Capítulo 10
¿E
n qué preciso momento me había dado cuenta de que me seguían?
Fue cuando me metí en la carretera ancha y flanqueada de fábricas a izquierda y derecha, después de haber dejado atrás Ayazaga y antes de llegar a la avenida de Büyükdere. Estaba conduciendo despacio, con el cuerpo reclinado hacia la derecha, una mano en la dirección y la otra buscando la última cinta de Mogollar, justo debajo del radiocasete. Miraba alternativamente a la carretera y las cintas que iba sacando. La carretera estaba despejada, y me había pegado a la derecha para dejar paso a los que venían con una velocidad moderada. No daba con la cinta que buscaba e iba dejando encima del asiento del copiloto las que no me interesaban.
Entonces me di cuenta de que el Renault negro que tenía detrás no quería adelantarme. Me reincorporé, aumenté la velocidad y lo mismo hizo el Renault negro; desaceleré y el Renault negro desaceleró. Una actuación bastante torpe, tratándose del conductor de un coche que seguía a otro coche, y encima, en una carretera totalmente despejada. Me agaché otra vez, encontré por fin la cinta que buscaba y la introduje en el aparato. Los ardorosos jadeos que se propagaron por el coche me hicieron sonreír, y pisé otra vez el acelerador. El Renault volvió a ajustar su velocidad a la mía.
Cuando me metí en el intenso tráfico de la avenida de Büyükdere, el coche se me acercó aún más: estaba claro que no me quería perder de vista. Miré por el retrovisor: tenía unos cristales oscuros que no dejaban ver el interior. Tan pronto como tuve el camino libre, pasé a la segunda marcha y pisé el acelerador. Mi coche despegó de golpe, alejándose del Renault. Pude verlo por el retrovisor. Desaceleré y, mientras el Renault volvía a cubrir paulatinamente la totalidad del espejo, pude leer del revés el número de matrícula. Era una matrícula normal y corriente, fácil de memorizar.
Cuando me adentré en el barrio de Cuarto Levent, decidí dejar que me siguiera. De todos modos, sería muy fácil darle el esquinazo a tan inexperto seguidor. Con sólo hacerle el numerito de la luz roja, me lo quitaría de encima. Además, no creía que un seguidor tan novato tuviera algún plan alternativo que fuera una amenaza para mí. ¡Adelante, pues!
Llegué hasta la subida de Insirah, en el barrio de Bebek, sin intentar esquivarle. O mejor dicho, llegamos ambos. Una vez abajo, conduje lentamente en busca de algún hueco donde aparcar el coche. Encontré sitio para un solo coche, justo enfrente del consulado egipcio, y me metí con una rápida maniobra de aparcamiento.
En el momento en que cogí el auricular del teléfono del coche, vi pasar el Renault negro. No se podía ver el interior a través de los cristales oscuros. Le miré por el retrovisor. Siguió derecho en dirección a Arnavutköy. Justo cuando se acercaba a la curva, le perdí de vista por culpa de los coches que se metieron por en medio.
Volví a marcar el número de Barbie House. Esta vez respondió la misma chica de la mañana. Pregunté por la señorita Samanci. No había venido. La chica quiso saber quién era, pero le di largas y colgué tras decirle que más tarde volvería a intentarlo.
Cuando crucé la calle y me metí en el parque, eran un poco más de las cuatro. Según mis cálculos, aún faltaba para la cita de la tarde que iba a tener lugar después de los entrenamientos de la tarde. Al pasar por el gorjeante parque infantil, un niño chocó contra mi pierna y rompió a llorar porque el juguete Godzilla que llevaba se había roto al caérsele de la mano. Entonces la mujer que leía en un banco lo oyó con su oído de madre y levantó la cabeza. Era guapa. Recogí el muñeco del suelo y lo dejé en la mano del niño. La mujer me sonrió, y yo seguí andando.
El café que había enfrente de la mezquita de Bebek no estaba muy lleno. No me senté en la terraza cubierta con cristaleras, sino que escogí una de las mesas, al fondo de la sala interior. Desde allí podía ver a todos los que llegaban; en cambio, para notar mi presencia, había que buscarme a propósito. Pedí un nescafé al viejo camarero que me atendió. En la mesa de delante, una pareja jugaba al backgammon.
Media hora más tarde, la pareja seguía jugando al backgammon y yo había acabado mi segundo nescafé. Entró y salió gente, sin que nadie me llamara la atención.
