ERA UN
LUGAR
Iluminado, por el cual Augusto Ricci, sin
descubrir su capucha, caminó encorvado, superando algunas columnas,
abrigadas por pálidas sombras, en medio de esa paleta crema-mármol
a partir de la cual la tranquilidad era más una exigencia que una
condición haciendo de la simulación tanto un efecto como una causa,
en esa histide dormida donde la supremacía o asimetría del
pensamiento-dicho extendía zarzas espinosas sobre los jardines de
las almas, empolvando las virtudes anteriormente juradas ante el
fuego inapagable (e impagable). Sentado en un trono, lo recibía
alguien vestido de blanco, oro y esmeralda. No se trataba del papa,
sino del máximo líder de la sociedad de los caminantes grises.
Inmediatamente, Augusto Ricci, con su toga oscura, se persignó,
tomó la mano de su abuelo Humberto y la besó con leal devoción e
incuestionable deferencia.
-Estamos dejando que ellos hagan el trabajo.
Una vez que lo encuentren, nosotros los exterminaremos-dijo Augusto
Ricci, mientras la mano de Humberto acariciaba su mejilla, aún sin
revelar su rostro-Hemos arrojado tantos papeles al fuego. Nunca
leemos lo que aventamos, sólo seguimos la misión encomendada por la
logia hace 12 centurias. Tiramos tantas cosas al fuego. Ponzoña
peligrosa, agua bendita, aceite barato. Realmente me intriga tal
balanza, aunque no es de mi menester-dijo Augusto Ricci, mientras
la mano arrugada, verde, venosa y agrietada de su abuelo se apoyaba
en su hombro.
-Solo queda uno luego de 15 siglos de
búsqueda y persecución, en una dinastía de 23 generaciones.
Visitará el fuego y nuestra misión, según la cuenta del gran
Laurens, habrá concluido. ¿Qué haremos después? ¿Conducir autos,
hacer filas en los bancos? ¿Comprar en tiendas, retirar productos
de las góndolas? El mundo moderno es extraño y nos asusta. No
estamos preparados para él. A veces quisiera que no fuera el último
y que haya otro más. Tengo tanto miedo de encontrarlo que temo
escatimar mi esfuerzo, con el afán de postergarlo un poco
más-confesó Augusto Ricci, mientras la mano de su abuelo se
acercaba a su rostro pero luego titubeaba en el aire sin decidirse.
En breve la voz de su nieto, Augusto, abandonando la capa caída y
lúgubre, adoptó un chispazo que la elevó de entusiasmo interrumpido
de tanto en tanto por el sopor.
-Tal vez el último libro podamos leerlo y sí
es agua bendita, resumirlo, debatir y agrandar el viejo libro, como
hemos resumido los libros anteriores-propuso Augusto Ricci, no
obstante Humberto le colocó el pulgar dentro de la capucha, en la
zona del ojo, presionándosela más, tras pulsarle directamente la
blanca cornea.
-¿Por qué no? ¡Otros caminantes grises han
interpretado los libros santos y designado si eran apócrifos o no!
¿Por qué no podemos leer este último libro y establecer si sirve o
no para la humanidad? ¡Es el libro que nos tomó más años, siglos en
encontrar! ¡Tenemos derecho a saber que contiene!-
Sin embargo, el pulgar de Humberto se hundía
más y un ARGGH largo e incómodo se escurría por la boca de Augusto.
Más allá había un desfile de estatuas referentes a los siete
arcángeles, los cinco santos y colgaban querubines y serafines de
oro puro. Siempre en ese habitáculo te sentías observado y
vigilado, por lo que el silencio muerto reinaba a pesar de la
continuidad de los pasos vivos.
-Abuelo, en mi generación nunca leí un
apócrifo, solamente los arrojé al fuego sin saber si podían
hundirnos o elevarnos como especie. Tal vez para ti yo no tenga la
sabiduría para resumirlo pero ¡quiero una oportunidad!-
El dedo, que antes lo había acariciado,
ahora trataba de arrancarle el ojo, un hilo escarlata burló la
nariz y el mentón de Augusto, el cual se cubrió la cara con la
mano.
-Yo quemé, tú quemarás-resopló Humberto
Ricci-Ya no somos sabios, ya no podemos saber que es bueno y que es
malo para el hombre, no estamos preparados para saber si es un
apócrifo u otro libro santo, la Biblia está completa, no necesita
nada más, vivimos en una sociedad de pecado, traición, corrupción y
lujuria, no debemos interpretar los apócrifos y separarles la paja
del trigo, debemos destruirlos y esperar a que Dios venga a reinar
esta tierra olvidada. ¡Sólo él tiene la respuesta!-
Con enorme esfuerzo, apoyó Augusto un codo
en el escalón y luego metió su mano dentro de su toga, sacando de
ella un número de la Santa Biblia.
-Prohíbe más de lo que propone, por eso no
funcionó con la mujer y con el hombre. Quizá el último apócrifo
equilibre la balanza, ¡debemos leerlo! ¿Qué es el paraíso si no un
infierno regado, santo abuelo? ¡Debemos leerlo e interpretarlo,
aunque eso nos lleve a la luz o a la oscuridad! ¡Ya no me gusta el
gris!-exclamó Augusto Ricci. De todos modos, su abuelo movió su
otra mano y un latigazo relampagueó en el hombro de su nieto, que
rodó por la escalinata.
-¡Idiota, insensato! ¡Antes había hombres
iluminados e inspirados por Dios, hombres como San Francisco de
Asís o San Tomás de Aquino, que veían más allá de sus necesidades y
tocaban la verdad! ¡Pero ahora pensamos más en salvarnos que en
hacer lo correcto! ¡No estamos preparados para determinar si es un
apócrifo o un libro santo! ¡Irá al fuego, sea agua bendita o
ponzoña pérfida!-exclamó Humberto, levantándose de su trono.
Augusto apretó los dientes, gobernando el irrefrenable
gruñido.
-Lo que usted diga, su santidad. Dispense mi
irreverencia. Querubín tiene todo bajo control. Vendré con nuevas
misivas-
No obstante, la reprimenda aleteó un poco
más, ya que Humberto, con el índice, señaló su decepción hacia su
nieto, el cual hizo una pausa para mirarlo fijamente:
-Los pecados…-extendió Humberto
Ricci-crecieron-
-Nadie lo duda, su santidad-
-Crecieron por qué el hombre creyó que podía
elegir y quiso estar más allá del destino. Sin embargo, no debemos
buscar la felicidad. No la merecemos durante la vida, sino después
de la muerte. Debemos sufrir en la tierra así aprendemos a ayudar a
otros y estamos preparados para vivir en el paraíso. Ese es el plan
de Dios y no debe ser alterado- exclamó, levantando el índice-La
guerra, la enfermedad, la pobreza, son todas experiencias difíciles
pero a la vez divinas e imprescindibles, concebidas por Dios para
que dejemos de reclamar y aprendamos a obrar en función del
prójimo. Son todas creaciones divinas con el propósito de dormir el
yo y convertirnos en almas puras. Pero entras a este sacro templo y
me dices que tienes la sabiduría para determinar sí el último
apócrifo es agua bendita o veneno pérfido. El hombre quiso elegir,
Augusto, por eso ya no sabe como regresar. No elijas, querido
nieto, sólo cumple con lo que se te ha pedido a ti y a otros
durante siglos.