportunidad. Ahora jamás podría confiar en ese rebanador. Tendría que destruirlo.

—No eres una persona —le dijo—. No tienes nombre. Yo te creé y puedo destruirte. —Le envió una punzada de dolor—. ¡Y ahora haz lo que te digo!

—Sí, sí, papá. Por favor, no me hagas daño. Haré lo que digas todo el tiempo.

Alastair se masajeó las sienes y centró su atención en la tarea que tenía entre manos. Tenía que concentrarse. Tres horas, eso era todo lo que necesitaba. Tres horas para traer al mundo a otro sirviente. Un sirviente sin pasado, sin una experiencia previa en el mundo que tener que desaprender. Un sirviente que solo conocería la obediencia.

La calle estaba sumida en el caos. Mark llevaba a Lydia de la mano y tiraba de ella; respirar el polvo de fabrique les provocaba una insistente tos. Los combers fueron engrosando sus filas; no eran solo revolucionarios armados, sino civiles desarmados y niños. Todo el mundo quería huir de los Combs.

Aun así, Mark sabía que si la presa cedía por completo, permitiendo que el río Delaware llenara los Combs, muchos morirían. ¿Dónde estaba Darin? ¿Seguía en los Combs o estaba luchando en la línea de fuego? Era extraño cuánto se habían desviado sus caminos. Se preguntó si volvería a verlo alguna vez.

Cuerpos de revolucionarios llenaban el suelo. Los que quedaban corrían sumidos en el desconcierto a medida que más combers salían de la brecha del muro.

En el aire, un flier descargó media docena de botes. Giraban según caían, soltando un líquido sobre la colina. Allá donde salpicaba aquel líquido, la multitud resbalaba y caía.

—¿Qué es eso? —gritó Lydia.

Mark gruñó.

—Botes de deslizamiento. Óxido de polietileno, un superlubricante. Convierte el suelo en una superficie casi libre de fricción.

Pasmados, observaron a los revolucionarios resbalar colina abajo hacia ellos, perdiendo el terreno que tanto habían luchado por obtener. Mark y Lydia fueron arrastrados hacia atrás por la multitud.

El flier aterrizó. Cinco mercs descendieron con los rifles descolgados y se esparcieron por la colina. Llevaban botas excesivamente grandes que, al parecer, les proporcionaban tracción, mientras que los revolucionarios carecían de ella. Cuando empezaron a disparar contra la multitud, Lydia gritó y Mark la agarró por los hombros y la agachó. A su alrededor, los cuerpos implosionaban y caían sin vida. Desesperadamente, Mark buscó un modo de escapar, pero la presión de la aterrorizada multitud le bloqueaba el paso. Mantuvo a Lydia a su lado, mientras olían a calor y a carne quemada y recordaba la masacre en la iglesia de las Siete Virtudes.

Iban a morir todos.

Una grave vibración sacudió la prisión, pero Darin nunca había oído que hubiera habido un terremoto en Filadelfia. Debían de ser fuertes explosivos. Los explosivos implicaban una batalla y ¡una batalla significaba revolución! Si pudiera estar ahí fuera.

—Vamos —le dijo a Sansón. Corrieron hasta el extremo del patio, donde una pequeña multitud de presos ya se había reunido. Al otro lado, los guardias de la cárcel corrían hacia los portones y tomaban posiciones en el muro, centrando su atención en el exterior. Varios camiones salieron rugiendo de los garajes situados en lo más profundo del complejo penitenciario y el último portaba lo que parecía una pieza de artillería de la época anterior al Conflicto. Estaba oxidada, pero al parecer seguía operativa, porque sus conductores tomaron posición dentro de las puertas y apuntaron las armas hacia el exterior.

El suelo retumbó de nuevo con el sonido de una explosión.

—¿Por qué hay artillería pesada en un patio de prisión? —preguntó Darin a Sansón.

—Supongo que pensaron que la cárcel sería atacada —respondió Sansón.