Diez minutos después, la pareja acabó la partida con más estrépito de la cuenta y se rio de forma estentórea. Pedí el tercer nescafé.
Cinco minutos más tarde, todas las miradas se fijaron en la nueva cantante de moda que acababa de entrar. En cuanto se sentó en la zona con vidrieras, empezó a hablar por el móvil. No pedí un cuarto nescafé.
No había pasado ni un minuto cuando el portero Zafer asomó por la puerta del local.
Tan pronto como vi que se quitaba las gafas para mirar a su alrededor, tomé la precaución de girar la cabeza a la derecha, llevándome la mano a la frente, y me quedé mirando detenidamente los vasos y las tazas alineados en la estantería que había encima de la cocina. El portero Zafer se sentó, dándome la espalda, en una de las mesas de la parte con vidrieras, dejó el bolso de piel encima y volvió a ponerse las gafas de sol.
El viejo camarero se le acercó, y se pusieron a charlar.
Desde mi mesa podía ver los anchos hombros, la fuerte nuca y el cuero cabelludo lleno de cicatrices. Se quedó inmóvil hasta que le sirvieron la coca-cola que había pedido.
Estábamos sentados tranquilamente: el portero Zafer, delante; yo, detrás. Mi espera se había convertido en nuestra espera. Siguió entrando y saliendo gente, pero nadie digno de nuestro interés. El viejo camarero me miraba cada vez con más insistencia. Lo sentía mucho, pero no hubiera soportado un cuarto nescafé.
Esperamos un rato más, pero no vino nadie.
De repente sonó un móvil y el portero Zafer lo sacó de su bolsillo. Podía ver cómo iba asintiendo con la cabeza mientras escuchaba lo que le decían. A pesar de ser todo oídos, no capté ni una sola palabra de lo que dijo. Nos separaban las vidrieras y una puerta medio cerrada.
Cuando terminó de hablar, giró la cabeza en dirección a la cocina. Había sido un fallo mío no haberlo previsto al elegir mi mesa. Si le hubiera dado por acercarse al viejo camarero, que estaba parado al lado de la cocina, me habría visto de todas todas. Sentí que un leve sudor invadía mi cuerpo.
Menos mal que se trataba de un futbolista que había adquirido los hábitos de un jugador de primera división que acababa de salir del entrenamiento, por lo que no se molestó en levantarse, sino que levantó la mano para pedir la cuenta al camarero. Éste se le acercó, y Zafer sacó del bolsillo algunas monedas, sin levantarse de su sitio. Cuando se puso de pie para marcharse, me agaché para recoger de debajo de la mesa mi mechero, que no se había caído. Por supuesto, no logré encontrarlo. Justo cuando estaba cerca del suelo, se me ocurrió que podían haber cambiado el lugar de encuentro. Desde luego, ése iba a ser un día de persecuciones.
Mientras Zafer salía del café y pasaba junto a las vidrieras, yo buscaba dinero en el bolsillo, de espaldas a los cristales. Luego, me dirigí rápidamente hacia el camarero para pagarle lo que debía. El hombre me había dicho un número redondo y aproximado que no requeriría cambio.
Zafer estaba abriendo la puerta de un Mazda 323 azul, en un pequeño aparcamiento improvisado. Mientras leía el número de matrícula del coche, pensé que tenía el coche aparcado lejos y tampoco sabía por dónde tiraría. Así que me dirigí a la parada de taxis que había delante del McDonald's. Un taxista me señaló uno de los coches. Me subí en el asiento trasero, con la mirada puesta atrás. El Mazda tenía que pasar delante de la parada, y no quería que se me escapara.
—¿Adónde quiere ir, señor? —preguntó el chófer, que había vuelto a su asiento.
—Espere un segundo —repliqué. Seguía mirando hacia atrás y, cuando el Mazda pasó por nuestro lado, tuve que atarme el zapato—. Seguiremos a ese coche —dije.
No sé si fue porque era uno de los veteranos de la parada del lujoso barrio de Bebek, pero el hecho es que arrancó sin que le sorprendiera mi petición. Era un hombre de mediana edad que llevaba espesos bigotes al estilo de Sadri Alisik, famoso actor de mis días de juventud.
Cuando el Mazda salió a la carretera, giró a la derecha y lo seguimos.
