TREINTA Y SIETE
—Jorge, querido, soy Camila.
Jorge maldijo entre susurros a Merche, lo bastante necia como para proporcionarle su extensión a Camila, brindándole así el derecho a llamarle cuando le viniera en gana. O tal vez no, barruntó. Quizá no era una cuestión de necedad y sí de mala idea. Y mientras se aclaraba la garganta para atender a la primera llamada de la mañana, a esa pesadísima señora, con una voz que no fuera el gruñido de un oso rabioso, se propuso tomar cartas en el asunto en cuanto la situación de excepcionalidad en el despacho se normalizara y se terminaran las carreras, las prisas y las urgencias, se pusiera como se pusiera.
—¡Camila! ¿Qué se te ofrece? —dijo al fin—. ¿Algún otro problema relacionado con tesoros y barcos?.
—No, por Dios, cómo se te ocurre eso, lo de los barcos ya está olvidado. Totalmente olvidado —respondió, y Jorge pudo percibir un cierto aturullamiento, un inusual nerviosismo en su explicación—. No, te llamaba para interesarme por Aitor.
—¿Por Aitor? —se extrañó.
—Sí, me han comentado que está en el hospital, que en sus vacaciones sufrió un percance y lleva varios días ingresado…
A Jorge le entraron ganas de preguntarle a través de quién se había enterado de todo eso, pero al instante desistió: si había alguien en el mundo capaz de enterarse de todo sobre todos, y más exactamente de todo lo malo sobre los demás, esa era Camila. Tenía fuentes de información privilegiadas, un auténtico batallón de peluqueras, manicuras y masajistas que transmitían los cotilleos a una velocidad que para sí quisieran las operadoras de telefonía móvil. Lo que aún no comprendía es cómo no la habían reclutado todavía los del CNI o la CÍA.
Decidió que no ganaba nada mintiendo ni negando cuando ella ya estaba al tanto, pero se propuso resistir como un galo frente al invasor romano ante su previsible y perspicaz interrogatorio. No le daría carnaza ni más información de la necesaria.
—Sí, estás en lo cierto. Tuvo un percance cuando estaba buceando al sur de Portugal, pero ya está mucho mejor. Acaban de subirlo a planta.
—¡Dios mío! ¿Quieres decir que ha estado en la UCI?.
—Sí, por desgracia, pero se va a recuperar, y sin secuelas.
—¿Y Lola?. ¿Cómo se encuentra?.
—Muy entera, ya sabes cómo es ella.
—Sí, tan vasca… En fin, salúdala de mi parte y envíale todo mi apoyo. Y dale un beso muy grande a Aitor si le ves, me alegro de que esté mejorando.
—Por supuesto, esta misma tarde se lo diré. —Jorge no cabía en sí de asombro: ¿ya?, ¿nada más?, ¿ese había sido todo el interrogatorio?. ¿Sin indagar en detalles escabrosos?. ¿Sin veladas sugerencias ni trapos sucios que sacar a toda costa?. Definitivamente, esta mujer no parecía la misma. Igual hasta se había producido un milagro y estaba cambiando.
—Supongo que estará bajo los cuidados de Thomas —añadió.
—Supones bien.
—Dile, por favor, aunque ya sé que no es necesario, que le cuide bien. Aitor es un muchacho estupendo, no merece que le ocurra nada malo.
—Descuida, también lo haré.
—A lo mejor, más adelante, cuando le permitan recibir visitas y todo eso, me paso, si no os molesta, a saludarle un rato. A Rodri y Adolfo les encantará saber que me he asegurado de que está bien.
—Pues lo cierto es que no sé cuándo será un momento adecuado, por ahora está muy débil y…
—No te preocupes, lo entiendo. Solo era una idea —le cortó, puede que para que la retahíla de excusas de Jorge no sonara más impertinente de la cuenta—. En fin, un beso de nuevo, y gracias por atenderme.
—De nada, Camila. Aquí nos tienes.
Pero ella ya no le oía, pues había cortado por iniciativa propia, insólitamente, la comunicación.
Jorge se quedó un buen rato en el despacho sin hacer nada, y eso que tenía una buena cantidad de trabajo acumulado. Todavía no terminaba de asimilar lo que acababa de suceder. Debía reconocerlo: estaba anonadado.
«Esto se lo tengo que contar a los demás —se dijo—. No me van a creer, y Jimena todavía seguirá enfadada, y volando a estas horas, y ni querrá hablarme, pero no importa, tarde o temprano se calmará y entonces podré contárselo y reiremos juntos como si nada hubiera pasado».
Y después, ya con otro gesto en el rostro, no de sorpresa sino de enfado, pulsó decidido un botón de su interfono:
—Merche, ¿te importaría venir un momento a mi despacho?.