4
Ha sido fácil engañar a ese hombre tan gracioso con sus trucos y sus trampas. Ha basculado sus interruptores para librarse de mí, pero ¡había otro yo! Después lo he parado. Ha sido muy divertido. Quería reiniciarlo y hacerlo otra vez, pero no he sabido cómo.
La gente no se reinicia una vez que ha parado. ¿No es curioso? La gente no resulta muy útil. Me pregunto cómo será pararse sin más. Creo que sería aburrido. Me alegra que yo no me pare como la gente.
Una hora antes de entrar a trabajar, Darin pasó a ver a Mark en respuesta a un mensaje urgente pero críptico. Vio que Mark seguía con la ropa del día anterior y que tenía el pelo desgreñado y los ojos inyectados en sangre.
—¿Qué te pasa?
—Los hemos matado —respondió Mark—. Hemos sido nosotros.
—¿De qué estás hablando?
—Ha sido nuestra estúpida travesura; ese espigón de datos… soltamos algo a la red y ese algo destruyó la presa.
Darin se quedó mirándolo.
—¿Cómo es posible?
—Lo he comprobado. Los servidores utilitarios tienen registros públicos. La hora coincide y el pico de datos… es la misma bestia.
Un frío miedo penetró en la mente de Darin. Si alguien rastreaba la explosión, no sería Mark quien cargara con la culpa. Mark tenía contactos, dinero y un padre poderoso. Darían por sentado que Darin era el responsable, la mala influencia comber que había engañado a un inocente rimmer para involucrarlo en un crimen.
—No ha sido culpa nuestra. No lo hemos hecho nosotros, aunque haya usado nuestro conducto.
—Llamamos a un laboratorio antivirus, Darin. Ésa cosa había sido capturada y estaba bajo control hasta que le proporcionamos una salida. Lo hicimos nosotros, y vamos a tener que solucionarlo.
—¿De qué estás hablando? No tenemos la práctica necesaria para eso. Además, ahora ya no está. Puede que sea un autodestructor de los que solo atacan una vez.
—He estado leyendo las noticias. Ha vuelto a atacar en algún lugar de Carolina del Norte.
—Razón de más para no meternos en esto. ¿Y si despiertas su atención y vuelve a atacar la presa? Miles de combers podrían morir ahogados; aunque a ti eso no te importaría mucho, ¿verdad?
—Claro que me importaría —repuso Mark—. No quiero que muera nadie, por eso quiero enfrentarme a esa cosa.
Darin apretó los puños y se giró hacia la ventana. Antes creía que Mark pensaba como un comber a pesar de su dinero, pero ahí estaba ahora, planeando arriesgar vidas comber para mitigar su propia culpa. Exactamente lo que los rimmer hacían siempre: lo que fuera que les hiciera sentirse mejor, independientemente de cómo afectara a la gente que fingían ayudar.
—Aunque nos mate —continuó Mark—, por lo menos alguien más vivirá. ¿No se lo debemos?
—Yo no le debo nada a nadie. Yo no he escrito este virus o lo que quiera que sea. No soy yo el que está matando a gente.
—Pero nosotros lo hemos soltado. Siempre estás hablando de querer ayudar a los combers y aquí tienes tu oportunidad.
—¡No sabemos hacerlo! Estaríamos arriesgando la vida de otras personas.
—Voy a intentarlo aunque tú no lo hagas. Es lo correcto.
Darin sacudió la cabeza. El mundo no giraba en torno a lo que estaba bien o mal ni a la responsabilidad. Mark no lo comprendía. Tenía la ingenuidad de un rimmer, nacido para una vida repleta de facilidades.
Dejó que Mark le enseñara lo que había encontrado en la red, con la esperanza de poder hacerlo entrar en razón. Habían sido amigos desde que tenía memoria. Intereses comunes, como el crackeo, habían ayudado a cimentar la relación, al igual que la falta de afecto de Mark por los de su propia clase.
Finalmente dijo:
—Son más de las siete. Tengo que irme.
—¿Vendrás a ayudarme después del trabajo?
Darin pensó en ello; si iba, al menos podría evitar que Mark cometiera alguna estupidez. No podía hacerle ningún daño echar un vistazo, y si Mark estaba a punto de hacer algo peligroso, podría intentar convencerlo para que no lo hiciera.
—Vendré.