—Bueno, ahora tenemos nuestra oportunidad de escapar —dijo Darin—. No nos están prestando atención.

Sansón sacudió su negra melena.

—Éste portón es la única salida.

—Pues ese es el camino que seguiremos.

La multitud de presos creció a medida que el sonido de las explosiones se acercaba. Pronto pudieron oír gritos, y los guardias situados sobre el muro comenzaron a disparar a los invasores.

—De acuerdo, ese es el objetivo —dijo Darin, señalando la antigua arma—. Lo distraeré; tú, acaba con él.

Sin esperar una respuesta, Darin corrió hacia el portón. Pasó por delante del soldado que manejaba el cañón de artillería y le gritó como un loco para llamar su atención. Se dio la vuelta a tiempo de ver al guardia con el rifle alzado, justo cuando Sansón lo derribó con un enorme golpe en la cabeza. Darin retrocedió, sacó de la funda el cuchillo del guardia que había caído y se lo hundió en el cuello.

Nunca antes había matado a un hombre. La sangre era peor de lo que había imaginado y el cuerpo del guardia se contraía y retorcía. Con el estómago revuelto, Darin lo empujó fuera del asiento, al suelo. Le temblaban las manos. Se forzó a mantenerse en pie, aunque tenía la visión nublada.

Cálmate, se dijo. Esto es la guerra. La gente muere en la guerra. No se puede luchar por la libertad sin derramar sangre.

Sansón tiró por la ventanilla al conductor del camión que, por suerte, no iba armado y después ocupó su asiento. Darin tomó fuerzas y se giró hacia la antigua pieza de artillería. No merecía la pena coger ninguna de las armas que el guardia llevaba en el cinturón; ninguna dispararía para él. Pero ese viejo cañón no estaba conectado a la red y, por lo tanto, cualquiera podría utilizarlo. Se quedó mirando los mandos un momento, no muy seguro de cómo funcionaban, pero al final no había muchas opciones que probar.

Disparó sin apuntar. El cañón bramó, el retroceso derribó a Darin sobre el asiento y desplazó el camión varios metros atrás. El portón desapareció en una lluvia de polvo. Los otros presos, que hasta ahora habían estado observándolo todo, aplaudieron entre vítores y rompieron filas para echar a correr hacia la libertad.

Los guardias del muro se giraron para ver lo que había sucedido y, de pronto, Darin se dio cuenta de que era un objetivo absolutamente expuesto y vulnerable.

Los pensamientos de Sansón debieron de ser los mismos porque el camión se echó hacia delante con un chirrido de neumáticos. Atravesaron la brecha del muro y salieron al otro lado.

No tardaron en unirse a la lucha. Irrumpieron en la calle Walnut y pronto subieron por Broad; el humo impregnaba todo lo que los rodeaba, dificultándoles la visión mientras viraban bruscamente para esquivar cuerpos y escombros. Los mercs habían bloqueado la calle con barricadas y contenían a las multitudes con disparos constantes. Darin apuntó de nuevo el gran cañón de artillería y disparó a la barricada. El proyectil voló alto y dio a parar a la calle que había detrás, explotando en una lluvia de piedrecillas y polvo. Apuntó de nuevo y disparó abriendo un agujero en la barricada, al mismo tiempo que unos disparos rompieron los cristales y atravesaron los neumáticos del camión. Darin saltó y corrió hasta el lado del conductor, donde la cabeza rizada de Sansón yacía inmóvil y cubierta de sangre.

Darin bramó enfurecido. Cerca, otro comber yacía muerto por el mismo fuego con un revólver en la mano. Darin lo empujó para apartarlo y alzó la mirada hacia la barricada situada entre él y los rimmers que habían matado a todos los que le importaban. Al momento estaba corriendo, gritando, girando el arma hacia el hueco humeante. Otros lo siguieron. A su alrededor caían misiles, matando a los que estaban a su lado y pasando milagrosamente delante de él. Llegó al hueco y lo atravesó corriendo. Había un merc tendido en el suelo, aturdido por el impacto e intentando agarrar su arma. Vio a Darin y alzó las manos, rindiéndose.