—No lo pierda de vista y le daré el doble de lo que marque el taxímetro —dije al chófer.
—De veras se lo agradezco, señor.
Gracias a la destreza del chófer de espesos bigotes, atravesamos Hisar, manteniendo la distancia necesaria para no perder la pista al Mazda, aunque no tan cerca como para llamar la atención. Zafer conducía como si no tuviera mucha prisa, sin saltarse las normas de tráfico, lo que nos facilitó la tarea.
—Con tantos taxis en la carretera, jamás sospechará —dijo el chófer cuando pasábamos por Emigran—. ¿Cómo lo iba a notar?
Y luego, al llegar a Yeniköy, comentó:
—Lo más importante son los cruces.
Tuve la tentación de preguntarle si conocía el numerito de los semáforos en rojo y pensé que si no lo conocía, yo se lo podría enseñar. Pero al final no dije nada, pues estaba vigilando al Mazda azul, incluso más atento que él.
Zafer esperó delante de la gasolinera de Yeniköy, con el intermitente señalando la izquierda. Tenía tres coches detrás, y después estábamos nosotros. Cuando tuvo el camino libre, giró hacia el callejón de la izquierda. No tuvimos más remedio que esperar a que los coches que teníamos delante avanzaran. Justo cuando llegó nuestro turno para girar, nos vimos obligados a esperar a que pasaran los que venían por el otro lado.
Me incliné hacia delante para ver con claridad el callejón. Era muy probable que le perdiéramos la pista.
—Las calles por las que va son estrechas, así que no se preocupe, seguro que irá despacio.
Avanzamos por una calle ligeramente cuesta arriba, verdaderamente estrecha. Sólo se podía avanzar en fila india entre los coches aparcados a los dos lados. En algunas calles de la derecha había la señalización de prohibido girar, y no se veía el Mazda azul.
—Lo hemos perdido —dije.
El taxista de Bebek permaneció callado. Avanzamos muy despacio hacia la calle con desvíos a ambos lados. De repente, dio un frenazo.
—Aquí está, ya puede sacar el dinero.
El Mazda azul estaba situado frente a una furgoneta de reparto de coca-cola, sin suficiente espacio para los dos coches en la calle. Nosotros esperábamos a bastante distancia, a ver cuál de los dos accedería a dar marcha atrás. Al final el Mazda retrocedió hasta llegar a una calle en la que no se podía girar y cedió el paso a la furgoneta. Mi chófer de Bebek tomó sus precauciones, consiguió introducir el morro del coche en el hueco que había entre los dos vehículos, y de ese modo pudimos dejar que pasara la furgoneta sin encontrarnos con el mismo problema. El Mazda entró a buscar un sitio donde dejar el coche, en una plaza que quedaba entre unos edificios de reciente construcción y que se había convertido en un aparcamiento natural.
El chófer de bigotes a lo Sadri Alisik se arrimó a la calzada derecha, sin que yo se lo pidiera. Presenciamos cómo Zafer salía del coche, cruzaba la calle y llamaba a uno de los timbres del edificio que había justo enfrente. Mientras tocaba el timbre, hizo los mismos movimientos de estiramiento de cintura que cuando me había estrechado la mano aquella misma mañana. Dobló la rodilla y dio pequeñas patadas al bolso que llevaba en la mano. Después, empujó la puerta y entró.
El taxista de Bebek se volvió hacia mí.
—El doble pago ya está ganado. Y ahora, ¿qué hacemos?
—No lo sé. Tú espérame aquí. Ahora vuelvo.
Me bajé del taxi. Caminé junto a una construcción que sólo tenía los pilares levantados, crucé muy deprisa la calle que cortaba la carretera y me acerqué al edificio en el que Zafer acababa de entrar. Era uno de cuatro plantas; como había empezado a oscurecer, en alguno de los pisos habían encendido las luces. Al llegar al portal, miré detenidamente las dos filas de timbres. No tenía mucho tiempo que perder. Junto al botón del timbre del octavo piso, había un nombre conocido: Dilek Aytar.
La letra era la misma que la de la tarjeta que me había dado y que yo había roto y diseminado en las calles del barrio de Ikitelli. Había recortado la tarjeta y la había introducido en el apartado que había al lado del timbre.
Todo parecía indicar que ella iba a compartir con Zafer la tarde de su día libre tras el logrado desfile del día anterior. ¿Qué le vamos a hacer? Kayahan Karasu ya podía contar su desgracia.