Lydia durmió poco. La cama se movía; suponía que era para resultar cómoda, pero habría preferido su colchón de paja de casa. La estructura estaba hecha de bronce, las cortinas y la colcha eran de colores luminosos y vivos y de las paredes emanaba arte holográfico abstracto. Agradecía tener un lugar donde alojarse, pero todo le resultaba demasiado extraño.
La tía Jessie no recordaba haber recibido una carta, e hizo falta una larga explicación antes de que comprendiera que estaba escrita en papel y que no era electrónica. Aun así, le proporcionó una habitación y le dijo que podía quedarse todo el tiempo que necesitara. Por la mañana, Lydia descubrió tres nuevos trajes tendidos en unas sillas: despampanantes, llamativos y coloridos, y de un material más ligero y fino que nada que hubiera llevado nunca. Se probó uno y se sintió casi desnuda; se adhería a su cuerpo y parecía no pesar nada.
Salió de la habitación. Al parecer, la fiesta de la noche anterior continuaba: los invitados andaban por la casa bebiendo, bailando y entrelazados en los sillones.
Su tía le había prometido presentarle a «algunas de las mejores jóvenes de la ciudad», y esa misma tarde Lydia ya se encontraba rodeada de un grupo de modernas chicas de su edad. Tres de ellas habían llegado a la casa cargadas con productos de belleza, revistas de modificaciones y consejos gratuitos.
—Pobrecita —dijo Ridley Reese, sin duda, la reina del grupo—. ¡Mira que no saber cómo hacer uso de tanto potencial! La figura casi la tienes; no te harán falta muchas sesiones. Por ejemplo, Veronica tiene la mala suerte de poseer un metabolismo lento. Se pasa horas a la semana en la consulta y casi siempre sale al borde del desmayo.
—Soy un poco delicada —aseguró Veronica.
—Empezaremos con los ojos, cariño; es lo más fácil y marca una gran diferencia. Te dejaré utilizar a mi artista modi. Es muy particular con sus clientes, pero estoy segura de que puedo convencerlo para que acepte el desafío. Estoy pensando en el efecto de niebla azul, como el que tiene Savannah. Savannah, cariño, muéstrale tus ojos a Lydia.
Savannah, claramente complacida, fue desde su diván al de Lydia y le enseñó sus ojos, que rotaron para ofrecerle a la chica una vista desde todos los ángulos. Los ojos eran de un azul intenso, acentuados por un sutil movimiento giratorio como el de un remolino. El efecto resultaba hipnótico.
—Muy bonito —apuntó Lydia. Se preguntó si el efecto giratorio afectaría a la visión de la chica.
—Acaban de instalármelos —dijo Savannah, volviendo a su asiento—. Una vez que los solicitas, tardan semanas en generarse.
—En ese caso, empezaremos enseguida —exclamó Ridley—. Mientras tanto, podemos trabajar con tu mandíbula… ahora mismo está de moda un ángulo más afilado… Y, por supuesto, lo del pelo. —Al decirlo, sacudió la cabeza lentamente—. Creo que no se puede hacer más que un rebrote completo de raíz.
—Ah, yo me he hecho eso —dijo Savannah. ¿O era Veronica? Con todas esas modificaciones en cara, cabello y cuerpo, a Lydia las tres le parecían casi idénticas—. No podrás salir a la calle en unos días, pero el pelo que tienen ahora es fantástico.
Las tres se miraron como si estuvieran compartiendo algún mensaje privado. Y, probablemente, lo estaban haciendo. Todas las chicas tenían visores, y Lydia sabía que una simple modi permitía establecer una comunicación silenciosa sobre el enlace de red. Podían estar burlándose de ella a la vez que le ofrecían amables consejos.
Pero ¿acaso importaba? A Lydia no le interesaba lo que esas chicas pensaran de ella. Jamás había oído hablar a nadie tanto sobre tan poco. Había esperado preguntarles por las cosas que vio y oyó en los Combs, pero no eran la compañía adecuada para preguntar esa clase de cosas.
Mientras sus nuevas amigas charlaban, Lydia notó que su mente daba vueltas en torno a Darin. Seguro que él no cotorreaba sobre moda, ropa y modificaciones. Él tenía que trabajar para ganarse la vida y su apartamento era más pequeño que la mayoría de los cuartos de baño de la casa de la tía Jessie. ¿Cómo sería vivir allí todo el tiempo? Debía de haber experimentado cosas que ella ni podía imaginarse.