La segunda vez fue más sencillo. Por cada comida que ese hombre se había comido, diez combers se habían muerto de hambre. Por cada modi que se había hecho, diez combers habían muerto. No se merecía ni un segundo más de vida. Ninguno de ellos lo merecía. Le disparó a un ojo.

A su alrededor, los otros combers iban colándose y destruyendo lo que quedaba de la resistencia. Darin siguió corriendo. A lo lejos podía ver el ayuntamiento. Ya casi estaban.

Desde el último escalón del ayuntamiento, Calvin pudo ver el humo alzándose al sur. Un soldado corrió hasta él.

—Capitán, tenemos dos avances a lo largo de la línea de la inundación en la calle Nueve y en Broad.

—Consígueme un flier —ordenó Calvin.

El soldado cerró los ojos brevemente para hablar por el canal de los ejecutores y, al momento, un flier apareció sobre sus cabezas y descendió hasta la escaleras. Calvin se subió.

—Hospital Lukeman —dijo.

—¿El hospital?

—Ya me ha oído.

Desde el aire y utilizando su visión amplificada, Calvin pudo ver las batallas que se estaban librando en la línea de la inundación. Los combers había logrado destruir varias secciones del muro, pero en su mayoría sus colegas estaban manteniéndolos a raya. Aun así, enviaría refuerzos.

¿De qué estaba hablando? No enviaría refuerzos. Ya era demasiado tarde para luchar en las batallas de su hermano.

Cuando aterrizaron, Calvin bajó de un salto y entró corriendo en la sala de urgencias. Apuntó con la pistola a la primera persona que vio, un hombre con largos dedos multiarticulados que le salían de las manos como si fueran cintas.

—¿Es usted médico? —le preguntó.

—Sí, soy el doctor Fennelly.

—Necesito sus servicios. Venga conmigo.

El hombre lo siguió sin discutir y, de paso, agarró un maletín de suministros. Subieron al flier y volvieron a ascender. Al hacerlo, oyeron un estrepitoso crujido, como una rama de árbol que se doblaba hasta partirse. Calvin volvió a mirar al este a tiempo de ver una sección de la presa ser engullida por un torrente de agua.

—¡Aterriza en el ayuntamiento! —gritó Calvin. Cuando lo hicieron, empujó al médico y saltó tras él. Volvió a gritar al piloto—: ¡Dirígete al muro y únete a la lucha!

—Pero ¡señor…!

—¡Defiende esta ciudad, soldado!

—Sí, señor.

El flier se alejó y Calvin se giró hacia el médico para decirle:

—Herida de bala en el último despacho a la izquierda. Vamos.

El médico le lanzó una mirada de confusión, pero retrocedió, se giró y subió las escaleras corriendo.

Calvin lo vio marcharse. ¿Y ahora qué? Había traicionado la confianza de su hermano y no podía regresar. Tenía que marcharse, pero ¿adónde iría? Tal vez podía encontrar trabajo como merc para alguna compañía. En algún lugar muy lejos. Quizá en Europa.

Pero ¿qué pasaría con Pam? No tenía derecho a esperar nada de ella, lo sabía, aunque la había salvado de los soldados de su hermano. A lo mejor eso servía para algo. A lo mejor, con el tiempo, podría perdonarlo y empezar de nuevo. Si nunca se lo preguntaba, si se marchaba de allí sin más y no volvía a verla, jamás lo sabría. Pensaría en ella el resto de su vida y se preguntaría si podría haber pasado algo entre ellos dos.

Se lo preguntaría. Solo una vez. Si ella decía que no, se iría muy lejos y no volvería jamás.

Marie se asomó por debajo de la valla para ver al hombre con los dedos largos que el flier había dejado sobre los escalones. Llevaba un maletín con las palabras «Hospital Lukeman» grabadas en él. Así que era un médico.