Por si acaso, revisé uno por uno todos los nombres: no había ningún otro nombre conocido. Luego, volví al taxi sin darme mucha prisa. Miraba a mi alrededor por si veía algún rostro conocido, y mientras tanto, pensaba en cómo formula mi propuesta al chófer.
Me senté en el asiento delantero. Saqué el billetero, y de éste extraje los billetes más gordos, que sumaban más del doble de la cifra redondeada del taxímetro.
—Para usted, jefe —dije al tiempo que depositaba el dinero en la mano extendida del taxista—. ¿Le gustaría ganar el doble? ¿Qué me dice?
No volví a poner el billetero en su sitio.
—Sí, si no se trata de nada peligroso. ¿Por qué no?
—No se trata de nada peligroso —dije—. Espere aquí media hora o una hora más. Si el hombre de antes sale solo o acompañado de una mujer, sígalo. No creo que salga, pero da lo mismo. Salga o no, el dinero es suyo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Aprovecharé para poner orden en los papeles de la guantera. Llevo mucho tiempo sin tocarlos.
—Entendido.
Saqué una vez más la misma cantidad del billetero que seguía en mi mano. Miré el reloj.
—Si le llamo hacia las ocho a la parada, ¿estará allí?
—Estaré allí. Usted pregunte por Sadri.
Con una mano le di el dinero y con la otra le toqué el hombro. Una vez fuera del taxi, me eché a andar en dirección contraria, sin mirar atrás. No esperaba ningún coche en la parada que había una calle más abajo. Paré el primer taxi que vi al bajar a la carretera y pedí que me llevara a Bebek.
Hasta que llegamos al destino, tuve que aguantarme sin rechistar un sermón interminable, en una emisora de radio que se dedicaba a predicar para que la gente profesara con más fervor su religión. Cuando pasamos delante de la parada de taxis, leí el número de teléfono en el rótulo de la caseta. Al bajar, me empeñé en esperar para que me diera la vuelta exacta.
Mi coche seguía en su sitio. Entré en él, bajé las ventanillas y cogí el teléfono para marcar, esa vez, el número de Karasu Textil.
El teléfono sonó largo rato. Por fin, respondió la voz de un hombre.
—Con el señor Ilhan Karasu, por favor.
—¿De parte de quién?
Le di mi nombre.
—Un momento, por favor —dijo el hombre.
El cielo oscurecía rápidamente. En medio de unos ruidos extraños, pude distinguir la voz de Ilhan Karasu.
—¿Qué nuevas me traes? —dijo con voz que parecía emocionada.
—La reunión se canceló.
—¡Qué raro!
—El de su equipo, el portero Zafer, ha venido, pero el del otro equipo no ha aparecido. Puede que se haya puesto malo, o le haya salido algún impedimento, a menos que hayan convenido en cerrar el trato por teléfono.
—Sea lo que sea, aquí hay gato encerrado —comentó Ilhan Karasu—. Y ahora, ¿qué?
—No se aleje todavía del teléfono. Puede que su hombre vuelva a llamar.
—Ya esperaré. ¿Qué me dices del pobre fotógrafo?
—Hoy estuve en su entierro.
—¿Lo dices en serio? No tendrá nada que ver con lo nuestro, ¿verdad?
—Está claro que algo tiene que ver.
—¿Por qué no te pasas por aquí y me lo cuentas todo? —propuso.
—De acuerdo. ¿Su empresa tiene algún Renault negro? —pregunté. Y a continuación le di el número de matrícula.
Se quedó pensando al otro lado del aparato.
—No creo —dijo—. Tenemos tres furgonetas para el reparto. Y para la mensajería, un monovolumen, pero de color blanco.
Pensó un poco más.
—No creo que alguno de los empleados tenga uno. No me acuerdo de haber visto un Renault negro en el aparcamiento.
—¿Y el club?
—El club no tiene ningún coche —dijo riéndose—. Nunca entenderé por qué los futbolistas son tan aficionados a los coches. ¿De dónde sale ahora el Renault negro?
—De ningún lugar importante. Le llamo cuando tenga alguna novedad que contarle.
Coloqué el teléfono en su sitio, puse el motor en marcha, y salí tocando ligeramente los coches que tenía delante y detrás. No sonó alarma alguna, y también estaba seguro de que en Foto Paris no habían instalado ningún sistema de alarma.