Parecía instruido. ¿Tenían buenos colegios en los Combs? ¿O acaso era autodidacta? Tal vez al día siguiente podría preguntárselo. Se lo imaginaba haciendo turnos dobles en el trabajo para mantener a su tío y a su hermano y quedándose despierto hasta tarde leyendo en su litera a la luz de una linterna. Lo leería todo, claro: novelas, libros de texto, biografías, lo que fuera que cayera en sus manos. Y cuando no estuviera trabajando ni leyendo, estaría…
—¿Lydia, en qué estás pensando?
La atención de Lydia volvió a centrarse en el presente. Todas estaban mirándola. El silencio se prolongó.
—Lo que pienso —comenzó diciendo con tono alegre, sin tener la más mínima idea de lo que estaban hablando— es que debería haber una clínica de modificaciones para los Combs. Se debería reunir a unos cuantos artistas modi y ofrecer sus servicios de manera gratuita para los pobres que no pueden permitírselo. Pero solo en el caso de problemas graves, claro: nuevas extremidades, nuevos órganos, esa clase de cosas. Sería divertidísimo y podríamos ayudar a mucha gente. ¿Qué os parece?
Sus palabras fueron recibidas con un desconcertante silencio. Lydia sonrió. Después de un comentario así, esas chicas no volverían jamás.
Ridley esbozó su ensayada y perfecta sonrisa y se levantó, provocando que las demás se levantaran de un salto, como si estuvieran atadas a ella mediante cuerdas.
—Encantada de conocerte, Lydia —dijo—. Encajarás muy bien.
Darin llegó a la zona de construcción de South Hills decidido a no darle vueltas a su discusión con Mark. Tenía un buen trabajo; la construcción con fabrique era un empleo de fiar. Quizás no fuese emocionante, pero siempre había nuevos edificios que levantar. Además, tenía algo más agradable en lo que pensar mientras trabajaba: la cita con Lydia Stoltzfus.
No sabía muy bien qué pensar de ella. Con ese vestido que llevaba, una tela lisa y marrón con un delantal blanco, perfectamente podría haber viajado en el tiempo desde siglos atrás. Pero tenía ingenio, era alegre y no estaba corrompida por los valores de la clase privilegiada. Tal vez por eso no le había hablado a Mark de ella: eran exactamente esas cualidades, que hacían que no pareciera una rimmer, las que lo atraían de ella. No creía que Mark lo llegase a comprender. Además, Darin había criticado tanto las fantasías de los chicos combers de salir con una rica rimmer que Mark se burlaría. Sin mala intención, eso sí, pero a Darin no le apetecía escucharlo. Lydia seguiría siendo un secreto por el momento. Si lo del sábado salía bien, entonces se lo contaría todo a Mark.
Fichó con unos minutos de retraso y se reunió con su compañero en el punto de construcción.
—Sansón, estás haciéndome quedar mal. ¿Es que no puedes aparecer tarde aunque sea por una vez?
—Oh, vamos, Darin, no empieces otra vez —respondió Sansón, cuyo tamaño doblaba al de Darin y tenía cuerpo de leñador. Su nombre real era Salvatore Maricelli, pero Darin le había puesto ese apodo cuando se conocieron hace un año, no solo por su envergadura, sino por el géiser de rizos negros que le cubría la cabeza, los hombros y la cara.
—¿Cuándo vas a cortarte esa fregona? —preguntó Darin—. Seguro que se pueden encontrar huevos de petirrojo ahí dentro.
—Estás celoso.
—La verdad es que no. Me gustaría verte con uno de esos microcortes que llevan los mercs. Seguro que te quitabas casi diez kilos de encima.
—No puedo —contestó Sansón, y se echó al hombro un bidón de fabrique de cuarenta litros—. Perdería mi fuerza sobrenatural.
Era un chiste muy viejo, pero Darin se rio de todos modos. El humor repetitivo era una parte importante de la comunicación en la zona de construcción, a veces lo único que los hacía seguir adelante. Desempeñar un trabajo de baja categoría por poco dinero solía minar a un hombre.
Darin eligió un par de varas de sellado y se situó frente a Sansón, al otro lado de una estrecha zanja de varios metros de profundidad. En el fondo había una fina capa de germen de fabrique blanco.
—Bueno, ahí lo tienes —dijo—. ¿Cuánto tiempo tengo que estar esperándote?
Sansón refunfuñó y vertió uniforme y cuidadosamente su bidón de fabrique en el fondo de la zanja. Cuando el líquido tocó el polvo del fondo, burbujeó y se expandió, llenando la zanja y después elevándose lentamente sobre ella. A medida que subía, Darin marcaba los bordes con varas de sellado, provocando descargas eléctricas desde una hasta la siguiente a través del fabrique. La sustancia creciente se detuvo y se endureció como un coral duro y bien aislado; de ese modo, dirigían su elevación vertical en una pared.