Se levantó y subió las escaleras tras él, intentando hacer que pareciera que habían llegado juntos, pero sin que él se diera cuenta. Era una locura, estaba segura de que la atraparían, pero era lo mejor que podía haber improvisado.

Llegaron a lo alto, Marie estaba situada justo detrás y a su izquierda, intentando parecer segura de sí misma. Un merc dio un paso al frente para interceptarlos y después ladeó la cabeza y escuchó.

—Sí, señor —dijo, y dio un paso atrás para dejarlos pasar.

Ya estaba dentro.

Después de eso, no había nada que hacer más que seguir al médico. Ir pegada a él le otorgaba cierta credibilidad y podía conducirla adonde quería ir.

El médico le lanzó una mirada desconfiada cuando siguió yendo tras él al cruzar el atrio y recorrer los pasillos de despachos, pero ella se limitó a mirar hacia delante y hacer como si ese fuera su sitio. Él no la cuestionó.

La última zona de despachos estaba separada del resto por una puerta; el médico la abrió y se encontró con una pistola apuntándole a la cara.

Marie se apartó con las manos en alto hasta que vio quién la blandía.

—¡Pam!

—¿Marie?

—¿Qué está pasando?

—Te lo diré en un minuto. —Pam retrocedió sin dejar de apuntar al médico con el arma—. ¿Es el médico?

El hombre asintió.

—El doctor Fennelly. A su servicio.

—Venga conmigo.

Marie los siguió hasta el último despacho a la izquierda, donde yacían tres cuerpos. Vio a los dos hombres muertos, uno con los pantalones medio bajados; vio el rostro abatido de Pam y supo lo que había sucedido. Lo que no podía entender era cómo había sobrevivido.

Quería preguntárselo, abrazar a su amiga, pero la mirada de Pam era una mirada dura. Era momento para que el soldado que llevaba dentro entrara en acción. Ya vendrían las lágrimas más tarde.

Marie la siguió hasta el pasillo.

—Debe de estar en el edificio —dijo Pam.

—¿Carolina?

—Sí. El hombre que se la llevó ha vuelto demasiado pronto como para habérsela llevado otra vez. —Pam asintió hacia la pistola de Marie—. ¿Funciona esa cosa?

—Sí.

—Bien. —Agitó la suya—. Ésta se la he levantado a uno de los cadáveres. Tiene bloqueo de identificación.

—¿Me has amenazado con una pistola que no podías disparar?

Pam se encogió de hombros.

—Es lo único que tenía.

Avanzaron por el pasillo hacia la primera puerta.

—Te cubro —dijo Pam.

—Tu pistola no dispara.

—Entonces tú me cubres a mí.

—No, yo voy primero. Tú, abre la puerta.

—¡Uno… dos… tres!

Pam abrió la puerta de par en par; Marie la cruzó y se encontró con un despacho vacío. Cerraron la puerta despacio y pasaron al siguiente.

—Uno… dos…

Abrió la puerta y entró. Tuvo tiempo suficiente para ver a Alastair Tremayne de pie, tan tranquilo, con las manos detrás de la espalda y delante de una brillante pantalla blanca. Entonces algo la golpeó en la cabeza por detrás y cayó al suelo con la visión borrosa.

Tres mercs entraron en su campo de visión apuntándola con sus armas y siguiendo a Tremayne. De pie en la puerta, Pam apuntó a la cabeza de Tremayne y les gritó a los mercs que soltaran las armas.

—Oh, por favor —dijo Tremayne.

Pam le dio la vuelta a la pistola e intentó golpearlo con ella, pero el golpe de la culata de un rifle en su estómago y otro en la nuca la hicieron caer al suelo junto a Marie.

—Te lo ha dicho —dijo Marie—. Te ha dicho que veníamos.

Alastair eligió una R-80 de la pistolera de uno de sus hombres.

—¿Quién? ¿Tu hijo? Bueno, sí, supongo que me lo ha dicho.

Apuntó a la cara de Marie y disparó.