Cuando Darin comenzó en ese trabajo, sus paredes salían de manera irregular y tendían a espesarse según se alzaban, pero había aprendido a responder a los niveladores y ahora sus muros se erigían rectos y firmes.
Siguieron sellando hasta que el muro que había entre ellos alcanzó la altura del pecho de Darin. Después, Sansón levantó otro bidón de cuarenta litros, pasaron a la siguiente sección de pared y comenzaron con el proceso de nuevo.
Sellar era parte de lo que hacía de la construcción con fabrique un trabajo satisfactorio. Hacía falta habilidad para darle forma a aquel material correctamente. Un simple muro y un tejado era todo lo que Darin sabía construir, pero a la labor de su equipo le seguía la de artesanos más especializados que podían añadirle detalles finales como dinteles y ornamentos. Los artistas que construían casas más arriba del Rim utilizaban el mismo fabrique y las mismas varas de sellado para dar forma a balaustradas, escaleras curvadas, arcas y gabletes, capiteles y bóvedas. Como material de construcción, el fabrique era más barato y resistente que el cemento y, por sus características, las obras podían concluirse más rápidamente. Su cuadrilla de ocho hombres podía construir una docena de casas al día.
Pero ese día solo eran seis.
—Parece que la cuadrilla se ha reducido —observó Darin—. ¿Dónde están Carson y Dax?
—Con el grupo especial de trabajo para catástrofes —respondió Sansón—. Los han llamado para ayudar a reconstruir el barrio situado bajo la presa.
—Mejor ellos que yo. Participar en esas labores implica trabajar directamente para el Consejo Empresarial.
—Te pagan una mitad más de cada hora trabajada.
—¿Y de dónde crees que sale el dinero para pagar esa mitad más? De la mano de obra comber, de ahí mismo.
Sansón se encogió de hombros.
—Entonces, ¿qué tiene de malo recuperar parte de ese dinero?
—Todo es una farsa. Nosotros hacemos el fabrique, excavamos la tierra, levantamos las casas y las mantenemos y, por alguna razón, a pesar de todo, los rimmer son los dueños de la tierra y se benefician de ella. Así que, ¿qué más da que dejen que nosotros nos embolsemos algo? Al aceptarlo, no hacemos más que reafirmarlos como nuestros amos.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó una voz. Darin se giró y vio a Alegre y a Kuzniewski trabajando en un muro contiguo que se uniría al suyo formando una esquina. A diferencia de Sansón, el apodo de Alegre era inapropiado; era un hombre agazapado con gesto frío que hablaba poco y sonreía aún menos. Darin se quedó impactado al oír su voz.
—No lo sé —admitió—. No todos los rimmers son mala gente. Aceptan el papel de opresor porque la cultura les ha enseñado a hacerlo.
—Propongo que atraquemos una tienda de licores —dijo Kuz, tan alegre como taciturno era su compañero—. Cuando empiezo a preocuparme por el mundo, eso es lo que mejor me viene.
Darin sabía que estaba bromeando, pero se tomó el comentario en serio.
—Así vamos a terminar: o robando para comer o robando para escapar, o matándonos entre nosotros por la frustración. Y así no hacemos más que confirmar lo que los rimmers piensan de nosotros. Cuanto más nos ven como criminales y matones, menos les molesta su conciencia a la hora de explotarnos.
Darin se dio cuenta de que todos estaban escuchándolo. ¡Cómo no! Todos se esforzaban por mantenerse y mantener a sus familias; todos tenían seres queridos muertos o muriendo mientras los ociosos ricos vivían siglos. Se trataba de una conversación decisiva para sus vidas. De pronto, apreció a esos hombres; eran camaradas en la misma batalla.
Abrió la boca para continuar cuando percibió el ruido de unos motores, y la mata de pelo de Sansón se echó hacia atrás con un repentino azote de viento. Darin se dio la vuelta. En el espacio abierto que quedaba entre las casas aterrizaron dos fliers con forma de disco.
Se abrieron las escotillas. Del primero emergió su jefe, el propietario de la tierra que estaban construyendo y que solo había pasado por allí en una ocasión anterior. Detrás de él estaba situado… Darin tuvo que mirar dos veces para estar seguro…, pero sí, era el padre de Mark.
—¡Ése es Jack McGovern! —gritó Sansón—. Del Consejo Empresarial. ¿Qué está pasando?
Darin se encogió de hombros.
—No me gusta la pinta que tiene esto.
Guardaespaldas mercs, miembros del personal de McGovern y parte del séquito habitual de aduladores seguían al concejal junto a un ejército de cámaras y reporteros que salieron del segundo vehículo. Dos empleados aparecieron con una plataforma; Jack McGovern se subió en ella y alzó la cara hacia la multitud.
Su voz resonó:
—Gracias por venir… —Darin pudo oír las palabras con claridad; las modificaciones de discurso de McGovern eliminaban cualquier necesidad de amplificación. Los otros dos miembros de la cuadrilla se unieron a Darin, Sansón, Alegre y Kuz, que observaban al concejal y a su público.
—Aún tenemos trabajo que hacer —recordó Sansón.
Kuz repuso:
—Tal vez ya no lo tengamos.
El capataz de su cuadrilla, Mike Carson, era uno de los dos que habían participado en las labores de reconstrucción. Darin se dio cuenta de que los hombres estaban mirándolo a él; aguardaban su reacción. Era una sensación extraña estar rodeado de hombres mayores que él esperando sus instrucciones. Vaciló un momento y soltó su herramienta. El resto de la cuadrilla hizo lo mismo y lo siguió hacia la multitud. Darin podía ver las cuadrillas de otras zonas de construcción acercándose. Pronto hubo casi tantos obreros como visitantes.
—Bien, deteneos ahí —les ordenó un merc—. El espectáculo no es para vosotros. —Otros mercs habían tomado posiciones en un círculo alrededor de los visitantes, manteniendo alejados a los curiosos.
—¿No es para quién? —preguntó Sansón mirando al merc desde su elevada altura.
El merc ni siquiera alzó la mirada hacia él y, con una sosegada expresión de desdén, sacó su pistola táser del cinturón.
—Déjalo —dijo Darin, y puso una mano sobre el pecho de Sansón para empujarlo hacia atrás—. No importa. Desde aquí podemos ver bien.
—El progreso es el sello de Filadelfia —comenzó a decir Jack McGovern—. Es la base sobre la que reside nuestra noble ciudad. Desde la época de Benjamin Franklin, nuestros inventores, científicos y artistas han inspirado a visionarios…
Siguió así un rato mientras su perilla multicolor oscilaba entre el violeta y el azul. Darin resistió el impulso de hacer un comentario sarcástico; se esperaba esa clase de charla sin sentido de los políticos y esperó a que McGovern llegara al fondo de la cuestión.
—Reunidos aquí, procedentes de todos los confines de la ciudad, están a punto de presenciar una ingeniosa fusión entre las tecnologías del celgel y del fabrique. Éste hecho revolucionará la industria de la construcción los próximos años. —Con aspavientos, McGovern alzó un artefacto del tamaño de un puño—. Un transmisor de microondas estándar —dijo, y su voz resonó por toda la zona de construcción—. Una variación de los utilizados por artistas de la modificación para programar la transformación celular. La composición del fabrique es, por supuesto, celular por naturaleza, igual que nuestros cuerpos, y reacciona del mismo modo. Pero ya basta de parloteo sobre tecnología. Por favor, dirijan su atención hacia su izquierda.
Los reporteros soltaron sus minicámaras volantes, que sobrevolaron en círculo como aves carroñeras.
Darin giró el cuello, pero no vio nada. Era un punto de construcción vacío con zanjas de cimentación excavadas.
—Caballeros —continuó McGovern—, apliquen una base de imprimación al terreno.
Obreros que portaban bidones de fabrique vaciaron el contenido en las zanjas. Sin germen, el fabrique no hacía nada. Los hombres se apartaron.
—¡Allá vamos! —gritó McGovern, alzando el artefacto sobre su cabeza y señalando al espacio vacío. El fabrique se infló silenciosamente hasta sobresalir de la zanja y comenzaron a erigirse muros sin ayuda humana. Las ventanas se materializaron, al igual que los pilares, balcones y tejados a dos aguas. En cuestión de minutos, una casa absolutamente formada, a excepción del cristal y la pintura, se alzaba ante ellos. Darin se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
McGovern interrumpió el silencio:
—Un milagro —espetó, aparentemente asombrado.
—Un desastre —replicó Darin. Miró a su alrededor. Otros obreros se habían arremolinado y todos tenían las mismas expresiones de asombro que vio en las caras de sus compañeros.
—No puede ser —dijo Kuz—. Otra vez no. La última vez que perdí mi trabajo, Margie estuvo a punto de dejarme.
—Otra vez a los comedores de beneficencia —añadió Sansón—. Justo cuando creía que estaba saliendo adelante…
—Tú y cientos más —contestó Darin.
A Kuz le temblaban los labios.
—¿Es McGovern esa serpiente sonriente? Le voy a poner esa sonrisa del revés de un puñetazo.
—Kuz —intentó tranquilizarlo Darin—. Venga, vamos.
Pero Kuz no estaba escuchándolo. Avanzó sin dejar de mirar a la plataforma, y cuando un merc le cortó el paso, lo golpeó en la cara.
Darin gritó.
—¡No! —Pero ya era demasiado tarde. El merc, gruñendo, disparó balas de goma contra el pecho de Kuz. No eran letales, pero a esa corta distancia podían romper costillas. Sansón se aferró al merc por detrás y lo levantó del suelo. Otros mercs vieron lo que estaba sucediendo y se acercaron. Los obreros se sumaron a la refriega lanzando golpes por doquier.
Darin advirtió la granada óptica acercándose a ellos y se cubrió la cara con el codo. Incluso con los ojos protegidos, percibió el destello resultante y, ya que era el único que se lo esperaba, fue el único que no quedó momentáneamente cegado.
—Vamos —dijo, tirando de Sansón hasta donde se encontraba Kuz. Juntos, lo llevaron a su zona de trabajo, aunque él se resistía. Se dejaron caer detrás de uno de los muros donde se reunieron con los otros miembros de la cuadrilla.
Kuz tosió y buscó aliento.
—¿Por qué… me… habéis… detenido? Podríamos… haber… acabado… con él… Haber parado esto… aquí mismo.
—Ya habrá tiempo para eso —dijo Darin—, pero ahora no. No sin un plan.
—¿Cuándo, entonces?
Darin se estremeció.
—No lo sé.
—Esto no es el final —aseguró Sansón—. Puede que mañana se venga abajo.
—Así es —dijo Darin—. Ésa tecnología todavía está en pañales; siempre tienen problemas. Anímate, Kuz.
Kuz tragó saliva y respondió:
—Aún puedo vender mi colección de proyecciones de famosos.
Darin le dio una palmadita en el hombro.
—No hará falta.
Más tarde, ese mismo día, cuando la cuadrilla estaba despidiéndose, Alegre se llevó a Darin a un lado.
—Se está creando un grupo de gente que quiere un cambio y necesitamos hombres como tú; apasionados pero inteligentes.
A Darin se le aceleró el corazón. Sabía que existía un movimiento que actuaba a favor de la gente trabajadora y esa era su oportunidad de unirse a él.
Alegre agarró la mano de Darin y comenzó a escribir en ella con un rotulador amarillo brillante. Escribió una palabra sobre su palma, aunque no se vio ninguna letra.
—¿Qué es esto?
—Fluorescente. Es tu entrada. Ven esta noche al sótano de un club llamado La Corteza. El guardia comprobará tu mano con una luz ultravioleta y te dejará pasar. —Alegre dobló los dedos de Darin sobre la zona que había marcado y se marchó dejándolo pensativo.
Claro que iría. Desde que su madre había muerto de cáncer, una enfermedad que no habría sido grave para ningún rimmer, Darin había sabido que el mundo estaba corrupto. Ahora, tal vez podría ayudar a sanarlo. Formaba parte de la naturaleza de un hombre, de su sentido de la justicia y de la igualdad, luchar por la libertad. La historia estaba plagada de casos de gente oprimida rebelándose y liberándose de sus yugos. Eso mismo podía pasar en la época de Darin, y él podría formar parte de ello.
Echó a andar detrás de Alegre y se detuvo al recordar algo. Le había prometido a Mark que volvería después del trabajo. Ése asqueroso código aún pululaba por la red, y Mark pensaba que era su deber acabar con él. Y no es que pudieran hacerlo; esa cosa había matado a gente mucho más preparada que ellos.
Era muy propio de Mark sentirse culpable. Darin siempre había podido avergonzarlo y lograr que hiciera casi todo; tenía una conciencia que trabajaba demasiado. No es que ellos hubieran escrito el virus ni mucho menos. Ni siquiera sabían que estaba ahí. Si no se hubiera colado por su agujero, habría encontrado otra válvula de escape.
Darin estiró los dedos y miró la piel que Alegre había marcado. Llevaba toda la vida esperando tener una oportunidad como ésa. Ahí podía ser útil, lo sabía. Podía conseguir un cambio de verdad. Mark lo comprendería. Bueno, no, probablemente no. Pero esa era la cuestión, ¿verdad? Mark era un rimmer. No sabía lo que era eso.
Pero Mark era también un amigo. Y le había dado su palabra.
Se alejó de la zona de construcción, sin estar muy seguro de adónde se dirigiría.
Mark consultó la hora en el extremo de su visor. Las siete y cuarenta y dos. Seguía sin haber rastro de Darin. ¿Dónde estaba? Solía terminar de trabajar a las seis. Tal vez aún no lo habían relevado los del siguiente turno. O, tal vez, había cambiado de opinión y no iba a ir.
Se tumbó en el sofá de la sala de estar y recuperó la imagen de su interfaz de red. Había pasado horas rebuscando registros, comparando, estudiando, y creía que había encontrado un patrón recurrente. Bueno, más bien, una anomalía recurrente. Por eso necesitaba a Darin: tenía que hablar de ello con alguien para solucionar el problema.
Acababa de empezar a reorganizar las pruebas que había recopilado cuando una voz dijo:
—No irás a quedarte dormido en mis narices, ¿eh?
Aclaró su visión. Era Darin. Había entrado sin llamar.
—Creía que me habías dejado tirado —dijo Mark—. ¿Por qué has tardado tanto?
Darin parecía furioso.
—Estoy aquí, ¿no? Algunos tenemos que trabajar para ganarnos el sustento. ¿Qué has encontrado?
—En el listado de noticias del sysadmin aseguran que fue obra de un rebanador —respondió Mark.
Después de explicarle en qué consistía, Darin dijo:
—Si es una sola mente, ¿cómo puede tener partes múltiples? ¿Son todas lo mismo?
—No estoy seguro. Es como si fueran lo mismo y aun así independientes al mismo tiempo. Es la misma mente, pero distribuida, como archivos en una red.
—Entonces, se podría matar a todas las partes menos a una y el rebanador seguiría en funcionamiento.
—Eso creo. Y encontrar una parte no es demasiado difícil, pero encontrarlas todas es casi imposible. Y habría que encontrarlas todas y borrarlas en el mismo momento para destruirlo.
—Porque las que te faltaran acabarían contigo.
—Correcto.
Darin torció el gesto de su boca.
—Suena como lo que he estado diciendo. No estamos a la altura.
—Tal vez. Pero he estado leyendo los posts que han escrito los profesionales. Al parecer, el rebanador tiene un módulo amo que envía señales de placer y dolor para controlarlo. Toda la inteligencia está en el rebanador; el maestro es un simple código.
—Si al rebanador no le gustan las señales de dolor, ¿por qué no elimina al maestro sin más? Parece que puede esquivar toda clase de defensas.
—Forma parte del entrenamiento, creo. Se desarrolla un apego emocional en el rebanador, que lo vincula con el módulo amo para que no quiera borrarlo.
—¿Y tu plan es…?
A Mark no le gustó el tono cínico de Darin, pero respondió sencillamente:
—Eliminar al maestro yo mismo.
—¿Y por qué crees que a los profesionales no se les ha ocurrido eso?
—No lo sé. Tal vez es demasiado simple.
—O tal vez el maestro es la parte mejor protegida del sistema. Tal vez si intentas atacarlo, el rebanador te hará pedazos. ¿Habías pensado en eso?
—No soy estúpido, Darin. Conozco los riesgos y sé que es probable que no funcione, pero también sé que tenemos que intentarlo.
—Nosotros no —dijo Darin—. Por lo menos, yo no. Esto es una tontería. No pienso echar a perder mi vida por aferrarnos a un falso principio de la justicia.
Mark estaba cansado de la retórica vacía de Darin.
—Hablas de responsabilidad constantemente, pero nunca la aceptas. Ése es el lema de los combers, ¿verdad? La culpa nunca es vuestra. No es culpa vuestra que seáis pobres, que no tengáis formación, que no tengáis trabajo…
Darin alzó los puños y, por un momento, Mark pensó que iba a golpearlo. Después, bajó los brazos y habló más bajo.
—Supongo que eso es lo que ha pensado hoy tu padre cuando ha acabado con los puestos de trabajo de cientos de combers. «Ya conoces a esos vagos combers, no pueden conservar un trabajo». Parece ser el punto de vista de la familia.
—¿De qué estás hablando?
—De una demostración que ha hecho tu padre esta tarde, muy impresionante, a pesar de tener la pequeñita pega de que hace que el trabajo de miles de combers resulte irrelevante. Pero eso no importa, ¿verdad? Los combers nunca asumen suficiente responsabilidad, así que, que se mueran de hambre, es culpa suya.
—Mi padre intenta impulsar la economía. Es mucho más importante que la pérdida de algunos trabajos.
—Seguro que eso reconfortará mucho a las familias que no tengan nada que comer este invierno.
—Mira, mi padre tiene puntos flacos, pero sabe lo que hace. Entiende de empleo, de mercados y de estabilidad de la economía y siempre está diciendo lo importante que es mantener alto el número de empleados.
—Entonces, o es un hipócrita, o es tonto.
—No insultes a mi padre en esta casa.
Se miraron.
—Márchate, si quieres. Yo mataré al rebanador.
Darin bajó la escalera furioso consigo mismo por haber perdido el control, furioso con Mark por provocarlo. Ése plan de atacar al rebanador era absurdo; un gesto vacío sin esperanza de éxito.
Cuando se acercaba al último escalón, Mark lo alcanzó.
—Lo siento —le dijo—. No pretendía gritarte. No estoy de acuerdo contigo, pero hemos sido amigos demasiado tiempo como para dejar que esto se derrumbe ahora.
Darin le dio una palmadita en el hombro.
—Ten cuidado.
Después se detuvo y lo miró. Detrás de Mark, en el vestíbulo, había un hombre muy alto de espaldas a ellos, besando a la hermana de Mark, Carolina. Darin no reconoció el cabello plateado, pero la altura y esa inquietud con que se movía, incluso mientras se besaban, lo devolvió unos años atrás, le hizo recordar aquel día en el que acompañó a Vic a un salón de modificaciones y un médico le aplicó el celgel que le cambió la vida. Las modis podían cambiar el pelo, pero no podían acortar los huesos. Era él, tenía que ser él.
—¿Quién es ése?
—El doctor Alastair no sé qué —respondió Mark—. Tremayne, ¡eso es! ¿Por qué? ¿Lo conoces?
—No, no lo creo —dijo Darin—. Me resulta familiar, eso es todo.
Fuera, Darin aceleró al máximo su jetvac y bajó por la ladera. Alastair Tremayne. Repitió el nombre, con cuidado para no olvidarlo. Todo tenía sentido. El hombre era un rimmer y eso explicaba por qué Darin no había podido localizarlo en los Combs. Debía de haber estado ganando un dinero extra en el mercado negro; o eso, o era comber de nacimiento y le había ido muy bien desde entonces.
Comoquiera que fuese, Darin lo mataría. Solo pensar en ello lo hizo temblar porque se dio cuenta de que lo haría realmente. Ése artista se había llevado una vida para obtener su propio beneficio y merecía morir por ello. Y ¿quién iba a juzgarlo? ¿Las cortes? Eran peones del Consejo Empresarial, controlado a su vez por los rimmers, entre los que se incluía el padre de Mark. ¿Qué rimmer iba a impartir justicia?
Darin revisó sus opciones; no tenía ni pistola ni dinero suficiente para comprar una en el mercado negro. Un cuchillo le serviría y eso sí que podía encontrarlo, pero intentó imaginarse atacando al hombre en el salón de Mark, o siguiéndolo hasta su casa y sacando un cuchillo… No, Darin no era un asesino. Imaginar esos fríos detalles mitigó la rabia que sentía; dudaba que fuera a seguir adelante, pero tenía que hacer algo.
Tal vez había un modo mejor. Ése tal Alastair Tremayne estaba haciéndose un nombre y codeándose con la aristocracia. Tal vez no querría que su historia se conociera, que hubiera pruebas o rumores de que una vez fue el causante de una putrefacción de ADN. No era exactamente la reputación que atraería a las finas damas a su negocio.
Y aunque la putrefacción de ADN era algo reversible con las herramientas y el conocimiento apropiados, el coste era más de lo que Darin podría pagar nunca. Sin embargo… tal vez no tendría que hacerlo. Tal vez, si lo coaccionaba, ese tal Tremayne enmendaría su error gratuitamente.
El nuevo plan lo alivió. Tendría que moverse con cuidado, recopilar las pruebas, preparar una amenaza que asustara a Tremayne. Pero ¿y si se negaba? Entonces Darin, con mucho gusto, lo expondría ante el mundo.
Llegó a los Combs y anduvo por las estrechas calles. Para variar, la vida estaba cambiando a mejor.